—Durante el tiempo que permanecimos en la ruta de la montaña, nuestros recuerdos, junto con nuestra imaginación, dieron lugar a miedos indescriptibles. Pero llegamos a la carretera de Yanina sin novedad, y de allí en adelante avanzamos a tan buena velocidad que pronto nos sentimos capaces de ridiculizar con auténtico desprecio las supersticiones de las que habíamos fingido burlarnos entre las montañas; incluso yo, que carecía de la fe en el escepticismo que tenía mi compañero, podía hablar del vardoulacha como si ya estuviéramos tomando el té de vuelta en Londres. Sin embargo, la primera vista que tuvimos de Yanina fue suficiente para recordarnos que aún nos encontrábamos lejos de Charing Cross, porque las cúpulas y minaretes, que brillaban entre jardines de limoneros y campos de cipreses, resultaban tan pintorescos —y tan distintos de Londres— como cabía esperar. Ni siquiera la vista de un tronco humano colgando de un árbol por el único brazo que le quedaba consiguió desanimarnos, pues lo que habría podido parecer un gran horror en cualquier aldea remota, ahora, mientras galopábamos hacia las puertas de aquella ciudad oriental, aparecía simplemente como un agradable toque de barbarie, como un poco de alimento romántico para los apuntes de Hobhouse.
— ¿Y les dieron una buena acogida?
— ¿En Yanina? Sí.
—Debió de ser un alivio.
Lord Byron sonrió débilmente.
—Sí, en realidad sí lo fue. El pacha Alí —creo que ya se lo he dicho antes— tenía fama de ser un hombre feroz, pero, aunque cuando nosotros llegamos se encontraba ausente ocupado en descuartizar a los serbios, había dejado órdenes de que nos recibieran y nos entretuvieran convenientemente. Muy halagador. Nos dieron la bienvenida a las puertas de la ciudad y luego nos condujeron a través de calles estrechas y llenas de gente, con un interminable remolino de colores y ruido, mientras por encima de todo, en nubes que resultaban casi visibles, flotaba el hedor de las especias, del barro y de los orines. Montones de niños nos seguían, señalándonos con el dedo y riéndose, mientras desde los portales de las tiendas, los garitos de hachís y los balcones con celosías donde las mujeres, ocultas tras los velos, se encontraban sentadas, las miradas nos perseguían sin cesar. Fue un alivio volver a sentir por fin la luz del sol y una refrescante brisa en nuestros rostros mientras nos conducían por una carretera situada junto al lago hacia la casa que el pacha Alí había reservado para nosotros. Era una casa abierta y aireada, al estilo turco, que contaba con un amplio recinto al aire libre que llegaba hasta el lago. No todas las habitaciones que rodeaban ese recinto o patio se nos habían destinado a nosotros; dos soldados tártaros montaban guardia junto a una entrada que se encontraba enfrente de la nuestra, y había varios caballos atados en el establo. Pero no se veía a nadie más, y en la quietud de nuestras habitaciones incluso el bullicio de la ciudad que habíamos dejado atrás parecía amortiguado.
»Los dos estuvimos durmiendo. Fue el lejano lamento del muecín al convocar a los fieles a las oraciones de la tarde lo que me despertó. Hobhouse, como el verdadero infiel que era, siguió roncando sin hacer caso, pero yo me levanté y me acerqué al balcón. El lago se había teñido de carmesí, y tras él las montañas que se elevaban bruscamente desde la otra orilla parecían bañadas en sangre. Yanina se extendía invisible detrás de mí, y sólo una pequeña barca que cruzaba desde una isla situada en medio del lago me recordó que existía algo llamado hombre. Di media vuelta, empujé a Hobhouse y luego salí al patio.
