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Capítulo primero 4 page

 

—Y así lo hizo. —Rebecca no hizo una pregunta, sino que constató un hecho.

 

—Sí. —Lord Byron asintió—. Verdaderamente, me temo que me volví muy disoluto. Me encantaba la abadía, es cierto, y los escalofríos de melancolía romántica que me producía en la columna vertebral, porque, en conjun­to, yo entonces estaba tan lejos de ser melancólico o mi­sántropo que me parecía que mi miedo no era más que una excusa para correrme unas buenas juergas. Habíamos desenterrado la calavera de algún pobre monje y la utili­zábamos como tazón para beber; yo presidía vestido con mi hábito de abad mientras, con la ayuda de un gran sur­tido de ninfas y doncellas de la aldea, vivíamos al estilo de los monjes de antaño. Pero incluso los placeres sacrílegos pueden desvanecerse. Me encontré saciado de mis liberti­najes, y el aburrimiento, que es la maldición más temible de todas, empezó a ensombrecer mi corazón. Sentía de­seos de viajar. Era costumbre entonces que los hombres como yo, de buena familia y desesperadamente endeuda­dos, realizasen una gira por el continente, considerado du­rante mucho tiempo por los ingleses el lugar más apro­piado para que los jóvenes avanzasen rápidamente en la carrera del vicio. Yo quería probar nuevos placeres, nue­vas sensaciones y deleites, para todo lo cual Inglaterra se me había quedado demasiado estrecha, demasiado apre­tada, y yo sabía que todas esas cosas resultaban fáciles de procurarse en el extranjero. Estaba decidido: me marcha­ría. Y sentí poco pesar al dejar Inglaterra, al ver alejarse sus blancos acantilados.

 

»Inicié el viaje con mi amigo Hobhouse. Juntos atrave­samos Portugal y España, y luego continuamos hacia Mal­ta, y después hasta Grecia. Al acercarnos a la costa griega, una franja púrpura que brillaba más allá del azul del mar, experimenté un raro presentimiento de anhelo y temor. Incluso Hobhouse, que estaba mareado por el viaje en barco, dejó de vomitar y miró hacia arriba. Sin embargo el brillo se desvaneció en seguida, y ya estaba lloviendo cuando mis pies tocaron tierra de Grecia. Preveza, el puer­to en el que desembarcamos, no era más que un lugar mi­serable. El pueblo en sí era feo y triste, y en cuanto a sus habitantes, los griegos nos parecieron serviles y sus amos turcos unos verdaderos salvajes. Pero incluso bajo aque­lla llovizna mi emoción y mi excitación no llegaron a apa­garse por completo, porque comprendí, al recorrer aque­llas calles tétricas y pasar bajo los minaretes y las torres, que habíamos dejado muy atrás nuestras vidas de antes y nos hallábamos al borde de un mundo extraño y desco­nocido.



Habíamos abandonado Occidente para cruzar hasta Oriente.

 

»Después de pasar dos días en Preveza nos sentimos contentos de marcharnos de allí. Teníamos intención de visitar a Alí, el pacha de Albania, cuya osadía y crueldad le habían proporcionado el poder sobre las tribus más sin ley de toda Europa, y cuya fama de salvaje era respetada hasta por el más sanguinario de los turcos. Pocos ingleses habían penetrado alguna vez en Albania; pero para noso­tros el aliciente de una tierra tan peligrosa y poética era mucho mayor precisamente por esa misma causa. Yanina, la capital de Alí, quedaba lejos, al norte, y la carretera que conducía hasta ella era montañosa y agreste. Nos advir­tieron, antes de partir, de que tuviéramos mucho cuidado con los klephti, los bandidos griegos de las montañas, de modo que llevamos, junto con nuestro criado y nuestro guía, una guardia formada por seis albanos, todos ellos ar­mados con pistolas, escopetas y espadas. Cuando por fin emprendimos el viaje, lo hicimos, como puede usted ima­ginar, en un estado mental de lo más romántico.

