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Capítulo III 7 page

 

Lord Byron, Pensamientos sueltos

 



 



—El cielo sobre Aheron había cambiado, ahora era de una oscuridad terrible, como si fuese una señal de duelo por la muerte del señor del castillo. Mi caballo relinchó atemori­zado cuando lo monté y lo espoleé por el tortuoso camino que iba montaña abajo. Vi que había centinelas con an­torchas encendidas en las almenas, y les oí gritarme cuan­do pasé por las puertas abiertas. Me di la vuelta para mi­rarlos; me señalaron hacia la aldea y volvieron a gritar lo que parecían palabras de aviso, pero el viento ululaba en­tre las rocas y las voces de los centinelas se perdieron. Se­guí galopando y pronto había dejado atrás las almenas; tiré de las riendas del caballo; delante de mí, de un color blanco fantasmal bajo el pesado cielo de tonos verdes, se extendía la aldea.

 



»Estaba tan desierta como siempre, pero por alguna razón, el estado de mis nervios, quizá, o algún presenti­miento, volví a sacar la pistola y miré hacia las ruinas va­cías, como temeroso de lo que pudiera encontrar en ellas. Pero no había nada, así que espoleé el caballo y continué en dirección a la basílica. Pero al pasar por delante de la casa de Petro vi una pequeña forma que se hallaba de pie, inmóvil, a un lado del camino.

 



»— ¡Lord Byron! —me llamó con voz aguda y aflauta­da. Tiré de las riendas del caballo y lo miré fijamente. Era el hijo de Petro, el niño de cara demacrada que me había quitado la moneda aquella mañana—. Por favor, entre en casa —me dijo. Hice un movimiento de negación con la cabeza, pero él señaló hacia la casa y pronunció una sola palabra—: Haidée.

 



»Entonces, naturalmente, desmonté y lo seguí.

 



«Entré en la casa. En el interior de la misma todo estaba oscuro, no había velas ni fuego. Oí que la puerta se cerraba detrás de mí y que luego echaban el cerrojo. Miré a mí alrededor sobresaltado, pero el niño clavó en mí la mirada, con aquel rostro tan solemne que resplandecía pálido en la oscuridad, y me señaló de nuevo hacia la puerta de una segunda habitación. Avancé hacia allí.

 



»—Haidée —llamé—. ¡Haidée!

 



»No hubo respuesta. Pero entonces oí unas risitas, unas risas agudas y emitidas en voz baja que procedían de la habitación que había justo delante de mí. Tres o cuatro voces infantiles empezaron a corear:

 



»— ¡Haidée, Haidée, Haidée!

 



»Se oyeron más risitas y luego se hizo el silencio. Abrí la puerta.

 



«Cuatro pares de ojos muy abiertos me miraban: tres niñas y un niño muy pequeño. Tenían el rostro tan pálido y solemne como el de su hermano; luego una de ellas, la más bonita de las niñas, me sonrió, y aquel rostro infantil me pareció de pronto la cosa más cruel y depravada que hubiera visto nunca. Enseñó los dientes; tenía en los ojos un resplandor plateado; los labios, que ahora ya podía ver, eran rojos y obscenos. Luego me di cuenta de que estaban teñidos de sangre; los cuatro niños se encontraban aga­chados sobre el cuerpo de una mujer, y cuando avancé un paso alcancé a ver que su comida era la madre de Petro, cuyo rostro estaba helado en la agonía de la muerte con un horror indescriptible. Sin pensarlo, me incliné a su lado; extendí la mano para acariciarle el cabello; entonces ella también me miró, con ojos llameantes, y se irguió; los dientes le relucieron mientras emitía un siseo de sed. To­dos los niños emitieron una risita de deleite cuando su abuela me lanzó un zarpazo a la garganta, pero la mujer era bastante lenta. Retrocedí, le apunté con la pistola y le atravesé el pecho de un disparo. Luego sentí unas uñas que me arañaban la espalda: el quinto niño, el que me ha­bía guiado hasta el interior de la casa, trataba de trepar sobre mí. Me lo sacudí de encima y luego, instintivamen­te, mientras él caía al suelo, le disparé también. El cráneo voló hecho pedazos, y los otros niños retrocedieron, encogidos; pero luego vi, horrorizado, que la abuela empezaba a removerse de nuevo, y luego el niño, y todos ellos em­pezaron a acecharme. Yo no sabía qué era peor, si ver al niño que me miraba fijamente con media cabeza volada o el hambre de los otros niños, todos ellos tan jóvenes y her­mosos aún. El más pequeño corrió hacia mí; le abofeteé con una mano y luego me eché hacia atrás, tambaleándome, y cerré la primera puerta detrás de mí; después, cuan­do los vardoulacha la abrieron de nuevo, empujé la puer­ta que daba a la calle. Pero estaba atrancada, maldita sea, se me había olvidado. Intenté abrir el cerrojo, y mientras lo manipulaba los niños corrieron de nuevo hacia mí, con la boca abierta y un destello de triunfo en los ojos. Uno de ellos me arañó; entonces la puerta por fin se abrió y con­seguí salir al exterior, y cerré de golpe antes de que pudie­ran seguirme. Me apoyé contra la puerta y sentí cómo aquellos pequeños cuerpos empujaban contra ella; luego me moví lo más rápidamente que fui capaz, monté en mi caballo y, antes de que pudieran alcanzarme, me puse a galopar camino abajo. Miré hacia atrás por encima del hombro y vi que los niños me seguían con la mirada mien­tras sollozaban y emitían un extraño sonido animal de de­seo frustrado. No me volví para mirar una segunda vez; te­nía que llegar a la basílica, tenía que averiguar si Haidée seguía viva.

