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Capítulo primero 5 page

 

»Habían llegado dos viajeros. Uno era una mujer, el otro un sacerdote. Ambos iban vestidos de negro. La mu­jer pasó junto a nosotros, acompañada del posadero, has­ta el interior de la posada; tenía el rostro muy pálido y se le notaba que había estado llorando. El sacerdote se que­dó fuera, y cuando el posadero volvió a salir a la carrete­ra, le gritó unas órdenes y se dirigió al cruce de caminos. El posadero le siguió, pero antes de llegar junto al sacer­dote desató una cabra que se encontraba a un lado de la posada y la llevó consigo carretera adelante, camino del bosque de estacas.

 

»— ¿Qué están haciendo? —pregunté.

 

»—Van a intentar poner un señuelo para los vardoulacha con el olor de la sangre fresca —me respondió Nikos.

 

»—Vardoulacha... oigo esa palabra continuamente, vardoulacha. ¿Qué es? —le pregunté.

 

»—Es un espíritu muerto que no quiere morir. —Nikos me miró, y por primera vez desde que le hiciera enrojecer nuestros ojos se encontraron—. El vardoulacha bebe san­gre. Es una cosa muy mala. Debe tener cuidado con él, porque prefiere beber la sangre de un hombre vivo.

 

»Hobhouse había venido a reunirse con nosotros.

 

»—Ven a ver esto, Hobby —le dije—. A lo mejor te pro­porciona ideas para escribir en tu diario.

 

«Bajamos los tres juntos por la carretera. El sacerdote, según vi, estaba de pie al lado de una zanja; el posadero sostenía la cabra en el aire por encima de la misma. El animal balaba, presa del miedo; el posadero, con un súbi­to movimiento del brazo, silenció los gritos de la cabra, cuya sangre empezó a manar y a caer en la zanja.

 

»—Es fascinante —me comentó Hobhouse—, absoluta­mente fascinante. —Se volvió hacia mí—. Byron... La Odi­sea... ¿te acuerdas...? En La Odisea Ulises hace exacta­mente lo mismo cuando quiere convocar a los muertos. Los fantasmas del otro mundo sólo pueden alimentarse de sangre.

 

»Yo recordaba aquel pasaje. Siempre me había produ­cido escalofríos la idea del héroe esperando a que acudie­ran los fantasmas desde el Hades. Escudriñé a través de las brumas para mirar la carretera que conducía a Aheron.

 

»—Sí. Y supongo que él habría venido a este mismo lu­gar, al río de los muertos, para convocarlos. —Imaginé a los espíritus, a los muertos envueltos en sudarios, chillan­do y farfullando sin parar mientras se acercaban en ban­dadas por la carretera—. ¿Y por qué quieren convocar al vardoulacha, si es tan peligroso? —le pregunté a Nikos.

 

»—Fue el marido de la mujer. El sacerdote ha venido para destruirlo.

 

»— ¿De la mujer que está en la posada? —Preguntó Hobhouse—. ¿De la mujer que acaba de llegar?



 

»Nikos asintió.

 

»—Es de una aldea situada muy cerca de la nuestra. Su marido lleva meses enterrado, pero se le sigue viendo, caminando como lo hacía cuando estaba vivo, y los aldeanos tienen miedo. —Hobhouse se echó a reír, pero Nikos hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. No cabe la menor duda —dijo.

 

»— ¿Por qué? —le preguntó Hobhouse.

 

»—Cuando estaba vivo tenía una pierna enferma, y ahora, cuando lo ven, cojea igual que lo hacía en vida.

 

»—Ah, bien, eso es una prueba —dijo Hobhouse—. Será mejor que lo maten en seguida.

 

»Nikos asintió.

 

»—Lo harán.

 

»—Pero, ¿por qué han venido aquí, precisamente a este lugar? —le pregunté yo.

 

»Nikos me miró, sorprendido.

 

»—Porque esto es Aheron —repuso simplemente. Se­ñaló hacia la carretera por la que habíamos llegado aque­lla tarde—. Éste es el camino por el que los muertos vie­nen del Infierno.