 

»Pronto dejamos atrás todo signo de población. Esto, como pronto habríamos de descubrir, no era cosa rara en Grecia, donde un hombre podía viajar con frecuencia du­rante tres y a veces cuatro días sin hallar una aldea donde poder alimentarse él y su caballo, tan miserable era el es­tado al que se habían visto reducidos los griegos. Pero todo aquello que nos faltaba en relaciones con seres hu­manos se veía compensado por la grandiosidad del paisa­je y por la belleza de nuestra ruta, que pronto se hizo tor­tuosa, elevada y montañosa. Incluso Hobhouse, por lo ge­neral tan susceptible de conmoverse por esas cosas como pueda serlo un barril de tabaco, en algunas ocasiones ti­raba de las riendas de su caballo para admirar las cimas de Suli y Tomaros, medio cubiertas por la bruma y en­vueltas en nieve y tiras de luz púrpura, que las águilas cru­zaban en lo alto y desde cuyos lejanos y escarpados riscos nos llegaba a veces el aullido de los lobos.

 

»Fue una tarde, cuando empezaba a oscurecer a medi­da que se iba formando una tormenta, la primera vez que le dije a Hobhouse que temía que nos hubiéramos perdi­do. Él asintió y miró a su alrededor. La carretera se había ido estrechando hasta que las rocas que se elevaban por encima de nosotros se convirtieron en precipicios; hacía casi tres horas que no nos habíamos cruzado con ningún otro viajero. Hobhouse espoleó el caballo y se adelantó hasta el guía. Le oí preguntarle dónde íbamos a refugiar­nos para pasar la noche. El guía nos aseguró que no tenía­mos nada que temer. Yo le indiqué las nubes tormentosas que se acumulaban por encima de las cumbres y le grité que no se trataba de temor, sino que era el mero deseo de evi­tar calarnos hasta los huesos lo que nos hacía estar dese­osos de llegar a algún lugar donde pudiéramos refugiar­nos. El guía se encogió de hombros y volvió a decir entre dientes que no había nada que temer. Esto, naturalmente, nos convenció de inmediato para enviar por delante a tres de los albanos, mientras los otros se quedaron rezagados para cubrirnos la retaguardia. Fletcher, el criado, empezó a recitar sus oraciones.

 

»Fue en el momento en que empezaron a caer gruesas gotas de lluvia cuando oímos el estampido de un disparo. Hobhouse le soltó una violenta palabrota al guía, y le pre­guntó qué demonios podía ser aquello. El guía tartamudeó alguna tontería y luego se echó a temblar. Hobhouse dijo otra palabrota y sacó la pistola. Juntos, él y yo espoleamos los caballos y galopamos desfiladero adelante. Al doblar un escarpado montículo de rocas vimos a nuestros tres albanos, con el rostro blanco como la cal, que se gritaban en­tre ellos mientras luchaban por contener a sus briosos cor­celes. Uno de los albanos todavía empuñaba la pistola; era él, evidentemente, quien había hecho el disparo.

 

»— ¿Qué ocurre? —le pregunté yo—. ¿Nos están ata­cando?

 

»El albano no respondió, pero señaló con el dedo ha­cia un punto concreto, y sus dos compañeros se quedaron callados. Hobhouse y yo nos dimos la vuelta para mirar hacia el lugar al que el soldado había señalado. A la som­bra del precipicio se encontraba una tumba de tierra. En ella, con un martillo, había clavada una tosca estaca; de la madera de la misma pendía una cabeza ensangrentada. Tenía las facciones extraordinariamente pálidas, pero al mismo tiempo muy lozanas.

 

»Hobhouse y yo desmontamos.

 

»—Extraordinario —dijo Hobhouse mirando fijamente aquella cabeza como si se tratase de alguna interesante antigüedad—. Alguna superstición campesina. ¿Qué signi­ficará?

