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Capítulo III 8 page

 

»— ¡De prisa, milord, de prisa! —me gritaba Viscillie, que se hallaba delante de mí.

 

»Espoleé a mi exhausto corcel; el jinete que tenía de­trás de mí se quedó retrasado; en cuanto pasé junto a ellas, las puertas de la fortaleza se cerraron.

 

«Estábamos a salvo, por lo menos de momento. Pero incluso detrás de las murallas nos sentíamos incómodos. El comandante de la guarnición era un hombre hosco y receloso, y no era para menos, porque nuestra llegada y nuestra apariencia habían sido bastante extrañas; pero también influía la furia con la que los tártaros nos habían dado caza. Le dije al comandante que se trataba de klephtit y me dirigió una mirada de franca incredulidad. No obstante, se puso más amable cuando hice hincapié en que yo era amigo personal del pacha Alí, y cuando vio la carta de presentación que yo llevaba conmigo, casi pare­cía griego de tan servil como se mostró. Pero no me fiaba de él, y aquella tarde, después de una breve pausa para re­frescarnos y asegurarnos de que los tártaros verdadera­mente habían vuelto a las montañas, continuamos nuestro viaje. El camino de Missolonghi, aunque poco transitado, parecía una verdadera vía pública después de la soledad del camino que discurría entre las montañas, y también estaba en mejores condiciones, cosa que nos permitía via­jar a una velocidad apreciable. No dejábamos, por su­puesto, de vigilar y observar el trayecto que habíamos re­corrido, pero no vimos ninguna nube de polvo que se ele­vase hacia el cielo, y al cabo de un rato empezamos a sentirnos más seguros. Pasamos la noche en Arta, un lu­gar bastante agradable donde pudimos contratar solda­dos, diez de ellos, que nos protegieran en el viaje que aún nos quedaba por delante. Casi me sentía confiado. No nos pusimos de nuevo en marcha hasta bien entrada la maña­na, porque Haidée estaba agotada y durmió durante casi doce horas. No quise despertarla. El platonismo continua­ba intacto.

 

»Pero, ¿cómo iba yo a culpar a Haidée por mostrarse tan reservada hasta el momento en que tuviera la absolu­ta certeza de ser verdaderamente libre?

 

Lord Byron hizo una pausa; se le abrieron mucho los ojos; luego miró hacia la oscuridad, como si allí estuviera el pasado desaparecido.

 

—Su pureza... —se interrumpió, y miró a Rebecca a los ojos—. Su pureza —continuó diciendo en un susurro— había sido tan fiera e indómita como la pasión de su alma; una llama de esperanza mantenida a través de largos años de esclavitud, y si yo la amé entonces como no he amado nada desde entonces... bien, era porque aquella llama la iluminaba y daba un toque de fuego inmortal a su salvaje belleza. Yo no tenía deseos de robar aquello que sabía que me quemaría, a pesar de que la sangre parecía lava mien­tras me corría por las venas, de manera que decidí espe­rar. Continuamos viajando sin descanso hacia Missolonghi, y comprendí, al ver que Haidée se mantenía alejada de mí, que ella todavía no tenía la absoluta certeza de que el pacha estuviera en la tumba.



 

»La tercera tarde de nuestro viaje llegamos a la orilla del lago Trihonida. Allí hicimos un alto, porque el lago se encontraba cerca de la aldea natal de Viscillie y éste sugi­rió la conveniencia de añadir algunos paisanos suyos a nuestra guardia. Tuvo que cabalgar entre las montañas, así que, en su ausencia, nos refugiamos en una cueva, donde el aire estaba cargado del perfume de las rosas sil­vestres y desde donde el cristal azul del lago sólo podía verse entre los árboles. Estreché a Haidée entre mis bra­zos y le quité la gorra de paje para que el cabello se le de­rramase en libertad. Se lo acaricié, y ella a su vez me pasó los dedos entre mi pelo; así yacimos en amorosa soledad, como si no existiera otra vida bajo el cielo más que la nuestra.

 

»Me quedé con la mirada clavada en las montañas si­tuadas al otro lado del lago y sentí que mi ánimo ardía de esperanza y de gozo. Me volví hacia Haidée.

 

»—Es imposible que nos alcance —le dije—. Aquí no podrá. Está muerto. —Haidée me miró fijamente con aquellos ojos grandes y lánguidamente oscuros. Lenta­mente, con un movimiento casi imperceptible, asintió con la cabeza—. En una ocasión me dijo que te amaba. ¿Crees que era cierto? —le pregunté.

