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Capítulo VII

 

 

Le cautivaban algunas leyendas orientales acerca de la preexistencia, y en su conversación y en su poesía ocupaba la parte de un ser caído o exilia­do, expulsado del cielo o sentenciado a un nuevo avatar sobre la tierra por algún crimen, que exis­tía bajo una maldición, predestinado a una fata­lidad en realidad fijada por él mismo dentro de su propia imaginación, pero que parecía decidi­do a cumplir. A veces esta dramática imagina­ción parecía una ilusión, jugaba a hacerse el loco, y poco a poco se iba poniendo más serio, como si creyera que estaba destinado a arruinar su propia vida y la de cuantos le rodeaban.

 

Nieto de lord Byron, Astarté

 

— ¿Y usted qué le dijo entonces? —le preguntó Rebecca.

 

Lord Byron la miró. Había estado con la mirada fija en la oscuridad, con una media sonrisa asomándole a la co­misura de los labios. Frunció el entrecejo.

 

— ¿Decirle? —preguntó él a su vez.

 

—A Hobhouse... ¿le contó usted la verdad?

 

— ¿Contarle la verdad? —Lord Byron se echó a reír—. ¿Qué era la verdad?

 

—Lo de su transformación.

 

— ¿En vampiro? —Lord Byron se echó a reír de nuevo e hizo un movimiento de negación con la cabeza—. A Hobhouse le había afectado el sol mientras había estado lejos de mí, ¿sabe? Él siempre había tenido el rostro colo­rado, pero entonces mostraba verdaderamente un color castaño rojizo. Además, acuella noche tuvo una indiges­tión. Se pasó toda la noche rojo en medio de la oscuridad, gruñendo y ventoseando. Y Hobby nunca había sido una persona crédula, precisamente. De manera que no, señori­ta Carville, no se lo conté; el pobre hombre prácticamente estaba flotando en sus propios vientos. No era aquél el momento oportuno para revelaciones dramáticas.

 

—Aun así, él debió de imaginárselo.

 

—Sí, se imaginó que había pasado algo, desde luego. Pero, ¿qué exactamente? Ni siquiera yo estaba seguro de eso. Hobhouse se mostraba condenadamente vivo, ¿sabe? —Lord Byron sonrió, y durante una fracción de segundo algo parecido al cariño pareció asomarle a los ojos—. No; tras pasar un par de horas con Hobby, que no paraba de refunfuñar, de rascarse y de quejarse de sus flatulencias, a uno le resultaba verdaderamente difícil creer en vampi­ros... Y aún más difícil, por supuesto, creer que yo hubiera podido convertirme en uno. Empecé a dudar de todo lo que me había ocurrido, a preguntarme si todo aquello no habría sido un sueño, sólo que mientras tanto notaba, de forma indiscutible, aquella insensibilidad en el corazón, insensibilidad producida por una dolorosa sensación de pérdida. Estaba solo, Haidée no se encontraba conmigo; estaba solo, Haidée había sido asesinada, la habían aho­gado bajo las aguas del lago Trihonida. Y algo... algo... me había ocurrido... algo raro; porque mis sentidos, como le he dicho anteriormente, ya no me parecían míos, sino per­tenecientes a algún espíritu, a algún ángel, de manera que yo podía sentir cosas que los mortales nunca han sentido. Solamente hacía falta el soplo del aire en mi rostro, la más leve brisa, y las sensaciones me inundaban, pasiones de extraordinaria belleza y fortaleza. O bien me acariciaba la piel del brazo, oía arrastrar una silla, olía la cera de una vela, me quedaba mirando durante horas la llama... cosas todas ellas insignificantes, pero que me arrobaban... sí... me producían un placer que era... —Hizo una breve pau­sa y movió la cabeza—. Indescriptible. —Volvió a sonreír y se acarició el antebrazo, reviviendo los recuerdos—. Todo parecía haber cambiado —murmuró suavemente—, haber cambiado por completo. Y así, me preguntaba qué le ha­bría ocurrido al mundo, o a mí, para dar a luz semejante estado de misterio.



 

Rebecca le miró fijamente al rostro, tan pálido, her­moso y melancólico.

 

—Pero usted lo sabía —le dijo la muchacha. Lord By­ron movió negativamente la cabeza, muy despacio—. Te­nía que saberlo. —E instintivamente Rebecca se llevó las manos al cuello, donde tenía las marcas de pinchazos—. ¿Cómo no iba a saberlo? —Se dio cuenta, al decirlo, de que lord Byron le estaba mirando las cicatrices con ojos tan brillantes y fríos como gemas, y se apresuró a bajar el brazo—. El deseo vehemente de sangre —inquirió ella—. No lo entiendo. ¿Qué pasó con eso?

 

—No lo sentía —repuso lord Byron tras una pausa.

 

—Pero lo había sentido antes, en las montañas, usted me ha dicho que había sido así.

 

Lord Byron asintió imperceptiblemente con la cabeza.

 

—No obstante, eso fue lo que llegué a creer que había sido una fantasía —dijo suavemente—. Olía la vida a mí alrededor, en seres humanos, en animales e incluso en las flores, sí, y me sentía embriagado, pero seguía sin tener hambre. En una ocasión, mientras cabalgaba junto al gol­fo de Lepanto, vi un aguilucho que volaba por encima de nosotros y sentí una oleada de deseo: las montañas a un lado, las tranquilas aguas al otro, y aquel hermoso animal entre ambas cosas. Sentí un acuciante deseo de sangre, pero no por la sangre en sí, sino porque yo también que­ría elevarme en el aire y ser libre como aquel pájaro; por­que quería que él formase parte de mí, supongo. Yo lleva­ba encima una pistola. Disparé contra el aguilucho y ob­servé cómo caía. Sólo estaba herido e intenté salvarlo; tenía la mirada muy viva. Pero languideció y murió al cabo de unos días; me sentí terriblemente asqueado por lo que había hecho. Era el primer ser vivo que había matado desde la muerte del pacha; y desde entonces nunca he in­tentado, y espero que nunca lo intentaré, matar a ningún otro animal.

 

—No —dijo Rebecca moviendo la cabeza de un lado a otro—. Sencillamente no lo comprendo. —Recordó el ca­dáver del vagabundo que habían sacado del agua junto al puente de Waterloo; recordó el suave flujo de su propia sangre—. ¿Por un águila? ¿Por qué sentir remordimiento por un águila?

