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Capítulo VIII 3 page

 

»—Así que usted... usted también lo ha conocido.

 

»Lovelace se encogió de hombros y se retorció una de las puntas del bigote.

 

»—A mí nunca me gustaron demasiado los niños.

 

»—Pero... su propia carne y su propia sangre...

 

»—Mmm... —Lovelace juntó ruidosamente los labios—. Créame, Byron, esos pequeños bastardos suponen una do­sis sin igual.

 

»Volví a atenazarle la garganta.

 

»—Déjeme en paz —le dije. Lovelace abrió la boca para hacer algún otro comentario jocoso, pero le sostuve la mi­rada de tal manera que se vio obligado a bajar la vista len­tamente, y comprendí, a pesar de mi inmenso sufrimiento, que mi fuerza no se había debilitado. Pero, ¿qué utilidad tenía saber aquello? Mis poderes sólo servían para agravar mi fatídico destino—. Aléjese de mí —le dije otra vez en voz baja. Eché hacia atrás a Lovelace, que tropezó y cayó al suelo; luego, cuando el sonido de los cascos de su caba­llo ya se iba desvaneciendo en mis oídos, me senté a solas al borde del acantilado. Durante todo el día estuve luchan­do con la sed que sentía por la sangre de mi hijo.

 

— ¿Le había dicho la verdad? —Le preguntó Rebecca en voz baja—. ¿Lovelace?

 

Lord Byron la contempló. Los ojos del vampiro lanza­ban destellos.

 

—Oh, sí —repuso.

 

—Entonces...

 

— ¿Sí?

 

Rebecca lo miró fijamente. Se agarró la garganta con las manos. Tragó saliva.

 

—Nada —dijo.

 

Lord Byron le sonrió débilmente; luego bajó los ojos y se quedó mirando a lo lejos.

 

—Todo había cambiado para mí a causa de lo que Lo­velace me había dicho —continuó lord Byron—. Aquella tarde, mientras contemplaba las olas, imaginé que veía una mano ensangrentada, recién cercenada, que me hacía señas para que me acercase. Me rebelé contra ella... aun­que sabía que se parecía más al pacha de lo que nunca me hubiera atrevido a temer. Regresé a Atenas. Me reuní con Lovelace. No había vuelto a percibir el olor de la sangre de mi hijo, pero lo temía y lo anhelaba a un tiempo.

 

»—Tengo que irme —le comuniqué a Lovelace aquella misma noche—. Tengo que marcharme inmediatamente de Atenas. No puede haber la menor demora.

 

»Lovelace se encogió de hombros.

 

»— ¿También se marchará de Grecia? —Asentí—. En­tonces, ¿adonde irá?

 

»Me quedé pensando.

 

»—A Inglaterra —repuse al cabo de unos instantes—. Tengo que recoger dinero... y poner en orden mis asuntos. Luego, cuando lo haya arreglado todo, me marcharé otra vez lejos de los que llevan mi propia sangre.



 

»— ¿Tiene usted familia en Inglaterra?

 

»—Sí —asentí yo—. Mi madre. —Me quedé pensando un poco—. Y una hermana... una hermanastra.

 

»—Eso no supone diferencia alguna. Evítelas a las dos.

 

»—Sí, desde luego. —Enterré la cabeza entre las ma­nos—. Desde luego.

 

»Lovelace me estrechó en sus brazos.

 

»—Cuando esté dispuesto —me susurró—, reúnase conmigo y continuaremos nuestra diversión. Es usted una rara criatura, Byron. Cuando su alma esté negra por el vi­cio será un vampiro como ninguno que yo haya conocido.

 

»Levanté la mirada hacia él.

 

»— ¿Dónde estará usted? —le pregunté.

 

»Lovelace se puso a tararear su melodía de ópera fa­vorita.

 

»—Pues en el único lugar que existe para la diversión: en Italia.

 

»—Me reuniré con usted allí —le dije.

 

»Lovelace me besó.

 

»— ¡Excelente! —gritó—. Pero no tarde, Byron. No se demore en Inglaterra. Si permanece allí demasiado tiem­po le resultará difícil, quizá imposible, marcharse.

 

«Asentí.

 

»—Comprendo —dije.

 

»—Conozco a una chica en Londres. Es un miembro de nuestra especie. —Me hizo un guiño—. El más condenado par de tetas que usted haya podido ver jamás. Le es­cribiré. Ella le servirá de guía, espero. —Volvió a besarme—. Le servirá de guía mientras esté separado de mí.