 



»Vi frente a mí un resplandor de llamas. Avancé a me­dio galope hacia el arco de la basílica; una figura, recor­tada contra el resplandor naranja del fuego, se alzaba ante mí con los brazos levantados. Se reía con un sonido de burla y triunfo; me miró fijamente y volvió a reírse; era Gorgiou. Saltó sobre mí cuando pasé junto a él, pero el casco del caballo le alcanzó en un lado de la cabeza y lo hizo caer de espaldas. Cabalgué lo más rápidamente que pude por encima del suelo de la basílica. Unas figuras os­curas se volvían para mirarme; reconocí al sacerdote; éste, igual que los demás, tenía en los ojos el resplandor pla­teado de la muerte. Las criaturas estaban congregadas en un grupo al fondo de la iglesia, alrededor de la torre en ruinas. Cabalgué hacia ellos aplastando a los que se interponían en mi camino y apartando a un lado a los demás, que alargaban las manos intentando tirarme del caballo.

 



»— ¡Byron! —oí que me llamaba a gritos Haidée.

 



»Estaba de pie en el escalón más alto, vestida con ro­pas de criado. Sostenía una antorcha llameante en cada mano, y tenía delante una hoguera que ella misma había encendido. Corrió escalera abajo; uno de los monstruos saltó sobre ella, pero le apunté con la pistola y disparé; el monstruo se tambaleó hacia atrás con una bala en el pe­cho. Busqué el caballo de Haidée; entonces lo vi, muerto, mientras unas sanguijuelas humanas estaban todavía chu­pándole la sangre.

 



»— ¡Salta! —le grité a Haidée.

 



»Saltó y estuvo a punto de caer, pero se agarró a la crin de mi caballo; mientras continuaba cabalgando conseguí tirar de ella hasta que estuvo a salvo sentada en la silla, entre mis brazos. Ahora no veía hacia donde cabalgába­mos, íbamos tropezando entre rocas y olivos, y compren­dí que para escapar tendríamos que encontrar la carrete­ra. De pronto, bifurcándose por encima de los irregulares picos de las montañas, el estallido de un relámpago ilu­minó el cielo.

 



»— ¡A la derecha! —me gritó Haidée.

 



«Asentí con un movimiento de cabeza y miré hacia donde me indicaba. Podía verse la carretera, que serpen­teaba desde el castillo, y luego, aprovechando el destello de un segundo relámpago, vi otra cosa: un ejército de fan­tasmas que vagaban sin rumbo a través de las puertas de las almenas y se diseminaban por el exterior del castillo como hojas ante el estruendo de la tormenta. Cuando lle­gamos al camino parecía que hubiesen olido nuestra san­gre. Oímos sus chillidos por encima del viento, pero se en­contraban a bastante distancia detrás de nosotros, y el ca­mino que teníamos por delante estaba despejado. Pronto, tras doblar la curva de la montaña, los perdimos de vista.

