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Capítulo III 1 page

 

 

Lucifer. What are they which dwell

so humbly in their pride, as to sojourn

with worms in clay?

Caín. And what are thou who dwellest

so haughtily in spirit, and cansí range

nature and immortality

and yet seem's sorrowful?

Lucifer. I seem that which I am;

and therefore do I ask of thee,

if thou wouldst be immortal?

 

 

Lord Byron, Caín

 

 

Lucifer. ¿Qué son aquellos que caen

tan bajo en su orgullo, como para residir

con los gusanos en el barro?

 

Caín. ¿Y qué eres tú que tienes

un espíritu tan elevado que puedes abarcar

naturaleza e inmortalidad... y sin embargo

pareces apenado?

 

Lucifer. Yo parezco lo que soy;

y por eso te pregunto a ti, si te

gustaría ser inmortal.

 

Lord Byron, Caín

 

 

—Durante el tiempo que permanecimos en la ruta de la montaña, nuestros recuerdos, junto con nuestra imagina­ción, dieron lugar a miedos indescriptibles. Pero llegamos a la carretera de Yanina sin novedad, y de allí en adelante avanzamos a tan buena velocidad que pronto nos sentimos capaces de ridiculizar con auténtico desprecio las supersti­ciones de las que habíamos fingido burlarnos entre las montañas; incluso yo, que carecía de la fe en el escepticis­mo que tenía mi compañero, podía hablar del vardoulacha como si ya estuviéramos tomando el té de vuelta en Lon­dres. Sin embargo, la primera vista que tuvimos de Yanina fue suficiente para recordarnos que aún nos encontrába­mos lejos de Charing Cross, porque las cúpulas y minare­tes, que brillaban entre jardines de limoneros y campos de cipreses, resultaban tan pintorescos —y tan distintos de Londres— como cabía esperar. Ni siquiera la vista de un tronco humano colgando de un árbol por el único brazo que le quedaba consiguió desanimarnos, pues lo que ha­bría podido parecer un gran horror en cualquier aldea re­mota, ahora, mientras galopábamos hacia las puertas de aquella ciudad oriental, aparecía simplemente como un agradable toque de barbarie, como un poco de alimento romántico para los apuntes de Hobhouse.

 

— ¿Y les dieron una buena acogida?

 

— ¿En Yanina? Sí.

 

—Debió de ser un alivio.

 

Lord Byron sonrió débilmente.

 

—Sí, en realidad sí lo fue. El pacha Alí —creo que ya se lo he dicho antes— tenía fama de ser un hombre feroz, pero, aunque cuando nosotros llegamos se encontraba au­sente ocupado en descuartizar a los serbios, había dejado órdenes de que nos recibieran y nos entretuvieran conve­nientemente. Muy halagador. Nos dieron la bienvenida a las puertas de la ciudad y luego nos condujeron a través de calles estrechas y llenas de gente, con un interminable remolino de colores y ruido, mientras por encima de todo, en nubes que resultaban casi visibles, flotaba el hedor de las especias, del barro y de los orines. Montones de niños nos seguían, señalándonos con el dedo y riéndose, mien­tras desde los portales de las tiendas, los garitos de hachís y los balcones con celosías donde las mujeres, ocultas tras los velos, se encontraban sentadas, las miradas nos perse­guían sin cesar. Fue un alivio volver a sentir por fin la luz del sol y una refrescante brisa en nuestros rostros mientras nos conducían por una carretera situada junto al lago ha­cia la casa que el pacha Alí había reservado para nosotros. Era una casa abierta y aireada, al estilo turco, que contaba con un amplio recinto al aire libre que llegaba hasta el lago. No todas las habitaciones que rodeaban ese recinto o patio se nos habían destinado a nosotros; dos soldados tár­taros montaban guardia junto a una entrada que se encon­traba enfrente de la nuestra, y había varios caballos atados en el establo. Pero no se veía a nadie más, y en la quietud de nuestras habitaciones incluso el bullicio de la ciudad que habíamos dejado atrás parecía amortiguado.