 

»Haidée no respondió, pero apoyó la mejilla en mi pe­cho.

 

»—No lo sé —dijo al cabo de un rato—. Puede que sí. —Hizo una pausa—. Pero, ¿amor? No, aquello no podía ser amor.

 

»—Entonces, ¿qué era?

 

»Haidée reposaba inmóvil sobre mi pecho. Podía oír mi corazón, que latía por ella.

 

»—Sangre —respondió por fin—. Sí. El sabor de mi sangre.

 

»— ¿Sangre?

 

»—Usted ya vio... ya vio el efecto que le producía. Le embriagaba. No se por qué. Nunca ocurría cuando bebía sangre de otras personas. —De pronto se incorporó y se abrazó las rodillas—. Sólo cuando bebía de mí. —Se es­tremeció—. Solamente de mí. —Me abrazó de nuevo. Me besó. Noté que le temblaba todo el cuerpo—. Byron —me preguntó en voz baja—, ¿es cierto? ¿Ya no soy una escla­va? —Me besó por segunda vez y sentí sus lágrimas sobre mi piel—. Dígame que soy libre —me pidió, rozando mis mejillas con las suyas—. Demuéstreme que soy libre.

 

»Se puso en pie; la capa cayó al suelo; se quitó el fajín, de manera que los pechos ya no le quedaron disimulados por la camisa. Una tras otra todas sus prendas fueron ca­yendo y quedaron esparcidas por el suelo, a sus pies. Se inclinó sobre mí; tenía en los ojos un brillo oscuro; nues­tros labios se acercaron y se unieron en un beso. Haidée me rodeó los hombros con el brazo, mientras que uno de los míos, doblado detrás de su cabeza, quedaba medio en­terrado en su cabellera. Éramos todo el uno para el otro, yo ya no tenía sentimiento alguno, ni pensamiento alguno, que no fuera para Haidée, para el contacto de aquella len­gua suya de terciopelo, para la suave desnudez de su cuer­po contra el mío. Nos amamos, bebiendo el uno los suspi­ros del otro, hasta que éstos acabaron en jadeos entrecor­tados. Pensé que las almas pueden morir de gozo y que seguramente las nuestras perecerían en aquel momento, pero aquello no era la muerte, no, nada de muerte, al me­nos mientras nos estremecíamos y nos fundíamos el uno en brazos del otro aquello no era la muerte. Por fin, poco a poco, recuperamos el sentido, pero sólo para caer rendi­dos y deslumbrados de nuevo, de manera que, al sonar contra mi pecho, el corazón de Haidée parecía que nunca más volvería a latir alejado del mío.

 

»En el exterior ya había empezado a caer la noche. Haidée se durmió. Qué hermosa era: un momento antes tan fieramente enamorada, y ahora inmóvil, confiada, gentil. La soledad del amor y de la noche se llenó de aquel mismo tranquilo poder; a lo lejos las sombras de las rocas avanzaban sobre el lago; Haidée, entre mis brazos, se re­movió y pronunció mi nombre en un susurro, pero no se despertó; su respiración era tan suave como la brisa del crepúsculo. La estuve contemplando mientras seguía apo­yada contra mi pecho. De nuevo sentí, en aquel silencioso lugar, la absoluta soledad en que nos encontrábamos, so­los con la plenitud y la riqueza de la vida. Seguí contem­plando a Haidée y comprendí la maravilla que Adán debía de experimentar al recibir a Eva como regalo, con todo el mundo en mi poder, un paraíso que creí que nunca per­dería.

 

»Levanté la mirada. Casi se había hecho de noche. El sol debía de haberse puesto y las montañas no eran más que siluetas azules contra las estrellas. Por encima de la cima de una de las montañas brillaba la luna, otra vez cre­ciente, y entonces, sólo durante un momento, me pareció ver que una forma oscura pasaba por delante de ella.

 

»— ¿Quién es? —pregunté suavemente en voz baja. Ninguna respuesta rompió la quietud de la noche. Me moví ligeramente y Haidée me miró con los ojos muy abiertos y brillantes.

 

»— ¿Qué ha visto? —me preguntó. No le contesté, pero me puse la capa encima y cogí una espada. Haidée se si­tuó a mi lado. Salimos al exterior de la cueva. Ningún so­nido ni ningún movimiento rompían la calma del paisaje. Haidée señaló hacia un lugar—. Allí —me susurró al tiem­po que me apretaba el brazo.