 

—Sonrió—. Pero no se entretenga. He tardado mucho tiempo, Byron, en encontrar un compañero tan agradable como usted. Caramba, señor, los dos juntos de nuevo, ¡qué juergas nos vamos a correr! Y ahora —hizo una inclina­ción de cabeza—, vaya con Dios. Volveremos a vernos en Italia.

 

»Dicho esto se marchó; y una semana después, yo tam­bién había dejado atrás Atenas. La travesía, como podrá comprender, no fue placentera, ni mucho menos. Ni un solo día transcurrió sin que considerase la idea de aban­donar el barco, establecerme en alguna ciudad extranjera y no volver nunca a Inglaterra. Pero necesitaba dinero y sentía nostalgia de mis amigos, de mi hogar... de contem­plar por última vez mi tierra natal. También tenía nostal­gia de mi madre y de Augusta, mi hermana; pero, natu­ralmente, ésos eran unos pensamientos que trataba de apartar de mi cabeza. Por fin, al cabo de un mes de trave­sía y después de dos años de estar viajando, y tras la com­pleta y total transformación de mi vida, sentí de nuevo el suelo inglés bajo mis pies.

 

 

Capítulo IX

 

 

Sucedió que en medio de los libertinajes que trae consigo un invierno londinense, apareció en diferentes fiestas de los líderes de la sociedad elegante un noble más notable por sus singula­ridades que por su categoría. Paseaba la mirada sobre el regocijo que lo rodeaba, como si no pu­diera tomar parte en él. Aparentemente, las li­geras risas de aquella feria sólo le llamaban la atención en cuanto podía, mediante una mira­da, sofocarlas y arrojar miedo al interior de aque­llos pechos donde reinaba la irreflexión. Aque­llos que experimentaron esa sensación de miedo sobrecogedor no podían explicar de dónde pro­cedía: algunos lo atribuían a aquellos ojos muer­tos y grises que, al fijarse sobre el rostro de un sujeto en particular, no parecían penetrar ni per­forar con una sola mirada lo más profundo del fondo del corazón, sino que se posaban sobre la mejilla con un rayo plomizo que pesaba sobre la piel que le resultaba imposible traspasar. Preci­samente esas peculiaridades hacían que se le in­vitase a todas las casas; todos deseaban verle, y aquellos que se habían acostumbrado a las emo­ciones violentas y ahora sentían el peso del abu­rrimiento, se complacían en tener algo delante capaz de llamar su atención. A pesar del tinte mortal que cubría aquel rostro —que nunca adoptaba un tono más cálido, bien fuera por el sonrojo de la violencia o por la fuerte emoción de la pasión, aunque su forma y perfil eran be­llos—, muchas de las féminas cazadoras que buscaban dar el escándalo intentaron atraer su atención y ganarse, por lo menos, algunas mues­tras de lo que ellas podrían calificar de afecto:

Lady Mercer, que había sido la mofa de todos los monstruos que se exhibían en los salones desde que contrajera matrimonio, se puso en el cami­no de ese personaje e hizo todo menos ponerse el vestido de un saltimbanqui para llamar su atención...

 

Dr. John Polidori, El vampiro

 

—Tuve que ir a Inglaterra para comprender del todo la maldición que había caído sobre mí. Yo era el único hijo de mi madre; durante dos años, ella había estado gober­nando Newstead, mi hogar, en mi nombre; yo sabía con qué ansia había deseado que yo volviera. Sin embargo, ni siquiera podía ir a visitarla. Recordaba demasiado bien el aroma dorado de Atenas y sabía que volver a respirarlo re­sultaría fatal para mi madre y para mí mismo. De manera que, en lugar de eso, me dirigí a Londres. Tenía algunos asuntos que poner en orden, amigos a los que ver. Uno de ellos me preguntó si había escrito algún poema durante mi estancia en el extranjero. Le di el manuscrito de La pe­regrinación de Childe Harold. Mi amigo vino a verme un día después, lleno de excitación y de alabanzas...

