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Capítulo III 2 page

 

»Me acordé de Gorgiou y de sus hijos, del talante amis­toso que tenían. En un intento por defenderlos, le descri­bí al pacha nuestra experiencia en la posada de Aheron. Mientras le contaba el relato, me fijé en que Athanasius prácticamente se había derretido de tanto sudar.

 

»También el pacha observaba a nuestro guía, y los ori­ficios de la nariz se le movían en pequeños espasmos, como si pudiera oler el miedo. Cuando terminé de contár­selo, el pacha sonrió irónicamente.

 

»—Me alegro de que cuidasen tan bien de usted, milord. Pero si yo soy cruel, es sólo para evitar que ellos sean crueles conmigo. —Le echó una rápida ojeada a Athana­sius—. No estoy en Yanina sólo para consultar los manus­critos, ¿sabe? También persigo a un fugitivo. A un joven siervo al que crié, del que me preocupé y al que amé como a mí mismo. No sienta preocupación alguna, milord; yo estoy persiguiendo a ese siervo con más pena que rabia, nada le sucederá a mi siervo. —De nuevo miró fugazmen­te a Athanasius—. Nada le sucederá a mi siervo.

 

»Nuestro guía me tiró de la manga y susurró:

 

»—Creo, milord, que ya es hora de que nos marche­mos.

 

»—Sí, váyanse —dijo el pacha con súbita rudeza. Vol­vió a sentarse y abrió el libro—. Tengo mucho que leer to­davía. Váyanse, por favor.

 

»Hobhouse y yo inclinamos la cabeza con estudiada cortesía.

 

»— ¿Lo veremos en Yanina, excelencia? —le pregunté.

 

»El pacha levantó la mirada.

 

»—No. Ya casi he concluido lo que he venido a hacer aquí. —Miró fijamente a Athanasius—. Me marcho esta misma noche. —Luego se volvió hacia mí—. Quizá nos veamos de nuevo, milord, pero en otro lugar.

 

»Hizo una inclinación de cabeza y volvió a su libro; Hobhouse y yo, casi empujados por nuestro guía, volvi­mos a salir al sol de la tarde.

 

«Tomamos una carretera estrecha. La campana seguía tañendo, y desde una pequeña iglesia que se alzaba al fi­nal del sendero nos llegó el sonido de unos cánticos.

 

»—No, milord —dijo Athanasius cuando vio que tenía­mos intención de entrar en la iglesia. »— ¿Por qué no? —le pregunté.

 

»—No, por favor. Por favor —fue todo lo que Athana­sius pudo gimotear.

 

»Me encogí de hombros e ignoré lo que me decía, can­sado de su cobardía. Seguí a Hobhouse hasta el interior de la iglesia. Entre nubes de incienso, distinguí un féretro. Un cadáver yacía en su interior, ataviado con las vestidu­ras negras propias de los sacerdotes, pero aquellas túnicas no servían para resaltar la condición del muerto, sino la fantasmal palidez de su rostro y de sus manos. Me ade­lanté unos cuantos pasos y, por encima de las cabezas de las personas que formaban el duelo, vi que habían coloca­do flores en torno al cuello del monje difunto. »— ¿Cuándo ha muerto? —pregunté. »—Hoy —repuso Athanasius en un susurro. »—De modo que es el segundo hombre que muere aquí esta semana, ¿no?



 

«Athanasius asintió. Miró a su alrededor y luego me susurró al oído:

 

»—Milord, los monjes dicen que hay un diablo suelto. »Me quedé mirándolo con incredulidad. »—Creía que los diablos sólo existían para los turcos y los campesinos, Athanasius.

 

»—Sí, milord —respondió Athanasius tragando sali­va—. Aun así, milord —y señaló hacia el hombre muer­to—, dicen que esto ha sido obra de un vardoulacha. Vea lo blanco que está, desangrado. Creo, milord, por favor... que deberíamos irnos de aquí. —Casi se había postrado de rodillas—. Por favor, milord. —Abrió la puerta—. Por fa­vor.

