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Capítulo VIII 2 page

 

»Lo seguí. Pasamos por las puertas del harén como las sombras de una tormenta. Largos pasadizos se alejaban de nosotros, ricos en amatistas y cerámica de Faenza. Todo estaba en silencio, salvo por las pisadas de los ena­nos negros que custodiaban unas elaboradas puertas de oro. Cuando pasamos junto a ellos pusieron mala cara y se volvieron para mirar, pero no nos veían; hasta que, de­lante de la puerta más hermosa de todas, Lovelace sacó la daga y le abrió la garganta al centinela.

 

«Avancé a toda prisa, ansioso por el olor de la sangre. Lovelace hizo un gesto negativo con la cabeza.

 

»— ¿Por qué beber agua cuando dentro hay champaña?

 

»Me retuvo junto a él, y el contacto de aquel cuerpo con el mío resultó dulce y extraño. Miré hacia abajo. Vi la verdad de lo que había supuesto que era un sueño: mi cuerpo era el de una hermosa muchacha. Me toqué los pe­chos; levanté un esbelto brazo para acariciarme el largo cabello. No experimenté ninguna sorpresa; sólo el ensal­zamiento de un gozo cruel y erótico. Caminé hacia ade­lante y por primera vez me percaté del remolino de tenue seda que me envolvía las piernas y oí el tintineante roce de los cascabeles que llevaba puestos en los tobillos. Miré a mí alrededor. Me encontraba en una espaciosa cámara.

 

Unos canapés aparecían alineados a lo largo de la pared. Todo estaba silencioso y oscuro. Empecé a deslizarme jun­to a los canapés por el centro del salón.

 

»Había mujeres dormidas en todos los canapés. Aspiré el embriagador perfume que emanaba de su sangre. Lovelace estaba de pie a mi lado. Mostraba una sonrisa ham­brienta y lasciva.

 

»—Caramba —susurró—, pero si ésta es la más dulce habitación de rameras que he visto en mi vida. —Dejó al descubierto los dientes—. Tienen que ser mías. —Me miró—. Las tendré.

 

»Avanzó hacia adelante como la bruma sobre el mar. Se detuvo junto a la cama de una muchacha que, al caer la sombra sobre sus sueños, gimió y levantó un brazo como para apartar de sí el mal. Oí la risita disimulada y queda de Lovelace y, no queriendo ver más, me di la vuel­ta y eché a andar por el centro de la sala. Delante había otra puerta de oro con ornamentos. Estaba ligeramente entreabierta. Pude oír un débil llanto. Me aparté el velo de las orejas. Oí un crujido y luego más sollozos. Con un roce de cascabeles, pasé a la habitación contigua.

 

»Miré a mi alrededor. Había cojines esparcidos por el suelo de mármol. Por el borde del salón se extendía un es­tanque de aguas azules. La única llama que había ardía dentro de una lámpara dorada. De pie, iluminada por la luz de la llama, había una chica desnuda. La observé. Era maravillosamente hermosa, pero tenía un porte imperioso y su rostro parecía por igual voluptuoso y cruel. Aspiró con profundidad; luego levantó un bastón y lo abatió con fuerza hacia abajo. El bastón pegó en la espalda de la es­clava que estaba a sus pies.



 

»La muchacha gimió, pero no cambió la postura de su­misión. La dueña contempló su obra y luego miró hacia las sombras donde yo me encontraba. Las facciones abu­rridas y estropeadas de aquella mujer parecieron ilumi­narse con curiosidad; entornó los ojos; luego la mirada de seriedad volvió a su rostro; suspiró y dejó caer el bastón al suelo. Le gritó a la chica y le volvió la espalda; la escla­va, aún sollozando, empezó a recoger pedazos de vidrio.

 

Cuando terminó de hacerlo, hizo una inclinación de cabe­za y salió corriendo de la habitación.

 

»La reina del sultán, porque estaba claro que eso era, se dejó caer sobre los cojines. Se abrazó a uno de ellos con fuerza, retorciéndolo sin parar, y luego lo tiró al suelo vio­lentamente. Mientras hacía esto, observé que tenía las mu­ñecas cortadas y manchadas de sangre húmeda; la reina se las miró detenidamente, se tocó una herida y luego se puso en pie de nuevo. Llamó a la doncella; no obtuvo res­puesta. Volvió a llamar y comenzó a patalear con el pie en el suelo; después cogió el bastón y se acercó a la puerta. Al hacerlo, yo salí de entre las sombras. La reina se dio la vuelta y me miró. Enarcó las cejas cuando vio que yo no bajaba la mirada.