 

»Me estremecí y me arropé con la capa. Ya había ano­checido y la lluvia empezaba a descargar con fuerza. Hob­house, cuya creencia en los espíritus empezaba y termina­ba en el ponche de brandy, continuaba mirando aquella detestable cabeza. Le sujeté por un hombro y tiré de él.

 

»—Vamonos —le dije—. Debemos abandonar este lu­gar.

 

»Detrás de nosotros, los albanos habían estado ha­blando a gritos con el guía.

 

»—Os ha engañado —nos dijeron—. Éste no es el ca­mino. ¡Éste es el camino de Aheron!

 

»Eché una furtiva mirada a Hobhouse. Éste levantó una ceja. Los dos reconocíamos aquel nombre. El Aheron, el río que, según creían los antiguos, conducía a los con­denados hasta el infierno. Si realmente el río se extendía delante de nosotros, desde luego nos habíamos desviado un largo trecho de la carretera de Yanina.

 

»— ¿Es eso cierto? —le pregunté al guía.

 

»—No, no —gimió éste.

 

»Me volví hacia el albano.

 

»— ¿Cómo sabéis que estamos cerca de Aheron?

 

»El hizo un gesto señalando hacia la estaca y luego pronunció una sola palabra que yo no comprendí:

 

»—Vardoulacha.

 

Lord Byron hizo una pausa. Repitió la palabra muy despacio, separando las sílabas.

 

Vardoulacha.

 

Rebecca enarcó las cejas.

 

— ¿Qué significa? —le preguntó.

 

Lord Byron sonrió.

 

—Como puede imaginar, yo le hice la misma pregunta al guía. Pero éste estaba demasiado enloquecido por el mie­do como para decir algo que tuviera sentido. No hacía más que repetir la misma palabra una y otra vez: «Vardoulacha, vardoulacha, vardoulacha.» De pronto me dijo a gritos:

 

»— ¡Señor, tenemos que dar la vuelta, tenemos que vol­ver hacia atrás!

 

«Dirigió una desencajada mirada en sus compañeros y acto seguido se puso a galopar por la carretera y regresó por donde habíamos venido.

 

»— ¿Qué demonios les pasa? —Preguntó Hobhouse al ver que los otros dos albanos seguían al primero y luego desaparecían tras el promontorio de roca—. Yo creía que los mendigos tenían que ser valientes.

 

»Se oyó un trueno lejano y luego, por encima de la dentada silueta del monte Suli, vimos la primera fisura abierta por la puñalada de un relámpago. Fletcher se echó a llorar.

 

»—Maldita sea —mascullé yo—. Si queríamos hacer tu­rismo, sabía que teníamos que haber ido a Roma. —Hice dar la vuelta a mi caballo—. Tú —dije señalando al guía—, no te muevas de aquí.

 

»Hobhouse ya estaba cabalgando, en medio de grandes dificultades, sendero arriba, iniciando así el camino de vuelta. Le seguí y luego me puse a galopar delante de él. Durante casi diez minutos estuvimos cabalgando bajo la lluvia. La oscuridad era ya prácticamente impenetrable.

 

»—Byron —gritó Hobhouse—, esos tres...

 

»Me volví hacia él.

 

»— ¿Qué tres? —le pregunté.

 

»—Los tres guardas... ¿Adonde han ido? ¿Tú qué crees? ¿Puedes divisarlos? —Me esforcé por escudriñar entre la lluvia, pero apenas podía ver más allá de las orejas del ca­ballo—. Es algo abominable —masculló Hobhouse. Se limpió la nariz—. Pero... también algo que contarles a los amigos cuando volvamos a casa, supongo. —Hizo una pausa y me miró durante unos instantes—. Si es que lo­gramos volver a casa para contarlo, quiero decir.

 

»En aquel momento mi caballo dio un traspié y luego se encabritó y relinchó lleno de miedo. Un relámpago iluminó el camino delante de nosotros. Señalé hacia un punto.