 

»Hobhouse y yo nos sonreímos el uno al otro. Luego nos encogimos de hombros y seguimos a nuestro guía otra vez hasta el malecón. Había una segunda barca amarrada junto a la nuestra, una barca en la que no me había fijado cuando desembarcamos, pero que ahora reconocí inmediatamente. Una criatura vestida de negro se hallaba sen­tada en la proa, con la cara de idiota tan inerte e inexpre­siva como la vez anterior. Contemplé cómo se iba hacien­do más pequeña a medida que nosotros cruzábamos el lago. Athanasius también miraba a aquella criatura.

 

»—El barquero del pacha —comenté.

 

»—Sí —convino él; y se santiguó.

 

»Sonreí. Sólo había mencionado al pacha para ver temblar a nuestro guía.

 

Lord Byron hizo una pausa.

 

—Desde luego, no debí haberme mostrado tan cruel. Pero Athanasius había hecho que me entristeciera. Un erudito, inteligente, bien instruido; si la libertad para los griegos había de venir de alguna parte, era de hombres como él. Así que su cobardía, a pesar de que nos riéramos de ella, también nos llenaba de algo parecido a la deses­peración. —Lord Byron apoyó la barbilla en la punta de los dedos y sonrió con cierta ironía—. Se marchó para siempre después de nuestro regreso del monasterio. Fui­mos a verlo al día siguiente, antes de nuestra partida, pero ya no se encontraba en casa. Lástima. —Lord Byron mo­vió afirmativamente la cabeza con suavidad—. Sí, una ver­dadera lástima.

 

Se sumió en un silencio.

 

—Entonces, ¿continuaron viaje a Tapaleen? —pregun­tó Rebecca al cabo de un rato.

 

Lord Byron asintió.

 

—Para acudir a nuestra audiencia con el gran y triste­mente famoso pacha Alí.

 

—Recuerdo haber leído esa carta —dijo Rebecca—. La que usted le escribió a su madre.

 

El levantó la mirada hacia la muchacha.

 

— ¿Sí? —le preguntó en voz baja.

 

—Sí. Acerca de los albanos y de sus vestiduras doradas y carmesíes, y de los doscientos caballos, y de los esclavos negros, y de los mensajeros, y de los timbales, y de los mu­chachos que daban la hora desde el minarete de la mez­quita. —Rebecca calló un instante—. Perdone —añadió luego, al ver que él la miraba fijamente—, pero siempre he pensado que era una carta maravillosa, una descripción maravillosa.

 

—Sí —convino lord Byron sonriendo de pronto—. Sin duda porque era mentira. — ¿Mentira?

 

—Más bien fue un pecado por omisión. Eludí mencio­nar las estacas. Tres, justo a las puertas de la muralla. La visión de aquellas estacas, el olor que desprendían, entur­biaron mucho el recuerdo de nuestra llegada a Tapaleen. Pero tenía que andar con cuidado con mi madre: ella nun­ca pudo soportar demasiado realismo. Rebecca se pasó una mano por el pelo. —Ah, comprendo.

 