»La casa y la parte delantera del lago seguían tan silenciosas como antes. Miré a mí alrededor, en busca de algún signo de actividad humana, y vi la barca que tan sólo unos minutos antes se encontraba en el centro del lago; ahora estaba amarrada y se balanceaba suavemente a mis pies. Debía de haber cruzado el lago a una velocidad increíble. Vi al hombre que la ocupaba, que estaba sentado en la proa, encorvado, pero cuando lo miré, él no levantó los ojos. Volví a llamarlo y extendí el brazo para agitarlo en el aire. El hombre iba envuelto en unos harapos negros, grasientos y húmedos, y cuando levantó la cabeza distinguí el rostro de un lunático, carne y ojos muertos junto a una boca abierta de par en par. Di un paso atrás y entonces oí a Hobhouse que salía haciendo mucho ruido, así que me di media vuelta y eché a correr por la carretera hacia la casa. Los últimos rayos de sol estaban desapareciendo detrás del tejado del patio. Me detuve y eché un vistazo hacia atrás por encima del hombro para mirar hacia el lago, y entonces, en el preciso momento en que los tonos rojizos del agua reverberaban y morían, vi que allí había alguien más.
Lord Byron hizo una pausa. Se agarraba con fuerza a los lados del sillón, según vio Rebecca. Había cerrado los ojos.
Hubo un largo silencio.
— ¿Quién era? —le preguntó Rebecca.
Lord Byron hizo un gesto con la cabeza.
—No lo reconocí. Estaba de pie en el lugar donde yo me encontraba unos minutos antes. Era un hombre alto, con la cabeza afeitada al estilo turco; lucía un bigote blanco con las guías hacia arriba y una barba pulcramente recortada, como los que hubiera podido llevar un árabe. Tenía el rostro delgado y de una palidez fuera de lo común, pero, incluso ensombrecido por la oscuridad, suscitó en mí una mezcla de repugnancia y respeto que encontré difícil de explicar, pues me afectó de forma poderosa e inmediata. La nariz era ganchuda; tenía los labios apretados; la expresión burlona y agresiva, aunque en aquel rostro también había indicios de gran sabiduría y sufrimiento, no indicios permanentes, sino pasajeros, como las sombras de las nubes que cruzan un campo. Los ojos, que en un principio le brillaban como los de una serpiente, de pronto aparecieron profundos e incandescentes, llenos de pensamientos; al mirarlos fijamente tuve la certeza de que aquél era un hombre perteneciente a una clase que yo no había visto nunca antes, un compuesto desequilibrado de espíritu y barro. Le hice una inclinación de cabeza; la figura sonrió, y los labios, al curvarse sensualmente, descubrieron unos resplandecientes dientes blancos; luego contestó con otra inclinación de cabeza. Se echó hacia atrás la capa, que le colgaba alrededor del cuerpo como las túnicas que se llevan en el desierto, y pasó junto a mí en dirección a los centinelas tártaros. Éstos lo saludaron respetuosamente; él no respondió. Lo estuve observando mientras entraba en la casa y desaparecía.
»Al mismo tiempo oímos voces de hombre procedentes de la carretera, y vimos a una delegación que se aproximaba a nosotros. Venía de parte del visir para saludarnos y traernos la halagadora noticia de que, aunque Alí no se encontraba en Yanina, se nos invitaba a reunimos con él en Tapaleen, su ciudad natal, a unos ochenta kilómetros más adelante por la carretera. Hicimos una inclinación de cabeza y expresamos nuestro profundo agradecimiento; intercambiamos cortesías; alabamos las bellezas de Yanina. Luego, una vez agotado nuestro repertorio de cumplidos, pregunté por el hombre que compartía el patio con nosotros, y expliqué que me gustaría presentarle mis respetos. Se hizo un súbito silencio; los miembros de la delegación se miraron unos a otros, y el jefe pareció apurado. El hombre a quien yo había visto, murmuró, era un pacha de las montañas del sur; el jefe de la delegación hizo una pausa y luego añadió, con repentina insistencia, como si la idea acabase de ocurrírsele, que puesto que el pacha sólo iba a quedarse allí una noche, quizá fuera mejor no molestarle. Todos los demás mostraron su aprobación asintiendo con la cabeza, y luego nos invadió una súbita inundación de cumplidos y dichos graciosos.
»—Por poco me ahogo —me dijo más tarde Hobhouse—. Han actuado como si tuvieran algo que ocultar.
»Bueno, Hobby siempre había sido un genio en lo que se refiere a olfatear lo evidente. Al día siguiente salimos a cabalgar para poder disfrutar del paisaje, y le pregunté a nuestro guía, un griego fofo y gordo que se llamaba Athanasius, un erudito que el visir nos había asignado como acompañante, qué podría ser lo que nuestros anfitriones habían querido ocultarnos. Athanasius se ruborizó ligeramente al mencionarle al pacha, pero luego recuperó el aplomo y se encogió de hombros.