 

»Miré... y vi un cuerpo que yacía entre las flores. Me incliné sobre él y le di la vuelta para poder verle la cara. Los ojos abiertos de par en par de uno de nuestros guar­dias me miraban fijamente. Estaba muerto. Parecía de­sangrado, y una expresión de gran terror le desfiguraba el rostro. Dirigí una mirada a Haidée y después me levanté para estrecharla en mis brazos. En aquellos momentos se vio delante de nosotros el resplandor de una antorcha, y luego varios más, hasta que un arco de llamas nos rodeó por completo y vi que detrás de cada una de ellas se en­contraba el rostro de un tártaro. Ninguno de ellos pro­nunció una palabra. Levanté la espada. Lentamente el se­micírculo se abrió. Una figura envuelta en una capa negra salió de la oscuridad.

 

»—Envaine la espada —me pidió el pacha. Lo miré, embobado. Luego me eché a reír y negué con la cabeza—. Muy bien. —El pacha abrió la capa. Las heridas que tenía en el lugar donde yo le había disparado estaban aún em­papadas en sangre. Se sacó una pistola que llevaba en el cinto—. Le agradezco que me dé la oportunidad —me dijo—. Esto se lo debo. —Amartilló la pistola. La quietud en aquel breve instante fue como el hielo. Entonces Hai­dée se interpuso entre el pacha y yo; la aparté a un lado, y al tiempo que oía la detonación de la pistola en mis oí­dos, sentí también un dolor que me hizo caer al suelo. Me llevé la mano al costado; estaba mojado por la sangre. Haidée me llamó en voz alta, pero cuando echó a correr hacia mí dos guardas tártaros la sujetaron, y quedó inmó­vil, sin sollozar; estaba pálida y tenía una expresión seria, de manera que su rostro parecía helado por el beso de la muerte. El pacha la miró fijamente. Luego hizo una seña y un tercer guarda se adelantó. En la mano sujetaba algo que parecía arpillera. El pacha levantó la barbilla de su esclava. Vi cómo le temblaba el labio a aquel hombre, aunque de nuevo quedó inmóvil y firme, como si el dolor o el desdén le impidieran sonreír—. Lleváosla —ordenó. »Haidée me dirigió una fugaz mirada. »—Byron —me llamó con voz quebrada—. Adiós. »Luego se fue con los guardas y no la volví a ver. »— ¡Qué conmovedor! —exclamó el pacha en un siseo, colocándose muy cerca de mi cara al hablar—. ¿De mane­ra que ha sido por ella, por ella, milord, por quien ha re­chazado usted todo lo que yo tenía para ofrecerle?

 

»—Sí —contesté suavemente. Torcí el cuello para po­der mirarle a los ojos—. No ha sido culpa de ella. Yo me la llevé. Ella no quería venir conmigo.

 

»El pacha se echó a reír.

 

»— ¡Qué nobleza!

 

»—Es la verdad.

 

»—No. —La sonrisa del pacha se desvaneció—. No, milord, no lo es. Ella es tan culpable de traición como usted. Para ambos, por tanto... debe haber un castigo.

 

»— ¿Castigo? ¿Qué le va a hacer a ella?

 

»—En esta parte del mundo tenemos una pena muy di­vertida para castigar la deslealtad. Eso está muy bien para una esclava. Pero yo que usted me olvidaría de ella, milord; es lo que le depara a usted el destino lo que debería preo­cuparle. —Acercó una mano a mi costado y mojó los dedos en la sangre que se me derramaba. Luego se los chupó y sonrió—. Se está muriendo —me dijo—. ¿Agradecerá usted esta... muerte? —No dije nada. El pacha frunció el entre­cejo y los ojos le brillaron como iluminados por fuego rojo; el rostro se le oscureció a causa de la rabia y la desespera­ción—. Yo le habría dado a usted la inmortalidad —me dijo en un susurro—. Le habría hecho compartir conmigo la eternidad. —Me besó brutalmente, cortándome los la­bios con los dientes—. Y en lugar de eso... ¡traición! —Vol­vió a besarme y me lamió con la lengua la sangre que te­nía en la boca—. Qué pálido está, milord, que pálido y her­moso. —Se tendió sobre mí de manera que su herida tocó la mía y se mezcló con ella—. ¿Debo dejar que se pudra esta hermosura? ¿Dejarle vacía la mente? ¿Ponerle a fregar los suelos de mi castillo? —Se echó a reír y me arrancó la capa, de modo que quedé desnudo tendido debajo de él. Volvió a besarme una y otra vez, apretándose con fuerza contra mí, y luego noté que me acariciaba la garganta con una uña. Del arañazo brotó un tenue hilillo de sangre. El pacha lo lamió con la lengua, mientras con las uñas me arrancaba delicadas tiras del pecho. Los latidos del cora­zón resonaban con fuerza en mis oídos; levanté la vista ha­cia las estrellas; el cielo parecía latir como un torturado ser viviente. Sentía que los labios del pacha bebían de mis he­ridas, y cuando él volvió a mirarme tenía el bigote y la bar­ba cubiertos de sangre, de mi sangre; me sonrió. Se incli­nó más para poder susurrarme al oído—. Le concedo a usted la sabiduría —me dijo—. La sabiduría y la eternidad. Le maldigo con ellas.