—No, no puede usted comprenderlo. Dos de los hom­bres estaban muertos, no eran más que unos pedazos de carroña hechos jirones. Pero mientras pasábamos cabal­gando por debajo de las estacas vimos que el tercero se re­movía ligeramente. Levantamos la mirada; aquella cosa, ya no era un hombre, se retorcía en la estaca, y ello hacía que al moverse ésta se le hundiera todavía más en las en­trañas, de manera que el hombre lanzaba gritos, unos gri­tos desgarrados, inhumanos, terribles. Aquel pobre despo­jo humano vio que yo lo miraba fijamente; intentó hablar y entonces reparé en aquella porquería negra y reseca que tenía alrededor de la boca. Y comprendí que no tenía len­gua. Yo no podía hacer nada por él, de manera que seguí cabalgando y franqueamos las puertas. Pero sentí horror al saber que iba a compartir la mesa con los seres que eran capaces de hacer una cosa como aquélla, y también de sufrirla; sin sentido, sin esperanza. Vi que yo no era nada, que tenía que morir, que la muerte era algo que lle­garía sin que yo hiciera nada para ello y sin que lo eligie­ra, igual que mi nacimiento, y me pregunté si yo no habría pecado en algún otro mundo para que éste, en resumidas cuentas, no fuera más que un infierno. Y si eso era cierto, entonces lo mejor sería que muriéramos; sin embargo, y a pesar de todo, aquella noche en Tapaleen aborrecí mi mortalidad y sentí que su constricción se anudaba tensa­mente a mí alrededor como si fuera una mortaja.

 

«Aquella noche el pacha Vakhel volvió a mis sueños. Igual que la primera vez que lo vi, estaba tan pálido como la muerte, aunque también se le veía más poderoso, y el resplandor de sus ojos era a la vez triste y serio. Me hizo señas para que me acercase; me levanté de la cama y lo se­guí. Caminé sobre los vientos y no me hundí; debajo de mí se encontraba Tapaleen, por encima las estrellas; y duran­te todo el tiempo notaba que su mano de hielo cogía la mía. Y a pesar de que sus labios no se movieron, lo oí ha­blar:

 

»—Desde la estrella hasta el gusano, toda vida es mo­vimiento, movimiento que conduce únicamente hacia la inmovilidad de la muerte. El cometa pasa veloz sembran­do la destrucción en su camino y luego desaparece. El po­bre gusano repta sobre la muerte que encuentra en otras cosas, pero, al igual que ellas, debe vivir y morir, siendo luego sujeto de algo que a su vez ha hecho que viva y mue­ra. Todas las cosas deben obedecer la regla de una necesi­dad establecida. —Me cogió la otra mano y vi que nos en­contrábamos en la ladera de una montaña, entre las es­trellas hechas pedazos y las tumbas abiertas en alguna antigua ciudad, ahora abandonada en medio del silencio bajo la pálida luna. El pacha Vakhel alargó la mano para acariciarme la garganta—. ¿Todas las cosas deben obede­cer esa ley? ¿Eso he dicho? ¿He dicho que todas las cosas deben vivir y morir? —Sentí que una de sus uñas, afilada como una navaja, me rozaba la garganta. Un suave fular de sangre me envolvió el cuello, y sentí una lengua que me lamía la sangre suavemente, igual que un gato lamería la cara de su ama. De nuevo oí aquella voz que parecía sonar en el interior de mi cabeza—: Hay un conocimiento que es la inmortalidad. Sígame. —Continuaron los lamidos en mi garganta—. Sígame. Sígame.

 

»A medida que se iban desvaneciendo las palabras, fueron desapareciendo también la ciudad en ruinas, las estrellas que había por encima de mi cabeza e incluso dejé de sentir el contacto de aquellos labios contra mi piel, has­ta que finalmente lo único que quedó fue la oscuridad de mi desvanecimiento. Me esforcé por salir de ella.

 

»— ¡Byron, Byron! —Abrí los ojos. Todavía me encon­traba en nuestra habitación. Hobhouse estaba inclinado sobre mí—. Byron, ¿te encuentras bien?

 

«Asentí. Me palpé la garganta; notaba en ella un leve dolor. Pero no dije nada; me sentía demasiado agotado para hablar. Cerré los ojos, pero cuando me sumía de nue­vo en el sueño, intenté evocar imágenes de vida con las cuales proteger mis sueños. Nikos. Nuestro beso, labios contra labios. Su esbelto calor. Nikos. Soñé, y el pacha Vakhel no regresó.

