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Capítulo III 3 page

 

«Durante los días que siguieron imaginé varias veces que volvía a oír aquel susurro. Sabía desde luego que sólo era mi imaginación, pero aun así me sentía inquieto y tur­bado. Estaba desesperado por ir a Aheron.

 

 

Capítulo IV

 

 

'Tis said holdest converse with the things

which are forbidden to the search of man;

that with the dwellers of the dark abodes,

the many evil and unheavenly spirits

which walkest the valley of the shadow of death,

thou communest.

 

Lord Byron, Manfred

 

 

Se dice que mantienes conversaciones con las cosas

que están prohibidas para el hombre que las busca;

que con los habitan­tes de las oscuras moradas,

los muchos espíritus malignos e impíos

que caminan por los valles de la sombra de la muerte,

tú te comunicas.

 

Lord Byron, Manfred

 

—Hobhouse, tal como habíamos acordado, se separó de mí en el camino de Yanina. Siguió cabalgando hacia el sur; yo giré hacia las montañas, hacia el tortuoso sendero que conducía a Aheron. Estuvimos cabalgando a buena marcha durante todo el día. Y digo que estuvimos cabal­gando porque acompañándonos a Fletcher y a mí venía un único guardaespaldas, un pícaro fiel llamado Viscillie, que me había prestado, como muestra de favor, el pacha Alí. Los riscos y gargantas se encontraban tan solitarios como siempre; al cruzar aquellas desoladas tierras vírge­nes por segunda vez no pude evitar recordar con cuánta facilidad habían abatido a nuestros guardias en la prime­ra ocasión. Sin embargo, nunca llegué a sentirme verda­deramente preocupado, ni siquiera cuando pasamos por el lugar donde nos habían tendido la emboscada y divisé unos restos de huesos bajo el sol. Ahora iba vestido como un pacha albano, ¿sabe?, todo de color carmesí y dorado, muy magnifique, y resulta difícil comportarse como un co­barde cuando se va vestido así. De manera que me atusé los bigotes, me contoneé en la silla de montar y me sentí el igual de cualquier bandido del mundo.

 

»Era ya tarde cuando oímos el estruendo de la casca­da de agua, por lo que supimos que habíamos llegado al Aheron. Más allá del puente, el camino se bifurcaba: un sendero conducía al pueblo donde nos habíamos alojado la vez anterior, y el otro seguía hacia arriba por las mon­tañas. Tomamos el segundo sendero; era empinado y es­trecho, y serpenteaba entre riscos y cantos rodados espar­cidos, mientras que a nuestra derecha, en un abismo de negrura, se abría la garganta por la que fluía el río Ahe­ron. Empecé a sentirme nervioso, ridícula y miserablemente nervioso, como si las aguas de allá abajo me estu­vieran helando el alma, e incluso Viscillie, me percaté de ello, parecía sentirse a disgusto.



 

»—Será mejor que nos demos prisa —masculló mien­tras echaba un fugaz vistazo a los picos de las montañas que quedaban al oeste—. Pronto se hará de noche. —Sacó un cuchillo—. Lobos —dijo haciéndome una indicación con la cabeza—. Lobos... y otros animales.

 

»Delante de nosotros, en un resplandor de luz sin nubes, el sol iba desapareciendo rápidamente. Pero incluso después de que se hubiera ocultado, su calor permaneció, opresivo y denso, de manera que al convertirse en noche el crepúsculo las estrellas parecían gotas de sudor. El camino empezó a ha­cerse más tortuoso a medida que ascendíamos entre un bos­que de oscuros cipreses cuyas raíces se retorcían y se aga­rraban a las rocas y cuyas ramas ensombrecían nuestro ca­mino. De pronto Viscillie tiró de las riendas de su caballo y levantó una mano. Yo no podía oír nada, pero entonces Vis­cillie me señaló algo con el dedo y pude ver, en un claro en medio de los árboles, el destello de algo pálido. Avancé un poco cabalgando; ante mí se hallaba un arco antiguo cuyo mármol se hallaba bañado de blanco por la luna, pero que se estaba desmoronando, a ambos lados del camino, entre escombros y malas hierbas. Había en él una inscripción, apenas legible, justo encima del arco: «Éste, oh Señor de la Muerte, es un lugar consagrado a ti...» Ya no podía leerse nada más. Miré a mí alrededor: todo parecía estar en calma. »—Aquí no hay nada —le dije a Viscillie; pero éste, cu­yos ojos estaban entrenados para ver en la oscuridad de la noche, hizo un gesto con la cabeza y señaló camino arri­ba. Alguien estaba caminando por allí, de espaldas a no­sotros, entre las sombras de las rocas. Espoleé a mi caba­llo y me dirigí hacia adelante, pero la figura no se volvió para mirar hacia mí, sino que continuó caminando a un implacable y largo paso.