 

»Los dos estuvimos durmiendo. Fue el lejano lamento del muecín al convocar a los fieles a las oraciones de la tarde lo que me despertó. Hobhouse, como el verdadero infiel que era, siguió roncando sin hacer caso, pero yo me levanté y me acerqué al balcón. El lago se había teñido de carmesí, y tras él las montañas que se elevaban brusca­mente desde la otra orilla parecían bañadas en sangre. Yanina se extendía invisible detrás de mí, y sólo una peque­ña barca que cruzaba desde una isla situada en medio del lago me recordó que existía algo llamado hombre. Di me­dia vuelta, empujé a Hobhouse y luego salí al patio.

 

»La casa y la parte delantera del lago seguían tan si­lenciosas como antes. Miré a mí alrededor, en busca de al­gún signo de actividad humana, y vi la barca que tan sólo unos minutos antes se encontraba en el centro del lago; ahora estaba amarrada y se balanceaba suavemente a mis pies. Debía de haber cruzado el lago a una velocidad in­creíble. Vi al hombre que la ocupaba, que estaba sentado en la proa, encorvado, pero cuando lo miré, él no levantó los ojos. Volví a llamarlo y extendí el brazo para agitarlo en el aire. El hombre iba envuelto en unos harapos ne­gros, grasientos y húmedos, y cuando levantó la cabeza distinguí el rostro de un lunático, carne y ojos muertos junto a una boca abierta de par en par. Di un paso atrás y entonces oí a Hobhouse que salía haciendo mucho ruido, así que me di media vuelta y eché a correr por la carrete­ra hacia la casa. Los últimos rayos de sol estaban desapa­reciendo detrás del tejado del patio. Me detuve y eché un vistazo hacia atrás por encima del hombro para mirar ha­cia el lago, y entonces, en el preciso momento en que los tonos rojizos del agua reverberaban y morían, vi que allí había alguien más.

 

Lord Byron hizo una pausa. Se agarraba con fuerza a los lados del sillón, según vio Rebecca. Había cerrado los ojos.

 

Hubo un largo silencio.

 

— ¿Quién era? —le preguntó Rebecca.

 

Lord Byron hizo un gesto con la cabeza.

 

—No lo reconocí. Estaba de pie en el lugar donde yo me encontraba unos minutos antes. Era un hombre alto, con la cabeza afeitada al estilo turco; lucía un bigote blan­co con las guías hacia arriba y una barba pulcramente re­cortada, como los que hubiera podido llevar un árabe. Te­nía el rostro delgado y de una palidez fuera de lo común, pero, incluso ensombrecido por la oscuridad, suscitó en mí una mezcla de repugnancia y respeto que encontré di­fícil de explicar, pues me afectó de forma poderosa e in­mediata. La nariz era ganchuda; tenía los labios apreta­dos; la expresión burlona y agresiva, aunque en aquel ros­tro también había indicios de gran sabiduría y sufrimiento, no indicios permanentes, sino pasajeros, como las som­bras de las nubes que cruzan un campo. Los ojos, que en un principio le brillaban como los de una serpiente, de pronto aparecieron profundos e incandescentes, llenos de pensamientos; al mirarlos fijamente tuve la certeza de que aquél era un hombre perteneciente a una clase que yo no había visto nunca antes, un compuesto desequilibrado de espíritu y barro. Le hice una inclinación de cabeza; la fi­gura sonrió, y los labios, al curvarse sensualmente, descu­brieron unos resplandecientes dientes blancos; luego con­testó con otra inclinación de cabeza. Se echó hacia atrás la capa, que le colgaba alrededor del cuerpo como las túnicas que se llevan en el desierto, y pasó junto a mí en dirección a los centinelas tártaros. Éstos lo saludaron respetuosa­mente; él no respondió. Lo estuve observando mientras en­traba en la casa y desaparecía.

