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UN PACTO DE LEALTAD 2 page

—¿Hablo con herr Stulz?

—El mismo al aparato.

—Solo dispongo de tres minutos para facilitarle la información que me pidió.

—Le escucho atentamente.

—La señora Welczeck está residiendo en París dentro de nuestra legación diplomática, tal y como usted imaginó, pero no hemos sido capaces de localizar a la segunda mujer con la que huyó y tampoco a ese veterinario. Perdimos a tres hombres mientras los seguíamos, y al final se nos escaparon.

Al escuchar las primeras protestas de Oskar por la insuficiencia de sus resultados, el hombre trató de calmarlo con una detallada explicación de los recientes movimientos de su esposa, a lo que sumó el mérito de haber conseguido instalar un micrófono en su residencia privada.

—Mire, como sus órdenes fueron avaladas por las más altas instancias del partido, desde la Abwehr nos pusimos en marcha de inmediato. Pero a pesar de todo nuestro empeño, ha de entender lo difícil que está siendo enfrentarse a la Gestapo, que es la encargada de la seguridad del embajador. Imagine el riesgo que hemos corrido al infiltrarnos en su propia casa.

A pesar de sus argumentos, Oskar no se dio por convencido.

—¡Me dan igual los riesgos! La realidad es que no tiene nada que ofrecerme.

El hombre prometió mantenerlo informado y le anunció la creación de un equipo especial con sus mejores agentes, con la única finalidad de localizar a Luther Krugg.

—Imagino que más tarde o más temprano la señora Urgazi se pondrá en contacto con mi esposa. Quizá a través de ella consigamos dar con él.

—¿Sabe si esa mujer tiene algún familiar que pudiera ayudarnos a localizarla?

—Ahora que lo recuerdo, sí. Zoe tenía un hermano destinado en el protectorado español, un comandante de la Legión. Andrés… Andrés Urgazi.

—Tomo nota. Lo investigaremos a través de nuestros servicios en Tánger y lo que descubramos lo sabrá de inmediato.

Aún no había colgado el teléfono cuando uno de sus hombres le anunció la llegada de Von Sievers. Oskar lo esperaba y sabía que aquella visita sería desagradable.

Se incorporó de golpe, comprobó en un espejo su perfecto estado de revista, y al verlo entrar adoptó un gesto tranquilo, muy diferente del que mostraba el jefe nazi. Sin tener siquiera tiempo de ofrecerle asiento, recibió su primer comentario.

—Muchacho…, usted no sabe lo que ha hecho.

Oskar hubiera preferido una protesta más concreta.

—Quizá sí lo sepa —contestó de forma lacónica.

—Le aseguro que no… Su nombre no solo está en boca de Himmler, Göring o Heydrich, ha llegado hasta el mismísimo Führer.

Oskar sintió que se le encogían las tripas.



—Créame que soy el primero en desear la captura de Krugg para devolverlo a Alemania... ¡Ya me gustaría dar buenas noticias en ese sentido! Acabo de hablar por teléfono con el máximo responsable de nuestros servicios secretos en Francia y me ha jurado que están haciendo todo lo posible por encontrar al veterinario.

Oskar no sabía qué hacer con las manos para evitar su temblor. Las apretó contra sus piernas para que Von Sievers no lo notase.

—Usted sabrá qué debe hacer, pero le adelanto que, si pasado un mes no lo ha conseguido, querrán su cabeza, y no piense que su amigo Göring lo protegerá, porque la orden vendrá firmada por él mismo. Está furioso… como nunca lo había visto. No se puede imaginar cuánto. El frenazo en el proyecto bullenbeisser ha sido una noticia mortífera para su ánimo, y no descansará hasta que Krugg vuelva con nosotros. —Se quitó la gorra de plato, dejó los guantes sobre ella, cruzó una pierna sobre la otra y miró a su alrededor—. ¿Qué diantres piensa hacer para resolver la situación?

Oskar se armó con una seguridad que no tenía y contestó:

—Luther Krugg no es invisible. Aparecerá. Y cuando lo haga, allí estaré yo.