 

»— ¿Quién eres? —le pregunté girándome sobre el ca­ballo para poder mirar de frente a aquel hombre. Él no dijo nada, y continuó con la mirada fija al frente; llevaba el rostro oculto en las sombras de una tosca capucha negra—. ¿Quién eres? —volví a preguntarle; y me incliné ha­cia adelante para levantarle la capucha y así poder verle la cara. Me quedé mirándolo... y me eché a reír. Era Gorgiou—. ¿Por qué no me has contestado? —le pregunté.

 

»Gorgiou continuó sin decir nada. Me miró lentamen­te, pero sus ojos parecían no ver, vidriados, aletargados, hundidos profundamente en el cráneo. Ni la menor chis­pa de reconocimiento le cruzó por el rostro; al contrario, cuando Gorgiou se dio la vuelta, mi caballo relinchó con súbito miedo y retrocedió. Gorgiou cruzó el camino y se adentró entre los árboles. Lo estuve observando mientras desaparecía con el mismo paso largo y lento de antes.

 

«Viscillie me alcanzó; también su caballo parecía in­quieto y asustado. Viscillie besó la hoja de su cuchillo.

 

»—Vamos, milord —me dijo en un susurro—. Estos lu­gares antiguos están habitados por fantasmas.

 

»Nuestros caballos continuaron mostrándose nervio­sos, y sólo con grandes esfuerzos logramos obligarlos a se­guir adelante. Ahora el sendero se iba ensanchando poco a poco, a medida que iban desapareciendo las rocas de un lado, mientras que al otro la pared de la montaña se ele­vaba bruscamente hacia lo alto por encima de nuestras ca­bezas. Aquello era un promontorio, según pude notar, que se elevaba entre nosotros y el río Aheron; me quedé mi­rando fijamente hacia arriba, pero la cima no era más que una línea negra dibujada contra el color plateado de las estrellas que bloqueaba la luz de la luna de tal manera que apenas lográbamos ver lo que había delante de nosotros. De mala gana nuestros caballos reemprendieron la mar­cha por el sendero, hasta que el acantilado se hizo menos escarpado y de nuevo pudimos disfrutar de la luz de la luna. Ante nosotros el sendero se abría paso rodeando un saliente de roca; seguimos avanzando por él, y allí, cons­truida sobre la ladera de la montaña, nos encontramos con una ciudad en ruinas. El sendero serpenteaba hacia lo alto para terminar en un castillo construido sobre la mis­ma cumbre. Éste también parecía en ruinas, y no pude ver que brillase luz alguna en sus almenas. No obstante, al ob­servar la dentada forma del castillo, que se recortaba contra el cielo estrellado, tuve la certeza de que habíamos lle­gado al final de nuestro viaje, y de que allí, dentro de aquellos muros, el pacha Vakhel nos estaba esperando.

 

«Continuamos cabalgando y atravesamos la ciudad. Había iglesias abiertas a la luna y columnas hechas peda­zos y cubiertas de malas hierbas. Entre las ruinas vi una pequeña chabola, construida entre las columnas de algún edificio abandonado, y luego, al subir por el camino, vi otras casas, tan miserables como la primera, acurrucadas entre las ruinas del pasado como habitantes usurpadores de un terreno. Comprendí que aquélla era la aldea de la cual había debido de escaparse Haidée, pero no se veía la menor señal de ella ni de ningún otro ser viviente, excep­to un perro que ladraba enloquecido y que luego se acer­có a nosotros moviendo el rabo. Alargué la mano para acariciarlo; el animal lamió mi mano y echó a andar de­trás de nosotros cuando continuamos avanzando sendero arriba. Delante de nosotros había una gran muralla que protegía el castillo; en ella se veían dos puertas abiertas. Me detuve bajo ellas para mirar hacia la aldea. Me acordé de Yanina y de Tapaleen, de las escenas llenas de vida que nos habían recibido en ambas, y me estremecí, a pesar del calor insoportable, al ver la miserable quietud de aquellas casuchas. Cuando nos dimos la vuelta y pasamos a través de las puertas de la muralla, incluso el perro gimió y salió huyendo.