»—Es el pacha Vakhel el que se aloja enfrente de ustedes —nos explicó—. Supongo que los criados del visir le temerían debido a su fama. No querrían que ocurriese nada desagradable. Si ustedes se quejasen de ellos al pacha Alí, entonces... bueno, desde luego... para ellos eso sería muy malo.
»—Pero, ¿de qué cosas desagradables está hablando? —le pregunté—. ¿Qué fama es esa que tiene el pacha Vakhel?
»—Se dice de él que es un mago. Los turcos aseguran que ha vendido su alma a Eblis, el Príncipe de los Infiernos.
»—Ya comprendo. ¿Y eso es cierto?
»Athanasius me miró fugazmente. Noté, con sorpresa, que no había sonreído.
»—Por supuesto que no —murmuró—. El pacha Vakhel es un erudito, un gran sabio, creo yo. Y eso es algo que resulta lo bastante raro entre los musulmanes como para levantar rumores y sospechas. Son todos unos cerdos, nuestros amos y señores, todos ellos son unos cerdos ignorantes, ¿saben? —Athanasius echó una mirada por encima del hombro—. Pero si el pacha Vakhel no es un ignorante, bueno, eso precisamente es lo que lo convierte en peligroso. Sólo los turcos y los campesinos podrían creer que es verdaderamente un demonio; de todos modos, es un hombre extraño y el centro de historias extrañas. Yo haría lo que les han aconsejado, milord, y me mantendría alejado de él.
»—Pero Athanasius —le dije—, por lo que nos está diciendo es alguien a quien no deberíamos dejar de conocer.
»—Pues eso es precisamente lo que lo convierte en un hombre peligroso.
»— ¿Usted lo conoce personalmente?
»Athanasius asintió con la cabeza. Entonces le pedí que me lo contara.
»—Yo tengo una biblioteca —me explicó—, y él deseaba consultar cierto manuscrito. »— ¿Sobre qué tema?
»—Creo recordar —repuso Athanasius con una voz débil que resultaba extraña para una persona con tantas carnes— que era un tratado sobre el Aheron y el papel que había tenido en la mitología antigua como río de la muerte. »—Comprendo. —Aquella coincidencia bastó para que yo hiciera una pausa—. ¿Y qué interés tenía él en el río Aheron? ¿No se acuerda usted de eso? —Athanasius no contestó. Observé su rostro atentamente. Se le había puesto cerúleo y pálido—. ¿Se encuentra bien? —le pregunté. »—Sí, sí. —Athanasius sacudió las riendas y siguió adelante a medio galope. Me reuní con él y continuamos cabalgando uno al lado del otro, pero no le presioné más, y él permaneció nervioso y reservado. De pronto se volvió hacia mí—. Milord —me dijo en un susurro, como si fuera a confiarme un secreto—, si quiere usted saberlo le diré que el pacha Vakhel es quien gobierna en todas las montañas que rodean Aheron. Su castillo está construido sobre un precipicio por encima del río. Es eso, estoy seguro, lo que explica el interés que tiene por el pasado de dicho río, pero, por favor, no me pregunte nada más acerca de ese tema.
»—No, por supuesto que no lo haré —le contesté. Ya me había acostumbrado a la cobardía de los griegos. Luego me acordé de Nikos. Él sí que se había comportado como un valiente. También esperaba huir de un señor turco. ¿Sería el pacha Vakhel el señor del que confiaba escapar? Si así era, entonces empezaba a temer por el muchacho. Aquella noche en la posada, asentí para mí mismo, sí, Nikos se había mostrado salvaje y hermoso; merecía ser un hombre libre—. ¿Sabe qué hace el pacha Vakhel aquí en Yanina? —le pregunté como sin darle importancia. «Athanasius me miró fijamente. Empezó a temblar. »—No, no lo sé —susurró; y luego espoleó el caballo y se adelantó. Le dejé cabalgar por delante durante un rato.
Cuando me reuní con él, ninguno de los dos volvió a mencionar al pacha Vakhel.