 

»—Mira —le dije a Hobhouse.

 

»Nos acercamos despacio al trote hasta donde yacían los tres cadáveres. Les habían seccionado la garganta. No tenían ninguna otra marca. Tendí la mano hacia el preci­picio y cogí un puñado de tierra. Me incliné sobre la silla y esparcí la tierra sobre los cadáveres, y luego me quedé contemplando cómo la lluvia se encargaba de arrastrar la tierra.

 

«Levemente, entre el ruido apagado de la lluvia, oímos un grito agudo. Fue subiendo de tono hasta hacerse más agudo y luego se desvaneció mezclado con la lluvia. Apre­tamos el paso de nuestros caballos y seguimos adelante. Estuve a punto de pisotear un cuarto cadáver, y luego, un poco más adelante, hallamos a los dos últimos miembros de nuestra guardia de seguridad. Al igual que a sus com­pañeros, a éstos también les habían cortado la garganta. Desmonté y me arrodillé junto a uno de ellos para tocar la herida. Una sangre espesa de color púrpura se deslizó por entre mis dedos. Miré a Hobhouse.

 

»—Deben de estar por ahí fuera, en alguna parte —me indicó éste al tiempo que con la mano describía un amplio arco en el aire—. Menudo arañazo.

 

«Ambos permanecimos de pie, escuchando. No oímos nada, excepto el sonido del agua al golpear las rocas.

 

»—Sí —dije yo.

 

«Cabalgamos de regreso hasta el lugar donde había­mos dejado a Fletcher y al guía. Éste se había esfumado, naturalmente; Fletcher estaba ofreciéndole sobornos a su dios. Hobhouse y yo, ya completamente convencidos de la hostilidad del Todopoderoso hacia nosotros, nos mostra­mos de acuerdo en que no nos quedaba otra opción que seguir cabalgando hacia adelante en medio de la tormen­ta y confiar en hallar un refugio antes de que algún cu­chillo nos encontrase a nosotros. Nos encaminamos hacia Aheron mientras airadas nubes vertían sobre nosotros la venganza de los cielos y los relámpagos doraban los to­rrentes y la lluvia. En cierto momento creímos divisar la cabaña de un pastor en medio de la oscuridad, pero cuan­do nos adelantamos a medio galope vimos que se trataba solamente de una tumba turca con la palabra griega eleutheria, que significa libertad, esculpida a todo lo ancho de su superficie.

 

»—Quizá sea una suerte que aún conservemos el pre­pucio —le grité a Hobhouse.

 

»—Quizá —convino éste a modo de respuesta—. Pero ahora me parece que los habitantes de esta tierra infernal son todos unos salvajes. Ojala estuviéramos en Inglaterra.

 

Lord Byron hizo un alto en el relato y sonrió al evocar aquel recuerdo.

 

—Desde luego, Hobhouse nunca fue un buen viajero.

 

— ¿Y usted sí lo era? —le preguntó Rebecca.

 

—Sí. Yo nunca salí en busca de tierras extrañas para luego quejarme de que no fueran como Regent's Park.

 

—Pero aquella noche...

 

—No. —Lord Byron hizo un gesto de negación con la cabeza—. Puede que resulte extraño, pero la agitación, del tipo que sea, siempre ha dado nuevos impulsos a mi áni­mo y me ha fortalecido. A lo que yo temía era a la mono­tonía. Pero allá, en lo alto de las montañas, escudriñando a través de la tormenta para tratar de divisar la daga de al­gún bandido... sí... la excitación que aquello me produjo tardó mucho tiempo en desvanecerse.

 

—Pero, ¿acabó por desvanecerse?