 

»Miramos fijamente hacia la zanja. El cuerpo de la ca­bra casi se había desangrado, y la sangre se extendía, negra y viscosa, empapando la tierra. Junto a la zanja, según vi, se había dispuesto en el suelo una larga estaca. El sacerdote se volvió hacia nosotros y nos indicó que regresáramos al in­terior de la posada. No hacía falta que nos animaran a ello. Gorgiou y Petro parecieron aliviados cuando nos reunimos con ellos junto al fuego. Petro se puso en pie y abrazó a Ni­kos; le habló en un susurro impaciente; daba la impresión de estar reprendiéndolo. Nikos estuvo escuchando, impasi­ble, y luego se soltó de su hermano y se dirigió hacia mí.

 

»—No se burle usted de nosotros por lo que acabo de contarle, milord —me dijo en voz baja—. Y esta noche atranque bien las ventanas de su habitación. —Le prome­tí que así lo haría. Nikos hizo una pausa; luego se puso a rebuscar en la parte interior de la capa y sacó un pequeño crucifijo—. Por favor —me dijo—, hágalo por mí; guarde esto a su lado.

 

»Cogí la cruz. Parecía de oro y estaba bellamente de­corada con piedras preciosas.

 

»— ¿De dónde has sacado esto? —le pregunté sorprendido; su valor parecía exceder con mucho cualquier cosa que pudiera poseer un muchacho pastor.

 

»Nikos me rozó la mano.

 

»—Guárdela, milord —susurró—. Porque, ¿quién sabe qué cosas puede haber ahí afuera esta noche?

 

»Luego dio media vuelta y se alejó, como una mucha­cha a quien de pronto le da vergüenza que su amante la esté admirando.

 

«Cuando me retiré a dormir hice lo que Nikos me había aconsejado y cerré las ventanas. Hobhouse me estuvo to­mando el pelo por ello, pero, como le hice notar, él no vol­vió a abrirlas. Ambos nos dormimos inmediatamente. Inclu­so Hobhouse, que solía estar tumbado despierto en la cama esperando para poder quejarse de las picaduras de las pul­gas. Yo había colocado el crucifijo colgado de la pared por encima de nuestras cabezas con la esperanza de que nos proporcionase una noche sin sueños, pero el aire estaba car­gado y sucio y dormí muy mal. Me desperté varias veces y me fijé en que Hobhouse estaba sudando y revolviéndose so­bre las sábanas. Soñé que alguien arañaba la pared por fue­ra. Imaginé que despertaba y veía un rostro sin sangre y con una expresión de necia ferocidad que me miraba fijamente. Volví a quedarme dormido y soñé otra vez, en esta ocasión que aquel ser arañaba los barrotes produciendo un sonido espantoso con las uñas, que eran como garras. Pero cuando me desperté no había nada, y casi sonreí al pensar en el po­deroso efecto que había causado en mí el relato de Nikos. Por tercera vez me dormí, y por tercera vez soñé, y esta vez soñé que las uñas del monstruo cortaban los barrotes y el hedor a carroña que emanaba su aliento parecía transportar una pestilencia inmunda hasta el interior de nuestra habita­ción, de manera que empecé a temer de repente que, a me­nos que abriera los ojos, no volvería a despertar nunca. Me senté en la cama, lleno de un violento sudor. De nuevo no había nada en la ventana, pero esta vez me acerqué a ella y descubrí, horrorizado, unas muescas en los barrotes. Me agarré a ellos hasta que los nudillos se me pusieron blancos y apoyé la frente en el barrote central. Noté el frío del metal contra mi piel enfebrecida. Miré hacia el exterior, casi invisible en medio de la noche. La bruma era densa, y resultaba difícil ver más allá de la carretera. Todo parecía estar en cal­ma. De pronto me pareció ver algún movimiento: un hom­bre, o por lo menos algo que parecía un hombre, que corría a un paso muy rápido, pero también con algo parecido a un tambaleo, como si de algún modo se hubiera lastimado una pierna. Parpadeé y la criatura desapareció. Atisbé desespe­radamente entre las brumas, pero de nuevo todo era quie­tud, incluso había más quietud, si cabe —pensé con una me­dia sonrisa siniestra—, que en la propia muerte.

 

»Alcancé las pistolas con las que siempre dormía, que estaban debajo de la almohada, y me eché encima la capa de viaje. Me puse a caminar con sigilo y atravesé la posada. Vi con alivio que las puertas seguían atrancadas; las abrí y me deslicé fuera con cautela. A lo lejos aullaba un perro; por lo demás todo estaba silencioso e inmóvil. Caminé un corto trecho por la carretera hasta llegar al grupo de estacas. El cruce de caminos estaba cubierto por la bruma, pero allí todo parecía tan quieto como en la posada, de manera que regresé pensativo, como puede usted imaginar. Cuando lle­gué a la posada atranqué las puertas y, tan silenciosamente como me fue posible, me desplacé hasta mi habitación.