 

»Luego no hubo más sonido en mis oídos que el pulso de mi propia sangre. Grité. El pecho se me estaba abrien­do, pero mientras el dolor me cercenaba nervio a nervio sentí la misma aceleración que había experimentado con Haidée, el escalofrío de la pasión. El placer y el dolor au­mentaron hasta que creí que había llegado al límite, pero luego siguieron aumentando, cada vez más, como temas musicales gemelos que se remontasen en la noche; luego, de algún modo, me encontré por encima de ambos. Los sentimientos permanecían; pero ya no era yo quien los ex­perimentaba. La sangre seguía latiendo, y ahora la lengua del pacha me tocaba el corazón, que seguía con vida. Una gran calma se apoderó de mí mientras la sangre se desli­zaba, espesa y apenas sentida, fuera de mis venas. Miré hacia los árboles, hacia el lago, hacia las cumbres de las montañas: todo parecía estar teñido de rojo. Mientras el pacha seguía bebiendo, me sentía arrastrado hasta su in­terior, y luego más allá de él, y me dio la impresión de que yo mismo me convertía en el mundo. Los latidos se hicie­ron más densos y lentos. Mi sangre a través del cielo se iba volviendo oscura. Mi último latido... y luego la quie­tud. No había nada. Todo estaba muerto: el lago, la brisa, la luna, las estrellas. La oscuridad era el universo.

 

»Y después... después... de aquel silencio inmóvil... bro­tó de nuevo un pulso... un único latido. Abrí los ojos: podía ver. Me miré a mí mismo. Parecía que me hubiesen despo­jado de toda la piel, tan desnudo estaba que no quedaba otra cosa que la carne, los órganos, las arterias y las venas que reverberaban a la luz de la luna, viscosos y maduros. No obstante, aunque estaba desollado como los cadáveres sobre los que trabajan los estudiantes de anatomía, podía moverme. Cuando empecé a hacerlo y me levanté, noté que una fuerza terrible me corría por los miembros. El corazón se me aceleraba. Miré a mí alrededor; la noche parecía te­ner un toque plateado, y las sombras eran azules y profun­damente llenas de vida. Avancé hacia ellas; mis pies toca­ban el suelo; cada hoja de hierba, cada flor diminuta, me llenaba de placer, como si mis nervios fueran afiladas cuer­das contra las que rozaban, y al moverme los ritmos de la vida flotaban ricos en el aire. Sentí hambre, una gran ham­bre de ellos. Eché a correr. No sabía qué era lo que perse­guía, pero avanzaba Como el soplo del viento por entre los bosques y por encima de los pasos de las montañas: y du­rante todo el tiempo el hambre que había dentro de mí se hacía cada vez más desesperada. Salté sobre un precipicio de rocas y percibí el olor de algo dorado y cálido delante de mí. Tenía que poseer aquello. Lo poseería. Declaré al cielo mi necesidad a gritos. Pero ninguna voz humana me salió de la garganta. Escuché mi grito: era el aullido de un lobo. »Las cabras de un rebaño miraron hacia arriba, sobre­saltadas. Me aplasté contra la roca. Una de las cabras es­taba parada justo delante de mí. Podía olerla: la sangre en sus venas y músculos, animándola, dándole vida. El más pequeño corpúsculo parecía una mota de oro. Salté. Con mis mandíbulas rasgué el cuello de la cabra. La sangre, en un espeso chorro caliente, me bañó la cara. La bebí y fue como si nunca hubiera comprendido antes lo que podía llegar a ser el sabor. También poseía velocidad, vista y en­tendimiento. Observaba los ojos muy abiertos de un chivo aterrorizado, y casi me habría detenido con deleite al pen­sar que tal cosa pudiera existir, al considerar su delicade­za, ¡lo complicado que era! Cuando agarré al animal, el la­tido de su vida bajo mis garras me llenó de un gozo ex­quisito. Y luego bebí, y sentí que el gozo se aceleraba en mis venas. ¿Cuántas cabras del rebaño maté? No sabría decirlo. Me encontraba borracho de ellas, el placer de ma­tar no me dejaba tiempo para pensar. Sólo había sensa­ciones, puras y destiladas. Sólo había vida, todo a mí al­rededor y de nuevo dentro de mí.