 

—Sí. —Lord Byron arrugó la frente—. Sí, finalmente así fue. El miedo permaneció, pero ya no se trataba de agi­tación, sino que se había convertido en una nueva clase de monotonía, y a Hobhouse le afectó exactamente del mismo modo. Cuanto más cabalgábamos, más física se volvía la sensación, como si fuera algo semejante a la lluvia a través de la cual nos veíamos obligados a avanzar. La emanación de algo, fuera lo que fuese, se encontraba delante de noso­tros y nos iba agotando el ánimo poco a poco. Fletcher em­pezó de nuevo a murmurar sus oraciones.

 

»Entonces Hobhouse dio un brusco tirón de las rien­das de su caballo y se detuvo.

 

»—Hay algo ahí arriba, ¿lo ves? —me preguntó al tiem­po que señalaba hacia la llovizna de la tormenta, que iba amainando. Miré hacia donde me indicaba. Pude distin­guir unas figuras, pero nada más—. ¿Adonde vas? —me gritó Hobhouse cuando vio que yo espoleaba mi caballo camino adelante.

 

»— ¿Qué otra cosa podemos hacer? —le respondí yo a voz en grito. Cabalgué a medio galope entre la lluvia—. ¡Eh! —grité—. ¿Hay alguien ahí? ¡Necesitamos ayuda! ¡Hola! —No obtuve respuesta, sólo se oía la llovizna al re­botar sobre las rocas. Miré a mí alrededor. Las figuras, fueran lo que fuesen, habían desaparecido—. ¡Hola! —vol­ví a llamar—. ¡Por favor, hola!

 

»Tiré de las riendas del caballo. Ahora oía, delante de mí y muy débilmente, cierto retumbar, pero nada más. Me derrumbé en la silla y sentí que un miedo, semejante a la parálisis, me entumecía las extremidades.

 

»De pronto alguien tomó las riendas de mi caballo. Miré hacia abajo, sobresaltado, y busqué mi pistola, pero antes de que pudiera amartillarla el hombre que se en­contraba junto a uno de mis estribos había levantado am­bas manos y estaba pronunciando unas palabras de bien­venida en griego. Le respondí, luego me eché hacia atrás en la silla y me puse a reír aliviado. El hombre me obser­vaba con paciencia. Era viejo, tenía unos mostachos pla­teados y la espalda erguida, y se llamaba, según me dijo, Gorgiou. Hobhouse se reunió con nosotros; expliqué al anciano quiénes éramos y lo que nos había sucedido. No pareció sorprenderse con la noticia, y, cuando hube ter­minado de hablar, al principio se quedó callado, sin decir nada en absoluto. En cambio lanzó un silbido, y entonces otras dos figuras salieron de detrás de las rocas. Gorgiou los presentó como Petro y Nikos, sus hijos. Petro me cayó bien en seguida; era un hombre corpulento y curtido, con brazos fuertes y rostro franco. Nikos era, evidentemente, mucho más joven, y parecía delicado y frágil al lado de su hermano. Llevaba una capa sobre la cabeza, de manera que nos resultaba imposible verle la cara.

 

«Gorgiou nos dijo que sus hijos y él eran pastores; no­sotros le preguntamos si tenían un refugio por allí cerca. Dijo que no con la cabeza. Luego le preguntamos si Aheron quedaba lejos. No contestó, pero pareció sobresaltar­se, y entonces se llevó a Petro aparte. Empezaron a hablar con impaciencia, en susurros. Varias veces oímos la pala­bra que nuestro guardaespaldas había pronunciado, vardoulacha, vardoulacha. Por fin Gorgiou se volvió hacia no­sotros. Nos explicó que Aheron era muy peligroso; ellos iban hacia allí porque Nikos estaba enfermo, pero noso­tros, si podíamos, haríamos mejor en irnos a otra parte. Le preguntamos si había alguna otra aldea cerca. Gorgiou negó con la cabeza. Entonces le preguntamos por qué era tan peligroso Aheron. Gorgiou se encogió de hombros. ¿Había bandidos, le preguntamos, atracadores? No, no había bandidos. Entonces, ¿qué peligro había? Sólo peli­gro, nos dijo Gorgiou volviendo a encogerse de hombros.