 

—Ya se lo he explicado —le dijo lord Byron, ahora con voz cargada de frialdad—. Quería que formase parte de mí... estaba tan vivo... Y al matarlo, destruí aquello que me atraía.

 

—Pero, ¿no es eso lo que ha estado haciendo durante toda su existencia?

 

El vampiro bajó la cabeza.

 

—Quizá —respondió suavemente. Tenía el rostro en­sombrecido; Rebecca no podía saber con certeza hasta Qué punto el vampiro estaba enfadado. Pero luego él vol­vió a levantar la cabeza y mostró un rostro impasible; y entonces, al hablar, pareció animarse poco a poco y adoptar casi una expresión afectuosa—. Tiene usted que creer­me —le dijo lord Byron—. Yo no sentía sed. Al menos no durante aquellos primeros meses. Sólo tenía sensaciones, deseos, universos enteros llenos de deseos que me insi­nuaban aún más deleites, mucho más allá de mis sueños. Por la noche, cuando había luna llena y el aire se llenaba de misterio con el aroma de las flores de las montañas, la eternidad parecía rodearme por todas partes. Sentía una calma que era a la vez un fiero gozo que me corría por las venas, y ello se debía tan sólo al placer de tener consciencia, de saber que existía. Mis nervios se mostraban extre­madamente dulces ante cualquier contacto; el más leve roce y esa experiencia me producía estremecimientos de placer en toda mi carne. La sensualidad se encontraba presente en todo: en el beso de la brisa, en el aroma de una flor, en el aliento de vida que flotaba en el aire que me rodeaba.

 

— ¿Y Haidée? —Rebecca trató de no parecer cáustica al decir aquello, pero no lo consiguió—. En medio de esa pura felicidad... ¿qué le inspiraba ella?

 

Lord Byron apoyó la barbilla en la punta de los dedos. —La tristeza —dijo finalmente— puede a veces ser una cosa buena y agradable. Una droga oscura. Y su gozo es muy poco probable que traicione a sus leales adictos. —Se inclinó hacia adelante—. Todavía lloraba a Haidée, sí, des­de luego, pero lo hacía más bien del mismo modo en que tomaría un prolongado baño. Me perturbaba esa incapaci­dad para sentir verdadero dolor; notaba, creo yo, que aque­llo era un síntoma de hasta qué punto se había visto alte­rada mi humanidad, pero al mismo tiempo, a pesar de que yo intentaba llorar, no era capaz de lamentarlo. Pero aque­llo habría de cambiar, desde luego... —Hizo una pausa—. Sí, aquello cambiaría. —Examinó a Rebecca, casi, le pare­ció a ella, como si la compadeciese. La muchacha se re­movió, incómoda, y al hacerlo se encontró de nuevo en­vuelta en el hielo que era la mirada de lord Byron. Éste alargó una mano, como si fuera a tocarle la mejilla o a aca­riciarle el largo cabello, pero luego se detuvo y se quedó in­móvil—. Todavía tenía que llegar la hora —dijo en voz baja— en que yo sufriría cruelmente por Haidée. Oh, sí, esa hora llegaría. Pero no entonces. El gozo que me pro­ducía mi nuevo estado no se podía combatir. Era una lo­cura. Sofocaba todo lo demás. —Esbozó una sonrisa—. De manera que incluso mi tristeza me encantaba. —Movió afirmativamente la cabeza—. Fue en aquel estado de áni­mo que me convertí en poeta. Había empezado un poema que era completamente nuevo, no como las sátiras que ha­bía escrito en Londres, sino algo salvaje e inquieto, lleno de romántica desesperación. Se titulaba La peregrinación de Childe Harold. En Inglaterra ese poema me proporcionaría fama y me convertiría en el poeta melancólico por exce­lencia, pero en Grecia, donde lo escribí, la melancolía que el poema expresaba no me produjo más que deleite. Por entonces íbamos cabalgando frente al monte Parnaso, de camino hacia Delfos. Quería visitar el oráculo de Apolo, el antiguo dios de la poesía; le ofrecí una plegaria, y al día si­guiente vimos una bandada de águilas que, remontándose en el cielo, muy alto por encima de nosotros, iban más allá de las cumbres nevadas. Lo tomé como un presagio: el dios me había bendecido. Me quedé mirando las montañas y pensé en Haidée, con lo que mi desgracia se hizo más es­pléndida y poética. Nunca antes me había sentido tan ele­vado. Hobhouse, naturalmente, siendo Hobhouse, afirma­ba que las águilas no eran otra cosa que buitres, pero yo lo maldije con alegría y seguí cabalgando, melancólicamente enfrascado en mi poesía, exultante de gozo.

 

«Estábamos a finales de año, pero continuábamos via­jando; y el día de Navidad, desde un tortuoso camino de montaña, alcanzamos por primera vez una vista de Ate­nas. Era una vista gloriosa: la llanura Ática, el Egeo y la propia ciudad, coronada por la Acrópolis, todo ello apare­ció al mismo tiempo ante nuestros ojos. Pero no fue la ar­quitectura precisamente lo que me llenó de deleite: Atenas tenía encantos mucho más vitales y frescos que las piedras muertas. Tomamos habitaciones en casa de una viuda, la señora Tarsia Macri, que tenía tres hijas; todas ellas eran encantadoras, pero concretamente la más joven, Teresa, era una pequeña hurí recién salida del paraíso. Ella nos sirvió nuestra primera comida, y sonrió y se ruborizó como si hubiera sido educada para ello. Aquella noche nos instalamos en casa de la viuda para una estancia que du­raría varios meses.

 

»Más tarde, en el silencio de la noche, caí sobre Teresa como un rayo. ¿Me había olvidado ya de Haidée? No, pero estaba muerta, y mi deseo por Teresa pareció brotar súbi­tamente como una fuente en el desierto, y con tanta fuer­za que casi llegó a asustarme. ¿Amor, amor constante? —Lord Byron se echó a reír y negó con la cabeza—. No, ni siquiera hacia Haidée era eso lo que yo sentía, aunque le juro que hice todo lo que pude. Paseé por el patio para que se me enfriara la sangre, pero aquella pequeña y dul­ce puta me estaba esperando, e incluso prometiéndome a mí mismo que no consentiría en ello... consentí, natural­mente. No había remedio para ello, ninguno en absoluto, la muchacha era demasiado deliciosa y viva. Las venas que tenía bajo la piel eran tan delicadas, y el pecho y el cuello desnudos invitaban tanto a un beso... y el placer que sentí cuando forniqué con ella fue como la oleada que provoca una droga. Aplastamos bajo nuestros cuerpos flo­res invernales, mientras por encima de nosotros se exten­día el cielo impasible y el espectral mármol del Partenón. Teresa gemía de júbilo, pero también se le reflejaba el te­rror en los ojos, y las emociones, según noté, eran inextri­cables. Exploré dentro de ella, sentí el profundo calor de su vida. Mi esperma olía a sándalo... ella, a rosas silves­tres. La poseí una y otra vez, hasta que la mañana se le­vantó por detrás de la Acrópolis.

