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Capítulo III 9 page

 

»—Viscillie —le pregunté—, ¿por dónde cabalga el pa­cha esta noche?

 

»—Por los desfiladeros de las montañas, milord.

 

»— ¿Tenemos hombres?

 

«Viscillie asintió con una inclinación de cabeza.

 

»—De mi aldea, milord.

 

»—Necesito un caballo.

 

«Viscillie sonrió.

 

»—Le proporcionaremos uno, milord.

 

»—Salimos inmediatamente.

 

»—De acuerdo, milord.

 

»Y así lo hicimos. Los riscos y gargantas se hacían eco de nuestra velocidad. Los cascos de hierro resonaban con estrépito sobre las rocas; por los costados de mi caballo negro chorreaba la espuma. Llegamos al desfiladero. En un barranco que se alzaba por encima del mismo hice dar la vuelta a mi caballo y me detuve; me puse en pie sobre los estribos para poder ver mejor hacia la lejanía, inten­tando olfatear a mis enemigos a medida que se acercaban. Miré al cielo; todavía seguía de color rojo, de color rojo sangre, pero iba oscureciéndose y volviéndose negro. In­viernos de recuerdos me pasaron por la cabeza; en aque­lla pequeña fracción de tiempo me pareció vislumbrar mi propia eternidad. Sentí cierto temor, y después el odio vino a ocupar su lugar.

 

»—Ya vienen —dije. Viscillie miró con atención hacia donde yo le indicaba. No consiguió ver nada, pero asintió con un movimiento de cabeza y empezó a dar voces de mando—. Matadlos a todos —ordené yo—. A todos. —Em­puñé la espada, la desenvainé y el acero del arma se tiñó de rojo a la luz del cielo—. Pero al pacha —añadí en voz más baja—, al pacha dejádmelo a mí.

 

«Oírnos el estrépito de hombres a caballo que se acer­caban por el desfiladero. Viscillie sonrió; me hizo una se­ñal bajando la cabeza y levantó el arcabuz. Entonces los vi: era el escuadrón de caballería tártara, y a la cabeza del mismo, con el pálido rostro resplandeciendo entre las sombras de las rocas, el monstruo, mi creador. Apreté con más fuerza la empuñadura de la espada. Viscillie me miró fugazmente; yo tenía la espada en posición; la bajé. Visci­llie disparó y el tártaro que iba en primera posición mor­dió el polvo. El pacha Vakhel levantó la vista; ninguna ex­presión de miedo o de sorpresa cruzó su rostro. Pero a su alrededor, por todas partes, empezó a cundir el pánico mientras el fuego de las armas crepitaba sin cesar; algu­nos hombres del pacha se refugiaron detrás de los caba­llos e intentaron contestar al fuego; otros huyeron a la desbandada por entre las rocas, donde los aniquilaron pa­sándolos a cuchillo. Sentí que crecía en mí la lascivia de la sangre. Espoleé el caballo para conducirlo hacia ade­lante y mi silueta se recortó contra el cielo del oeste. Por todo el desfiladero se extendió un repentino silencio. Te­nía los ojos clavados en el pacha; éste me sostenía la mi­rada, impasible. Pero, de pronto, uno de sus jinetes emitió un alarido y dijo:



 

»— ¡Es él, es él! Mirad qué pálido está, es él.

 

«Sonreí; espoleé mi caballo y emprendí el camino ha­cia abajo; y con los aullidos de los hombres de Viscillie re­tumbando en mis oídos me adentré cabalgando en el desfiladero. Estaba lleno de cadáveres, mientras los hombres luchaban cuerpo a cuerpo. Solo en medio de aquella car­nicería, el pacha, sentado en su caballo, esperaba intacto. Cabalgué para ponerme frente a él. Sólo entonces sonrió lentamente.

 

»—Bien venido a la eternidad, milord —me dijo.

 

»Moví la cabeza a ambos lados.

 

»—Y Haidée... ¿dónde está?

 

»El pacha me miró fijamente, sobresaltado, y luego in­clinó hacia atrás la cabeza y se echó a reír.