 

»—Por favor, no se ofenda por lo que voy a decirle —me dijo—, pero seguro que pretende que este Childe Harold sea un retrato de usted mismo. —Entornó los ojos y me observó detenidamente—. Un hombre errante, bello y páli­do, melancólico a causa de los pensamientos que alberga de decadencia y de muerte, que trae la desgracia a todos los que se acercan a él. Sí, va a funcionar, usted podría ha­cerlo ver. —Volvió a observarme y luego frunció el entrece­jo—. Hay algo raro en usted, ¿sabe, Byron? Algo que re­sulta casi... bueno, inquietante. Antes no lo había notado. —Luego sonrió y me dio una palmadita en la espalda—. Así que siga el juego, ¿eh? —Me guiñó un ojo—. Este poe­ma va a venderse muy bien, ya lo creo, y le va a hacer fa­moso.

 

»Cuando se hubo marchado me eché a reír al pensar en lo poco que aquel hombre o cualquier otro sabían. Luego me envolví en la capa y abandoné mis aposentos para salir a rondar por las calles de Londres. Lo hacía casi cada noche. Mi sed parecía haberse hecho insaciable. Me consumía continuamente, como la promesa de un deleite que hacía que todos los demás placeres parecieran polvo. Pero incluso mientras bebía sangre sabía que me estaba negando a mí mismo el gozo más dulce de todos. A medi­da que la luna empezaba a crecer, también aumentaban mis deseos por la sangre de mi madre. En varias ocasio­nes pedí un carruaje para que me llevara a Newstead... para cancelarlo en el último momento y buscar otra presa inferior. No obstante, sabía que antes o después la tenta­ción me vencería; sólo era cuestión de tiempo. Y entonces, casi un mes después de mi vuelta, recibí la noticia de que mi madre había caído enferma. Toda mi determinación se derrumbó. Pedí un carruaje y me puse en marcha en se­guida. El horror y el deseo que sentía no pueden descri­birse. Parecía como si me estuviera derritiendo de antici­pada emoción. Mataría a mi madre... la desangraría... lo haría: sentía su sangre dorada llenándome las venas. Tem­blaba aun antes de salir de Londres, y fue precisamente en las afueras de la ciudad donde un criado me encontró; traía el mensaje de que mi madre había muerto.

 

»Me encontraba entumecido. Durante todo el viaje no sentí nada en absoluto. Llegué a Newstead. Permanecí de pie junto al cadáver de mi madre y empecé a llorar y a reír al mismo tiempo; luego le besé la cara, que estaba helada. Sorprendido, me di cuenta de que no sentía frustración; era como si, con su muerte, mi conocimiento de cómo hu­biera sido el sabor de su sangre hubiese muerto también. Así que la lloré como cualquier hijo hubiera llorado a su madre, y durante unos días disfruté del olvidado sabor del dolor de un mortal. Ahora estaba solo en el mundo, con la excepción de mi hermanastra Augusta, a quien apenas co­nocía. Me escribió una amable carta de pésame, pero no vino a quedarse en Newstead, y yo me alegré al darme cuenta de que no quería que lo hiciera. Sabía que si olía su sangre aquel anhelo volvería a mí, pero no sentía nada parecido a la tentación que había experimentado con mi madre, la tentación de buscarla. Por el contrario, hice la promesa de que nuestras vidas continuarían separadas. Una semana después de la muerte de mi madre fui a ca­zar en los bosques de la abadía. Bebí con un deleite que casi ya había olvidado. El placer me resultó tan profundo como siempre... tan profundo como lo había sido antes de aquella fatídica tarde, cuando me detuve en la calle de Atenas y olí por primera vez la sangre de mi hijo. ¿Podría ser realmente posible, me preguntaba, que el recuerdo de aquel aroma hubiera muerto junto con mi madre? Recé porque así fuera, y a medida que fueron transcurriendo los meses llegué a creer que el recuerdo realmente estaba muerto.

 