 

Rebecca, que había estado mirando fijamente al vam­piro con los ojos muy abiertos a causa del horror que sen­tía, movió lentamente la cabeza de un lado a otro.

 

— ¿Vida? —le preguntó suavemente al vampiro—. ¿Vida? Pero no era la de usted. No. Usted ya había pasado más allá de la vida, ¿no es así?

 

Lord Byron la miró con ojos semejantes al vidrio.

 

—Pero el placer... —dijo en voz baja—. El placer de aquella hora. Entornó los ojos lentamente y después entrelazó los dedos al recordarlo.

 

Rebecca lo miraba, temerosa de hablar.

 

—Ni siquiera a pesar de aquella hora —dijo finalmen­te la muchacha en voz baja—, a pesar de toda la vida que había bebido, usted no está vivo.

 

Lord Byron abrió los ojos.

 

—Estuve durmiendo hasta que salió el sol —dijo brus­camente ignorando las palabras de Rebecca—. El sentir sus rayos me mareó. Traté de ponerme en pie, pero no lo conseguí. Me miré la mano; volvía a ser otra vez la mano de siempre. Estaba pegajosa a causa del lodo. Me miré el cuerpo desnudo. Me encontraba tumbado en un charco de cieno asqueroso y maloliente, y luego, al moverme y sen­tir de nuevo aquella inusitada ligereza en mí, me di cuen­ta de qué era aquella porquería en la que estaba sumido: materia viva segregada por mi cuerpo como algo ajeno a sí mismo. La inmundicia estaba empezando a burbujear y a descomponerse por el calor.

 

»Me puse a gatas. Había cadáveres de animales dise­minados por todas partes sobre las rocas: un revoltijo de pelo de cabra, de huesos y sangre secándose al sol. Me in­vadió la repugnancia, sí, y el asco, pero no las náuseas, porque al mirar aquella sangre negra sobre las rocas y so­bre mí mismo sentí que una ardorosa fuerza recorría mi cuerpo, me recorría los miembros. Me miré detenidamen­te el costado; no quedaba ni señal de la herida, ni siquie­ra una cicatriz. Vi que cerca había un riachuelo; me acer­qué a él y me lavé. Luego eché a andar. Fuera del agua, el sol me hacía daño en la piel. Pronto se me hizo insopor­table. Miré a mí alrededor en busca de refugio. Delante, por encima de la cresta de la montaña, había un olivo. Me apresuré a caminar hasta él. Crucé la cima y allí, debajo de mí, extendiéndose hacia la lejanía, yacía la quietud azul del lago Trihonida. Lo observé largo rato desde la sombra del árbol. Recordé la última vez que lo había visto, cuan­do yo todavía estaba vivo. ¿Y ahora?

 

Lord Byron miró a Rebecca fijamente y asintió. —Sí, entonces lo comprendí, lo comprendí por comple­to; había pasado más allá de la vida, me había transforma­do en un ser completamente diferente. Empecé a temblar. ¿Qué era yo? ¿Qué había pasado? ¿Qué era aquella cosa en la que me había convertido el pacha? Un bebedor de sangre, un ser que destrozaba gargantas... —Hizo una pausa—. Un vardoulacha...

 

Sonrió ligeramente y juntó las manos. El silencio lo envolvió durante unos instantes.