 

»Ninguna otra cosa en Atenas fue comparable a lo de aquella noche. Pero nuestra estancia en la ciudad fue, con todo, deliciosa, y el invierno empezó a dejar paso a la pri­mavera. Hobhouse recorría con denuedo el campo en bus­ca de antigüedades; yo cabalgaba en una mula, hechizado por la mítica belleza del paisaje, pero sin hacer anotacio­nes, sin hacer preguntas eruditas. En cambio contempla­ba las estrellas, y rumiaba, y sentía remontarse mis sueños hasta que parecían llenar el cielo. Pero la profundidad lle­gaba a cansarme, y entonces recurría a persecuciones más voluptuosas. Mi doncella de Atenas era insaciable... afor­tunadamente, pues le convenía serlo, ya que mi propia ne­cesidad de placer me corría furiosa por la sangre como si de una enfermedad se tratase. Sin embargo, acabé por cansarme de Teresa; miré a mi alrededor y tomé a sus her­manas, primero por separado, pero luego todas juntas, en famille; pero aun así el deseo me punzaba sin fin. Me fal­taba algo; algún placer que no se me había ocurrido toda­vía. Empecé a adoptar la costumbre de deambular de no­che por las calles de Atenas, como buscando aquella satis­facción, el tokalon, como dirían los griegos. Vagué por los miserables callejones de la ciudad moderna y por las páli­das reliquias de la gloria perdida, el mármol hecho añicos, los altares dedicados a dioses olvidados. Nada. Y entonces volvía a la cama de las hermanas Macri; las despertaba y las hacía actuar de nuevo. Pero aquella hambre de algo continuaba... pero, ¿de qué?

 

»Una noche, a primeros de marzo, lo descubrí. Unos amigos nuestros, griegos, y viajeros como nosotros, ha­bían venido a cenar en nuestra compañía. La velada em­pezó silenciosa, luego se hizo locuaz, luego tempestuosa, luego ebria, y hacia el final todo parecía felicidad. Mis tres bonitas concubinas se esforzaban por complacerme, y el vino tendía un velo rosado sobre mis pensamientos. Poco a poco, a través del color del vino, el hambre empezó de nuevo a gritarme con estridencia. De súbito me encontré temblando ante la desnudez de la garganta de Teresa y el atisbo de la sombra que le acentuaba los pechos. Ella de­bió de ver mi expresión, porque se dio la vuelta con co­quetería y se echó hacia atrás el pelo de un modo que hizo que el estómago se me apretase. Luego se echó a reír, y sus labios estaban tan húmedos y rojos que me levanté sin pensarlo y alargué la mano para cogerla por un brazo. Pero Teresa, sin dejar de reír, se echó hacia atrás danzan­do, y entonces resbaló y la botella de vino que llevaba en la mano cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Se hizo el silencio. Todos se volvieron hacia Teresa; ésta levantó las manos lentamente y vimos que las tenía llenas de sangre. De nuevo sentí en el estómago el nudo del deseo. Me acerqué a ella y la tomé en brazos, como para consolarla. Te­resa alzó las manos hacia mí y yo se las cogí; de pronto comprendí, con una desnuda emoción de certidumbre, qué clase de hambre era la que venía sintiendo desde ha­cía tiempo. Se me hacía la boca agua; tenía los ojos cie­gos. Pero me llevé a los labios las manos de Teresa, se las besé suavemente y luego se las lamí. ¡Sangre! Aquel sa­bor... —Lord Byron tragó saliva—. ¿Qué puedo decir?... Aquel sabor era como un manjar del paraíso. Sangre. Vol­ví a lamerlas, y experimenté liviandad y energía en una ola de oro radiante que me teñía el alma con su pureza. Em­pecé a beber ávidamente de la herida más profunda. Pero con un repentino y agudo grito, Teresa apartó la mano, e inmediatamente volvió a hacerse el silencio en la habita­ción. La muchacha buscó a su madre y corrió hacia ella, pero todos los demás tenían los ojos clavados en mí. Me limpié la boca con la mano. Cuando la retiré la tenía man­chada de sangre. Me la limpié en la camisa y luego volví a tocarme los labios. Todavía estaban manchados. Me pasé la lengua por ellos y miré a mí alrededor por toda la ha­bitación. Nadie me miraba a los ojos. Y nadie pronunció una sola palabra.

 

»Entonces, Hobhouse, mi queridísimo Hobhouse, mi mejor amigo, se levantó y me cogió del brazo.

 

»—Maldita sea, Byron —me dijo con voz fuerte y so­nora—. Maldito sea, qué borrachera llevas.

 

»Me sacó de la estancia; mientras salía oí voces detrás de mí que empezaban a murmurar de nuevo. Me detuve en los escalones que conducían a mi habitación. Al caer en la cuenta de lo que había hecho me sentí impresiona­do otra vez. Mis piernas parecían agua corriente. El sabor de la sangre me llegó en otra oleada que me hizo tamba­lear, y caí en brazos de Hobhouse. Éste me ayudó a subir la escalera y me dejó en mi habitación. Me dormí inme­diatamente, la primera vez en más de un mes, pero no tuve un sueño tranquilo. Soñé que yo nunca había sido un ser vivo, sino una criatura fabricada por la ciencia del pa­cha. Me vi tumbado sobre una mesa de disección, expues­to a los relámpagos en lo alto de su torre. No tenía piel.

 

Estaba completamente desnudo bajo las manos del pacha. Éste me estaba creando. Yo anhelaba matarlo, pero sabía que, hiciera lo que hiciese, siempre sería algo suyo. Siem­pre, siempre...