«Pasamos el día entre las ruinas de un antiguo santuario. Hobhouse empujaba las piedras y tomaba innumerables apuntes; yo me senté a la sombra de una columna caída y me puse a componer poesía. La belleza del cielo y las montañas y los dolorosos recuerdos de la decadencia que nos rodeaba resultaban agradablemente profundos; yo garabateaba, dormitaba y seguía el curso de mis pensamientos. A medida que el día oscurecía y se adentraba en los colores púrpuras del atardecer, cada vez me resultaba más difícil saber si me encontraba despierto o dormido; todo a mi alrededor empezó a volverse imposiblemente enérgico, se notaba el latido de la existencia en las flores, en los árboles, en la hierba, incluso en la propia tierra, las rocas y el suelo, que se me antojaban como carne y hueso, algo parecido a mí mismo. Una liebre estaba sentada allí cerca y me miraba fijamente; yo podía notar el pulso de su corazón en mis oídos y sentía el calor de su sangre. Su vida tenía un olor rico y hermoso. Echó a correr, y el bombeo de su sangre al pasar entre los músculos, las arterias y el corazón, aquel corazón latiente, bañó de rojo el paisaje y tiñó el cielo. Sentí una abrasadora sed en la parte posterior de la garganta. Me incorporé, me apreté el cuello con las manos y fue entonces, al mirar fijamente hacia la liebre que desaparecía, cuando vi al pacha Vakhel.
»Él también estaba oliendo al animal. Se encontraba de pie sobre una roca, en la cual se fue agachando lentamente hasta quedar en cuclillas como una bestia de las montañas, quizá un lobo. La liebre había desaparecido, pero el pacha seguía agazapado, y me di cuenta de que ahora olfateaba algo mucho más rico y más precioso que la liebre. Se dio la vuelta y me miró. Tenía el rostro mortalmente pálido y distendido en una calma extraordinaria. Sus ojos parecían mirarme fijamente desde el interior de mi propia cabeza; brillaban llenos de conocimiento acerca de todo lo que yo era y deseaba. Se dio la vuelta de nuevo, comenzó otra vez a olisquear el aire y sonrió; y de pronto las facciones se le oscurecieron, y donde antes había habido calma, ahora sólo se veía envidia y desesperación, aunque la sabiduría que su rostro mostraba no era menos notable a causa de aquella desfiguración. Me puse en pie para ir a reunirme con él, y sentí que me despertaba. Cuando miré hacia la roca, el pacha Vakhel había desaparecido. Sólo había sido un sueño, y sin embargo seguía sintiéndome turbado. Y en el trayecto de regreso desde las ruinas, el recuerdo de lo que había visto me oprimía como si hubiera sido algo más que un sueño.
»Athanasius también parecía desasosegado. El sol se estaba poniendo. Y cuanto más se hundía detrás de las cimas de las montañas, con más frecuencia él se daba la vuelta y lanzaba miradas a su espalda para contemplar el descenso del astro. Le pregunté qué era lo que lo turbaba. Hizo un gesto negativo con la cabeza y se echó a reír, pero comenzó a juguetear con las riendas como un niño cuando está nervioso. Luego el sol se perdió detrás de la cordillera de montañas, y de pronto oímos el golpeteo de unos cascos que resonaban detrás de nosotros por la carretera del valle. Athanasius tiró de las riendas de su caballo, luego cogió las mías e hizo lo propio al tiempo que un escuadrón de caballería pasaba junto a nosotros con gran estruendo. Los jinetes eran tártaros e iban vestidos igual que los centinelas que había apostados a la puerta de los aposentos del pacha Vakhel. Busqué al pacha entre ellos, pero, aliviado, vi que era en vano.
»— ¿Qué persiguen? —le pregunté a Athanasius señalando hacia la caballería que se perdía de vista.
»— ¿Qué quiere decir? —me contestó en un ronco susurro.
»Me encogí de hombros.
»—Oh, sólo que daban la impresión de ir en busca de algo.
«Athanasius hizo un sonido como si estuviera atragantándose y el rostro se le contorsionó horriblemente. Sin decir una palabra más, espoleó el caballo y se puso en marcha en dirección a Yanina. Hobhouse y yo lo seguimos de muy buena gana porque estaba oscureciendo.
—Pero —dijo Rebecca interrumpiendo a lord Byron— cuando usted vio al pacha sobre aquella roca, ¿era en realidad un sueño?
