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Capítulo VIII 1 page

 

 

... hasta la compañía de su compañero de viaje, cuyos propósitos eran tan afínes a los suyos, acabó por convertirse en una cadena y en una carga para él; y hasta que se vio solo, sin com­pañía, en la costa de la pequeña isla del Egeo, no sintió que su espíritu respiraba en libertad.

 

Thomas Moore, Vida de lord Byron

 

 

¿Con qué autoridad dice esto Tom? No tiene ni la más remota idea del verdadero motivo que in­dujo a lord Byron a preferir no tener a su lado a ningún inglés inmediata y constantemente.

 

John Cam Hobhouse, nota escrita al margen de lo anterior

 

 

—El miedo envolvió mis pensamientos como una bruma durante los siguientes días. El propio Lovelace parecía ha­ber desaparecido con el canto del gallo, pero su irónica alusión a un «secreto» me obsesionaba. ¿Qué había queri­do decir con que yo estaba fatalmente condenado a des­truir a aquellos seres que me eran queridos? Permanecí cerca de Hobhouse y examiné cuidadosamente mis senti­mientos; mi lujuriosa avidez de sangre parecía domeñada, y el afecto que sentía hacia mi amigo continuaba tan en­cendido como antes. Empecé a relajarme; y después a dis­frutar de los poderes que la sangre de la que me había ali­mentado me otorgaba. Nos hicimos a la mar rumbo a Constantinopla. Una vez más mis emociones resultaron encendidamente poéticas. Una tormenta nos sorprendió frente a los Dardanelos. Visitamos la legendaria llanura de Troya. Y, lo más estimulante, crucé a nado el Helesponto, más de tres kilómetros contra una helada marea, desde Asia hasta la costa de Europa, para probar, como las le­yendas han sostenido siempre, que el héroe Leandro bien pudo haber realizado esta hazaña. Lo más probable es que Leandro, naturalmente, no gozara de la ventaja de una buena dosis de sangre fresca, pero por lo demás yo estaba poderosamente impresionado por mi gesta.

 

«Llegamos a Constantinopla en la cresta de una galerna. Anclamos en medio de grandes dificultades debajo de un escarpado acantilado. Por encima de nosotros se alzaba el Serrallo, el palacio del sultán, pero la oscuridad que nos rodeaba por doquier era la misma que en alta mar. Sin embargo, noté el flujo de la gran ciudad que se extendía Por la orilla; y los cánticos procedentes de las mezquitas, transportados débilmente hasta nosotros sobre las cortantes olas, parecían convocarnos a extraños y exóticos go­zos. Al día siguiente, un bote nos transportó a lo largo del acantilado del Serrallo. Miré detenidamente hacia lo alto e imaginé los placeres que albergarían las paredes de aquel palacio. Y entonces, de pronto... olí a sangre, a san­gre fresca. Miré atentamente hacia una estrecha terraza que había entre el muro y el mar; algunos perros ladraban sobre unos cadáveres. Contemplé fascinado cómo uno de los animales arrancaba la carne del cráneo de un tártaro, de manera parecida a como se pela un higo recién cogido del árbol.



 

»—Esclavos díscolos —masculló a modo de explica­ción el capitán de nuestro bote—. Los suelen arrojar des­de lo alto de los muros.

 

»Asentí lentamente y noté de nuevo un apagado ama­go de sed en mis huesos.

 