 

»Cuando llegué a ella me encontré con que la puerta estaba abierta. Yo la había dejado cerrada, estaba seguro de ello. Lo más calladamente que pude me aproximé y en­tré en la habitación. Hobhouse seguía tal como lo había dejado, sudando encima de las mugrientas sábanas, pero inclinado sobre él, con la cabeza casi tocándole el pecho desnudo, había una figura arropada con una fea capa ne­gra. La apunté con mi pistola; al amartillar el arma aque­lla criatura se asustó, pero antes de que pudiera darse la vuelta tenía sobre la espalda el cañón de la pistola.

 

»—Fuera —le dije lentamente, en un susurro; la cria­tura se irguió. La empujé con el arma y la obligué a salir al pasillo. Tiré de ella para darle la vuelta y le aparté brus­camente del rostro la capa. Clavé en ella la mirada y lue­go me eché a reír. Recordé lo que se me había dicho aque­lla misma noche. Repetí las palabras—. ¿Quién sabe qué cosas puede haber ahí fuera esta noche? —Nikos me sonrió. Le hice un gesto con la pistola indicándole que se sen­tara. De mala gana, se dejó caer al suelo. Permanecí de pie, mirándole desde arriba—. Si querías robarle a Hobhouse, y supongo que eso era lo que estabas haciendo en nuestra habitación, ¿por qué has tenido que esperar hasta ahora para hacerlo? —Nikos frunció el entrecejo, sin aca­bar de comprender—. Tu padre —le expliqué— y tu her­mano. ¿Fueron ellos los klephti que mataron a nuestros guardas ayer? —Nikos no contestó. Le hundí de nuevo la pistola en la espalda—. ¿Fuisteis vosotros los que matas­teis a mis guardas? —volví a preguntarle. Lentamente, Ni­kos dijo que sí con la cabeza—. ¿Por qué?

 

»—Porque eran turcos —respondió simplemente. »— ¿Y por qué a nosotros no? »Nikos me miró lleno de enojo. »—Somos soldados, no bandidos —me explicó. »—Claro que no. Sois todos honrados pastores, se me había olvidado.

 

»Nikos, con una súbita explosión de furia, me dijo: »—Sí, somos pastores, unos simples campesinos, milord, casi animales. ¡Los esclavos de un vardoulacha tur­co! —Me escupió la palabra con ironía—. Yo tenía un her­mano, milord, mi padre tenía un hijo; lo mataron los tur­cos. ¿Cree que los esclavos no pueden tomarse su venganza? ¿Cree usted que los esclavos no pueden soñar con la li­bertad, que no pueden luchar por ella? Quién sabe, milord, quizá venga un tiempo en que los griegos no se vean obligados a ser esclavos. —El rostro de Nikos estaba páli­do; todo él temblaba, pero aquellos ojos tan oscuros bri­llaban llenos de desafío. Extendí una mano para tranqui­lizarlo, para estrecharlo entre mis brazos, pero se puso en pie de un salto y se apretó de espaldas contra la pared. En­tonces se echó a reír—. Claro, tiene usted razón; no soy más que un esclavo, así que, ¿por qué iba a importarme? Tómeme, milord, y después déme el oro.

 

»Alzó la mano para sujetarme por las mejillas. Me besó; los labios le ardían, con ira primero, y luego, así lo comprendí, con algo más, un largo beso de juventud y pa­sión, cuando el corazón, el alma y los sentidos se mueven en súbito unísono y la suma de lo que se siente ya se hace incalculable.

 

»Sin embargo, la desesperada burla de sus palabras permaneció en mis oídos. Sin noción de tiempo, yo sabía, no obstante, que tenía que interrumpir aquel beso. Así lo hice. Cogí a Nikos por la muñeca y lo arrastré de nuevo hasta mi habitación. Hobhouse se removió; al verme con el muchacho gimió y nos volvió la espalda. Pasé la mano por encima de él para coger una bolsa de monedas.