 

»Cuando por fin desperté, me encontré tumbado en medio de una hedionda materia pútrida. Las sábanas es­taban cubiertas de mi propia inmundicia, como lo habían estado las rocas, junto al lago Trihonida. Me puse en pie de un salto y me quedé mirando aquella porquería que an­tes había formado parte de mi propio ser viviente. ¿Cuán­to residuo como aquél quedaba en mí? Y cuando todo hu­biera desaparecido... ¿qué sería de mí? ¿Estaría vivo o muerto? ¿O acaso ninguna de las dos cosas? Había sido la sangre, lo sabía, la sangre que había bebido, había sido eso lo que me había hecho sudar de aquel modo. Empecé a temblar. ¿Qué me sucedía? No me molesté en detenerme a pensar en ello. En lugar de eso me lavé, me vestí y lue­go ordené a Fletcher que quemase las sábanas. Desperté a Hobhouse.

 

»—Levántate —le dije—. Nos marchamos inmediata­mente.

 

»Me sorprendió ver que Hobhouse ni siquiera refunfu­ñaba. Se limitó a asentir con la cabeza y salió de la cama tambaleándose. Nos fuimos de Atenas como si fuésemos ladrones. Cuando llegamos al Pireo, por encima de noso­tros el alba sangraba el cielo a todo lo ancho.

 

»Subimos a un barco para cruzar el mar Egeo. El ca­pitán era un inglés a quien habíamos conocido unos días antes, y se ocupó de que ambos tuviéramos camarotes pri­vados. Yo preferí no salir del mío, pues la sed estaba em­pezando a acosarme de nuevo y tenía miedo de lo que pu­diera impulsarme a hacer. Por la noche, Hobhouse se reunió conmigo, nos emborrachamos como locos y por segunda vez tuvo que llevarme a la cama. Pero no dormí; permanecí tumbado en la cama recordando el dorado sabor prohibido de la sangre. El ardiente deseo que sentía fue empeorando; por fin, justo antes del alba, cogí una na­vaja de afeitar y me abrí el brazo. Sólo una delgada línea de sangre brotó de la herida, pero bebí con avidez y encontré el sabor tan rico y delicioso como las otras veces. Luego me dormí y soñé, y de nuevo imaginé que era una criatura del pacha, una masa de miembros sin piel debajo de su bisturí de anatomista. Por la mañana la ropa de mi cama estaba otra vez rígida a causa de aquella inmundicia que ya me resultaba familiar.

 

»El segundo día de navegación, por la tarde, llegamos a Esmirna. Mi estancia allí fue una verdadera tortura. Sentía una inquietud y un desasosiego que nunca había experimentado antes, y me aterrorizaba la idea de lo que pudiera estar ocurriéndome. Las pruebas de ello, dentro tanto de mi cuerpo como de mi mente, parecían terribles y completas, pero seguía sin poder soportar la idea de aceptar la verdad. Y si no era capaz de confesármela a mí mismo, entonces, ¿a quién podría recurrir en busca de ayuda y consejo? Hobhouse era, como siempre, un amigo fiel; pero era tan sólido, tan generoso, un hombre que te­nía tan bien puestos los pies en el suelo, que yo no era ca­paz de soportarlo. No quería compasión ni razonamien­tos. Yo tenía sueños más oscuros. Lo que quería, o mejor dicho, lo que intentaba, era no pensar en ello, pero du­rante todo el tiempo, naturalmente, no conseguí pensar en otra cosa.

 

»Así que continué silencioso y desesperado. Al final mi sed se hizo tan terrible que creí que me iba a volver loco. Hobhouse, al ver lo negro que se había vuelto mi estado de ánimo, y siendo como era un deportista, me aconsejó hacer un poco de ejercicio. —Al decir esto, lord Byron sonrió—. Como si boxear o jugar un partido de cricket hu­biera podido ayudarme en aquellos momentos. —Volvió a sonreír y movió la cabeza en sentido negativo—. Desgra­ciadamente, al no tener a mano ninguna de aquellas acti­vidades, acordamos que en lugar de ello haríamos una ex­cursión. A dos días de viaje a caballo se encontraban las ruinas de Éfeso, así que nos pusimos en marcha hacia allí acompañados por un único jenízaro a modo de escolta. El camino era agreste y desolado, y estaba rodeado de ma­rismas inhóspitas desde las que nos llegaba el ensordece­dor croar de las ranas. Por fin dejamos atrás incluso las ranas; sólo alguna esporádica tumba turca insinuaba que alguna vez había existido vida en aquellos páramos. Por lo demás, ni una columna rota ni una mezquita sin tejado perturbaba la desolación de aquella tierra virgen: nada en absoluto; estábamos completamente solos.

 

»Empecé a sentir que la sed me consumía. Miré deses­peradamente por la aterradora llanura en busca de algún asomo de vida, pero delante de nosotros sólo había un ce­menterio, una destrozada y vacía ciudad de los muertos. La respiración empezaba a ser agitada y me parecía que los pulmones se me iban encogiendo poco a poco. Levan­té una mano para limpiarme la frente, pero al hacerlo la miré y vi con horror en qué se habían convertido mis de­dos: en retorcidos y nudosos huesos ennegrecidos. Me miré el brazo, que también estaba negro y seco; me palpé el rostro: se notaba marchito al tacto; intenté tragar, pero tenía la lengua espesa y llena de una especie de polvo. Emití un rasposo sonido con la garganta y Hobhouse se volvió hacia mí y me miró.

 

»—Dios mío —dijo en voz baja. Yo nunca había visto una mirada de repulsión como aquélla—. Byron. Dios mío, Byron.

 

»Se acercó a mí cabalgando. Me sentía muy seco. Podía oler la sangre en las venas de Hobhouse. Me pondría fres­co y lozano y tan húmedo como el rocío. Lo necesitaba. Te­nía que beber. Alargué la mano hacia la garganta de mi amigo. Pero cerré el puño en el aire. Me caí del caballo.

 

»Con la ayuda de nuestro jenízaro, Hobhouse me transportó hasta el cementerio. Me tumbó a la sombra de un ciprés, y me recosté contra una de las tumbas. Me arranqué la camisa. Pude ver que tenía todo el cuerpo en­negrecido y la carne me ardía sobre los huesos, de modo que parecía un auténtico esqueleto. Hobhouse se arrodilló a mi lado.

 

»—Tengo que beber —conseguí decirle en un susu­rro—, tengo que beber.

 

«Levanté un dedo para apuntar hacia el jenízaro que nos acompañaba y luego miré ávidamente otra vez a Hob­house en un intento por hacérselo comprender.

 

»Él asintió.