»Nos alojamos en el barrio reservado a los europeos, como correspondía. Era moderno y estaba lleno de viaje­ros como nosotros; ello me incomodó. Había emprendido el viaje con la intención de escapar de mis paisanos, y ahora me sentía doblemente alejado de ellos. Por mis ve­nas corría una música salvaje que le cantaba a la oscuri­dad y a los placeres de la noche, cosa que sabía que me marcaba como algo aparte. Al otro lado de las aguas del Cuerno de Oro estaba Constantinopla: cruel, antigua, rica en placeres prohibidos. Estuve vagando por aquellas es­trechas calles. El aire enrarecido tenía el aroma de la san­gre. Cerca de la verja del Serrallo había varias cabezas cercenadas, expuestas a la vista pública; los carniceros de­sangraban los cadáveres y dejaban que la sangre corriera por las calles; los derviches, al tiempo que gritaban in­mersos en un climax místico, se azotaban hasta que la roja sangre corría por los patios. Yo observaba todas estas cosas en silencio... pero no bebía. Imaginaba, rodeado de aquellos frutos deliciosos, que no tendría necesidad de uti­lizarlos. En cambio busqué otros goces en los tugurios de hachís o en las tabernas, donde bailarinas excesivamente maquilladas se retorcían en las arenas, y confié en que el hecho de probar un poco de todos ellos conseguiría apa­ciguar mi sed más profunda.

 

»Pero notaba que poco a poco la sed me iba apergaminando de nuevo. Los placeres de la ciudad no hacían más que intensificar mi asco, y me encontré con que ya me es­taba cansando de Constantinopla, porque sus crueldades me revolvían tanto más cuanto que me recordaban a mí mismo. Presa de la desesperación, volví a frecuentar la compañía de algunos de mis compatriotas. Evitaba a Hobhouse, pues aún temía cuál podría ser el «secreto» del que me había hablado Lovelace; pero con otros ingleses traté de comportarme como si no fuera en nada diferente a ellos. A veces encontraba que esto era bastante fácil; en otras oca­siones el fingimiento se me hacía insoportable. Siempre que notaba que me crecía la sed de sangre disimulaba mi anhelo tras exhibiciones de frialdad o de rabia: discutía so­bre banales cuestiones de etiqueta o negaba el saludo a los conocidos con los que me cruzaba por la calle.

 

»Una tarde me encontré de manera casual con un hombre que había tenido que sufrir ese estado de humor por mi parte. En cierta ocasión le había vuelto la espalda en el Ambassador's, y al verlo de nuevo me invadió un sú­bito remordimiento: aquel hombre siempre se había mos­trado amable conmigo. Residía en Constantinopla, de modo que, sabiendo que eso le resultaría halagador, le pedí que me mostrase algunas de las curiosidades de la ciudad. Yo ya las había visto todas, por supuesto, pero me obligué a soportar la compañía de mi guía como una for­ma de penitencia. Al final acabamos bajo los muros del Serrallo.

 

»Mi compañero me echó una mirada fugaz.

 

»— ¿Sabe usted —me preguntó— que dentro de tres días el sultán nos concederá una audiencia? Es una lásti­ma... ¿no cree usted, Byron...? Sólo podremos ver una pe­queña parte de las maravillas del palacio. —Señaló hacia donde se hallaba situado el harén—. Mil mujeres... —Se rió entre dientes, con nerviosismo, y luego me miró de nuevo—. Dicen que el sultán ni siquiera siente inclinacio­nes hacia ese lado. —Asentí brevemente. El perfume de la sangre flotaba en el aire: sobre los estercoleros, ante los muros del Serrallo, los perros arrancaban pedazos de cuerpos decapitados. Me sentí asqueado y excitado—. ¿A usted... a usted le gustan... las mujeres? —me preguntó mi acompañante. Tragué saliva y dije que no con la cabeza sin acabar de comprenderle; luego hice que mi caballo diera la vuelta y me alejé al trote.

 

»Caía la tarde, y los minaretes penetraban en un cielo de un color tan rojo como la sangre. Me sentía mareado por los deseos insatisfechos. Rogué a mi acompañante que me de­jase solo y estuve cabalgando junto a las murallas de la gran ciudad, que durante mil cuatrocientos años se habían alza­do imponentes sobre la ciudad de Constantino. Pero ahora se estaban desmoronando y se encontraban desiertas, y pronto dejé atrás cualquier asentamiento humano; en cam­bio me vi en medio de un cementerio, cubierto de hiedra sil­vestre y cipreses, que al parecer estaba completamente va­cío. Oí un crujido y vi dos cabras que salían huyendo entre unos arbustos, delante de mí. El aroma de la sangre aguar­daba dulce y pesado entre las sombras. Miré fugazmente ha­cia la luna. Estaba llena, me di cuenta de ello por primera vez, y brillaba pálidamente sobre las aguas del Bosforo.