 

»Detrás de nosotros, Fletcher estornudó.

 

»—No me importa lo peligroso que sea —masculló—, con tal de que haya un techo sobre nuestras cabezas.

 

»—Tu ayuda de cámara es un filósofo —me dijo Hobhouse—. Estoy completamente de acuerdo con él.

 

»Le dijimos a Gorgiou que lo acompañaríamos. El vie­jo, al ver que estábamos decididos, no contestó. Empezó a abrir la marcha camino adelante, pero Petro, en lugar de caminar a su lado, le dio la mano a Nikos. Me preguntó si yo sería tan amable de llevar al muchacho en mi caballo. Yo le dije que me alegraría hacerlo, pero Nikos, cuando su hermano intentó levantarlo para subirlo al caballo, retro­cedió atemorizado.

 

»—Estás enfermo —le indicó Petro como si tuviera que recordárselo.

 

»Y Nikos, de mala gana, permitió que lo subiera encima del caballo. Yo capté el brillo de unos ojos oscuros y afemi­nados debajo de la sombra de la capucha. Me rodeó con los brazos; noté aquel cuerpo, delgado y suave, contra el mío.

 

»El sendero comenzó a descender. Al hacerlo, el es­truendo que yo había oído antes se hizo más poderoso, y Gorgiou me dio un toque de atención en el brazo.

 

»—Aheron —dijo señalando hacia un puente que apa­recía delante de nosotros.

 

»Bajé suavemente hacia aquel lugar, a medio galope. El puente era de piedra y a todas luces tenía varios siglos de antigüedad. Justo debajo del tramo que atravesaba el río, las aguas hervían y siseaban al derramarse desde un precipicio gastado por las olas y caer al río situado mucho más abajo, para luego deslizarse oscuras y silenciosas en­tre dos acantilados yermos. La tormenta había amainado casi por completo y un pálido crepúsculo teñía el cielo, pero ninguna luz se reflejaba en el Aheron a su paso por el barranco. Todo estaba oscuro; profundo y oscuro.

 

»—Se dice que antes, en la antigüedad —dijo Gorgiou, de pie a mi lado—, un barquero transportaba a los muer­tos desde aquí hasta el Infierno. »Yo lo miré bruscamente. »— ¿Cómo? ¿Desde este lugar? »Gorgiou señaló hacia el barranco. »—Por ahí. —Me miró—. Pero ahora, naturalmente, tenemos la Santa Iglesia, que nos protege de los malos es­píritus.

 

»Dio media vuelta apresuradamente y continuó cami­nando. Eché otra mirada a las muertas aguas del río Ahe­ron y luego fui tras Gorgiou.

 

»El terreno se iba haciendo llano. Las rocas empeza­ban a dejar paso a una hierba áspera, y al mirar hacia ade­lante pude ver unas tenues luces.

 

»— ¿La aldea? —le pregunté a Gorgiou. »Éste asintió. Pero no resultó ser una aldea nuestro destino, ni siquiera un caserío, sino un humilde grupo de chozas dispersas y una minúscula posada. Detrás de la po­sada vi que había un cruce de caminos.

 

»—Yanina —me dijo Petro mientras señalaba hacia una de las carreteras.

 

»No había ningún letrero junto al cruce, pero pude ver un bosque de estacas muy parecidas a la que nuestros guardaespaldas habían encontrado junto a la carretera de la montaña. Pasé al trote junto a la cabaña para mirarlas, pero Nikos, al ver las estacas, me agarró los brazos. »—No —me susurró ferozmente—, no, vuelva atrás. »Tenía una voz encantadora, musical y tan suave como la de una muchacha, y tuvo sobre mí el efecto de un he­chizo. Pero antes de que hiciera dar la vuelta a mi caballo me alivió ver que las estacas carecían de adornos.