 

»—Sí, desde luego, viejo amigo. —Se volvió hacia el je­nízaro, que había estado mirándome con unos ojos en los que se reflejaba el terror—. Suleiman, verban su! —le gritó Hobhouse—. ¡Trae agua! —El jenízaro inclinó la cabeza y se alejó precipitadamente—. Vamos, viejo amigo —me dijo Hobhouse limpiándome la frente—, pronto tendrás el agua. —Lo miré con furia y con un anhelante deseo de su sangre. Arañé débilmente la tumba con los dedos, pero se me des­prendieron las uñas en escamas y temí que los arañazos me dejasen los huesos al descubierto. Me quedé impotente donde estaba, tumbado. El tiempo fue transcurriendo: cinco minutos, diez, y luego un cuarto de hora. Yo sentía que el estómago se me derrumbaba hacia dentro, e imaginé que los intestinos se me estarían encogiendo como uvas pasas. Hobhouse parecía estar cada vez más desesperado mien­tras contemplaba cómo me consumía de ardor—. ¡Maldito sea ese tipo! —gritó de pronto—. Maldito sea. ¿Qué demo­nios estará haciendo? —Se puso en pie—. ¡Suleiman! —le llamó a gritos—. ¡Suleiman, necesitamos el agua ahora mismo! —Volvió a mirar hacia mí—. Voy a buscarla yo mismo, Byron —me dijo. Intentó sonreír—. Byron, tú no... tú no... —Creí que iba a echarse a llorar, pero volvió la cara hacia otro lado y echó a correr, apresurándose por entre los hierbajos y las tumbas destrozadas hasta que finalmente quedó fuera de mi vista. Me quedé donde él me había de­jado. Sentí que la consciencia se me evaporaba ante la ne­gra sed que corría por mis venas.

 

»Me desmayé, aunque por eso no dejé de sufrir, y cuando volví a despertarme recé pidiendo la muerte. De pronto, en el desierto de aquel sufrimiento, sentí un frío que me sobresaltó. Era una mano que se había posado en mi frente. Traté de pronunciar el nombre de Hobhouse.

 

»—No. No soy Hobhouse —me dijo una voz de hom­bre a la que no reconocí—. Deje reposar la lengua. Ya ten­dremos tiempo más adelante para hablar. —Me esforcé por levantar la mirada. Sentí que una segunda mano me la­deaba la cabeza. Me encontré mirando a un rostro sor­prendentemente atractivo. El largo cabello dorado enmarcaba unas facciones que parecían, a la vez que pálidas como la muerte, iluminadas por los placeres de la vida; era un rostro aristocrático, divertido, levemente cruel y con cierto toque de gracia animal. El desconocido me son­rió y luego me besó en los labios—. Un saludo lleno de gu­sanos —me comentó—. Besar será mejor, creo yo, cuando vuelva a estar más guapo.

 

»Se echó a reír con deleite, pero los ojos de aquel hom­bre, por lo que pude ver, brillaban como el sol cuando se refleja en un lago de hielo. Me recordaron los ojos del pa­cha, y de pronto lo comprendí: yacía en brazos de una criatura que era igual que yo. El vampiro se puso en pie.

 

»—Tiene una hormigueante inclinación a beber sangre, creo yo —me dijo—. Obedézcala. Porque la sangre es el mejor tónico que existe. Engendra ingenio, buen humor y alegría. Devuelve la salud a nuestro cuerpo cuando se ha arrugado como gachas rancias. Desvanece esos pensamien­tos agobiantes que hacen que la existencia parezca desa­gradable. —Se echó a reír—. Más dulce que el vino, más dulce que la ambrosia de una doncella, es la única bebida. Así que venga conmigo. —Me cogió de la mano—. Venga conmigo y beba. —Lo intenté, pero no conseguí levantar­me—. Tenga confianza en sí mismo —me musitó el vampi­ro con un atisbo de ironía en la voz. Me cogió por la otra mano—. Es usted tan peligroso como una plaga y tan malo como el diablo. ¿Cree que todavía es esclavo de su carne? Maldita sea, caballero, se lo digo yo, ya no lo es. Tenga fe en sus poderes y sígame.

 

«Intenté levantarme... y de pronto lo conseguí. Me sor­prendió comprobar que me había puesto en pie sin apenas moverme. Di un paso hacia adelante y fue como si mi cuerpo no fuera más que un soplo de aire. Di otro paso y vi que había pasado por encima de las tumbas y que me encontraba de pie en el camino. Me volví y miré el ciprés bajo el cual había estado tumbado. Allí había un cuerpo derramado, retorcido y negro. Era mi propio cuerpo.

 

»— ¿Estoy muerto? —pregunté; y la voz sonó en mis oí­dos como el gemido de una tormenta.

 

»Mi guía se echó a reír.

 

»— ¿Muerto? No... ¡No está muerto! ¡Usted nunca esta­rá muerto mientras exista vida! —Volvió a reír con el jú­bilo de un libertino y señaló carretera abajo—. He pasado junto a él al venir hacia aquí. Cójalo. Es suyo.

 

»Me moví cual negro vendaval, con una velocidad que apenas podía reconocer como tal. La sangre del jenízaro tenía un olor maravillosamente fresco. Ahora podía verlo delante de mí, galopando de regreso hacia Esmirna; los flancos de su caballo estaban blancos de espuma. El jení­zaro se volvió y miró hacia atrás, y yo me quedé donde estaba, como una silueta recortada contra el cielo, sabo­reando la mirada de susto que se reflejaba en la palidez de aquella cara. El caballo relinchó y dio un traspié.

 

»— ¡No! —gritó el soldado al tiempo que salía despedi­do hacia el suelo—. ¡No, no, Alá, por favor, no!

 

»Sentí un súbito aumento de mi sed. Esperé, intrigado, mientras el jenízaro intentaba volver a capturar el caballo. No tenía ninguna posibilidad de escapar... ¿Lo entendía así? El jenízaro estaba sollozando... y de nuevo la sed se apoderó de mí. Me moví... salté... el jenízaro chilló... y mis dientes mordieron la piel de su cuello. Sentí que los inci­sivos me crecían en las encías y que la piel cedía; la san­gre, en un suave y sedoso chorro, me llenó la boca. Sentí un delirio estremecedor mientras el corazón de aquel hombre agonizante bombeaba la sangre y la lluvia me inundaba por fuera la apergaminada piel y la garganta.

 

»Estuve desangrando a mi víctima hasta que quedó to­talmente blanca. Cuando hube terminado, su sangre en la mía produjo la misma pesada sensación que una droga.