 

»—Oiga, Byron...

 

»Me di la vuelta y miré para ver quién me hablaba. Era mi acompañante del Serrallo. Me vio el rostro y tartamu­deó algo; luego guardó silencio.

 

»Me quedé mirándolo fijamente, mareado por el apre­miante deseo de su sangre.

 

»— ¿Qué quiere? —le pregunté en un susurro.

 

»—Yo... me preguntaba si...

 

«Volvió a quedar en silencio. Sonreí. De pronto reco­nocí aquello que había preferido ignorar durante todo el día: el deseo que aquel hombre sentía por mí, mezclado ahora con un terror paralizante que él apenas alcanzaba a comprender. Avancé unos pasos hacia él. Le acaricié la mejilla. Con la uña hice que le brotara sangre. Nervioso al principio, y luego dejando escapar un súbito y desespera­do gemido, el hombre se alzó ligeramente para besarme. Lo tomé en mis brazos y sentí su corazón latiendo contra mi pecho. Probé la sangre del arañazo que le había hecho en la mejilla y abrí la boca otra vez... pero luego aparté de mí violentamente a mi acompañante y lo hice caer en el camino.

 

»— ¿Byron? —inquirió con voz temblorosa.

 

»—Váyase —le dije fríamente.

 

»—Pero... Byron...

 

»— ¡Váyase! —le grité—. Si estima en algo su vida... ¡Por amor de Dios, váyase!

 

»El hombre se quedó mirándome y luego se puso de pie atropelladamente. Parecía que no fuera capaz de apartar los ojos de los míos, pero aun así retrocedió apresurada­mente, como luchando por liberarse del hechizo de mi ros­tro; finalmente consiguió llegar hasta su caballo, montó en él y se alejó al galope por el camino. Respiré profundamen­te y luego solté una maldición en voz baja. Mis venas, de­cepcionadas en su expectativa de conseguir sangre, pare­cían latir y estremecerse; incluso mi cerebro parecía haber quedado seco a causa de la sed que me invadía. Monté en mi caballo y lo espoleé para que siguiera adelante. Cabalgué a bastante velocidad con la intención de alcanzar a mi pre­sa antes de que saliera del terreno de las tumbas.

 

»De improviso, un rebaño de cabras salió y se cruzó en mi camino. Antes de oír el grito del pastor yo ya había oli­do su sangre; pasó corriendo por mi lado, sin dejar de gri­tar a las cabras, y apenas tuvo tiempo de dirigirme una fu­gaz mirada. Hice girar al caballo y fui tras él. Entonces el pastor se detuvo y me miró; me bajé del caballo y caminé hacia él para intentar atraparlo con el poder de mi mira­da, como había estado a punto de atrapar poco antes al otro hombre. El pastor quedó paralizado; luego gimió y cayó de rodillas; era un viejo. Sentí lástima por él, como si no fuera yo quien hubiese de ser su asesino. Estuve a punto de dar media vuelta, pero en aquel momento la luna salió de detrás de una nube; y entonces, tocado por su luz, me dio la impresión de que la sed me gritaba con exigencia. Le mordí en la garganta; el viejo tenía la piel correosa, y tuve que tirar con los dientes dos veces antes de que comenzara a brotar la sangre. Su sabor, sin embargo, me pareció tan delicioso como las otras veces, y la satisfacción que me proporcionó fue aún más violenta y extraña. Levanté la vista del hollejo de mí presa y de nue­vo vi cómo la luz de la luna aparecía plateada y llena de vida; en el silencio flotaban hermosos sonidos.

 

»—Caramba, caballero, no hay ninguna ley que diga que sólo se puede matar en un cementerio.