Lord Byron la miró fríamente.
—Nos quedamos en Yanina cinco días más —prosiguió, ignorando la pregunta—. Lo mismo hicieron los tártaros que había al otro lado del patio, y yo supuse que el pacha Vakhel, a pesar de lo que nos habían dicho los criados del visir, también permanecía en Yanina. Sin embargo no llegué a verlo; pero en cambio —miró fijamente a Rebecca, con cierta dureza— soñé con él, no como soñamos normalmente, sino con la misma claridad con que vemos las cosas cuando estamos despiertos; así que, a fin de cuentas, nunca estuve completamente seguro de no haber estado despierto. El pacha se me aparecía sin decir palabra, una forma pálida y lívida junto a la cama, en la habitación, a veces en las calles o en la ladera de la montaña, porque ahora me encontraba con que dormía a horas extrañas, casi como si esa persona estuviera soñando conmigo. Yo luchaba contra aquellos ataques de sueño, pero siempre acababa sucumbiendo a ellos, y era entonces cuando aparecía el pacha, que irrumpía en mis sueños como un ladrón irrumpe en una habitación.
Lord Byron hizo una pausa y cerró los ojos, como si intentara vislumbrar de nuevo la imagen del fantasma.
—Yo he sentido lo mismo —le dijo Rebecca con una súbita y nerviosa insistencia—. En la cripta, cuando usted me sostenía en sus brazos. Sentía que usted me soñaba a mí.
Lord Byron levantó una ceja.
— ¿De veras? —preguntó.
— ¿Y el pacha se le aparecía así? —Lord Byron se encogió de hombros—. ¿O llegó a verlo en persona?
Rebecca miró a los brillantes ojos del vampiro.
—El sueño tiene su propio mundo —murmuró éste—. Una franja fronteriza entre cosas llamadas de un modo equivocado: muerte y existencia. —Sonrió tristemente y miró el parpadeo de la llama de la vela—. Había un monasterio —continuó diciendo tras una pequeña pausa— que fuimos a visitar la noche antes de nuestra partida. Estaba construido sobre la isla del lago. —Lord Byron levantó la mirada—. La misma isla desde la cual, la primera noche que pasé allí, había visto una barca que se dirigía hacia la orilla. Yo ya había querido visitar antes el monasterio, sólo por ese motivo. Pero, según Athanasius, aquella visita había sido imposible de organizar. Habían hallado muerto a uno de los monjes, me explicó, y el monasterio tenía que ser purificado. Le pregunté cuándo había muerto el monje. Me contestó que el mismo día de nuestra llegada a Yanina. Luego le pregunté qué había causado la muerte al monje. Pero Athanasius hizo un gesto negativo con la cabeza. No lo sabía: los monjes siempre se mostraban muy reservados.
»—Por lo menos el monasterio ya está abierto —me dijo. Desembarcamos. El malecón se encontraba vacío, y también la aldea situada detrás de él. Entramos en el monasterio, pero cuando Athanasius llamó para anunciar nuestra presencia, nadie contestó, y vi cómo nuestro guía arrugaba el entrecejo—. Por aquí —nos indicó sin convicción, al tiempo que abría una puerta que daba a una capilla muy pequeña. Hobhouse y yo lo seguimos; la capilla estaba vacía, y nos detuvimos un momento para observar las paredes—. El Juicio Final —dijo Athanasius de forma innecesaria mientras señalaba hacia un horripilante fresco.
»Me impresionó particularmente la representación de Satanás; era a la vez hermoso y terrible, completamente blanco excepto por unas manchas de sangre alrededor de la boca. Sorprendí a Athanasius mirándome mientras yo observaba el fresco; se apresuró a darse la vuelta y llamó de nuevo a ver si había alguien. Hobhouse se reunió conmigo.
»—Se parece a ese tipo, el pacha —comentó.
»—Por aquí —dijo apresuradamente Athanasius, en respuesta—. Debemos irnos.
»Nos condujo hasta la iglesia mayor. Primero me dio la impresión de que también estaba vacía, pero luego vi, inclinada sobre un pupitre junto a la pared del fondo, una figura con la cabeza afeitada que iba ataviada con amplias vestiduras. La figura se dio la vuelta para mirarnos y luego se levantó lentamente. La luz que entraba por una ventana le iluminó el rostro. Vi que allí donde yo sólo recordaba palidez, el pacha Vakhel tenía ahora cierto rubor de color en las mejillas.