 

»—Es agradable encontrar en el camino a otro colega bebedor de sangre. —Me volví y miré hacia atrás. El vam­piro había estado observándome. La alegría hacía que le brillasen los ojos—. ¿Se han recuperado ya sus sedientas venas? —me preguntó. Asentí despacio con la cabeza—. Excelente. —El vampiro sonrió—. Créame, caballero, esto es néctar púrpura. No hay nada más saludable que una copa llena de sangre fresca. —Me levanté para besar las mejillas de aquella atractiva cara de feldespato, y luego apreté mis labios contra los del vampiro. Éste entornó los ojos, saboreando en mi boca la sangre del jenízaro antes de separarse de mí para hacerme una extravagante reve­rencia—. Me llamo Lovelace —se presentó al tiempo que se inclinaba de nuevo ante mí—. Como usted, creo, soy inglés y par del reino. Es decir, si no me equivoco al diri­girme a usted como el tristemente famoso lord Byron. ¿Es así?

 

»Levanté una ceja. »— ¿Tristemente famoso?

 

»— ¡Pues sí, tristemente famoso! ¿Acaso no fue usted quien, en una cena llena de desmanes, bebió en público la sangre de una puta ateniense? No le sorprenda, milord, que tales líos provoquen extrañeza y que sean tema de conversación entre la gente normal y corriente. »Me encogí de hombros.

 

»—No tenía intención de provocar un escándalo. Se cortó ella sola. Me vi sorprendido por mi propio deseo en el momento en que contemplé la sangre. »Lovelace me miró, intrigado.

 

»— ¿Cuánto tiempo hace, milord, que pertenece a la hermandad?

 

»— ¿Hermandad?

 

»—A la aristocracia, caballero, a la aristocracia de la sangre por la cual usted y yo somos doblemente semejan­tes. —Levantó una mano para acariciarme la mejilla. Te­nía las uñas afiladas y su contacto era como el cristal—. Es usted virgen, ¿no es así? —me preguntó de pronto. Hizo un gesto y señaló al masacrado jenízaro—. ¿Ha sido ésta su primera víctima?

 

«Incliné la cabeza fríamente. »—En cierto modo, supongo.

 

»—Maldita sea, caballero, pude adivinar que era usted virgen por el estado ennegrecido en que se hallaba hace un rato.

 

»— ¿Qué quiere decir?

 

»—Debe de ser usted nuevo en esto de la sangre para haberse dejado consumir hasta tal extremo. »Lo miré fijamente.

 

»—Si no bebo, ¿quiere usted decir —y le indiqué con un gesto el cementerio— que eso volverá a sucederme?

 

»Lovelace asintió brevemente con un movimiento de cabeza.

 

»—Eso es, caballero. Y estoy poderosamente sorpren­dido de que haya podido aguantar sin sangre tanto tiem­po, desde lo de Atenas. Es por eso que deseaba saber cuán­to tiempo hace que es usted de la hermandad.

 

»Intenté acordarme. Haidée en la cueva... los dientes del pacha en mi pecho.

 

»—Cinco meses —repuse finalmente.

 

»Lovelace me miró fijamente con una expresión de atónita sorpresa reflejada en su atractivo rostro; luego en­tornó los ojos.

 

»—Vaya, caballero; pues si eso es cierto es usted proba­blemente el bebedor de sangre más selecto que he conocido.

 

»—No entiendo su sorpresa —dije.

 

»Lovelace se echó a reír y me apretó la mano.

 

»—En una ocasión sobreviví en seco durante más de un mes. Se dice que a veces se ha llegado a sobrevivir dos meses... pero más de eso, nunca. Y sin embargo usted, se­ñor, el más reciente y el más inexperto recluta de nuestras filas, es capaz de aguantar cinco meses. Caballero, dice usted que cinco meses. —Volvió a reírse, y me besó en la boca—. Oh, milord. ¡Cómo nos vamos a divertir juntos! ¡Cuántos desmanes y asesinatos! ¡Cómo me alegro de ha­berle seguido! Byron... ¡seamos malvados juntos!

 

»Hice una inclinación de cabeza.

 

»—Resulta evidente que me quedan todavía muchas cosas por aprender.

 

»—Sí, eso es —dijo Lovelace al tiempo que asentía con la cabeza—. Créame, caballero, yo ya he cumplido un si­glo y medio de libertinaje. Hablo como un cortesano del segundo rey Carlos. No era aquélla una época hipócrita, remilgada y puritana, no, señor; nosotros sabíamos bien en qué consistía el placer. —Luego me susurró al oído—: Putas, milord, vinos finos, refrescantes dosis de sangre. Estoy seguro de que encontrará usted que la eternidad es algo acogedor. —Me besó, y luego se detuvo para limpiarme la sangre de la boca. Miró el cadáver del jenízaro—. ¿Estaba buena? —me preguntó golpeando el cadáver de­sangrado con la punta del pie. Asentí—. Pues seguro que las habrá mejores —añadió brevemente Lovelace. Me co­gió de la mano—. Pero de momento, milord, ambos tene­mos que regresar a nuestras formas corpóreas.

 

»— ¿Corpóreas?

 

«Lovelace asintió.

 

»—De lo contrario su amigo creerá que usted ha muerto.

 

»Me toqué el cuerpo.

 

»—Me resulta muy extraño —le dije—. Los placeres en que me he empapado parecen muy corporales. Pero, ¿cómo es que los siento si no soy más que espíritu?

 

»Lovelace se encogió de hombros con desdén.

 

»—Esas sutilezas las dejo para litigantes y adivinos.

 

»—Eso no es una sutileza. Si no tengo cuerpo, ¿qué es lo que estoy sintiendo ahora mismo, aquí, dentro de mis venas? ¿Es real el placer? Parece insoportable la idea de que se trate sólo de un fantasma.

 

«Lovelace me cogió una mano. Se la metió dentro de la camisa y la puso sobre su pecho para que yo pudiera sentir los músculos debajo de la piel.

 

»—Estamos en un sueño —me explicó en voz baja—, un sueño que compartimos los dos. Nosotros hacemos las reglas y nosotros les damos forma. Debe usted compren­der, caballero, que tenemos el poder de convertir en reali­dad la sustancia de nuestros sueños.

 

»Le miré a los ojos. Noté que el pezón se le endurecía con mi contacto. Miré al jenízaro.

 

»— ¿Y él? —le pregunté—. ¿Sólo he soñado que le he bebido la sangre?

 

»Lovelace sonrió, una débil sonrisa, cruel y divertida.