 

»— ¿Realmente es eso lo que le preocupa? —me pre­guntó. Alargó una mano para tocarme. Yo retrocedí—. To­davía tiene muchísimo que aprender —continuó diciendo el pacha con suavidad—. Pero yo le enseñaré. Estaremos juntos para siempre, y yo me encargaré de enseñarle. —Extendió la mano hacia mí—. Venga conmigo, milord. —Sonrió. Me indicó con la mano que me fuera con él—. Venga usted conmigo. —Durante unos instantes permane­cí sentado, inmóvil. Luego mi espada cayó con fuerza. Sentí cómo el acero mordía el hueso de la muñeca del pa­cha. Su mano, todavía haciéndome señas, se arqueó hacia arriba y luego cayó al suelo, en medio del polvo. El pacha me miró, horrorizado, pero al parecer no experimentó ningún dolor físico, cosa que me enfureció aún más. Le ataqué, ciego de ira, con la espada. Ésta subía y bajaba y le producía profundos cortes, hasta que finalmente el pacha cayó del caballo. Entonces me miró fijamente—. Veo que va a matarme —me dijo. Una mirada de sorpresa e incre­dulidad le cruzó por el rostro—. Así que hágalo pronto. Veo que de verdad va a hacerlo.

 

«Desmonté del caballo y le coloqué la punta de la es­pada sobre el pecho, a la altura del corazón.

 

»—Esta vez —le indiqué— no fallaré.

 

»— ¡No! —El pacha se puso a gritar. Se debatió contra mi espada, cortándose la única mano que le quedaba al empujar el filo de la hoja.

 

»—Adiós, excelencia —le dije yo. Empujé la espada ha­cia abajo. Noté cómo pinchaba el suave saco de su cora­zón. El pacha emitió un alarido estridente. No fue un grito humano, sino un aullido sobrenatural lleno de dolor y de odio. Resonó por el desfiladero, por entre las gargantas de las montañas, e hizo que todo lo demás quedara en si­lencio. Una fuente de sangre brotó hacia el cielo, sangre de un color escarlata vivo contra los rojos más intensos del horizonte, que luego empezó a caer sobre mi cabeza, como si fuera lluvia de una embotada nube carmesí. Cayó con tanta suavidad como una bendición, y alcé el rostro para darle la bienvenida. El chaparrón cesó por fin y, cuando me moví, me di cuenta de que debajo de la ropa tenía toda la piel manchada de sangre. Miré al pacha. Yacía con la ri­gidez de la agonía, de la muerte. Cogí un puñado de tierra y se lo esparcí por el rostro—. Enterradlo —ordené—. En­terradlo para que no vuelva a caminar nunca más.

 

»Busqué a Viscillie y le dije que lo esperaría en Missolonghi. Luego monté en el caballo y, sin mirar atrás, aban­doné el desfiladero, aquel lugar de muerte.

 

«Cabalgué en medio de la noche. No sentía cansancio alguno, sólo el más extraordinario deseo de vivir expe­riencias. El chaparrón de sangre había aplacado mi sed, y mis poderes, mis sentidos, mis sensaciones, todo ello pa­recía ensalzado hasta un grado extraordinario. Llegué a Missolonghi al amanecer. Esta vez la luz ya no me produ­jo ningún dolor. En cambio los colores, la interacción del cielo y el mar, la belleza de los primeros rayos del sol, todo ello consiguió que me arrobara. Missolonghi no era un bo­nito lugar, en realidad era sólo un pueblo desordenado, encaramado al borde de las marismas, pero a mí me pa­reció el lugar más maravilloso que hubiera visto nunca. Mientras cabalgaba al trote por las marismas y miraba con asombro las franjas de color que se extendían hacia el este, fue como si nunca hubiera visto el alba.

 

»Entré en Missolonghi y hallé la taberna donde Hobhouse y yo habíamos acordado encontrarnos. El taberne­ro, después de que yo le despertara, me miró lleno de ho­rror: yo tenía los ojos enloquecidos, y mi ropa estaba toda cubierta de sangre. Le pedí ropa interior limpia y agua ca­liente, y el placer que me proporcionó estar de nuevo fres­co y lozano, una vez que me lavé y me puse ropa limpia, fue también una sensación que nunca antes había conocido. Subí a la habitación de Hobhouse haciendo mucho ruido. Cogí una almohada y se la arrojé.

 

»—Hobby, despierta. Soy yo. He vuelto.

 

«Hobhouse abrió un ojo legañoso.

 

»—Maldita sea —dijo—. Ya lo veo. —Se sentó y se froto los ojos—. Bueno, viejo amigo, ¿qué es de tu vida? —Sonrió—. Supongo que nada interesante, ¿no?

 

 


Date: 2015-12-24; view: 453


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