»—Les milords anglais? —preguntó.
»—Yo soy el lord —le dije—. Y éste es Hobhouse. Puede usted ignorarlo. No es más que un plebeyo.
»El pacha sonrió lentamente y luego nos saludó a ambos con protocolaria elegancia. Lo hizo en el más puro francés, con un acento que resultaba imposible de localizar, pero que me cautivó porque sonaba como el crujido de la plata movida por el viento.
«Hobhouse le preguntó por su francés. El pacha nos explicó que había visitado París en la época anterior a Napoleón, antes de la Revolución, hacía mucho tiempo. Levantó un libro.
»—Mi sed de aprender —dijo—, eso es lo que me llevó a la ciudad de la luz. Nunca he visitado Londres. Quizá debería hacerlo algún día. Se ha convertido en algo grande. Recuerdo una época en la que Londres no era nada en absoluto.
»—Entonces debe de tener usted una gran memoria.
»El pacha sonrió e inclinó la cabeza.
»—La sabiduría que tenemos aquí, en Oriente, es muy antigua. ¿No le parece que es así, señor griego? —Echó un rápido vistazo a Athanasius, quien balbució algo ininteligible y empezó a temblar en todos sus ondulados pliegues de grasa—. Sí —continuó diciendo el pacha, mirándolo y sonriendo con lenta crueldad—, nosotros en Oriente comprendemos muchas cosas de las que Occidente nunca ha oído hablar. Ustedes no deben olvidar eso, milores, mientras viajan por Grecia. La cultura no sólo revela cosas. A veces también puede emborronar la verdad.
»— ¿Como qué, por ejemplo, excelencia? —le pregunté.
»El pacha levantó el libro.
»—He aquí una obra que para poder leerla he tenido que esperar mucho tiempo. Me la han conseguido los monjes de Meteora y me la han traído aquí. Habla de Lilith, la primera mujer de Adán, la princesa ramera que seduce a los hombres por la calle y por el campo y luego les chupa la sangre. Para ustedes, ya lo sé, esto es superstición, una simple tontería. Pero para mí y... sí... también para nuestro amigo griego aquí presente, es algo más. Es un velo que a la vez oculta y sugiere la verdad.
»Se hizo un breve silencio. A lo lejos se oía el tañido de una campana.
»—Estoy intrigado —dije— por saber hasta qué punto son verdad las historias de bebedores de sangre que hemos oído.
»— ¿Han oído otras historias? —preguntó. »—Sí. Pasamos la noche en una aldea. Nos hablaron de una criatura que llamaban vardoulacha. »— ¿Dónde fue eso? —quiso saber. »—Cerca del río Aheron —repuse. »— ¿Saben acaso que yo soy el señor de Aheron? »Miré fugazmente a Athanasius. Estaba tan reluciente como la manteca húmeda. Me volví hacia el pacha Vakhel y negué con la cabeza. »—No, no lo sabía. »El pacha se quedó mirándome.
»—Se cuentan muchas cosas sobre Aheron —dijo en voz baja—. También para los antiguos los muertos eran bebedores de sangre. —Miró el libro y se lo apretó contra el pecho. Daba la impresión de estar a punto de confiarme algo, y de pronto una mirada de fiero deseo pareció inflamarle la cara; pero luego la mirada se le heló y aquella máscara de muerte se apoderó de nuevo de su cara. Cuando el pacha Vakhel habló de nuevo, sólo se le notaba en la voz un matiz de malhumorado desprecio—. Debe ignorar cualquier cosa que le cuenten los campesinos, milord. El vampire, ésa es la palabra en francés, según creo, ¿me equivoco?, sí, el vampiro, es el mito más antiguo del hombre. Y sin embargo, en manos de mis campesinos, ¿en qué se ha convertido ese vampiro? En un mero imbécil que va por ahí arrastrando los pies, en un devorador de carne. En una bestia en la que sueñan otras bestias. —Sonrió con desprecio y sus dientes perfectos lanzaron destellos blancos—. No tiene usted nada que temer de ese vampiro de los campesinos, milord.