 

»—Nuestros sueños son como una carpa, milord, hacia cuyo interior arrastramos a nuestras presas. Ese turco que le acompañaba está muerto, y usted, caballero, vuelve a estar entero. —Me cogió de la mano—. Vamos, milord. Te­nemos que regresar junto a su afligido amigo.

 

»Nos fuimos, y cuando llegamos al cementerio dejé a Lovelace en el camino y eché a andar entre las tumbas.

 

Delante de mí, más allá de las lápidas en forma de tur­bante, distinguí a Hobhouse. Estaba llorando desconsola­damente sobre mi ennegrecido cadáver. Era algo que re­sultaba agradable de ver. ¿Qué puede haber mejor que sa­ber que a uno lo echarán de menos los amigos cuando haya muerto? Pero luego lo lamenté, cuando comprendí que había causado dolor a mi querido amigo Hobhouse, y volví, como un estremecimiento de luz, a mi propia carne. Abrí los ojos y sentí que la sangre corría de nuevo por mis venas marchitas.

 

Lord Byron cerró los ojos. Se le notaba en la sonrisa que estaba gozando del éxtasis del recuerdo.

 

—Como si los hubieran liberado de estar atrapados en un torno, mis miembros volvieron a la vida. Champaña después del agua de soda; luz del sol después de la bru­ma; mujeres después de un monasterio: todo parecía ofrecer una insinuación de resurrección. Pero no era así. Sólo hay una resurrección verdadera: y ésa es la sangre después de una medicina para la carne.

 

— ¿Así que usted bebía sangre en sueños? —preguntó Rebecca, interrumpiéndolo— ¿Es así como ocurre?

 

Lord Byron la miró.

 

—Debería recordarlo —le dijo a Rebecca suavemente. Miró fijamente el cuello de la muchacha—. Usted ha sido atrapada en la telaraña de mis sueños.

 

Rebecca se estremeció, y no sólo de miedo.

 

—Pero usted había bebido la sangre de Teresa —indi­có. Lord Byron inclinó la cabeza—. Entonces, ¿no le hace falta soñar para beber sangre?

 

—No. —Lord Byron sonrió—. Claro que no. Hay mu­chas maneras de saborearla. Muchas artes.

 

Rebecca lo miró fijamente, fascinada y aterrada.

 

— ¿Artes? ¿A qué se refiere? —preguntó.

 

—Lovelace, aquella primera noche, me tentó al insi­nuármelas.

 

Rebecca enarcó las cejas.

 

— ¿Por qué lo tentó?

 

—Porque yo entonces no quería ni oír hablar de ellas. Al principio, no.

 

—Pero usted ha dicho que obtenía placer, me lo ha descrito.

 

—Sí. —Lord Byron curvó ligeramente los labios—. pero estaba saciado con la sangre que había bebido, y aquella noche, en la aldea situada en las afueras de Éfeso, sufrí el asco de uno mismo que sigue a todos los grandes placeres. Había matado a un hombre, lo había desangra­do, y estaba sorprendido de no estar más asqueado de mí mismo. Pero además había otro motivo para ignorar las li­sonjas de Lovelace. Descubrí que era la posesión de san­gre lo que ensalzaba todas las demás experiencias. La co­mida y la bebida resultaron deliciosas aquella noche, de un modo que yo había olvidado que pudieran serlo. No te­nía tiempo para oír secretos en voz baja acerca de artes secretas o víctimas nuevas.

 

— ¿Lovelace quería matar de nuevo?

 

—Oh, sí, por supuesto. —Lord Byron hizo una pausa—. Quería a Hobhouse.

 

— ¿A Hobhouse?

 

Lord Byron asintió y luego sonrió.

 

—Lovelace era un admirador de la casta, ¿sabe usted?

 

»—Debo tenerlo a él —me confesó aquella noche—. Hace meses, Byron, que no he tomado otra cosa más que campesinos y griegos que huelen a rayos. Uf, caballero, yo soy británico de pura cepa, no puedo sobrevivir siempre a base de semejante basura. ¿Y dice usted que Hobhouse es un hombre de Cambridge? Pues entonces, señor, tiene que ser mío. —Hice un movimiento negativo con la cabeza, pero Lovelace insistió con más ahínco todavía—. Debe morir —me dijo en un susurro—. Dejando aparte lo de­más, él le ha visto a usted expirar y resucitar.

 

»Me encogí de hombros.

 

»—La medicina no es el punto fuerte de Hobhouse. Cree que ha sido una insolación.

 

»Lovelace movió la cabeza de un lado a otro.

 

»—Eso no importa. —Me acarició el brazo; tenía los ojos como puntas de alfiler. Me estremecí, pero Lovelace malinterpretó mi repugnancia y la tomó por sed—. La sangre roja está bastante bien —me susurró al oído—, pero la sangre azul, caballero... vaya, no hay bebida en este mundo que pueda comparársele. —Le dije que se fue­ra a paseo. Lovelace se echó a reír—. Parece no compren­der en qué se ha convertido, milord.

 

»Le miré de nuevo fijamente.

 

»—Espero que no sea en algo como usted.

 

»Lovelace me apretó el brazo con fuerza.

 

»—No se engañe a sí mismo, milord —me dijo en un susurro.

 

»Lo miré con frialdad.

 

»—No osaría intentarlo —repuse al fin.

 

»—Pues yo creo que sí —me contradijo Lovelace al tiempo que esbozaba una sonrisa llena de maldad—. Es usted una criatura tan mala como el pecado. Negarlo no es más que vil hipocresía. —Me soltó el brazo y echó a an­dar por el camino, iluminado por la luz de la luna, que conducía a Éfeso—. Su cuerpo tiene sed, milord —me gri­tó mientras yo observaba cómo se alejaba. Se detuvo y se dio la vuelta para quedar frente a mí—. Pregúnteselo us­ted, Byron... ¿Cree posible que una cosa como usted pue­da permitirse tener amigos?

 

»Sonrió, luego volvió a darse la vuelta y desapareció. Me quedé de pie donde estaba, tratando de apartar de la mente los ecos de aquella pregunta. Hice un movimiento de negación con la cabeza y luego regresé a la habitación donde dormía Hobhouse.