 

»A la mañana siguiente me sentía débil y enfermo. »—Dios mío, qué pálido estás —me comentó Hobhou­se—. ¿No sería mejor que te quedases en la cama, viejo amigo?

 

»Le dije que no con la cabeza.

 

»—Tenemos audiencia esta mañana. Con el pacha Alí. »— ¿Y no puedes dejar de asistir? —me preguntó. »—Debes de estar bromeando. No quiero acabar clava­do en una estaca por el ano.

 

»—Sí —convino Hobhouse—, es un buen motivo. Lás­tima que aquí no haya licores. Eso es lo que te hace falta. Dios, qué condenado país es éste.

 

»—He oído decir que en Turquía la palidez de la piel es señal de buena cuna. —No había ningún espejo por allí, pero yo sabía que la palidez me favorecía—. No te preocu­pes por mí, Hobhouse —le dije, apoyándome en su brazo—. Haré que el León de Yanina coma en la palma de mi mano. »Y así lo hice. El pacha Alí quedó encantado conmigo. Nos reunimos en una gran sala cuyo suelo era todo de mármol, donde nos sirvieron café y dulces y nos estuvie­ron admirando profusamente. O, mejor dicho, me admi­raron profusamente a mí, porque Hobhouse estaba dema­siado moreno y tenía las manos demasiado grandes para poder alcanzar el tipo de alabanzas que mi belleza susci­tó, una belleza que, como Alí no dejó ni un momento de repetirle a Hobhouse, era un signo infalible de mi rango superior. Al final acabó anunciando que yo era su hijo y se mostró conmigo como el más encantador de los padres, porque con nosotros aparentó cualquier cosa, pero no nos mostró su verdadero carácter, comportándose todo el tiempo con la más deliciosa bonhomie.

 

»Nos trajeron la comida. Los cortesanos de Alí se unie­ron a nosotros y también sus seguidores, pero no tuvimos si­quiera ocasión de conocerlos porque Alí nos acaparó por completo. Continuó mostrándose paternal, y no dejó de dar­nos almendras y fruta escarchada como si fuéramos niños. La comida terminó y Alí hizo que nos quedásemos a su lado.

 

»—Malabaristas —ordenó—, cantantes. —Y éstos ac­tuaron—. ¿Hay algo más que os gustaría ver? —No esperó a que yo le respondiese—: ¡Bailarinas! —pidió—. Tengo aquí un amigo, que es mi invitado, y tiene la muchacha más extraordinaria que existe. ¿Os gustaría verla actuar? —Naturalmente, los dos le dijimos educadamente que sí. Alí se colocó en el canapé y paseó la mirada por la sala—. Amigo mío —dijo refiriéndose a uno de los invitados—, esa muchacha... ¿podrían enviárnosla ahora?

 

»—Naturalmente —respondió el pacha Vakhel.

 

»Me volví en mi asiento con algo parecido al horror. El canapé que ocupaba el pacha estaba justo detrás del mío: debía de llevar allí toda la comida sin que nosotros lo hu­biéramos notado. Envió a un criado, que salió del salón corriendo, y luego nos hizo una educada inclinación de cabeza a Hobhouse y a mí.

 

»Alí rogó al pacha que se reuniera con nosotros. Se lo pidió en unos términos que ponían en evidencia el mayor respeto. Me sorprendió que Alí, de quien yo creía que sólo se respetaba a sí mismo, se mostrase en presencia del pa­cha Vakhel casi atemorizado. Mostró mucho interés, y también preocupación, según pude notar, al descubrir que nosotros ya conocíamos al pacha. Le describimos nuestro encuentro en Yanina y todas las circunstancias que rodea­ron aquel encuentro.

 

»— ¿Encontró usted al muchacho fugado? —le pregun­té a Vakhel, temiendo su respuesta.

 

»Pero él sonrió y dijo que no con un movimiento de ca­beza.