 

»Me di la vuelta y miré por encima del hombro. Lovelace estaba sentado encima de una columna caída y rota. Sin querer, sonreí. Era agradable, después de pasar tantas semanas solo, ver a una criatura semejante a mí.

 

»Lovelace se puso en pie y se acercó. Miró hacia la ma­tanza que yo acababa de hacer.

 

»—El que ha dejado escapar era más atractivo.

 

»—Era inglés.

 

»Lovelace sonrió.

 

»—Maldita sea, Byron, nunca lo hubiera imaginado en usted: un patriota.

 

»—Justo al contrario. Pero he pensado que su ausencia se notaría antes.

 

»Lovelace movió la cabeza irónicamente.

 

»—Si usted lo dice, milord... —Hizo una breve pausa—. Pero me dio la impresión de que como guía era bastante aburrido, un cabeza de chorlito.

 

»Lo miré con recelo.

 

»— ¿Qué quiere decir?

 

»—Vaya, caballero, los he estado observando durante todo el día. Primero estuvieron ustedes junto a los muros del harén y luego se separaron. Es como contentarse sólo con un pequeño atisbo de las bragas de una ramera.

 

»— ¿Ah, sí?

 

»—Lo que hay dentro, milord, eso es el tesoro. —Sus brillantes ojos comenzaron a lanzar destellos—. En el Se­rrallo del turco esperan mil putas enjauladas.

 

»Lo miré con una tenue sonrisa de incredulidad aso­mándome a los labios.

 

»— ¿Me está ofreciendo llevarme al interior del harén del sultán?

 

»Lovelace asintió con la cabeza.

 

»—Naturalmente, señor. —Me acarició una mano—. Pero con una condición.

 

»—Ya he supuesto que la habría.

 

»—Su amigo, Hobhouse...

 

»— ¡No! —le interrumpí con repentina furia—. Y se lo advierto de nuevo...

 

»Lovelace movió la mano en un gesto de desprecio.

 

»—Cálmese, señor, aquí hay bocados mucho más deli­cados que su amigo Hobhouse. No obstante, Byron —me dijo esbozando una sonrisa—, tiene usted que convencer­le para que regrese a Inglaterra inmediatamente.

 

»— ¿Ah, sí? ¿Por qué?

 

»Lovelace volvió a acariciarme la mano.

 

»—Para que nosotros podamos estar solos y juntos —me dijo—. Usted se entregará a mí, Byron, para que pue­da enseñarle las artes. —Miró hacia el suelo, al cuerpo del pastor—. Me parece que está usted muy necesitado de ellas.

 

»Me quedé mirándolo.

 

»— ¿Abandonar a Hobhouse? —pregunté al cabo de unos segundos. Lovelace asintió. Lentamente, le dije que no con la cabeza—. Imposible.

 

»—Yo le enseñaré los placeres del Serrallo.

 

»Volví a negar con un movimiento de cabeza y monté en mi caballo.

 

»—En una ocasión me habló usted de un secreto, Lo­velace; un secreto que amenazaría a cuantos me rodeasen. Pues bien, desafío ese secreto. No abandonaré a Hobhou­se. Nunca abandonaré a aquellos que amo.

 

»— ¿Secreto? —Lovelace pareció sorprenderse al oírme mencionarlo. Luego sonrió, como recordando de qué se trataba—. Oh, no tiene por qué preocuparse, milord. No es para Hobhouse para quien usted supone una amenaza.

 

»—Entonces, ¿para quién?

 

»—Quédese conmigo en Oriente y le enseñaré todo lo que sé. —Abrió un poco la boca—. Muchísimo placer, By­ron. Sé que es usted un hombre que se deleita en el pla­cer.

 

»Lo miré con súbito desprecio.

 

»—Sé que usted y yo somos asesinos —le dije—, pero a mí eso no me produce ningún gozo. Ya se lo he dicho an­tes: no tengo el menor deseo de convertirme en una cria­tura como usted. No tengo el menor deseo de compartir el saber que usted posee. No tengo ningún deseo de ser su pupilo, Lovelace. —Incliné la cabeza con frialdad—. Así que... le deseo buenas noches.