 

«Lentamente, el ceño fruncido se convirtió en una mi­rada de sorpresa, y un extraño alboroto le cruzó por el rostro. Luego la altanería se abrió paso con voluptuosi­dad; chascó los dedos y adoptó de nuevo su actitud impe­riosa. Gritó algo en una lengua que yo no comprendí y luego me señaló hacia el lugar donde su doncella había roto la copa.

 

»—Estoy sangrando —me dijo en turco al tiempo que me enseñaba las muñecas—. Llama al médico, muchacha.

 

«Sonreí lentamente. La reina se sonrojó y luego la in­credulidad que su rostro reflejaba se oscureció hasta con­vertirse en apasionada rabia. Me golpeó con fuerza la es­palda con el bastón. El dolor que sentí fue como una lla­marada, pero permanecí donde estaba. La reina me miró profundamente a los ojos; se atragantó, dejó caer el bastón y retrocedió, tropezando al hacerlo. Sollozó ruidosamente. Contemplé cómo le subían y bajaban los hombros. Enterró la cara entre las manos. Bajo la luz dorada, la sangre que le manaba de las muñecas brillaba como las joyas.

 

»Crucé el suelo de mármol hacia ella y la tomé en mis brazos. La reina levantó la vista, sobresaltada; le puse un dedo en los labios. Tenía los ojos y las mejillas humedeci­dos por el llanto; le limpié las lágrimas y luego le acaricié con suavidad las heridas de las muñecas. La reina se en­cogió de dolor, pero cuando su mirada se encontró con la mía pareció olvidar el sufrimiento y levantó los brazos para abrazarme y acariciarme el pelo. Nerviosa, me cogió los pechos; luego me susurró unas palabras al oído, pala­bras que yo no comprendí, y empezó a desabrocharme la ropa de seda. Me arrodillé, le besé las manos y las muñe­cas y probé la sangre que le manaba de las heridas; cuan­do estuve tan desnudo como ella la besé en los labios, tiñéndoselos de rojo con su propia sangre, y luego la con­duje a la tranquilidad del baño. Las aguas nos envolvieron dulcemente. Sentí que los suaves dedos de la reina me acariciaban los pechos y el estómago; abrí las piernas. Ella me acarició y yo tendí la mano hacia ella, que gimió y echó atrás la cabeza; la luz iluminaba el agua, que le cu­bría hasta la garganta, e hizo que le apareciera un rubor dorado. La reina temblaba; el agua tibia producía unas de­licadas ondas, y a mí me pareció que la sangre se me mo­vía debajo de la piel con el flujo del agua. Le lamí los pe­chos; luego, con delicadeza, la mordí; al perforar mis dientes la piel, la reina se puso rígida y jadeó, pero no gri­tó, y la respiración se le hizo más profunda debido al ar­diente deseo. De pronto se estremeció; todo su cuerpo se puso a temblar y cayó hacia atrás contra las baldosas; de nuevo la garganta se le tiñó de dorado. Yo parecía estar más allá de mi consciencia, fuera de mí, no sentía otra cosa que deseo. Sin pensarlo, le abrí el cuello, y, al derra­marse su sangre en las aguas del baño, sentí que mis mus­los se hacían agua y se juntaban con aquel flujo.

 

»Pero la reina continuaba sin gritar. Yacía entre mis brazos, acariciada por su propia sangre mientras la respi­ración se le iba haciendo más débil y yo bebía de sus he­ridas. Murió sin un suspiro, y las aguas se enturbiaron con aquella vida que se alejaba. La besé suavemente y lue­go salí del baño. Me estiré; mis miembros parecían engra­sados y frescos por la sangre de aquella mujer. Miré fija­mente a la reina, que flotaba en su féretro de color púr­pura, y vi cómo sus labios muertos me sonreían.

 

Lord Byron hizo una pausa y sonrió él también.

 

— ¿Le repugna? —le preguntó a Rebecca fijándose en el modo en que ella lo miraba.

 

—Sí, desde luego. —La muchacha apretó un puño—. Claro que sí. A usted le gustó aquello. Incluso después de haberla matado, no sintió repugnancia.

 

La sonrisa de lord Byron desapareció.

 

—Soy un vampiro —le recordó suavemente.