»Aun así, las cosas no eran como antes. La criatura que yo había sido en el Este, tan libre, tan enamorada de la novedad de sus crímenes, había desaparecido; en Ingla­terra, en cambio, mi sed parecía más cruel, más impa­ciente con un mundo demasiado aburrido como para re­conocerlo. Envolví mi alma en una frialdad precavida y avancé, como un cazador inquieto, entre la muchedumbre de mortales incomprensivos. Cada vez comprendía mejor lo que era ser una cosa aparte: un espíritu entre barro, un forastero entre escenarios que antes me habían sido muy familiares. Sin embargo, sentía cierto orgullo en medio de mi desolación y anhelaba remontarme, como un halcón nacido salvaje, alto y sin ataduras por encima de los lími­tes que imponía la tierra. Regresé a Londres, aquella po­derosa vorágine de placeres y vicios, y escalé la vertigino­sa espiral de sus deleites. En los lugares más oscuros de la ciudad, donde la miseria engendraba pesadillas mucho peores que yo mismo, me convertí en un murmullo de ho­rror que acechaba a los borrachos y a los criminales; les sorbía la sangre con un avaricioso impulso, saciando mi hambre allí donde no hubiera testigos, envuelto en las as­querosas brumas de los barrios bajos. Pero no tenía in­tención de seguir vagando al acecho para siempre en los ba­jos fondos de la ciudad, viviendo como una rata en los más sucios recovecos; yo era un vampiro, sí, pero también era un ser poderoso, de aterrador poder, y sabía que tenía a mi alcance la posibilidad de someter a todo Londres. Así que me levanté y entré en los brillantes salones de la so­ciedad, aquel centelleante mundo de grandes mansiones y elegantes bailes; pasé por él y, al hacerlo, lo conquisté.

 

»Porque mi amigo había estado en lo cierto en lo refe­rente a Childe Harold. Una mañana desperté y me encon­tré con que era famoso. Todo el mundo parecía haberse vuelto loco de atar por el poema; y por mí, su autor, se ha­bían vuelto más locos todavía. Me cortejaban, me visita­ban, me adulaban y me deseaban; no había otro tema de conversación más que yo, ningún otro objeto de curiosi­dad o alabanza. Pero no era mi poesía lo que me había acarreado semejante fama; ni por un momento llegué a pensar tal cosa. Era el hechizo de mis ojos lo que había hecho que Londres se postrara ante mí, era el hechizo de mi naturaleza lo que sometía a duquesas y a vizcondes con la misma facilidad que si se tratase de muchachos campesinos. Sólo tenía que asistir a un baile para sentir cómo se me rendían. Contemplaba a mí alrededor la be­lleza y la riqueza que daban vueltas por la pista, y de in­mediato mil ojos se volvían para admirar mi rostro, mil corazones latían más de prisa ante mi mirada. Pero esta fascinación que la gente sentía era algo que ellos apenas alcanzaban a comprender, porque, ¿qué podían ellos saber del vampiro y de su mundo secreto? Pero yo lo compren­día... y al presenciar mi imperio sentí de nuevo lo que sig­nificaba ser un señor de los muertos.

 

»Sin embargo, incluso con todas estas múltiples prue­bas de mi poder, yo no era feliz. Entre los pobres me ali­mentaba de sangre. Entre la aristocracia, del culto des­venturado que me rendían. Ambas cosas servían para cal­mar mi desasosiego, que ahora me torturaba como si fuera un fuego en el mismo centro de mí ser, fuego que se consumiría a menos que fuera constantemente alimenta­do. Pero mientras yo procuraba aplacar las llamas, tam­bién sentía que mi alma se marchitaba, y empecé a suspi­rar de nuevo por el amor mortal, para que me redimiese, quizá, y cayese como una lluvia refrescante sobre mi co­razón. Sin embargo, ¿dónde podría encontrar un amor se­mejante? Mis ojos, ahora, sólo podían ganarse esclavos, y a ésos los despreciaba porque me amaban como los pájaros aman a la serpiente de cascabel. Difícilmente podía culparlos por ello; la mirada de un vampiro es mortal y a la vez dulce. Pero a veces, cuando mi sed de sangre esta­ba saciada, aborrecía mis poderes y sentía cuan fuerte y cuan dolorosamente mis anhelos mortales seguían sobre­viviendo en mí.

 

«Sucedió que, en la cúspide de la fama, asistí al baile de lady Westmoreland. Las acostumbradas multitudes de mujeres se arremolinaron en torno a mí, suplicando una palabra o siquiera una mirada fugaz, pero entre la mu­chedumbre había una mujer que miraba hacia otra parte. Pedí que me la presentasen... pero rehusaron hacerlo. Na­turalmente, eso me dejó intrigado. Unos días después vol­ví a ver a aquella mujer, y esta vez, graciosamente, me hizo caso. Según pude averiguar, se llamaba lady Caroline Lamb; estaba casada con el hijo de lady Melbourne, cuya casa de Whitehall era la que estaba de moda en la ciudad. A la mañana siguiente fui a visitar a lady Caroline; me acompañaron a su habitación y la encontré esperándome vestida de paje.