 

»Me quedé vigilándolo durante toda la noche. Mi cuer­po permaneció puro e inmaculado durante todo el tiempo. Aquélla era la primera vez que yo había bebido sangre y no sudaba inmundicia por la noche. Me pregunté qué querría decir aquello. ¿Estaría en lo cierto Lovelace? ¿Se­rían verdaderamente irreversibles los cambios obrados en mí? Me aferré a la compañía de Hobhouse como si él fue­ra un amuleto. Al día siguiente fuimos a visitar las ruinas de Éfeso. Hobhouse estuvo hurgando en las inscripciones, como solía hacer siempre; yo me senté en el montón de lo que en otro tiempo había sido el templo de Diana y estuve escuchando el plañidero aullido de los chacales. Era un so­nido melancólico, tan melancólico como mis pensamientos. Me preguntaba adonde habría ido Lovelace. No nota­ba su presencia entre las ruinas, pero aunque mi instinto y mis poderes estaban amortiguados por el sol, estaba segu­ro de que no podía estar muy lejos. Seguramente volvería.

 

«Aquella noche regresó. Yo había presentido su proxi­midad cuando se acercaba a nosotros y, sin que me viera, lo estuve observando mientras se dirigía a la cama de Hobhouse. Se inclinó peligrosamente hacia la garganta de mi amigo y vi el brillo de sus afilados colmillos cuando los dejó al descubierto. Lo así por la muñeca; se debatió en si­lencio, pero no consiguió escapar. Tiré de él hasta sacarlo de la habitación y lo conduje hasta la escalera. Allí Love­lace se soltó.

 

»—Es usted un mentecato de mierda, señor —dijo con un gruñido—. Déjeme que lo consiga. —Le intercepté el paso. Lovelace intentó apartarme de un empujón, pero lo agarré por la garganta y, al apretársela, sentí que la fuer­za me inundaba en una oleada de gozo. Lovelace se asfi­xiaba; se debatió de nuevo y yo disfruté al ver su miedo; finalmente lo dejé caer; Lovelace tragó saliva dolorosamente y luego me miró de nuevo—. Por las llagas de Cris­to, caballero, vaya fuerza tan poderosa tiene usted —me dijo—. Es una lástima que sea tan remilgado en lo con­cerniente a su amigo. —Incliné la cabeza educadamente. Lovelace siguió mirándome mientras se frotaba el cuello y luego se puso en pie—. Dígame, Byron —me preguntó al tiempo que fruncía el entrecejo—: ¿Quién lo creó a usted?

 

»— ¿Crearme? —Negué con la cabeza—. A mí no me han creado. Me han transformado.

 

»Lovelace sonrió ligeramente.

 

»—A usted lo han creado, caballero —dijo.

 

»— ¿Por qué lo pregunta?

 

«Lovelace volvió a acariciarse el cuello y luego respiró profundamente.

 

»—Hoy le he estado observando en Éfeso —me dijo en un susurro—. Hace un siglo y medio que soy vampiro. Es­toy muy versado en asuntos de sangre y tengo experiencia. Pero yo no habría podido soportar el brillo del sol radian­te, en la forma como usted lo hizo, allí sentado. Por eso me hago preguntas, caballero. Y estoy dolorosamente perplejo. ¿Quién le dio su sangre para que pueda tener semejante poder? —Me mantuve en silencio; luego pronuncié el nom­bre del pacha Vakhel. Capté un dejo de ironía en la mira­da de Lovelace—. He oído hablar del pacha Vakhel —dijo lentamente—. Un mago, ¿no es eso? ¿Un alquimista?

 

«Asentí.

 

»— ¿Dónde está ahora? —me preguntó Lovelace.

 

»— ¿Por qué?

 

»Lovelace sonrió.

 

»—Porque parece ser que le ha enseñado a usted muy poco, milord. —No respondí, me limité a dar media vuel­ta y empecé a subir la escalera. Lovelace corrió tras de mí y me cogió por el brazo—. ¿Lo mató usted? —preguntó en voz baja. Me solté de un tirón—. ¿Lo mató usted? —Love­lace descubrió los dientes en una sonrisa y volvió a suje­tarme—. ¿Lo mató usted, caballero, y su sangre se elevó y cayó sobre usted en forma de lluvia, como las fuentes que juguetean en el parque de St. James?

 

»Me di la vuelta. La espina dorsal se me había puesto como el hielo.

 

»— ¿Cómo lo ha sabido? —le pregunté.

 

«Lovelace se echó a reír. Los ojos le chispearon de placer.

 

»—Circulan rumores, milord. Yo los oí junto al lago Trihonida. En seguida me invadió el deseo de averiguar qué de cierto había en esos rumores. Así que aquí me tiene. —Acercó su cara a la mía—. Está usted condenado, Byron.

 

»Le miré aquellos ojos despiadados. Sentí que el odio y la ira fluían como lava por todo mí ser.

 

»—Váyase —le dije en un susurro.

 

»— ¿Cree que así desterrará también sus apremios, milord? —Lo cogí otra vez por la garganta y apreté; luego lo empujé hacia atrás. Pero Lovelace seguía sonriendo con maldad—. Puede que tenga usted la fuerza de un espíritu poderoso, milord, pero no le quepa la menor duda: usted ha caído, igual que Lucifer, hijo de la mañana, ha caído... como todos nosotros hemos caído. Vuelva con su amigo. Disfrute de él; él es mortal y morirá.

 

»—Atrévase a destruirlo, Lovelace...

 

»— ¿Sí?

 

»—Atrévase... y le destruiré.

 

»Lovelace me hizo una burlona reverencia.

 

»—Usted no conoce el secreto, Byron, ¿no es así?

 

»— ¿Qué secreto? »—No le ha sido revelado.

 

»Lovelace no lo preguntaba, se limitaba a constatar un hecho. Di un paso hacia él; Lovelace se dirigió hacia la puerta.

 

»— ¿Qué secreto? —pregunté de nuevo.

 

»—Está usted condenado... y condenará a cuantos le rodean.

 

»— ¿Por qué?

 

»Lovelace sonrió irónicamente.

 

»—El porqué, caballero, es el secreto.

 

»—Espere.

 

«Lovelace volvió a sonreír.

 

»—Viajan ustedes hacia Constantinopla, según creo, ¿no es así?

 

»— ¡Espere! —le grité.

 

»Lovelace inclinó la cabeza y desapareció. Corrí hacia la puerta, pero no había ni rastro de él. Sin embargo, me pareció oír su risa en la brisa de la noche, y su voz parecía resonar en mi cabeza: «Está usted condenado... y conde­nará a cuantos le rodean.» A lo lejos cantó un gallo. Moví la cabeza a ambos lados. Me di la vuelta y caminé, solo, ha­cia la habitación donde Hobhouse seguía dormido.

 

 


Date: 2015-12-24; view: 503


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