 

»Las puertas se cerraron de golpe, pero seguíamos sin ver a nadie. Entonces observé que había otras murallas entre nosotros y el castillo, murallas que parecían cons­truidas en la propia montaña, pues sus almenas se alza­ban escarpadas de las mismas paredes de la montaña. El único camino que conducía al castillo era el que estába­mos siguiendo, y también la única ruta de escape, pensé de pronto, al tiempo que un segundo par de puertas se ce­rraban a nuestra espalda. Pero vi antorchas cuya luz osci­laba en las murallas, y agradecí aquellos signos de vida; empecé a pensar en comida y en una cama blanda, y en todos esos placeres que sólo puede ganarse un viajero. Apreté el paso de mi caballo para pasar por una tercera puerta, y al hacerlo miré hacia atrás y vi que todo el ca­mino estaba iluminado por antorchas. Entonces el tercer par de puertas se cerró, y de nuevo reinó la calma; está­bamos solos. Nuestros caballos relincharon atemorizados, y los golpes de los cascos resonaron en la piedra. Nos en­contrábamos en un patio; delante de nosotros, unos esca­lones conducían a una entrada sin puertas, una entrada muy antigua, según comprobé, que estaba adornada con estatuas de seres monstruosos; por encima de nosotros se elevaba el muro del castillo. Todo estaba iluminado por la resplandeciente luz plateada de la luna. Desmonté y crucé el patio hacia la entrada sin puertas.

 

»—Bien venido a mi hogar —me saludó el pacha Vak­hel. No lo había visto aparecer; pero allí estaba, esperán­dome, en lo alto de la escalera. Extendió las manos y me cogió las mías; me abrazó—. Mi querido lord Byron —me susurró al oído—. Estoy realmente contento de que haya venido. —Me besó de lleno en los labios y luego se echó hacia atrás para mirarme a los ojos. Los suyos brillaban con mucha más intensidad de lo que yo recordaba; el pa­cha tenía el rostro tan aplastado como la luna, y su con­torno era luminoso, como el cristal contra algo oscuro. Me cogió del brazo y me indicó el camino—. El viaje has­ta aquí es muy duro —me dijo—. Venga a comer y luego tómese un bien merecido descanso. —Le seguí escalera arriba a través de varios patios y de innumerables puertas. Me di cuenta de que me encontraba más cansado de lo que había imaginado, porque la arquitectura de aquel lu­gar se parecía a la de mis sueños: se extendía intermina­blemente y luego disminuía, llena de recovecos e imposi­bles mezclas de estilos—. Por aquí —dijo el pacha final­mente mientras apartaba una cortina de oro y me hacía una indicación para que lo siguiera. Miré a mi alrededor; varios pilares, al estilo de un templo antiguo, rodeaban la estancia, pero encima de mí, en un refulgente mosaico de tonos dorados, azules y verdes, se alzaba una bóveda tan etérea que parecía de vidrio. La luz era tenue, pues sólo había dos grandes candelabros cuya forma era la de dos serpientes entrelazadas, pero incluso así pude distinguir algunas palabras, escritas en árabe, alrededor del borde de la bóveda. El pacha debía de estar observándome, porque me susurró al oído—: Y Alá creó al hombre de coágulos de sangre. —Sonrió perezosamente—. Es una cita del Co­rán. —Me cogió de la mano y me indicó que tomase asien­to. Había cojines y sedas dispuestos alrededor de una mesa baja repleta de comida. Ocupé el lugar que me correspon­día y obedecí la invitación de mi anfitrión para que comie­ra. Una vieja criada me estuvo llenando el vaso de vino todo el tiempo, y el del pacha también, aunque noté que él lo sorbía sin aparente placer. Me preguntó si me sorpren­día verle beber vino; cuando le dije que así era, en efecto, se echó a reír y me dijo que él no acataba órdenes de nin­gún dios—. Y usted —me preguntó, con los ojos relucien­tes—, ¿qué osaría desafiar por placer? »Me encogí de hombros.

 

»— ¿Por qué? ¿Qué placer hay aparte de beber vino y comer cerdo? Yo practico una religión sensata que me permite disfrutar de esas dos prohibiciones. —Levanté la copa y la apuré—. Y así evito la condenación. »El pacha sonrió suavemente.