 



«Empecé a pensar que estábamos a salvo. Pero enton­ces, mientras cabalgábamos por debajo del arco que en tiempos había marcado los límites de la ciudad, sentí que algo pesado me saltaba a la espalda y caí de la silla al polvo del camino. Noté en la nuca el soplo de un aliento; olía a podrido y a muerto. Traté de darme la vuelta y luché con mi atacante, que me sujetaba con fuerza, pero unas uñas como garras se me clavaban en los brazos.

 



»— ¡No deje que le muerda! —me gritó Haidée—. ¡By­ron, no deje que le saque la sangre!

 



»La criatura pareció distraerse con el sonido de aque­lla voz; se dio la vuelta para mirar hacia el lugar de don­de procedía, y al hacerlo conseguí soltarme; miré hacia arriba para ver aquella cosa que me había estado sujetan­do. Era Petro... pero, ¡qué cambiado estaba! Tenía la piel tan cerúlea como la de un cadáver reciente, a pesar de que los ojos le brillaban como los de un chacal, unos ojos que, al verme libre, se pusieron de un rojo llameante. Volvió a saltar sobre mí. Lo cogí por la garganta e intenté apartar­lo, pero Petro era muy fuerte, y volví a oler su aliento de cadáver al tiempo que sus mandíbulas se acercaban cada vez más a mi garganta. El hedor resultaba tan insoporta­ble que pensé que iba a desmayarme.

 



»— ¡Petro! —oí gritar a Haidée—. ¡Petro!

 



«Entonces noté una especie de saliva que me corría por la cara y comprendí que ya no podía resistir más. Me preparé para la muerte, o más bien para aquella muerte viviente que parecía ser el sino de la aldea. Pero entonces oí un golpe apagado... y luego otro. Petro rodó por encima de mi cuerpo y cayó al suelo. Levanté los ojos. Haidée es­taba allí, de pie, sosteniendo una pesada piedra. Se había mojado con la sangre y tenía los cabellos pegados. Petro yacía inmóvil a sus pies; luego empezó a moverse de nue­vo, intentando apresar a Haidée con las garras, y ésta sacó el crucifijo de debajo de la capa, apuntó al corazón de su hermano y se lo clavó con todas sus fuerzas. Petro se puso a gritar como lo había hecho su hermano; una suave fuen­te de sangre le comenzó a manar del pecho formando bur­bujas. Haidée arrancó el crucifijo del cadáver; se tumbó a su lado y empezó a llorar con violentos y desgarrados so­llozos.

 



»La abracé; luego, por fin, le brotaron las lágrimas; la cogí con suavidad por un brazo y la conduje de nuevo al caballo. No dije nada... ¿qué podía haber dicho?

 



»—Cabalga rápido —me dijo en voz baja Haidée mien­tras yo agitaba violentamente las riendas—. Dejemos atrás este lugar. Abandonémoslo para siempre.

 



»Asentí; espoleé el caballo y galopamos por el camino, montaña abajo.

 



Hubo un breve silencio; lord Byron apretó con fuerza los brazos del sillón que ocupaba y respiró profundamente.

 



— ¿Y se marcharon? —le preguntó Rebecca con impa­ciencia—. Quiero decir, ¿para siempre?

 



Lord Byron esbozó una tenue sonrisa.

 



—Señorita Carville, por favor... éste es mi relato. Has­ta ahora se ha portado usted muy bien al permitir que se lo cuente como me place. No estropeemos las cosas.

 



—Perdone...

 



— ¿Pero?

 



Rebecca sonrió agradecida.

 



—Sí... pero... no me ha dicho qué le había ocurrido a la aldea. Al menos cuénteme eso.

 



Lord Byron levantó una ceja.

 



— ¿Cómo era que todos habían cambiado tan aprisa? ¿Había sido el pacha? ¿Había sido Gorgiou? —Lord Byron volvió a sonreír ligeramente—. Esas preguntas, como pue­de imaginar, también pasaron por mi cabeza en aquellos momentos. No quería presionar a Haidée, no quería que recordase lo que le había pasado a su familia, que pensa­se en ello. Pero entonces la tormenta arreció y empecé a sentirme desesperado por encontrar algún refugio; tenía que saber si podíamos detenernos con cierta seguridad o si teníamos que seguir cabalgando en mitad de la noche.

 



—El caballo, puesto que los llevaba a los dos, supongo que empezaría a flaquear, ¿no es así?

 



—No. Nos encontramos con alguien, ya ve usted... jun­to al mismo puente donde nos habíamos encontrado con Gorgiou anteriormente; íbamos cabalgando por el puente cuando de pronto un jinete apareció entre la lluvia, con otro caballo que le iba a la zaga, y me llamó por mi nom­bre. Era Viscillie. Me estaba esperando.