 

»—Byron —me dijo con voz lenta—, lléveme a su ca­rruaje. —Sonreí, pero no dije nada e hice lo que me pe­día—. A los muelles —le ordenó al cochero. Tenía un ce­ceo totalmente cautivador. Físicamente era más bien hue­suda, pero con el disfraz de paje me recordaba a Haidée, y yo ya había decidido que, si podía, la haría mía. Lady Caroline, por lo visto, había tomado la misma decisión—. Creo que su rostro —me dijo en un dramático susurro— es mi destino. —Me apretó una mano—. Qué tacto tan he­lado. Qué frío. —Sonreí ligeramente, intentando disimular el ceño... y lady Caroline se estremeció de deleite—. Sí —dijo besándome de pronto—, creo que su amor es la co­rrupción. ¡Me destruiría por completo! —La idea pareció excitarla aún más. Volvió a besarme violentamente y lue­go se asomó fuera del carruaje—. ¡Más aprisa! —le gritó al cochero—. ¡Más aprisa! ¡Tu amo tiene ganas de arremeter a su malvada manera contra mí!

 

»Y así lo hice, en una maloliente taberna al borde de los muelles. La poseí una vez de cualquier manera, de pie contra la pared, y luego por segunda vez sin que se quita­se el traje de paje; a Caro le encantó las dos veces.

 

»—Qué horrible resulta —me confesó jadeante de feli­cidad— ser el objeto de sus intemperadas lujurias. Estoy mancillada, arruinada. Oh, me mataré. —Hizo una peque­ña pausa y luego volvió a besarme con salvaje abandono—. Oh, Byron, qué demonio es usted... ¡qué monstruo de alma negra!

 

«Sonreí.

 

»—Entonces huya usted de mí —le susurré en tono de burla—. ¿Acaso no sabe que mi contacto es mortal?

 

»Caro soltó una risita y me besó; de pronto el rostro se le puso solemne.

 

»Sí —dijo suavemente—. Creo que sí lo es.

 

»Se escurrió de entre mis brazos y salió corriendo de la habitación; me vestí apresuradamente y salí tras ella, y juntos regresamos a la mansión de los Melbourne.

 

» ¿Hasta qué punto lo había comprendido ella cuando me llamó demonio, ángel de la muerte? ¿Acaso habría sos­pechado la verdad? Yo tenía serias dudas... pero estaba lo suficientemente cautivado como para no querer averi­guarlo. Al día siguiente volví a visitarla. Le regalé una rosa.

 

»—Según me han dicho, a su señoría le gusta todo lo que es nuevo y diferente.

 

»Caro miró fijamente la rosa.

 

»— ¿De verdad, milord? —me dijo en voz baja—. Me imaginaba que eso sería más cierto en usted.

 

»Se echó a reír histéricamente y empezó a arrancar los pétalos de la flor. Luego, como al parecer su gusto por lo melodramático estaba ya satisfecho, me cogió del brazo y me condujo al salón de los Melbourne.

 

»El salón estaba lleno a rebosar, pero en cuanto hube entrado en él me di cuenta de que allí había otro vampi­ro. Inspiré profundamente y miré a mí alrededor... y luego la sensación desapareció. Aunque estaba seguro de que mis sentidos no me habían engañado. Recordé que Lovelace me había prometido escribir a una joven de nuestra especie para que me ayudase y me aconsejase mientras yo estuviera en Londres. Volví a recorrer el salón con la mi­rada. Caro me estaba observando con sus ardientes y vio­lentos ojos; la propia lady Melbourne me estaba obser­vando; todo el salón me estaba observando. Y entonces, en un rincón, vi a una persona que estaba sentada sola y que no me observaba.

 

»Era una joven radiante y solemne. De pronto sentí que comenzaban a brotarme las lágrimas y que me esco­cían los ojos. La muchacha se parecía a Haidée tanto como una gema se parece a una flor... y sin embargo en su cara había la misma insinuación de sublimidad, todo ju­ventud, pero con un aspecto que iba más allá del tiempo. Sintió mis ojos fijos en ella y levantó la mirada. Había una gran profundidad en aquella mirada, y también cierta tris­teza, pero esa tristeza se debía al crimen de otra persona, y esa persona, comprendí con repentina impresión, era yo. Estaba sentada como si vigilara la entrada al Edén, llo­rando por aquellos que ya no podrían regresar. Volvió a sonreír y miró hacia otra parte; y, a pesar de que yo con­tinué mirándola de forma penetrante, no volvió a mirarme por segunda vez.