 

»—Pero usted es joven, milord, y muy hermoso. —Alar­gó el brazo por encima de la mesa y me cogió la mano—. ¿Y a pesar de ellos sus placeres acaban realmente en la consumición de cerdo?

 

»Eché una rápida ojeada a la mano del pacha y luego me encontré de nuevo con su mirada.

 

»—Puede que sea joven, excelencia, pero he aprendido que todo gozo lleva consigo su impuesto, en proporción. »—Quizá tenga razón —dijo el pacha apaciblemente. Un velo de inexpresividad pareció cubrirle los ojos—. Debo admitir —añadió después de una cansada pausa— que apenas recuerdo lo que es el placer, tan enfriado me encuentro por el paso de los años. »Lo miré, sorprendido.

 

»—Perdóneme, excelencia —le dije—, pero no me pa­rece que sea usted una persona voluptuosa.

 

»— ¿No? —preguntó. Retiró su mano de la mía. Al principio pensé que se había enfadado, pero cuando le miré atentamente el rostro sólo vi una expresión de terri­ble melancolía y las pasiones convertidas en hielo como las ondas de algún estanque helado—. Hay ciertos place­res, milord —continuó diciendo lentamente—, con los cuales usted ni siquiera ha soñado. Placeres de la mente y de la sangre. —Me miró, y ahora sus ojos parecían tan profundos como el espacio—. ¿No es por eso por lo que ha venido aquí, milord? ¿Para probar por sí mismo una muestra de esos placeres?

 

»En su mirada se notaba la coacción. »—Es cierto —repuse sin bajar la mirada— que, a pe­sar de que apenas le conozca, presiento que es usted el hombre más extraordinario que haya tenido nunca opor­tunidad de conocer. Se va a reír de mí, excelencia, pero en Tapaleen soñé con usted. Imaginé que venía hasta mí, que me mostraba cosas extrañas y que me insinuaba verdades ocultas. —De pronto me eché a reír—. Pero, ¿qué pensa­ría usted de mí si le dijera que he venido aquí siguiendo la llamada de unos cuantos sueños extraños? Se ofendería. »—No, milord, no me ofendo. —El pacha se puso en pie, me cogió ambas manos y me abrazó—. Ha tenido us­ted un día muy duro. Hoy se merece dormir bien, sin so­ñar, tener el sueño de los benditos. —Me besó y noté que sus labios estaban fríos. Me sorprendió, porque antes, en el exterior, a la luz de la luna, no había sido así—. Des­piértese fresco y lozano, milord —dijo el pacha en voz baja; luego dio unas palmadas; una esclava con el rostro cubierto por un velo apartó la cortina y entró. El pacha se volvió hacia ella—: Haidée, lleva a nuestro invitado a su cama. —La excitación que me produjo la sorpresa debió de hacerse evidente—. Sí —añadió el pacha mirándome fi­jamente—. Es la que he traído de Tapaleen, mi linda fugi­tiva. Haidée —dijo haciendo un gesto con la mano—, quí­tate el velo. —Con un movimiento gracioso, ella así lo hizo, y el largo cabello que lucía se derramó en libertad. Estaba más bonita incluso de lo que yo la recordaba, y me llenó de repulsión imaginármela ofreciendo sus servicios como puta del pacha. Dirigí una fugaz mirada al pacha; éste tenía los ojos clavados en su esclava, y vi en aquel rostro una mirada tan llena de hambre y de deseo que casi sentí un estremecimiento: aquel hombre tenía la boca en­treabierta y los orificios nasales acampanados, como si es­tuviera olfateando a la muchacha, y su deseo parecía fun­dido con una terrible desesperación. Se dio la vuelta y me sorprendió mirándole; la misma mirada hambrienta se apoderó de su rostro al mirarme a mí; luego desapareció y aquella expresión helada, la misma de antes, hizo acto de presencia de nuevo—. Duerma —me dijo a modo de despedida; hizo un gesto con la mano—. Necesita el des­canso; tendrá usted muchas cosas de las que ocuparse en los días venideros. Buenas noches, milord.