 

»— ¿Qué le hace pensar que mi siervo es un mucha­cho? —Me sonrojé, mientras Alí se colapsaba en un paroxismo de deleite. El pacha Vakhel me observó con una pe­rezosa sonrisa—. Sí, capturé a mi siervo —dijo—. En rea­lidad es ella quien, a no tardar, actuará ante nosotros. »Alí, haciendo un guiño, dijo:

 

»—Es muy hermosa, tanto como la bóveda del cielo. »El pacha Vakhel inclinó la cabeza cortésmente. »—Sí, pero también es muy testaruda. A veces pienso que, si no fuera porque la quiero como a mi propia hija, ya la habría dejado escapar. —Hizo una pausa y su frente pálida se vio ensombrecida por una expresión de súbito dolor. Me sorprendí, pero no había hecho más que perci­bir aquella sombra cuando ya había desaparecido de su rostro—. Desde luego —continuó diciendo mientras cur­vaba ligeramente los labios— siempre he disfrutado con la emoción de una persecución.

 

»— ¿Persecución? —le pregunté. »—Sí. Una vez ella se hubo escapado de Yanina. »— ¿Por eso estaba usted esperando? »Me miró y sonrió.

 

»—Si quiere decirlo así... —Extendió los dedos como si fueran garras—. Por supuesto yo supe todo el tiempo que ella estaba escondida allí. Así que ordené que mis guardas patrullasen los caminos mientras yo esperaba —volvió a sonreír— y aprovechaba para estudiar en el monasterio. »—Pero si tuvo usted que esperar a que ella saliera de su escondite, ¿cómo es que ya sabía antes que se encon­traba allí? —le preguntó Hobhouse.

 

»Los ojos del pacha brillaron como el sol sobre el hielo. »—Tengo olfato para esas cosas. —Cogió un grano de uva y delicadamente le sorbió el jugo. Después volvió a mirar a Hobhouse—. Por lo visto vuestro amigo, el griego gordo —dijo sin darle importancia—, la tenía escondida en la bodega de su casa.

 

»— ¿Athanasius? —pregunté con incredulidad. »—Sí. Es raro, ¿verdad? Resultaba evidente que era un verdadero cobarde. —El pacha cogió otro grano de uva—. Pero a menudo se dice que los hombres más valientes son los que primero tienen que conquistar su miedo. »— ¿Dónde está él ahora? —le pregunté.

 

»Alí soltó una risita de deleite.

 

»—Ahí fuera —repuso alegremente con un siseo—, en una estaca. Lo ha hecho muy bien; hasta esta mañana no ha muerto. Ha sido muy impresionante, en mi opinión, pues los gordos son siempre los que mueren con más rapidez.

 

»Lancé una fugaz mirada a Hobhouse. Éste se había puesto tan blanco como un cadáver; me sentí aliviado porque ya no me quedaba color alguno que perder. Alí pa­reció no darse cuenta de la impresión que habíamos reci­bido, pero el pacha Vakhel, advertí, nos estaba contem­plando con una amarga sonrisa en los labios.

 

»— ¿Qué sucedió? —le pregunté esforzándome por fin­gir un tono de trivialidad.

 

»—Les di caza —repuso el pacha Vakhel—. Junto a Pindus, una fortaleza rebelde, casi lograron escapar. —De nuevo vi una débil sombra cruzar por aquel rostro—. Casi... pero no del todo.

 

»—El griego gordo —dijo Alí— debía de tener un mon­tón de información útil acerca de los rebeldes y todo lo de­más. Pero se negó en redondo a hablar. Al final no nos que­dó más remedio que arrancarle la lengua. Un verdadero fastidio. —Sonrió benignamente—. Sí, un hombre valiente.