 

»Arreé a mi caballo dando una brusca sacudida a las riendas. Luego cabalgué hasta dejar atrás las silenciosas tumbas. Regresé al camino que había junto a las murallas de la ciudad. La luz de la luna parecía quemar de tan bri­llante como era, y sirvió para iluminar mi camino.

 

»— ¡Byron! —Me di la vuelta y miré hacia atrás—. ¡Byron! —Lovelace seguía de pie en el mismo lugar donde lo había dejado, un ser de belleza espectral en medio de aquellas tumbas cubiertas de hiedra. Sus cabellos dorados parecían tocados por el fuego, y los ojos le resplande­cían—. ¡Byron —volvió a gritarme con repentina feroci­dad—, le aseguro que las cosas son así! Aquí, en estos pa­cíficos jardines, los perros se regodean en su presa; y has­ta los pajarillos más dulces se alimentan de gusanos. ¡En la naturaleza no existe más que eterna destrucción! Usted es un depredador, ya no es un hombre, ya no es lo que era. ¿Acaso no sabe usted que la voluntad más poderosa se ali­menta de aquellas otras que son inferiores a ella? —De pronto empezó a sonreír—. Byron —le oí susurrarme en la mente—, beberemos juntos.

 

»Me estremecí, y la sangre pareció volverse mercurio en mis venas, sangre tan brillante como la luna. Cuando miré hacia donde se encontraba, Lovelace había desaparecido.

 

»No volví a verlo durante tres días. Sus palabras me habían perturbado, y también me habían excitado. Empe­cé a recrearme en el esplendor de aquello en que me ha­bía convertido. ¿Acaso Lovelace no se había limitado a ex­poner la verdad? Yo era un ser caído, y ése era un estado terrible y romántico. Hobhouse, que tenía de satánico lo mismo que un arenque ahumado, empezó a enfurecerme; nos peleábamos constantemente, y empecé a preguntarme si, al fin y al cabo, no convendría que nos separásemos. Así que cuando Hobhouse mencionó que estaba pensando en regresar a casa, no lo desanimé ni me comprometí a hacer lo mismo. Pero el hecho de pensar en cuáles po­drían ser los placeres de que había hablado Lovelace me seguía llenando de temor; temía, más que nada, que pu­diera llegar a recrearme en ellos y a encontrar que des­pertaban en mí deseos aún más crueles. Así que me reser­vé la opinión y aguardé a que Lovelace se me acercase de nuevo. Pero durante todo el tiempo confiaba en lo más profundo de mi alma que las tentaciones que me ofrecie­ra fueran suficientes para animarme a que me quedase.

 

»Llegó el día de la audiencia con el sultán. Éramos veinte, todos ingleses, los que sufrimos aquel horrible pri­vilegio; el guía que me había servido tres días antes se en­contraba entre nosotros, y también Lovelace, que llegó en el último momento. Me vio en compañía del guía y sonrió, pero no dijo nada. Se puso detrás de mí mientras esperá­bamos en la sala de audiencias del sultán, y más tarde, cuando aquel tedioso asunto hubo terminado, estuvo re­voloteando cerca de Hobhouse y de mí, lo bastante cerca como para oír lo que decíamos.

 

»El guía se acercó a nosotros con los ojos brillantes a causa de la excitación.

 

»—Ha causado usted un efecto notable en el sultán —me dijo. Incliné la cabeza educadamente—. Sí, sí, Byron —explicó—, el esplendor de sus ropajes y el impresionan­te porte del que usted hace gala han conseguido que lo singularice como particular objeto de atención. La verdad es que...

 

»Aquí el hombre se detuvo y soltó una azorada risita; luego se ruborizó.

 

»— ¿De qué se trata? —le preguntó Hobhouse.

 

»El hombre volvió a reírse como una colegiala y de nuevo se dio la vuelta. Tartamudeó unas palabras, tragó saliva y recuperó la compostura.