 

»Incliné la cabeza, le di las gracias y luego seguí a Haidée. Me condujo hacia arriba por una escalera; cuando lle­gamos a lo alto se dio la vuelta y me besó, un beso largo y amoroso, y yo, que no necesitaba que me animasen, la tomé en mis brazos y recibí sus labios lo mejor que pude. »—Ha venido por mí, mi querido y dulce lord Byron. —Volvió a besarme—. Ha venido por mí. —Luego se des­prendió de mi abrazo y me tomó de la mano—. Por aquí —me indicó haciéndome subir un segundo tramo de esca­lera. En la muchacha no había ya ningún signo de escla­vitud; en cambio parecía encendida por la pasión y la ex­citación, más bonita que nunca, con una especie de fiero gozo que hizo que la sangre me hirviera en las venas y me avivó el ánimo de la manera más grata. Acabamos en una habitación que, sorprendido, vi que me recordaba mi an­tiguo dormitorio de Newstead: gruesos pilares y pesados arcos, candelabros venecianos, objetos góticos que me re­sultaban familiares. Casi pude imaginarme a mí mismo de vuelta en Inglaterra; desde luego, aquél no era lugar apro­piado para Haidée, era tan natural, tan amorosa... tan griega. La abracé, y ella levantó los labios para besarme de nuevo, y fue tan ardiente y dulce el beso como aquel pri­mero en la posada, cuando se atrevía a creer que podía ser libre.

 

»Y entonces, naturalmente, recordé que no lo era. Len­tamente aparté mis labios de los suyos.

 

»— ¿Por qué nos ha dejado solos el pacha? —le pre­gunté.

 

»Haidée me miró fijamente, con los ojos muy abiertos. »—Porque espera que usted me desflore —repuso la muchacha con sencillez.

 

»— ¿Desflorarte? —Y luego, tras una pausa, añadí—: ¿Que él lo espera?

 

»—Sí. —La frente se le oscureció con una súbita amar­gura—. Esta noche me han desencadenado, ¿comprende? »— ¿De dónde?

 

»—De ninguna parte. —A su pesar, Haidée se echó a reír. Cruzó las manos castamente delante de sí—. Aquí —dijo—. Lo que hay aquí es, al fin y al cabo, de mi amo, no mío. Él puede hacer con ello lo que le plazca. —Levantó las manos y luego se subió las enaguas: alrededor de las muñecas y de los tobillos llevaba unos delicados aros de acero, no pulseras como yo había pensado, sino grilletes. Haidée juntó de nuevo las manos—. Las cadenas pueden adaptarse para cerrarme los muslos.

 

»Me quedé en silencio durante unos instantes. »—Comprendo —dije luego.

 

»Me miró fijamente, con los ojos muy abiertos y sin parpadear; luego tiró de mí y me acercó a ella.

 

»— ¿Es eso cierto? —me preguntó al tiempo que levan­taba una mano para acariciarme los rizos del cabello—. No puedo, y no quiero, ser una esclava, milord, y mucho menos la esclava de él, no, no, de él no. —Me besó suave­mente—. Querido Byron, ayúdeme, por favor, ayúdeme. —De pronto sus ojos comenzaron a llamear llenos de furia y de un torturado orgullo—. Tengo que ser libre —me su­surró en un suspiro—. Tengo que serlo.

 

»—Lo sé. —La abracé con fuerza—. Lo sé. »— ¿Lo jura? —Noté que temblaba al apretarse contra mí—. ¿Jura que me ayudará?

 

«Asentí. Aquella pasión, semejante a la de una tigresa, combinada con la belleza de una diosa del amor... ¿cómo era posible que no me excitase? ¿Cómo podía ser? Eché una mirada por encima de la cama. Y luego, igual que an­tes, la misma idea me vino a la mente: ¿por qué nos había dejado a solas? El pacha no parecía el tipo de hombre que acepta gustoso que un invitado se acueste con su esclava favorita. Y yo estaba en lo alto de las montañas, en una tierra extraña, prácticamente solo.

 

»Recordé lo que me había dicho antes Haidée. »— ¿Es cierto —le pregunté lentamente— que el pacha nunca te ha hecho el amor?

 

«Levantó la mirada hacia mí y luego la apartó. »—No, nunca. —Se le notaba cierto desagrado en la voz, pero también, sin duda alguna, un súbito indicio de miedo—. Nunca me ha usado para... eso.

 

»—Entonces, ¿para qué? —La muchacha movió suave­mente la cabeza y cerró los ojos. Tiré de ella para que se diera la vuelta y me mirase—. Pero ¿por qué, Haidée? No lo entiendo. ¿Por qué te ha desencadenado para mí?

 

»— ¿Realmente no se da cuenta? —Me miró con una súbita expresión de duda en los ojos—. ¿No lo compren­de? ¿Cómo puede tener amor una esclava? Las esclavas son putas, mi querido Byron. ¿Quiere que yo sea su puta, mi Byron querido, mi dulce lord Byron, en eso quiere que me convierta?