 

»Al mismo tiempo oímos voces de hombre procedentes de la carretera, y vimos a una delegación que se aproxi­maba a nosotros. Venía de parte del visir para saludarnos y traernos la halagadora noticia de que, aunque Alí no se encontraba en Yanina, se nos invitaba a reunimos con él en Tapaleen, su ciudad natal, a unos ochenta kilómetros más adelante por la carretera. Hicimos una inclinación de cabeza y expresamos nuestro profundo agradecimiento; intercambiamos cortesías; alabamos las bellezas de Yani­na. Luego, una vez agotado nuestro repertorio de cumpli­dos, pregunté por el hombre que compartía el patio con nosotros, y expliqué que me gustaría presentarle mis res­petos. Se hizo un súbito silencio; los miembros de la dele­gación se miraron unos a otros, y el jefe pareció apurado. El hombre a quien yo había visto, murmuró, era un pa­cha de las montañas del sur; el jefe de la delegación hizo una pausa y luego añadió, con repentina insistencia, como si la idea acabase de ocurrírsele, que puesto que el pacha sólo iba a quedarse allí una noche, quizá fuera me­jor no molestarle. Todos los demás mostraron su aproba­ción asintiendo con la cabeza, y luego nos invadió una sú­bita inundación de cumplidos y dichos graciosos.

 

»—Por poco me ahogo —me dijo más tarde Hobhouse—. Han actuado como si tuvieran algo que ocultar.

 

»Bueno, Hobby siempre había sido un genio en lo que se refiere a olfatear lo evidente. Al día siguiente salimos a cabalgar para poder disfrutar del paisaje, y le pregunté a nuestro guía, un griego fofo y gordo que se llamaba Athanasius, un erudito que el visir nos había asignado como acompañante, qué podría ser lo que nuestros anfitriones habían querido ocultarnos. Athanasius se ruborizó ligera­mente al mencionarle al pacha, pero luego recuperó el aplomo y se encogió de hombros.

 

»—Es el pacha Vakhel el que se aloja enfrente de uste­des —nos explicó—. Supongo que los criados del visir le temerían debido a su fama. No querrían que ocurriese nada desagradable. Si ustedes se quejasen de ellos al pa­cha Alí, entonces... bueno, desde luego... para ellos eso se­ría muy malo.

 

»—Pero, ¿de qué cosas desagradables está hablando? —le pregunté—. ¿Qué fama es esa que tiene el pacha Vak­hel?

 

»—Se dice de él que es un mago. Los turcos aseguran que ha vendido su alma a Eblis, el Príncipe de los Infier­nos.

 

»—Ya comprendo. ¿Y eso es cierto?

 

»Athanasius me miró fugazmente. Noté, con sorpresa, que no había sonreído.

 

»—Por supuesto que no —murmuró—. El pacha Vak­hel es un erudito, un gran sabio, creo yo. Y eso es algo que resulta lo bastante raro entre los musulmanes como para levantar rumores y sospechas. Son todos unos cerdos, nuestros amos y señores, todos ellos son unos cerdos ig­norantes, ¿saben? —Athanasius echó una mirada por en­cima del hombro—. Pero si el pacha Vakhel no es un ig­norante, bueno, eso precisamente es lo que lo convierte en peligroso. Sólo los turcos y los campesinos podrían creer que es verdaderamente un demonio; de todos modos, es un hombre extraño y el centro de historias extrañas. Yo haría lo que les han aconsejado, milord, y me mantendría alejado de él.

 

»—Pero Athanasius —le dije—, por lo que nos está di­ciendo es alguien a quien no deberíamos dejar de conocer.

 

»—Pues eso es precisamente lo que lo convierte en un hombre peligroso.

 

»— ¿Usted lo conoce personalmente?

 

»Athanasius asintió con la cabeza. Entonces le pedí que me lo contara.