 

»Una vez dentro de la posada vimos que nuestras ha­bitaciones eran miserables, pero después de lo que había­mos pasado en la ladera de la montaña y el fúnebre es­pectáculo del Aheron, las agradecí como si fueran el pa­raíso. Hobhouse gruñó un poco, como hacía siempre, y se quejó de que las camas eran duras y las sábanas bastas, pero admitió, aunque de mala gana, que aquello era me­jor que una tumba, y se atiborró bien cuando llegó la cena. Después fuimos a buscar a Gorgiou. Estaba sentado junto al fuego, afilando el cuchillo. Era una hoja larga, y de pronto me vino a la memoria la imagen, muertos en el barro, de los soldados que nos habían acompañado. Sin embargo me caía bien Gorgiou, y también Petro, porque eran tan serios y rectos como las mismas montañas. Pero ambos hombres parecían nerviosos; permanecieron junto al fuego con sus cuchillos al lado, y aunque entre nosotros todo parecía ir bien, ellos no hacían más que desviar los ojos hacia las ventanas. Les pregunté qué era lo que bus­caban; Gorgiou no respondió; Petro se echó a reír y mas­culló algo acerca de los turcos. Yo no lo creí, no parecía un hombre que tuviera miedo de otros hombres. Pero, ¿a qué otra cosa, si no era a los turcos, había que temer?

 

»Fuera, en el corral, un perro empezó a aullar. El posa­dero se apresuró a ir a la puerta y abrió los cerrojos. Luego miró atentamente hacia el exterior. Podíamos oír el sonido de unos cascos que se aproximaban sobre el barro. Me se­paré de Gorgiou y corrí hacia la puerta. Vi cómo el posade­ro salía a toda prisa hacia la carretera. Tenues jirones de lluvia, teñidos de un color verde acuoso a causa del crepús­culo, se habían elevado de la tierra y lo oscurecían todo ex­cepto la silueta que formaban las cimas de las montañas, de tal modo que también hubiera podido estar contemplando las muertas aguas del Infierno; no habría sido ninguna sor­presa ver al barquero, el viejo Caronte, dirigiendo su barca de espectros en medio de la caída de la noche.

 

»—Deben tener mucho cuidado aquí —dijo una voz fe­menina a mi lado. Me volví. No era ninguna muchacha, era Nikos.

 

Lord Byron se interrumpió. De nuevo miró hacia algún punto situado en la oscuridad, más allá de Rebecca. Bajó la cabeza y luego, cuando volvió a levantarla, miró pro­fundamente a los ojos de la muchacha.

 

— ¿Qué ocurre? —le preguntó ésta, desconcertada por aquella sonrisa. Lord Byron hizo un gesto con la cabeza—. Por favor, dígamelo.

 

Lord Byron mostraba una sonrisa torcida y extraña.

 

—Estaba pensando, como hacen los poetas, en cómo la belleza ha de perecer.

 

Rebecca lo miró fijamente.

 

—Sin embargo no ha ocurrido así con la de usted.

 

—No. —Se le apagó la sonrisa—. Pero Nikos era mu­cho más hermoso que yo. Al mirarla a usted ahora lo he recordado, tal como estaba de pie a mi lado en aquella po­sada, con súbita y absoluta claridad. Llevaba la capucha echada hacia atrás, no lo suficiente como para que se le viera el cabello, pero sí para revelar la belleza de su ros­tro. Los ojos, según pude ver, eran oscuros como la muer­te, y las pestañas tenían el mismo color. Bajó la mirada y yo miré hacia el interior de la sedosa sombra de sus pes­tañas, hasta que Nikos se ruborizó y volvió la vista hacia otra parte. Pero permaneció a mi lado, y cuando yo salí y me adentré en la niebla, él me siguió. Noté que quería co­germe del brazo.


Date: 2015-12-24; view: 519


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