 



»— ¿Creía que iba a abandonarlo, milord? —me pre­guntó sonriendo bajo aquellos enormes mostachos—. ¿Sólo porque un vardoulacha me sobornase para que lo hiciera?

 



—Escupió e injurió gloriosamente al pacha—. ¿Acaso no sabía —me dijo Viscillie— que un bandido ama su honor tanto como un cura ama el oro y los muchachos? —Lan­zó otra lluvia de improperios y luego señaló hacia un re­fugio que había construido entre las rocas—. Seguiremos cabalgando al alba, milord, por ahora... la muchacha ne­cesita descansar. Hay fuego y comida. —Me hizo un gui­ño—. Sí, y también raki.

 



» ¿Cómo iba a discutir con él? Ya era bastante difícil darle las gracias. Recuérdelo: acuda a un ladrón si necesi­ta un hombre de buen corazón.

 



»Hasta Haidée pareció revivir una vez acampados jun­to al fuego. Ella seguía sin hablar apenas, pero después que comimos empecé a hacerle preguntas sobre las pers­pectivas de nuestra huida. ¿Nos perseguirían las criaturas de la aldea? ¿Qué opinaba ella? Haidée dijo que no con un movimiento de cabeza. Quise saber si el pacha había sido destruido realmente; dijo que no. Le pregunté qué quería decir. Se quedó pensando durante unos instantes y luego, con voz entrecortada, empezó a explicármelo: el pacha, cuando convertía a un hombre en un vardoulacha, creaba un monstruo que al parecer no tenía existencia alguna más allá de su sed de sangre humana. Algunas de aquellas criaturas eran meros zombis que dependían por entero de la voluntad del pacha; a otros se les infundía una feroci­dad animal, y a aquellos de quienes bebían les contagia­ban de un anhelo tan desesperado como el suyo. Dijo que suponía... Haidée hizo una pausa, y Viscillie le tendió el frasco de raki. Haidée bebió. Luego continuó hablando. Suponía que a su padre lo habían convertido en una cria­tura del segundo tipo. Me miró. Los ojos le brillaban con odio apasionado.

 



»—Él ya sabía lo que iba a pasar. Lo hizo deliberada­mente: infligió una muerte viviente a mi padre, a mi familia, a toda la aldea. Pero si realmente lo has matado, Byron, las criaturas que él produjo empezarán a morir también, de manera que estaremos a salvo de ellos. Si es que realmente lo has matado.

 



»— ¿Qué quieres decir con ese «si es que»? Le disparé. Y vi cómo moría.

 



»Viscillie me preguntó con un gruñido:

 



»— ¿Le disparó al corazón, milord?

 



»—Sí.

 



»— ¿Está seguro, milord?

 



»—Maldita sea, Viscillie, soy capaz de darle a un palo en movimiento a veinte pasos; ¿cómo voy a fallar con un corazón humano a dos pasos?

 



Viscillie se encogió de hombros.

 



»—Entonces sólo tenemos que temer a los tártaros.

 



»— ¿Qué? ¿A los guardas del pacha? ¿Por qué iban a molestarse en perseguirnos?

 



»Viscillie volvió a encogerse de hombros.

 



»—Para vengar la muerte del pacha Vakhel, natural­mente. —Me miró y sonrió—. La lealtad es algo que tienen en común con los bandidos.

 



»— ¿En común? No, no creo que se aproximen siquie­ra a esa lealtad, ni mucho menos. —Viscillie sonrió para agradecer el cumplido, pero estaba claro que no era eso lo que buscaba, y su advertencia me llenó de preocupación—. ¿Cabe dentro de lo posible que esas cosas muertas se hu­bieran alimentado también de los guardas?

 



»—Esperemos que sea así. —Viscillie sacó un cuchillo y se quedó mirándolo fijamente—. Aunque si yo fuera tár­taro habría iluminado con antorchas la aldea y luego ha­bría esperado al alba.

 



»— ¿El sol puede matar a esas criaturas?

 



»—Eso es lo que se nos enseña, milord.

 



»—Pues yo he visto al pacha a la luz del día.