 

»—Yo tengo una biblioteca —me explicó—, y él desea­ba consultar cierto manuscrito. »— ¿Sobre qué tema?

 

»—Creo recordar —repuso Athanasius con una voz dé­bil que resultaba extraña para una persona con tantas car­nes— que era un tratado sobre el Aheron y el papel que ha­bía tenido en la mitología antigua como río de la muerte. »—Comprendo. —Aquella coincidencia bastó para que yo hiciera una pausa—. ¿Y qué interés tenía él en el río Aheron? ¿No se acuerda usted de eso? —Athanasius no contestó. Observé su rostro atentamente. Se le había pues­to cerúleo y pálido—. ¿Se encuentra bien? —le pregunté. »—Sí, sí. —Athanasius sacudió las riendas y siguió ade­lante a medio galope. Me reuní con él y continuamos ca­balgando uno al lado del otro, pero no le presioné más, y él permaneció nervioso y reservado. De pronto se volvió hacia mí—. Milord —me dijo en un susurro, como si fuera a con­fiarme un secreto—, si quiere usted saberlo le diré que el pacha Vakhel es quien gobierna en todas las montañas que rodean Aheron. Su castillo está construido sobre un preci­picio por encima del río. Es eso, estoy seguro, lo que expli­ca el interés que tiene por el pasado de dicho río, pero, por favor, no me pregunte nada más acerca de ese tema.

 

»—No, por supuesto que no lo haré —le contesté. Ya me había acostumbrado a la cobardía de los griegos. Lue­go me acordé de Nikos. Él sí que se había comportado como un valiente. También esperaba huir de un señor tur­co. ¿Sería el pacha Vakhel el señor del que confiaba esca­par? Si así era, entonces empezaba a temer por el mucha­cho. Aquella noche en la posada, asentí para mí mismo, sí, Nikos se había mostrado salvaje y hermoso; merecía ser un hombre libre—. ¿Sabe qué hace el pacha Vakhel aquí en Yanina? —le pregunté como sin darle importancia. «Athanasius me miró fijamente. Empezó a temblar. »—No, no lo sé —susurró; y luego espoleó el caballo y se adelantó. Le dejé cabalgar por delante durante un rato.

 

Cuando me reuní con él, ninguno de los dos volvió a men­cionar al pacha Vakhel.

 

«Pasamos el día entre las ruinas de un antiguo santua­rio. Hobhouse empujaba las piedras y tomaba innumera­bles apuntes; yo me senté a la sombra de una columna caída y me puse a componer poesía. La belleza del cielo y las montañas y los dolorosos recuerdos de la decadencia que nos rodeaba resultaban agradablemente profundos; yo garabateaba, dormitaba y seguía el curso de mis pen­samientos. A medida que el día oscurecía y se adentraba en los colores púrpuras del atardecer, cada vez me resul­taba más difícil saber si me encontraba despierto o dor­mido; todo a mi alrededor empezó a volverse imposible­mente enérgico, se notaba el latido de la existencia en las flores, en los árboles, en la hierba, incluso en la propia tie­rra, las rocas y el suelo, que se me antojaban como carne y hueso, algo parecido a mí mismo. Una liebre estaba sen­tada allí cerca y me miraba fijamente; yo podía notar el pulso de su corazón en mis oídos y sentía el calor de su sangre. Su vida tenía un olor rico y hermoso. Echó a co­rrer, y el bombeo de su sangre al pasar entre los músculos, las arterias y el corazón, aquel corazón latiente, bañó de rojo el paisaje y tiñó el cielo. Sentí una abrasadora sed en la parte posterior de la garganta. Me incorporé, me apre­té el cuello con las manos y fue entonces, al mirar fija­mente hacia la liebre que desaparecía, cuando vi al pacha Vakhel.