 

—Sí, pero... —Rebecca tragó saliva—. Anteriormente... anteriormente usted había desafiado a Lovelace.

 

—Y a mi propia naturaleza.

 

— ¿Así que él finalmente le había conquistado?

 

— ¿Lovelace?

 

Rebecca asintió.

 

— ¿No sintió usted remordimiento?

 

Lord Byron cerró los ojos y no dijo nada durante lo que pareció un tiempo muy largo. Después, lentamente, se pasó los dedos por entre el pelo.

 

—Encontré a Lovelace manchado de sangre, agachado como un íncubo sobre el pecho de su víctima. Le dije que yo había matado a la reina del sultán. La hilaridad que aquello le produjo fue completamente desaforada. No me reía con él, pero... no... No sentía remordimiento alguno. Hasta que...

 

La voz se le apagó.

 

Rebecca aguardó.

 

— ¿Sí? —preguntó finalmente.

 

Lord Byron curvó los labios.

 

—Nos dimos el festín hasta el alba, como dos zorros en un gallinero. Sólo cuando el almuecín llamó a las prime­ras oraciones abandonamos la cámara de odaliscas. No salimos al pasillo, sino que pasamos a otra habitación re­servada para que las esclavas se acicalasen. Las paredes se hallaban cubiertas de espejos. Por primera vez me vi a mí mismo. Me detuve... y me quedé helado. Estaba mirando a Haidée... a Haidée, a quien yo no había visto desde aquella noche fatídica en la cueva. Pero no era Haidée. Haidée nunca había tenido los labios manchados de san­gre. Los ojos de Haidée nunca habían tenido un brillo tan frío. Haidée nunca había sido un vampiro maldito y abo­rrecible. Parpadeé y luego vi mi rostro que me miraba fi­jamente. Dejé escapar un grito. Lovelace trató de sujetarme, pero lo aparté de mí. Los placeres de la noche pare­cieron de pronto transformarse en horrores. Se criaban como gusanos en mis desnudos pensamientos.

 

»Durante tres días permanecí en el lecho, presa del agotamiento y de la fiebre. Hobhouse estuvo cuidando de mí. No sé qué cosas me oiría decir en mi delirio, pero al cuarto día me comunicó que nos marchábamos de Constantinopla, y cuando pronuncié el nombre de Lovelace se le oscureció el rostro y me advirtió que no volviera a pre­guntar por él.

 

»—He oído extraños rumores —me dijo—, rumores imposibles. Vas a venir conmigo en el barco que he reser­vado. Es por tu propio bien y por tu seguridad. Tú lo sa­bes bien, Byron, así que no quiero oír réplicas.

 

»Y no tuvo que oírlas. Aquel día nos hicimos a la mar en un barco con rumbo a Inglaterra. A Lovelace no le dejé ningún mensaje ni dirección.

 

»Pero yo sabía que no podía regresar a casa con Hob­house. Cuando nos aproximábamos a Atenas le dije que pensaba quedarme en el Este. Me había imaginado que mi amigo se pondría furioso, pero no dijo nada, se limitó a sonreír de un modo extraño y me tendió su diario. Fruncí el entrecejo.

 

»—Hobby, por favor —le dije—, guarda tus garabatos para tu público de Inglaterra. Ya sé lo que hemos hecho. Yo estaba contigo, por si no lo recuerdas.

 

»Hobhouse volvió a sonreír, una sonrisa torcida.

 

»—No todo el tiempo —dijo—. Echa un vistazo a las entradas que corresponden a Albania... estudíalas.

 

»Se fue. Leí los pasajes inmediatamente. Luego me eché a llorar: Hobhouse había cambiado todas las anota­ciones de lo que él había hecho, de modo que pareciera que nunca nos habíamos separado; la temporada que yo había pasado con el pacha Vakhel estaba eliminada por completo. Busqué a Hobhouse, lo abracé con fuerza y vol­ví a llorar.

 

»—Te quiero de verdad, Hobby —le dije—. Tienes tan­tas cualidades buenas y tantos defectos, que resulta impo­sible vivir contigo y vivir sin ti.

 

»Al día siguiente nos separamos. Hobhouse repartió conmigo un ramillete de flores.

 

»— ¿Será esto lo último que compartamos? —me pre­guntó—. ¿Qué va a ser de ti, Byron?

 

»No respondí. Hobhouse se dio la vuelta y subió a bor­do del barco. Y yo me quedé solo.