 

»—Ha dicho el sultán que no cree que usted sea un hombre.

 

»Se me oscureció la frente y enrojecí fríamente; miré de soslayo a Lovelace, quien me dedicó una malvada son­risa.

 

»—Así que no soy un hombre —repetí lentamente—. ¿A qué se refería?

 

»El rubor de aquel hombre se convirtió en un tono de color púrpura.

 

»—Bueno, Byron —dijo vacilante—, el sultán creía que era usted una mujer disfrazada con ropa de hombre.

 

«Respiré profundamente y luego sonreí, aliviado. A su vez el guía sonrió con ansiedad. Pero la sonrisa de Love­lace, según constaté, fue la más amplia de todas.

 

«Aquella misma noche vino a visitarme mientras Hobhouse dormía. Estuvimos juntos, de pie, en el terrado de mi casa, y dejamos que la luz de la luna nos bañase el ros­tro. Lovelace sacó una daga. Acarició la hoja delgada y cruel.

 

»—El Gran Turco es un chulo agusanado, ¿no le pare­ce? —me preguntó.

 

»— ¿Por qué?

 

»Lovelace mostró los dientes. Pasó el dedo pulgar por el filo de la daga.

 

»—Por tomarle a usted por una puta, desde luego.

 

»Me encogí de hombros.

 

»—Mejor eso que ser reconocido como lo que soy.

 

»— ¡Pues yo en su lugar, caballero, exigiría venganza por esa disparatada insolencia!

 

»Miré fijamente los brillantes ojos de Lovelace.

 

»—No me incomoda que la gente me encuentre her­moso.

 

»Lovelace sonrió.

 

»— ¿Ah, no, señor? —me preguntó en voz baja.

 

»Se dio la vuelta, miró por encima de las aguas hacia el Serrallo y luego se metió la daga en el cinturón.

 

»— ¿No? —Empezó a tararear un fragmento de ópera. Se agachó y sacó varias botellas de una bolsa. Descorchó una de ellas. Entonces olí el dorado perfume de la san­gre—. El saludable jugo —me dijo al tiempo que me ten­día una botella—. Lo he mezclado con el mejor Madeira que se conoce. Beba a conciencia, Byron, porque esta no­che vamos a necesitar todas nuestras fuerzas. —Luego levantó otra botella—. Un brindis. —Me sonrió—. Por la ex­traña diversión que tendremos esta noche.

 

»Nos emborrachamos con aquellos cócteles de vino y sangre. No, no nos emborrachamos, sino que mis sentidos se volvieron más ricos que nunca hasta entonces, y sentí que un violento gozo surgía en mi sangre como si fuera fuego. Me apoyé en la pared y miré el cielo poblado de cúpulas de la ciudad antigua; las estrellas que se veían por detrás del Serrallo parecían resplandecer con la fiereza de mi ávida crueldad, y comprendí que Lovelace me estaba conquistando el alma. Me abrazó mientras tarareaba que­damente un aria y luego me habló al oído.

 

»—Es usted una criatura muy poderosa —me dijo en un susurro—. ¿Quiere ver lo que es capaz de hacer? —Sonreí ligeramente—. Le aseguro que ello lo dejará ago­tado, Byron, pero posee usted la fuerza necesaria para eso, a pesar de tener poca experiencia en materia de san­gre.

 

»Miré hacia las aguas del Cuerno Dorado.

 

»—Vamos a cruzar hasta allí por el aire —dije en voz baja. Lovelace asintió con la cabeza. Fruncí el entrecejo al darme cuenta de lo lejanos que quedaban mis recuerdos—. En mis sueños, hace ya mucho tiempo, seguí al pacha. Y él me mostró los milagros del tiempo y el espacio.

 

»Lovelace sonrió.

 

»—A la mierda con los milagros del tiempo y del espa­cio. —Echó una ojeada hacia el Serrallo—. Lo que yo quiero ahora son putas.