 

»Él también estaba oliendo al animal. Se encontraba de pie sobre una roca, en la cual se fue agachando lentamen­te hasta quedar en cuclillas como una bestia de las monta­ñas, quizá un lobo. La liebre había desaparecido, pero el pacha seguía agazapado, y me di cuenta de que ahora ol­fateaba algo mucho más rico y más precioso que la liebre. Se dio la vuelta y me miró. Tenía el rostro mortalmente pálido y distendido en una calma extraordinaria. Sus ojos parecían mirarme fijamente desde el interior de mi propia cabeza; brillaban llenos de conocimiento acerca de todo lo que yo era y deseaba. Se dio la vuelta de nuevo, comenzó otra vez a olisquear el aire y sonrió; y de pronto las facciones se le oscurecieron, y donde antes había habido cal­ma, ahora sólo se veía envidia y desesperación, aunque la sabiduría que su rostro mostraba no era menos notable a causa de aquella desfiguración. Me puse en pie para ir a reunirme con él, y sentí que me despertaba. Cuando miré hacia la roca, el pacha Vakhel había desaparecido. Sólo había sido un sueño, y sin embargo seguía sintiéndome turbado. Y en el trayecto de regreso desde las ruinas, el re­cuerdo de lo que había visto me oprimía como si hubiera sido algo más que un sueño.

 

»Athanasius también parecía desasosegado. El sol se estaba poniendo. Y cuanto más se hundía detrás de las ci­mas de las montañas, con más frecuencia él se daba la vuelta y lanzaba miradas a su espalda para contemplar el descenso del astro. Le pregunté qué era lo que lo turbaba. Hizo un gesto negativo con la cabeza y se echó a reír, pero comenzó a juguetear con las riendas como un niño cuan­do está nervioso. Luego el sol se perdió detrás de la cordi­llera de montañas, y de pronto oímos el golpeteo de unos cascos que resonaban detrás de nosotros por la carretera del valle. Athanasius tiró de las riendas de su caballo, lue­go cogió las mías e hizo lo propio al tiempo que un es­cuadrón de caballería pasaba junto a nosotros con gran estruendo. Los jinetes eran tártaros e iban vestidos igual que los centinelas que había apostados a la puerta de los aposentos del pacha Vakhel. Busqué al pacha entre ellos, pero, aliviado, vi que era en vano.

 

»— ¿Qué persiguen? —le pregunté a Athanasius seña­lando hacia la caballería que se perdía de vista.

 

»— ¿Qué quiere decir? —me contestó en un ronco su­surro.

 

»Me encogí de hombros.

 

»—Oh, sólo que daban la impresión de ir en busca de algo.

 

«Athanasius hizo un sonido como si estuviera atragan­tándose y el rostro se le contorsionó horriblemente. Sin decir una palabra más, espoleó el caballo y se puso en marcha en dirección a Yanina. Hobhouse y yo lo seguimos de muy buena gana porque estaba oscureciendo.

 

—Pero —dijo Rebecca interrumpiendo a lord Byron— cuando usted vio al pacha sobre aquella roca, ¿era en rea­lidad un sueño?

 

Lord Byron la miró fríamente.

 

—Nos quedamos en Yanina cinco días más —prosi­guió, ignorando la pregunta—. Lo mismo hicieron los tár­taros que había al otro lado del patio, y yo supuse que el pacha Vakhel, a pesar de lo que nos habían dicho los cria­dos del visir, también permanecía en Yanina. Sin embargo no llegué a verlo; pero en cambio —miró fijamente a Re­becca, con cierta dureza— soñé con él, no como soñamos normalmente, sino con la misma claridad con que vemos las cosas cuando estamos despiertos; así que, a fin de cuentas, nunca estuve completamente seguro de no haber estado despierto. El pacha se me aparecía sin decir pala­bra, una forma pálida y lívida junto a la cama, en la habi­tación, a veces en las calles o en la ladera de la montaña, porque ahora me encontraba con que dormía a horas ex­trañas, casi como si esa persona estuviera soñando con­migo. Yo luchaba contra aquellos ataques de sueño, pero siempre acababa sucumbiendo a ellos, y era entonces cuando aparecía el pacha, que irrumpía en mis sueños como un ladrón irrumpe en una habitación.