 



»—Él puede sobrevivir a cualquier cosa —dijo Haidée de pronto, abrazándose a sí misma—. Es más viejo que las montañas, y más mortífero que las serpientes... ¿Cree que a él pueden amenazarle unos cuantos rayos de sol? No obstante, sí que es cierto, el sol lo debilita, y cuando más débil está es cuando no hay luz de luna que le restituya las fuerzas. —Me cogió las manos y me las besó con súbita pasión y euforia—. Por eso es por lo que debemos em­prender viaje mañana con las primeras luces del alba, y viajar tan aprisa como nos sea posible. Así nos ganaremos nuestra libertad. —Me sonrió—. ¿Le rezó a la diosa, Byron, como le pedí que hiciera? »—Sí.

 



»— ¿Y está de nuestra parte?

 



»—Desde luego —susurré. La besé ligeramente en la frente—. ¿Cómo podría no estarlo? »Y le dije que se durmiera.

 



»Viscillie, que parecía de piedra, se pasó la noche de vi­gilancia. Intenté mantenerme despierto junto a él, pero pronto empecé a dar cabezadas, y antes de darme cuenta me estaba susurrando al oído que casi empezaba a ama­necer. Miré hacia el cielo; la tormenta había pasado hacía rato y el aire temprano de la mañana era suave y claro. »—Hoy el sol calentará mucho —me comentó Haidée al reunirse conmigo en la carretera.

 



»La miré. Tenía las mejillas tan frescas como el alba en el este, y los ojos le brillaban como el sol del nuevo día. Me di cuenta de que por fin, en medio del horror de sus recuerdos, ella comenzaba a vislumbrar la libertad con la que hasta aquel momento sólo había soñado.

 



»—Lo conseguiremos —le dije apretándole con fuerza la mano. Asintió brevemente y subió a la silla. Aguardó hasta que Viscillie y yo estuvimos listos sobre las nuestras; luego tiró de las riendas y comenzó a cabalgar al galope camino abajo.

 



«Estuvimos cabalgando lo más aprisa que pudimos, mientras el sol se hacía cada vez más cálido y se elevaba en el cielo. De vez en cuando Viscillie desmontaba y tre­paba por un barranco o por una garganta; cuando volvía a reunirse con nosotros, sonreía y nos hacía un gesto ne­gativo con la cabeza. Pero a eso del mediodía, cuando ba­jaba apresuradamente y con dificultades desde lo alto de un risco, vimos que traía cara de desagrado; cuando finalmente se unió a nosotros masculló que había visto una nube de polvo a mucha distancia, pero en movimiento.

 



»— ¿Vienen hacia aquí? —le pregunté a Viscillie. Éste se limitó a encogerse de hombros—. ¿Crees que cabalgan más de prisa que nosotros?

 



»Viscillie volvió a encogerse de hombros. »—Si se trata de tártaros, quizá sí. »Lancé un juramento en voz baja; miré el camino que había delante de nosotros y luego dirigí los ojos hacia atrás, por encima del hombro, hacia el cielo azul y despejado.

 



»— ¿Hasta dónde tenemos que llegar, Viscillie —le pre­gunté lentamente—, para que nos encontremos a salvo? »—Hasta los límites de los dominios del pacha. No creo que se atrevan a perseguir a un noble señor extranje­ro más allá de esos límites, y mucho menos cuando ese noble señor es amigo del gran pacha Alí. »— ¿Estás seguro? »—Sí, milord.

 



»— ¿Dónde están esos límites?

 



»—En la carretera de Missolonghi. Allí se encuentra una pequeña fortaleza.

 



»— ¿Y cuánto tardaremos en llegar hasta allí? »—Un par de horas. O puede que una y media, si ca­balgamos sin descanso.

 



»Haidée echó una ojeada al cielo. »—Es casi mediodía. A partir de ahora el sol empeza­rá a bajar. —Se dio la vuelta y me miró—. Tendremos que cabalgar más rápidamente todavía. Tendremos que cabal­gar como si nos persiguiera el mismísimo diablo.

 



»Y así lo hicimos. Transcurrió una hora y no oímos nada en la quietud que reinaba bajo el sofocante calor, ex­cepto los cascos de nuestros caballos, que levantaban el blanco polvo del camino y nos llevaban cada vez más cer­ca de la carretera de Missolonghi. Nos detuvimos junto a un arroyo, un agradable lugar de verdor entre las rocas y los riscos, para permitir que nuestros caballos bebieran; Haidée desmontó, y, mientras llenaba la cantimplora, miró hacia atrás y distinguió una tenue nube de polvo que se levantaba a lo lejos.