 

»Seguí camino hacia Atenas e hice una breve estancia en casa de la viuda Macri y de sus tres encantadoras nin­fas. Pero no fui bien recibido, y a pesar de que Teresa me abrazó con bastante entusiasmo, descubrí que el miedo acechaba en sus ojos. Empecé a sentir de nuevo la fiebre, y como no quería provocar un nuevo escándalo, decidí de­jar atrás Atenas y continué el viaje por Grecia. Estímulos, sensaciones, novedades; necesitaba tener todas aquellas cosas, porque la alternativa eran la inquietud y el sufri­miento. Dios mío, qué alivio me producía el hecho de que Hobhouse se hubiera ido. En Tripolitza me alojé durante una breve temporada en casa de Veli, el hijo del pacha Alí, quien se esforzó por proporcionarme entretenimiento como si yo fuera un amigo suyo al que hubiera perdido hacía mucho tiempo; me di cuenta de que quería tenerme en su cama. Le permití que gozase de mí. ¿Por qué no iba a hacerlo? El placer de que me utilizase como a una puta fue una emoción momentánea. Como pago por mis servi­cios, Veli me pasó información de Albania. Por lo visto el castillo del pacha Vakhel había sido arrasado por el fuego hasta quedar completamente destruido.

 

»— ¿Querrá creerlo? —Me preguntó Veli al tiempo que movía la cabeza de un lado a otro—. La gente de las mon­tañas cree que los muertos salieron de sus tumbas.

 

»Se echó a reír ante la idea de semejante superstición desventurada. Yo le escuché, divertido; luego le pregunté por el pacha Vakhel. De nuevo Veli movió la cabeza.

 

»—Lo hallaron cerca del lago Trihonida —dijo.

 

»— ¿Muerto? —le pregunté.

 

»Veli asintió.

 

»—Oh, sí, muerto, milord. Le habían clavado una es­pada hasta el fondo del corazón. Lo enterramos junto a su castillo, en la ladera de la montaña.

 

»De modo que había desaparecido. Estaba muerto de verdad. Comprendí que hasta entonces yo pensaba que quizá estuviera aún con vida. Ahora tenía la certeza de su muerte, y el saberlo sirvió en cierto modo para liberarme. Todo parecía haber cambiado, me encontraba libre de mi creador y por fin aceptaba la verdad de lo que yo era.

 

»Más arriba del golfo de Corinto, mientras bebía la sangre de un muchacho campesino, me descubrió Lovela­ce. Nos abrazamos efusivamente y ninguno de los dos mencionó mi escapada de Constantinopla.

 

»— ¿Quiere que seamos malos? —me preguntó Lovelace.

 

»Sonreí.

 

»—Tan malos como el pecado —repuse.

 

»Regresamos a Atenas. Rodeados de nuestros mutuos placeres, el miedo y la culpa se convirtieron en palabras ol­vidadas; nunca habían existido dos libertinos como noso­tros, me aseguró Lovelace, desde los días de los calaveras de la Restauración. Nuevos mundos de deleite se abrieron para mí, y me emborraché de compañía, de sexo y de buenos vi­nos. Y de sangre, por supuesto... sí... siempre de sangre. Las llamas del gozo parecían haber quemado cualquier vestigio de vergüenza en mí. Ahora mi crueldad se me antojaba her­mosa, me encantaba, lo mismo que me encantaban los cie­los azules y los paisajes de Grecia, aquel paraíso exótico que había hecho mío. Mi antiguo mundo me parecía muy aleja­do de mí. Animado por Lovelace, empecé a pensar en ello como algo que había desaparecido para siempre.

 

«Aunque en ocasiones, quizá después de haber tomado un baño, mientras estaba sentado en alguna roca solitaria contemplando el mar, volvía a oír su llamada. Lovelace, que despreciaba aquellos trances y los tildaba de hipocre­sía, me maldecía rotundamente por mi melancolía y me tentaba para que nos fuéramos de nuevo de juerga, aun­que a veces, en esos momentos, eran precisamente sus propias palabras de ánimo lo que más me molestaba. En algunas ocasiones, cuando yo sentía la llamada de mi pa­tria, Lovelace volvía a insinuar secretos, oscuras verdades, amenazas que en Inglaterra podrían traicionarme.

 

»— ¿Y en Grecia? —le preguntaba yo.