 

—Permanecí todo el día bajo el olivo —continuó di­ciendo al cabo de un rato—. Los extraños poderes que recordaba haber tenido durante la noche parecían ador­mecidos a la luz del sol; sólo el odio hacia aquel que me había hecho así ardía con la misma fuerza de antes, mientras transcurría el mediodía y luego la tarde. El pa­cha se me había escapado hasta entonces, pero ahora que yo era una criatura igual que él, comprendía lo que había que hacer al respecto. Me puse la mano en el pecho. Mi corazón, que latía lentamente, estaba cargado de sangre. Anhelé tener el corazón del pacha entre los dedos para apretarlo lentamente hasta que reventase. Me pregunté por Haidée, y por el castigo del que su amo me había ha­blado en un susurro. ¿La dejaría con vida? ¿La dejaría para mí? Volví a recordar en qué había sido convertido yo, y entonces sentí una desesperación enfermiza, y mi odio por el pacha se multiplicó. Oh, cuánto agradecía yo aquel odio, cómo lo valoraba; fue mi único placer en todo aquel largo primer día.

 

»El sol entraba en el ocaso, y las cumbres occidentales parecían teñidas de sangre. Encontré que los sentidos vol­vían a mí. De nuevo el aire se llenó de aroma de vida. Cayó el crepúsculo, y cuanto más oscuro era, más podía ver yo. Me fijé en que a lo lejos, en el lago, había unas bar­cas de pesca. Una de ellas me llamó particularmente la atención. Alguien remaba en ella hacia el centro del lago; una vez allí echó el ancla; dos hombres levantaron un saco con algo dentro y lo echaron por la borda. Me que­dé contemplando cómo las ondas se extendían hasta mo­rir, y cómo el lago quedaba tan vidrioso como antes. Las aguas eran de color carmesí, y al mirarlas sentí renacer mi anhelo de sangre. Abandoné el refugio del olivo. La os­curidad era como otra piel sobre la mía. Me llenaba de ex­traños deseos y de sentimientos de poder.

 

»Llegué a la cueva donde el pacha me había atrapado. Allí no había señales de él ni de nadie. Encontré mis ropas diseminadas por el lugar donde las había dejado; me las puse. Sólo la capa estaba estropeada por completo, rota y rígida, a causa de la sangre seca, así que busqué la capa de Haidée y la encontré abandonada al fondo de la cueva. Re­cordé la manera en que ella la había dejado caer la noche anterior. Me envolví en ella y me senté a la entrada de la cueva. Miré los negros pliegues que caían a mí alrededor y enterré la cabeza entre las manos, lleno de desesperación.

 

»— ¡Milord! —Levanté la mirada. Era Viscillie. Venía corriendo hacia mí por un olivar—. ¡Milord! —volvió a llamarme—. ¡Milord, creía que estaba usted muerto! —Luego me miró a la cara. Tartamudeó algo y se quedó quieto donde estaba, helado. Lentamente volvió a levantar la mi­rada—. Milord —me susurró—, esta noche... —Levanté una ceja inquisitivamente—. Esta noche, milord, puede usted tomarse la venganza. —Hizo una pausa. Yo asentí. Viscillie cayó de rodillas—. Es nuestra única oportunidad —me explicó con voz apremiante—. El pacha se encuen­tra viajando a través de las montañas. Si no se entretiene usted, podremos capturarlo.

 

»Tragó saliva y quedó silencioso de nuevo. Desprendía un delicado olor; curiosamente, hasta entonces no lo ha­bía advertido. Lo estuve observando y vi que la oscura cara se le tornaba pálida.

 

»Me puse en pie.

 

»—Y Haidée... ¿dónde está?

 

»Viscillie bajó la cabeza. Luego se dio media vuelta e hizo señas a otra persona para que se acercase; yo olí la sangre de otro hombre.

 

»—Éste es Elmas —me dijo Viscillie señalando a un matón tan corpulento como él—. Elmas, explícale a lord Byron lo que has visto.

 

»Elmas me miró a la cara; vi que fruncía el entrecejo y que luego palidecía como lo había hecho Viscillie.

 

»—Dímelo —le pedí en un susurro.

 

»—Milord, yo estaba junto al lago... —Volvió a mirar­me a la cara y se le apagó la voz.

 

»— ¿Sí? —dije suavemente.

 

»—Vi una barca, milord. En ella iban dos hombres. Tenían un saco. Dentro del saco había...

 

«Levanté la mano. Elmas quedó en silencio. El vacío pasó por delante de mis ojos. Por supuesto había com­prendido en el momento en que había visto la barca por mí mismo, aunque entonces no había querido reconocer­lo, el significado que aquella escena ocultaba. Pasé uno de mis dedos por el borde de la capa de Haidée. Cuando me decidí a hablar, mi voz sonó en sus oídos como el hielo cuando se astilla.


Date: 2015-12-24; view: 577


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