 

»De pronto los músicos produjeron unos sonidos agi­tados. Todos levantamos la mirada. Una muchacha ata­viada con sedas rojas había entrado corriendo en el salón. Se acercó a nosotros; llevaba el rostro oculto tras unos va­porosos velos, pero tenía el cuerpo hermoso, esbelto y de color aceitunado. De los tobillos y las muñecas se elevó un campanilleo cuando se postró; luego, a un chasquido de los dedos del pacha Vakhel, se levantó. La muchacha se quedó esperando en una postura que evidentemente había ensayado; se produjo un redoble de címbalos; la mucha­cha empezó a bailar.

 

Lord Byron hizo una pausa; luego suspiró.

 

—La pasión es una cosa rara y encantadora, la verdade­ra pasión de juventud y esperanza. Es un guijarro que se deja caer en un estanque, es el tañido de una campana que no se oye. Y sin embargo, al ir desapareciendo las ondas, al apagarse los ecos, la pasión es también un estado temible, porque todos sabemos, o lo descubrimos pronto, que la fe­licidad que se recuerda es la peor de todas las desdichas. ¿Qué puedo decirle? ¿Que la muchacha era tan bonita como una gacela? ¿Que era bonita, graciosa y viva? —El vampiro se encogió ligeramente de hombros—. Sí, puedo decírselo, pero eso no significa nada. Han pasado por mí dos siglos de insomnio desde que la vi bailar. Era preciosa, pero usted nunca podrá imaginarse cómo era, mientras que yo... —Miró fijamente a Rebecca, enarcando las cejas con la mirada fría y a la vez llameante, y luego negó con la cabe­za—. Mientras que yo me he convertido en esta cosa que ve. —Cerró los ojos—. Comprenda, no obstante, que mi pasión era furiosa. Estaba enamorado incluso antes de saber quién era mi diosa. Lentamente, velo tras velo, se fue descubrien­do el rostro. Si antes era linda, ahora se volvió dolorosamente hermosa. —De nuevo miró fijamente a Rebecca, y de nuevo, manteniendo el entrecejo fruncido, se reflejó en sus facciones el deseo y la incredulidad—. Tenía el cabello castaño. —Rebecca se tocó el suyo. Lord Byron sonrió—. Sí —murmuró—, muy parecido al suyo, pero ella lo llevaba trenzado y entrelazado con hebras de oro; los ojos eran grandes y negros; las mejillas, del mismo color que el sol po­niente; los labios, rojos y suaves. La música terminó; la mu­chacha cayó al suelo con un movimiento sensual y bajó la ca­beza justo ante mis pies. Noté que sus labios me los besa­ban, aquellos labios que ya se habían encontrado antes con los míos, cuando nos abrazamos en la posada de Aheron. Lord Byron miró fijamente a algún punto más allá de Rebecca, a la oscuridad. Casi, pensó ella, como si estuvie­ra haciendo un llamamiento, como si la oscuridad fuera los siglos que lo habían transportado en su flujo, aleján­dolo de aquel estremecimiento de felicidad. — ¿Era Nikos? —le preguntó Rebecca. —Sí. —Lord Byron sonrió—. Nikos, o mejor dicho, la chica que se había hecho pasar por un muchacho llamado Nikos. Levantó la cabeza y se echó el pelo hacia atrás. Sus ojos se encontraron con los míos; no había ningún signo de reconocimiento en ellos, sólo la apagada indiferencia de la esclava. Qué inteligente era, pensé, ¡qué valiente y voluntariosa! Y durante todo el tiempo, sí, durante todo el tiempo —volvió a mirar fugazmente a Rebecca—, ¡qué hermosa! No era de extrañar que yo empezase a notar un flujo de sangre y que mis pensamientos se convirtiesen en un torbellino, que empezara a sentirme como si me en­contrase en el Edén y se me ofreciera el fruto del árbol prohibido. ¡Aquélla era la poesía de la vida que yo espera­ba encontrar al comenzar mi viaje! Un hombre, pensé, no puede siempre aferrarse a las orillas. Debe seguir hacia donde lo lleve el océano, de lo contrario, ¿qué es la vida? Una existencia sin pasión, sin sensación de variedad, y por lo tanto, desde luego, muy parecida a la muerte. —Lord Byron se detuvo y mostró ceño—. Eso es lo que yo creía, por lo menos. —Lanzó una carcajada hueca—. Y era muy cierto, creo. No puede haber vida sin tumulto ni deseo. —Suspiró y miró de nuevo a Rebecca—. Si le cuento todo esto es para que pueda comprender tanto mi pasión por Haidée como el motivo por el que actué movido por esa pasión; porque yo sabía, e incluso ahora, incluso aquí, creo que tenía razón, que ahogar un impulso es matar el alma. Y por eso cuando el pacha Vakhel, al abandonar Tapaleen llevándose consigo a su esclava, nos pidió que fué­ramos a Aheron como invitados suyos, acepté. Hobhouse se puso furioso y juró que no iría, incluso Alí frunció el entrecejo de un modo misterioso y movió la cabeza de un lado a otro, pero no me dejé convencer. Así que quedamos de acuerdo: yo viajaría con Hobhouse por la carretera de Yanina y luego nos separaríamos. Hobhouse iría a reco­rrer Ambracia y yo me quedaría en Aheron. Volveríamos a encontrarnos al cabo de tres semanas en una ciudad de la costa sur llamada Missolonghi. —De nuevo Lord Byron frunció el entrecejo—. Todo muy romántico, ¿sabe? Y sin embargo, aunque era completamente cierto que yo estaba enfermo de pasión hasta tal punto que apenas si alcanza­ba a comprenderlo, aquello no lo era todo. —Movió la ca­beza—. No, había otro motivo para mi visita a Aheron. La noche anterior a la partida del pacha Vakhel yo había vuelto a soñar. Por segunda vez me encontraba entre rui­nas, en esta ocasión no las de una pequeña ciudad, sino las de una gran ciudad, de tal modo que, dondequiera que mirase, no había nada más que destrucción, los destroza­dos peldaños de tronos y templos, pequeños fragmentos bañados por la palidez de la luna, habitados únicamente por el chacal y la lechuza. Incluso los sepulcros, según pude ver, estaban abiertos y desnudos. Y comprendí, en medio de aquella vasta expresión de ruinas y restos, que no había ningún otro hombre viviente más que yo.