 

»Más tarde, aquella misma noche, cuando me encon­traba solo, de pie, se me acercó.

 

»—Le conozco por lo que es usted —me confió en un susurro.

 

»La miré fijamente.

 

»— ¿De verdad, señorita? —le pregunté.

 

«Sonrió gentilmente. Qué joven es, pensé, y sin embar­go qué profundidad tiene en la mirada, como si su alma abrazase pensamientos ilimitados. Abrí la boca para men­cionar el nombre de Lovelace, pero de pronto me fijé en algo extraño que me impidió hacerlo. Porque, si ella era la criatura por la que la había tomado, ¿dónde estaba la crueldad de su rostro? ¿Y la frialdad helada de la muerte? ¿Y el reflejo del hambre en los ojos?

 

»—Usted puede tener sentimientos nobles, milord —me dijo aquella extraña muchacha. Hizo una pausa, como si se sintiera confusa de pronto—. Pero es usted quien desanima su propia bondad —se apresuró a decir—. Por fa­vor, lord Byron... no crea nunca que está usted más allá de toda esperanza.

 

»—Entonces, ¿usted tiene esperanza?

 

»—Oh, sí. —La chica sonrió—. Todos tenemos esperan­za. —Hizo una pausa y bajó la mirada hacia el suelo—. Adiós —dijo volviendo a levantar los ojos—. Confío en que seamos amigos.

 

»—Sí —repuse yo. La miré mientras se daba la vuelta para marcharse y noté que una súbita amargura me cur­vaba los labios—. Quizá lo seamos —susurré suavemente para mí mismo; y luego me eché a reír sin alegría y moví la cabeza de un lado a otro.

 

»— ¿Ha estado entreteniéndolo mi sobrina, milord?

 

»Me volví. Lady Melbourne se encontraba de pie a mi espalda. Le hice una educada inclinación de cabeza.

 

»— ¿Su sobrina? —le pregunté.

 

»—Sí. Se llama Annabella. Es la hija de mi hermana mayor, glacialmente provinciana.

 

»Lady Melbourne miró fugazmente por la puerta por la que su sobrina había desaparecido. Seguí la dirección de su mirada.

 

»—Parece una muchacha extraordinaria —comenté.

 

»— ¿De verdad? —Lady Melbourne se dio media vuelta y me miró fijamente a los ojos. Los suyos le brillaban con cierto toque de ironía, y en los labios lucía una sonrisa cruel—. Nunca imaginé que fuera precisamente el tipo de muchacha que pudiera resultarle a usted atractiva, milord.

 

»Me encogí de hombros.

 

»—Quizá esté un poco cargada de virtud.

 

»Lady Melbourne volvió a sonreír. Realmente era una mujer muy atractiva, me di cuenta entonces: de pelo os­curo, voluptuosa, con unos ojos que brillaban tanto como los míos. Era imposible creer que tuviera sesenta y dos años. Me puso suavemente una mano en el brazo.

 

»—Tenga cuidado con Annabella —me advirtió suave­mente—. El exceso de virtud puede resultar peligroso.

 

«Durante un buen rato no le contesté; me limité a mirar fijamente la palidez de muerte que había en el rostro de lady Melbourne. Luego asentí con la cabeza.

 

»—Estoy seguro de que tiene usted razón —le dije.

 

»En aquel momento oí que Caro me llamaba a gritos. Giré la cabeza y miré por encima del hombro.

 

»—Llame a su carruaje —me gritó con unas voces que cruzaron el salón de un extremo al otro—. Quiero irme, Byron. ¡Quiero irme ya!

 

»Vi que su marido me dirigía una hosca mirada y lue­go apartaba la vista. Me volví hacia lady Melbourne.

 

»—Yo que usted no me preocuparía —le dije—. Dudo que tenga tiempo para que su sobrina me distraiga. —Sonreí débilmente—. Creo que su nuera se encargará de eso.

 

»Lady Melbourne asintió, pero no respondió a mi son­risa.

 

»—Se lo repito, milord —me dijo en voz baja—. Tenga cuidado. Es usted poderoso, pero todavía es muy joven. No conoce su propia fuerza. Y Caroline es una mujer apa­sionada. —Me dio un apretón en la mano—. Si las cosas se ponen mal, mi querido Byron, puede que sea conve­niente tener una amiga.


Date: 2015-12-24; view: 490


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