 



»— ¿Es eso lo que viste antes? —le preguntó a Viscillie. Éste y yo miramos hacia donde ella nos indicaba.

 



»—Se están acercando —observé.

 



»Viscillie asintió.

 



»—Vamonos —nos dijo, al tiempo que obligaba a su caballo a levantar la cabeza del arroyo—. Todavía nos que­da un buen trecho de camino.

 



»Sin embargo, por muy aprisa que cabalgásemos no conseguíamos dejar atrás la nube de polvo. Más bien al contrario: se hacía cada vez más densa, de manera que pronto pareció estar ensombreciéndonos. Luego oí el gri­to ahogado de Haidée; miré hacia atrás y vi un brillo me­tálico, el bocado de un caballo, y también oí un lejano re­sonar de cascos. Dimos la vuelta a un saliente de rocas y perdimos de vista a nuestros perseguidores antes de saber con certeza si nos habían visto. Pero el camino descendía y se iba haciendo más recto a medida que desaparecían las rocas y los precipicios. Sería más fácil vernos allí, en la llanura abierta.

 



»— ¿Cuánto queda? —le pregunté a gritos a Viscillie.

 



»Éste señaló hacia adelante. Apenas pude distinguir, muy a lo lejos, la línea blanca de una carretera. Y, guar­dándola, un pequeño fuerte.

 



»—El castillo del pacha Alí —me gritó Viscillie—. Te­nemos que llegar hasta él. ¡Al galope, milord, al galope!

 



»Nuestros perseguidores ya habían dado la vuelta al saliente de roca, de manera que nos tenían a la vista. Oí sus alaridos de triunfo y, al mirar hacia atrás, vi que se dispersaban al seguirnos por la llanura. Oí también un disparo, y el caballo que yo montaba estuvo a punto de tropezar y caer; lancé un juramento y me esforcé por sa­car las pistolas de mi bolsa.

 



»— ¡Corra, milord! —me gritó Viscillie mientras se oía otro disparo—. ¡Los tártaros tienen muy mala puntería!

 



»Pero lo que sí sabían hacer bien era cabalgar; al tiem­po que Viscillie me gritaba, tres de ellos se separaron de los demás y se dirigieron hacia nosotros. Uno de ellos al­canzó a Haidée, y se reía mientras ésta intentaba en vano alcanzarle con una daga. Jugó con ella, haciendo fintas y cambiando de rumbo, y mientras hacía eso yo conseguí por fin encontrar la pistola. La había cargado antes; recé porque disparase correctamente. El tártaro cogió a Haidée por el cabello; la muchacha se agarró desesperada­mente a las riendas mientras aquel tipo tiraba de ella. El tártaro se separó, pero luego volvió a acercarse, y esta vez cogió a Haidée por el brazo. Él se echó a reír, y entonces disparé; el tártaro se levantó en la silla, como si estuviera saludando, pero sólo para caer de espaldas poco después; el caballo lo arrastró por los tobillos a lo largo del camino de vuelta. Mientras el asustado caballo galopaba hacia sus filas, nuestros perseguidores se detuvieron. Se me levantó el ánimo, pues vimos que nos estaban abriendo las puer­tas de la fortaleza. Los tártaros también debieron darse cuenta, porque de repente empezamos a oír gritos de fu­ria y de mofa; teníamos el sonido de sus caballos casi jun­to a nuestros oídos. Giré la cabeza para mirar hacia atrás. ¿Estaría con ellos el pacha? No pude verlo. Volví a mirar de nuevo. El pacha no estaba allí. Claro que no... estaba muerto, yo lo había visto morir.

 



»—Al galope, milord —me volvió a gritar Viscillie.

 



»Las balas pasaban silbando junto a nosotros, pero en­tonces, como respuesta, se oyó un estallido de fuego que provenía de la muralla de la fortaleza, y algunos de los tár­taros cayeron. La mayoría, sin embargo, resultaron ilesos, y pensé, mientras nos acercábamos al galope a las puertas abiertas, que no lo conseguiríamos. Sentí que una mano me tocaba el brazo. Me di la vuelta para mirar; un tártaro me sonreía descaradamente. Alargó la mano para intentar cogerme la garganta, pero conseguí esquivarlo, y al hacer­lo mi caballo golpeó al suyo y el tártaro salió despedido de la silla. Me giré para buscar a Haidée; ésta había llegado a las puertas.


Date: 2015-12-24; view: 495


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