 

Lord Byron hizo una pausa y cerró los ojos, como si intentara vislumbrar de nuevo la imagen del fantasma.

 

—Yo he sentido lo mismo —le dijo Rebecca con una súbita y nerviosa insistencia—. En la cripta, cuando usted me sostenía en sus brazos. Sentía que usted me soñaba a mí.

 

Lord Byron levantó una ceja.

 

— ¿De veras? —preguntó.

 

— ¿Y el pacha se le aparecía así? —Lord Byron se en­cogió de hombros—. ¿O llegó a verlo en persona?

 

Rebecca miró a los brillantes ojos del vampiro.

 

—El sueño tiene su propio mundo —murmuró éste—. Una franja fronteriza entre cosas llamadas de un modo equivocado: muerte y existencia. —Sonrió tristemente y miró el parpadeo de la llama de la vela—. Había un mo­nasterio —continuó diciendo tras una pequeña pausa— que fuimos a visitar la noche antes de nuestra partida. Es­taba construido sobre la isla del lago. —Lord Byron le­vantó la mirada—. La misma isla desde la cual, la prime­ra noche que pasé allí, había visto una barca que se diri­gía hacia la orilla. Yo ya había querido visitar antes el mo­nasterio, sólo por ese motivo. Pero, según Athanasius, aquella visita había sido imposible de organizar. Habían hallado muerto a uno de los monjes, me explicó, y el mo­nasterio tenía que ser purificado. Le pregunté cuándo ha­bía muerto el monje. Me contestó que el mismo día de nuestra llegada a Yanina. Luego le pregunté qué había causado la muerte al monje. Pero Athanasius hizo un ges­to negativo con la cabeza. No lo sabía: los monjes siempre se mostraban muy reservados.

 

»—Por lo menos el monasterio ya está abierto —me dijo. Desembarcamos. El malecón se encontraba vacío, y también la aldea situada detrás de él. Entramos en el mo­nasterio, pero cuando Athanasius llamó para anunciar nuestra presencia, nadie contestó, y vi cómo nuestro guía arrugaba el entrecejo—. Por aquí —nos indicó sin convic­ción, al tiempo que abría una puerta que daba a una capi­lla muy pequeña. Hobhouse y yo lo seguimos; la capilla es­taba vacía, y nos detuvimos un momento para observar las paredes—. El Juicio Final —dijo Athanasius de forma in­necesaria mientras señalaba hacia un horripilante fresco.

 

»Me impresionó particularmente la representación de Satanás; era a la vez hermoso y terrible, completamente blanco excepto por unas manchas de sangre alrededor de la boca. Sorprendí a Athanasius mirándome mientras yo observaba el fresco; se apresuró a darse la vuelta y llamó de nuevo a ver si había alguien. Hobhouse se reunió con­migo.

 

»—Se parece a ese tipo, el pacha —comentó.

 

»—Por aquí —dijo apresuradamente Athanasius, en respuesta—. Debemos irnos.

 

»Nos condujo hasta la iglesia mayor. Primero me dio la impresión de que también estaba vacía, pero luego vi, in­clinada sobre un pupitre junto a la pared del fondo, una figura con la cabeza afeitada que iba ataviada con amplias vestiduras. La figura se dio la vuelta para mirarnos y lue­go se levantó lentamente. La luz que entraba por una ven­tana le iluminó el rostro. Vi que allí donde yo sólo recor­daba palidez, el pacha Vakhel tenía ahora cierto rubor de color en las mejillas.

 

»—Les milords anglais? —preguntó.

 

»—Yo soy el lord —le dije—. Y éste es Hobhouse. Pue­de usted ignorarlo. No es más que un plebeyo.