 

»Volví a notar en la garganta las uñas del pacha, y sen­tí que su lengua me lamía la sangre. Luego lo vi ante mí, una pálida forma luminosa en medio de los cipreses y las piedras, y lo seguí. Parecía increíblemente antiguo, tan an­tiguo como la ciudad en medio de la cual me conducía, y en posesión de una sabiduría de siglos y de los secretos de la tumba. Delante de nosotros apareció la sombra de una forma titánica.

 

»—Sígame —le oí susurrar. Me acerqué al edificio; lue­go penetré en su interior. Había escalinatas que se aleja­ban y retorcían, y que tenían una increíble longitud; el pa­cha subió por una de ellas, pero cuando corrí para reunirme con él, la escalinata se derrumbó y me encontré perdido en un inmenso recinto. El pacha continuaba su­biendo, y yo seguía oyendo su llamada en el interior de mi cabeza—. Sígame. —Pero yo no podía; lo miré y sentí una sed más terrible que ningún anhelo que hubiera tenido nunca, de ver qué aguardaba en lo alto de la escalera, por­que sabía que se trataba de la inmortalidad. Muy por en­cima de mi cabeza se arqueaba una bóveda, enjoyada y resplandeciente; ojala pudiera alcanzarla, pensé; entonces comprendería y mi sed se vería aplacada. Pero el pacha había desaparecido y yo permanecía allí, abandonado en­tre las sombras carmesíes—. Sígame —podía oír aún mien­tras luchaba por despertarme—, sígame.

 

»Pero abrí los ojos y aquella voz se apagó en la luz de la mañana.


Date: 2015-12-24; view: 775


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