 

»—Cógela —le dije a Nikos al tiempo que se la arroja­ba—. He disfrutado mucho con tus historias de vampiros y demonios necrófagos. Así que cógela como recompensa a tu inventiva. —El chico me miró fijamente, en silencio. Aquella expresión inescrutable sólo hacía que pareciera aún más vulnerable—. ¿Adonde irás? —le pregunté con más suavidad que antes.

 

»El muchacho habló por fin.

 

»—Muy lejos.

 

»— ¿Adonde? —le pregunté.

 

»—Hacia el norte, quizá. Allí hay griegos libres.

 

»— ¿Lo sabe tu padre? —quise saber.

 

»—Sí. Está triste, desde luego. Tenía tres hijos: uno está muerto y yo debo huir; mañana sólo le quedará Petro. Pero él sabe que no tengo otra opción.

 

»Miré fijamente a Nikos, tan esbelto y frágil como una hermosa muchacha. Al fin y al cabo no era más que un chico... pero yo lamentaba la idea de perderle.

 

»— ¿Por qué no tienes otra opción? —le pregunté.

 

»Nikos hizo un movimiento de negación con la cabeza.

 

»—No puedo decirlo.

 

»—Haz el viaje con nosotros —le sugerí.

 

»— ¿Con dos señores extranjeros? —Nikos se echó a reír—. Sí, podría viajar con ustedes muy discretamente. —Miró la bolsa que yo le había dado—. Gracias, milord, prefiero su oro.

 

»Dio media vuelta y se hubiera marchado de la habita­ción de no haberlo sujetado yo por un brazo. Cogí la cruz de la pared.

 

»—Llévate también esto —le dije—. Debe de ser valio­sa. Yo ya no la necesito.

 

»— ¡Pues claro que sí! —me dijo Nikos. Se estiró para besarme. Desde la carretera llegó el sonido apagado de un disparo. Luego hubo un segundo disparo—. Guárdela —dijo Nikos apretando la cruz en la palma de mi mano—. ¿De veras cree que yo podría inventarme semejantes co­sas?

 

»Se estremeció, dio media vuelta y se alejó de mí apre­suradamente. Lo estuve mirando mientras se alejaba co­rriendo por el pasillo. Cuando desperté, a la mañana si­guiente, me encontré con que ya se había marchado.

 

Lord Byron permaneció sentado en silencio, con las manos cruzadas, mirando a la parpadeante oscuridad.

 

— ¿Y Nikos? —Le preguntó Rebecca con una voz que sonó extraña a sus propios oídos—. ¿Volvió usted a verle?

 

— ¿A Nikos? —Lord Byron levantó la vista y luego negó lentamente con la cabeza—. No, nunca volví a ver a Nikos.

 

— ¿Y los disparos, los dos disparos que oyó en mitad de la noche?

 

Lord Byron sonrió.

 

—Oh, traté de convencerme de que quizá fuera sólo el posadero que disparaba contra algún ladrón furtivo. Un recordatorio inútil, si es que lo necesitábamos, de que en las montañas había atracadores con menos escrúpulos que Gorgiou. Un aviso, eso era lo que habíamos oído, para que tuviéramos cuidado a todas horas.

 

— ¿Y lo tuvieron?

 

—Oh, sí, en un sentido sí; llegamos a Yanina sin ma­yores dificultades, si es a eso a lo que se refiere.

 

— ¿Y en otro sentido?

 

Lord Byron bajó los ojos. Una muy tenue mueca de ironía apareció en sus labios.

 

—En otro sentido... —repitió suavemente—. Cuando partimos por la mañana, vimos el cadáver de un hombre medio caído dentro de la zanja del posadero. Le habían disparado por la espalda dos veces; le habían clavado la afilada estaca del sacerdote en el corazón. El propio sa­cerdote estaba allí de pie, mirando mientras cavaban una tumba junto al bosque de estacas. Una mujer, la misma que habíamos visto la noche anterior, estaba llorando de pie, a su lado.

 

»—Así que han cogido un vampiro —comentó alegre­mente Hobhouse. Movió de un lado a otro su hueca cabe­za—. Las cosas que llegan a creer esta gente. Es extraor­dinario. Completamente extraordinario.

 

»Yo no dije nada. Seguimos cabalgando hasta que ya no pudo verse el caserío. Sólo entonces le apunté la coin­cidencia de que el cadáver tuviera una pierna marchita.

 

 


Date: 2015-12-24; view: 519


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