 

»—Pues no —me respondió en cierta ocasión Lovelace—. No sé si ha envuelto usted su espíritu en una buena funda de tripa de cerdo. —Insistí para que se explicase mejor, pero Lovelace se echó a reír—. No, Byron, todavía no tiene el alma lo suficientemente endurecida. Llegará el momento en que usted esté empapado en sangre. Entonces regrese a In­glaterra, pero de momento... caramba, señor, ya es casi de noche... aventurémonos a salir para limpiar de coños la ciu­dad. —Protesté, pero Lovelace levantó las manos—. Byron, se lo ruego. ¡Acabemos esta discusión, por favor!

 

»Y acto seguido cogió la capa y se puso a tararear una melodía, y me di cuenta de que se regocijaba del poder que ejercía sobre mí.

 

»Pero aquello no me preocupó durante mucho tiempo; nada me preocupaba; había muchos placeres que aprender. De manera parecida a como una cortesana instruye a su amante, así se me enseñó a mí el arte de beber sangre. Aprendí cómo entrar en los sueños de la víctima, cómo do­minar los míos, cómo hipnotizar y engendrar ilusiones y de­seos. Aprendí distintas formas de hacer vampiros, y los di­ferentes órdenes en que se puede transformar una víctima: los zombis, cuyos ojos muertos yo había tenido ocasión de ver en el castillo del pacha; los demonios necrófagos, como aquellos en los que se habían convertido Gorgiou y su fa­milia; y lo que era más extraño de todo: los amos, los seño­res de la muerte, el orden de criaturas al que yo pertenecía.

 

»—Pero sea cuidadoso al elegir a alguien para tal ho­nor —me advirtió Lovelace en una ocasión—. ¿Acaso no sabe que tanto en la muerte como en la vida debe haber aristocracia? —Me sonrió—. Usted, Byron, casi hubiera podido ser elegido rey.

 

»Me encogí de hombros ante aquel halago de Lovelace.

 

»—Al infierno con los malditos reyes —dije—. No soy un perverso conservador. Si pudiera enseñaría a las mis­mísimas paredes a levantarse contra la tiranía. Yo mato, de acuerdo... pero nunca esclavizaré a nadie.

 

«Lovelace escupió con desprecio.

 

»— ¿Qué distinción es ésa?

 

»Le miré fijamente.

 

»—Una que está bastante clara, diría yo. Necesito be­ber sangre, si no, me muero; como usted ha dicho, Lovelace, somos depredadores, no podemos desafiar lo que en nosotros es natural. Pero, ¿acaso puede ser natural con­vertir a nuestras víctimas en esclavos? Espero que no. No seré nunca como aquel que me creó a mí, eso es lo que quiero decir, rodeado de siervos sin mente, más allá de la redención de amor y esperanza.

 

»— ¿Por qué? ¿Cree usted que ya no está más allá?

 

»Lovelace me sonrió cruelmente, pero yo hice caso omiso de sus irónicas preguntas, ignoré sus ya conocidas insinuaciones de que existía algún oscuro misterio, por­que me sentía poderoso y sabía que me encontraba más allá de su autoridad... y dudaba de que Lovelace tuviera en realidad un secreto. Creí que por fin comprendía en qué me había convertido. No tenía asco de mí mismo; lo úni­co que sentía era gozo y fuerza. De modo que también me sentía libre, libre de un modo que nunca hubiera soñado que se pudiera ser, y me abandoné a esa sensación de li­bertad que fluía tan ilimitada e indómita como el mar. O al menos eso era lo que yo creía.

 

Lord Byron hizo una pausa y durante unos prolonga­dos instantes miró fijamente hacia las sombras que no ilu­minaba la llama de la vela. Después se sirvió un vaso de vino y lo vació de un solo trago. Cuando habló de nuevo, su voz parecía muerta.

 

—Una tarde pasaba yo por una calle estrecha y muy concurrida. Hacía poco que había bebido; no sentía sed, sólo una agradable sensación de deleite que me inundaba las venas. Pero de pronto, por encima de los hedores ca­llejeros, me llegó el olor más puro que he conocido nun­ca. No puedo describirlo. —Echó una fugaz mirada a Rebecca—. Aunque quisiera expresar con palabras aquel per­fume, puesto que era algo que un mortal nunca podría comprender. Dorado, sensual... perfecto.

 

— ¿Era sangre?