 

»El pacha sonrió lentamente y luego nos saludó a am­bos con protocolaria elegancia. Lo hizo en el más puro francés, con un acento que resultaba imposible de locali­zar, pero que me cautivó porque sonaba como el crujido de la plata movida por el viento.

 

«Hobhouse le preguntó por su francés. El pacha nos explicó que había visitado París en la época anterior a Na­poleón, antes de la Revolución, hacía mucho tiempo. Le­vantó un libro.

 

»—Mi sed de aprender —dijo—, eso es lo que me llevó a la ciudad de la luz. Nunca he visitado Londres. Quizá debería hacerlo algún día. Se ha convertido en algo gran­de. Recuerdo una época en la que Londres no era nada en absoluto.

 

»—Entonces debe de tener usted una gran memoria.

 

»El pacha sonrió e inclinó la cabeza.

 

»—La sabiduría que tenemos aquí, en Oriente, es muy antigua. ¿No le parece que es así, señor griego? —Echó un rápido vistazo a Athanasius, quien balbució algo ininteli­gible y empezó a temblar en todos sus ondulados pliegues de grasa—. Sí —continuó diciendo el pacha, mirándolo y sonriendo con lenta crueldad—, nosotros en Oriente com­prendemos muchas cosas de las que Occidente nunca ha oído hablar. Ustedes no deben olvidar eso, milores, mien­tras viajan por Grecia. La cultura no sólo revela cosas. A veces también puede emborronar la verdad.

 

»— ¿Como qué, por ejemplo, excelencia? —le pregunté.

 

»El pacha levantó el libro.

 

»—He aquí una obra que para poder leerla he tenido que esperar mucho tiempo. Me la han conseguido los monjes de Meteora y me la han traído aquí. Habla de Lilith, la primera mujer de Adán, la princesa ramera que se­duce a los hombres por la calle y por el campo y luego les chupa la sangre. Para ustedes, ya lo sé, esto es supersti­ción, una simple tontería. Pero para mí y... sí... también para nuestro amigo griego aquí presente, es algo más. Es un velo que a la vez oculta y sugiere la verdad.

 

»Se hizo un breve silencio. A lo lejos se oía el tañido de una campana.

 

»—Estoy intrigado —dije— por saber hasta qué punto son verdad las historias de bebedores de sangre que he­mos oído.

 

»— ¿Han oído otras historias? —preguntó. »—Sí. Pasamos la noche en una aldea. Nos hablaron de una criatura que llamaban vardoulacha. »— ¿Dónde fue eso? —quiso saber. »—Cerca del río Aheron —repuse. »— ¿Saben acaso que yo soy el señor de Aheron? »Miré fugazmente a Athanasius. Estaba tan reluciente como la manteca húmeda. Me volví hacia el pacha Vakhel y negué con la cabeza. »—No, no lo sabía. »El pacha se quedó mirándome.

 

»—Se cuentan muchas cosas sobre Aheron —dijo en voz baja—. También para los antiguos los muertos eran bebedores de sangre. —Miró el libro y se lo apretó contra el pecho. Daba la impresión de estar a punto de confiar­me algo, y de pronto una mirada de fiero deseo pareció in­flamarle la cara; pero luego la mirada se le heló y aquella máscara de muerte se apoderó de nuevo de su cara. Cuan­do el pacha Vakhel habló de nuevo, sólo se le notaba en la voz un matiz de malhumorado desprecio—. Debe ignorar cualquier cosa que le cuenten los campesinos, milord. El vampire, ésa es la palabra en francés, según creo, ¿me equivoco?, sí, el vampiro, es el mito más antiguo del hom­bre. Y sin embargo, en manos de mis campesinos, ¿en qué se ha convertido ese vampiro? En un mero imbécil que va por ahí arrastrando los pies, en un devorador de carne. En una bestia en la que sueñan otras bestias. —Sonrió con desprecio y sus dientes perfectos lanzaron destellos blancos—. No tiene usted nada que temer de ese vampiro de los campesinos, milord.


Date: 2015-12-24; view: 741


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