 

»Me eché a reír desde lo más profundo de mis entra­ñas, sin poder remediarlo. Quedé agotado de tanto reírme. Lovelace se mostró tolerante conmigo mientras me acari­ciaba los rizos del cabello. Señaló hacia el Serrallo.

 

»—Mírelo usted bien —susurró—, aprehenda una ima­gen de él con la vista. Hágalo suyo. Haga que se eleve y venga hasta usted.

 

»Dejé bruscamente de reír. Fijé la mirada en las pro­fundidades de los ojos de Lovelace e hice lo que me decía. Vi cómo el cielo se doblaba. Los minaretes y cúpulas parecían fluir como agua. Mi frente sintió el toque del beso del palacio.

 

»— ¿Qué está ocurriendo? —le pregunté con voz que­da—. ¿Cómo estoy haciendo esto?

 

»Lovelace me apretó los labios con un dedo. Se agachó para coger una última botella y la descorchó.

 

»—Sí, eso está muy bien —asintió—. Respire el aroma de este líquido. Huela su riqueza. Toda la consistencia que usted necesita está contenida dentro de esto. Es usted una criatura de sangre. Y como ella, puede fluir y atravesar el cielo. —De pronto agitó la botella hacia arriba y vi cómo la sangre, en un arco de color carmesí, salpicaba sobre la ciu­dad y las estrellas—. ¡Sí, fluya con ella! —gritó Lovelace.

 

»Me elevé en el aire. Sentí que mi ser incorpóreo aban­donaba la carne igual que la sangre sale por una herida abierta. El aire seguía siendo denso. Me movía con él. Constantinopla aparecía teñida de oscuro como la noche y de carmesí como la sangre a cuya llamada yo acudía en aquel momento. Vi que todo daba vueltas, la ciudad, el mar y el cielo; y luego, de repente, delante de mí no hubo nada más que el Serrallo, algo distorsionado y desapare­ciendo poco a poco de mi vista, como reflejado en una se­rie de espejos; lo seguí hasta lo más profundo de su oscu­ro vértice y entonces noté que el aire fresco me daba en el rostro y me di cuenta de que me encontraba sobre el muro del harén.

 

»Me di la vuelta. Mis movimientos parecían inconexos. Eché a andar y me pareció como si yo fuera una brisa que soplase sobre un lago de aguas oscuras.

 

»—Byron. —La voz fue una piedra que cayó en las pro­fundidades. Las dos sílabas se alejaron de mí en oleadas. Lovelace me sonrió y su rostro parecía nadar y cambiar ante mis ojos. Imaginé que él se hundía bajo las oscuras aguas del lago. La fantasmal palidez del rostro de aquel hombre estaba apagada, y tenía el cuerpo encogido; era como si tuviera la forma de un enano negro. Me eché a reír, y el sonido de mi propia risa sonó en mi cerebro re­fractado y extraño—. Byron. —Miré hacia abajo otra vez. Lovelace seguía teniendo forma de enano. Sonrió de un modo horrible y sus labios comenzaron a moverse—. Yo soy el eunuco —le oí decir—. Y usted será la esclava del sultán. —Me sonrió de nuevo con malicia y yo me eché a reír como los borrachos, pero esta vez no hubo oleadas porque la oscuridad se encontraba tan inmóvil como un estanque de cristal. De pronto, conjurada desde las espi­rales de mi memoria y de mi deseo, vi a Haidée reflejada en el cristal. Sofoqué un grito y alargué una mano para to­carla. Pero la imagen se expandió para escapar de mí, y luego sentí que me lamía la piel; ya no podía ver a Haidée, y todo parecía fundirse y alejarse. Me puse los dedos so­bre los ojos. La extrañeza parecía ahora más hechicera que antes. Cuando volví a abrir los ojos vi que tenía las uñas pintadas de color dorado y que mis dedos eran del­gados y esbeltos—. Preciosa —dijo el enano. Se echó a reír y señaló—. Por aquí, bella doncella infiel.


Date: 2015-12-24; view: 474


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