 

—Sí —asintió lord Byron—. Pero... ¿sangre? No, era más que eso. Me produjo un deseo que pareció vaciarme los huesos... el estómago... incluso la mente. Me quedé parado donde estaba, en medio de la calle, y aspiré profun­damente. Luego lo vi: era un bebé que una mujer llevaba en brazos, y el aroma de la sangre procedía de aquel niño. Di un paso adelante, pero la mujer se perdió de vista y cuando llegué al lugar donde ella había estado un momen­to antes ya no había ni rastro de ella. Inspiré de nuevo; el aroma se iba disipando, y entonces, mientras corría por la calle dando tumbos desesperadamente, vi a la mujer de­lante de mí, igual que antes; aunque otra vez pareció des­vanecerse en el aire. La perseguí, pero pronto hasta el aro­ma de la sangre había desaparecido, y quedé presa de gran sufrimiento. Estuve buscando a aquel bebé durante toda la noche. Pero el rostro de la madre estaba oculto bajo una capucha y el bebé se parecía a todos los de su edad, así que por último desesperé y abandoné la búsqueda.

 

»Salí de Atenas a galope tendido. Había un templo en lo alto de un acantilado, colgado sobre el mar, donde yo tenía por costumbre ir a poner en orden mis pensamien­tos; pero aquella noche la calma del templo parecía un sarcasmo, y yo no sentía más que el hambre que me co­rroía las entrañas. En mis orificios nasales, persistía el perfume de aquella sangre. Sabía, con la certeza que pro­porciona la revelación, que nunca conseguiría la verdade­ra felicidad hasta que hubiera saboreado aquella sangre, así que me levanté, desaté el caballo y me dispuse a re­gresar con intención de seguir el rastro de aquel bebé. En­tonces vi a Lovelace. Estaba de pie entre dos columnas, y el alba que nacía detrás de él tenía el mismo color de la sangre. Se acercó a mí. Me miró profundamente a los ojos; luego, de pronto, sonrió. Me dio una palmada en el hombro.

 

»—Felicidades —me dijo.

 

»— ¿Por qué? —le pregunté lentamente.

 

»—Por su hijo, señor, naturalmente.

 

»— ¿Mi hijo, Lovelace?

 

»—Sí, Byron. Su hijo. —Volvió a palmearme el hom­bro—. Ha engendrado usted un bastardo en alguna de sus putas.

 

»Me pasé la lengua por los labios.

 

»— ¿Cómo lo sabe? —le pregunté lentamente.

 

»—Porque lo he visto correr por la ciudad durante toda la noche como una maldita perra en celo, Byron. Y ése es un signo infalible, señor, entre los de nuestra especie, de que les ha nacido un hijo.

 

»Sentí que un frío de muerte recorría todo mi ser.

 

»— ¿Por qué? —le pregunté buscando algún signo de esperanza en los ojos de Lovelace. Pero no hallé ninguno.

 

»—Me parece, caballero, que no puede negarse la fatí­dica verdad. —Se echó a reír—. La llamo fatídica, aunque para mí, desde luego, esto no vale una mierda. —Sonrió dejando al descubierto los dientes—. Pero usted, señor, a pesar de ser lo que es, no ha perdido por completo sus principios. Lo que resulta presuntuoso por su parte, By­ron, dadas las circunstancias. Condenadamente presun­tuoso.

 

«Lentamente tendí la mano hacia él y lo agarré con fuerza por la garganta.

 

»—Dígamelo —le pedí en voz baja. Lovelace se ahoga­ba, pero no aflojé la presión—. Dígamelo —le susurré de nuevo—. Dígame que eso que insinúa no es cierto.

 

»—No puedo —repuso en un jadeo Lovelace—. Se lo habría ocultado a usted durante más tiempo —dijo—, te­niendo en cuenta lo débilmente afectada por el vicio que está su alma a estas alturas, pero ya no hay modo de evi­tarlo, tiene que saber la verdad. Sepa, pues, Byron —me explicó—, que la maldición de su naturaleza... —Hizo una pausa y sonrió—. La maldición de su naturaleza es que aquellos que llevan su misma sangre son los que resulta­rán más deliciosos para usted.

 

»—No...

 

»— ¡Sí! —gritó Lovelace con entusiasmo.

 

»Negué con la cabeza.

 

»—No puede ser cierto.

 

»—Usted ha olido esa sangre. Es un aroma maravillo­so, ¿no es así? Incluso ahora persiste en sus conductos na­sales. Le volverá loco, he visto eso antes.


Date: 2015-12-24; view: 605


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