 

»Dios mío, pensé que iba a echarse a llorar y estuve a punto de poseerla allí mismo. Pero no, ella tenía la fuerza y la pasión de una tormenta en las montañas y no fui ca­paz de hacerlo. Si hubiera sido una triste ramera de Lon­dres... bueno, yo era lo bastante libertino como para saber que, en general, las mujeres lloran simplemente para lu­bricarse; si hubiera sido así, la habría presionado. Pero Haidée, que tenía la belleza de su tierra, poseía también algo más, algo del espíritu de la antigua Grecia, de aquel espíritu que yo había aguardado tanto tiempo para poder encontrar, y ahora lo estaba abrazando en aquella esclava, rayos de luz que habían guiado a los argonautas y habían inspirado a sus ancestros en las Termopilas. Tan bella, tan salvaje, un ser de las montañas, inquieto casi hasta morir por ese motivo, dentro de su propia jaula.

 

»—Sí —le susurré al oído—. Serás libre, te lo prometo. —Y luego, en voz muy baja, añadí—: Y ni siquiera haré el amor contigo hasta que tú quieras que lo haga.

 

»Me condujo hasta un balcón.

 

»—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —me preguntó—. ¿Nos escaparemos juntos de este lugar? —Asentí. Haidée sonrió feliz y luego apuntó hacia el cielo—. Debemos espe­rar —dijo—. No podemos irnos mientras haya luna llena.

 

»La miré, sorprendido.

 

»— ¿Y eso por qué?

 

»—Porque no es seguro.

 

»—Sí, pero, ¿por qué?

 

»Me puso un dedo en los labios.

 

»—Confíe en mí, Byron. —Se estremeció a pesar del calor—. Yo sé lo que ha de hacerse. —Volvió a estreme­cerse y miró por encima del hombro. Seguí la dirección de su mirada y vi una torre que se recortaba contra la luna; en el punto más alto de la torre brillaba una luz roja. Me acerqué al borde del balcón y vi que la torre se alzaba, es­carpada, en el mismo borde del promontorio. Mucho más abajo fluía el río Aheron, cuyas densas aguas no bañaba la luz de la luna; miré hacia abajo por uno de los lados del balcón en el que me encontraba y vi que la caída hacia el abismo que se abría a mis pies era tan abrupta y vertical como desde todas las demás paredes. Haidée me abrazó y señaló hacia un punto. Volví a mirar hacia arriba; la luz roja de la torre había desaparecido.

 

»—Tengo que irme —dijo.

 

»En aquel momento llamaron a la puerta. Haidée cayó de rodillas y comenzó a desatarme las botas.

 

»—Adelante —grité.

 

»La puerta se abrió y entró un extraño ser. Digo un ser porque, aunque aquella cosa tenía forma de hombre, no había el menor rastro de inteligencia en su rostro, y sus ojos parecían más muertos que los de un lunático. Su piel semejaba cuero, cubierta toda ella por mechones de pelo; la nariz estaba podrida; las uñas eran curvadas, semejantes a garras. Entonces recordé que ya había visto antes a aquel ser, desmoronado ante los remos de la barca del pacha. Ahora, al igual que entonces, iba vestido de un color negro grasiento y llevaba en las manos una palangana con agua.

 

»—Agua, amo —dijo Haidée con la cabeza inclinada—. Para que se lave.

 

»—Pero, ¿dónde está mi criado?

 

»—Están cuidando de él, amo. —Haidée se volvió ha­cia aquel ser y le indicó que bajase la palangana. Vi que reprimía una mirada de horror y repugnancia. Se inclinó para quitarme las botas; luego se irguió y adoptó una acti­tud de espera, de nuevo con la cabeza baja—. ¿Desea algo más, amo?

 

»Le dije que no. Haidée echó una mirada fugaz a aquel ser; de nuevo observé aquella ahogada expresión de mie­do. La muchacha cruzó la habitación y la criatura la si­guió; luego pasó junto a ella y salió hacia la escalera arras­trando los pies. Haidée pasó junto a mí al marcharse.

 

»—Vaya a ver a mi padre —me dijo en un susurro—. Dígale que estoy viva.

 

»Me rozó una mano con un dedo; después se marchó y me quedé a solas.

 


Date: 2015-12-24; view: 520


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