 


III

Ibón de Respomuso

Pirineo aragonés

9 de septiembre de 1937

 

 

Jasco se merecía su nombre dado lo seco de su carácter.

Era el mayor de los tres alanos que había entrenado Zoe, y aquel día iba a tener que demostrar a su monitora que todo el esfuerzo invertido en él durante los dos últimos meses había merecido la pena.

A pesar de no haberse agotado el verano, el frío había hecho acto de presencia demasiado pronto tiñendo de blanco las primeras cumbres. Desde su caballo Zoe llamó al perro. Lo notó cansado, pero tampoco le extrañó después de haber estado correteando la última hora entre peñascos, senderos y collados.

Aquella iba a ser la primera vez que iban a atravesar la frontera por una de sus zonas más escarpadas y ya se estaba arrepintiendo. El relieve era demasiado abrupto y temía que su caballo en cualquier momento pudiera hacer un mal apoyo y se despeñaran.

Tan solo cinco días antes había aparecido por el refugio Anselmo Carretero con nuevos víveres, algo de ropa para ella y el nombre de dos agentes que serían sus contactos a ambos lados de las montañas. Al que vivía en Pau lo había conocido aquella misma mañana en un bosque, donde a partir de ese jueves se citarían cada semana. Y al otro lo tenía que localizar en los alrededores del ibón de Respomuso, un lago natural que le pareció ver por detrás de unos agudos riscos hacia los que se dirigía. Solo unos minutos antes había bordeado otro de aquellos ibones de montaña, el de Arriel Alto, de menor tamaño. Nada más llegar a su destino y con el manto azulado del agua a cincuenta metros de ella, calculó cuánto tiempo había necesitado desde su salida del refugio y cuánto necesitaría para volver antes de que se hiciera de noche.

Había quedado a las seis, y eran y cuarto. Decidió esperar quince minutos más.

Los ollares de su caballo parecían auténticas chimeneas al condensarse el aire que expulsaba desde los pulmones. Desde el bancal en el que se habían parado se divisaba una inmejorable panorámica. Observó a Jasco. Perseguía a un conejo por la ribera del ibón mientras ella recibía el frescor de la montaña sin nada con qué protegerse. Cogió unos prismáticos para otear la cara sur de la hondonada, pero no vio a nadie. Aburrida por la espera, sus pensamientos sobrevolaron las circunstancias de su actual vida. La convivencia con Luther había sufrido ciertos altibajos dada la permanente desaprobación a que la tenía sometida con el asunto de los perros, pero, salvado aquel tema, podía afirmarse que el ambiente entre ellos era bastante neutro, quizá porque apenas habían abordado asuntos de índole más personal. La historia del proceso de recuperación del bullenbeisser, con todas sus connotaciones, ocupó las primeras veladas. Sin embargo, con el paso de los días, como las tardes y las noches se hacían demasiado largas en aquel lugar tan alejado de todo, cuando dieron con un tema que a los dos les gustó, su profesión, el asunto terminó llenando todo su tiempo en común.

Para bien de Zoe, después de recorrer por encima la parte más anecdótica de su trabajo como veterinario en Alemania, un buen día Luther se propuso compensar sus carencias de formación, esquematizó todo lo que le faltaba por aprender, y a partir de entonces y día a día fueron recorriendo sus conocimientos técnicos. Entre latas de atún, la ansiedad de Campeón por comérselas antes que ellos, y el fuego de la chimenea que se convertía en la única luz de que disponían al caer la noche, Zoe fue aprendiendo la parasitología y las enfermedades infecciosas más comunes, memorizó los principios activos que componían la farmacología veterinaria moderna, y a través de sus excelentes dibujos descubrió la esencia de la microbiología y de la anatomía patológica. Además, al mes de estar en el refugio, la inesperada muerte de uno de los perros les permitió abordar una larga relación de técnicas quirúrgicas con la única ayuda de un cuchillo de cocina y unas pinzas de depilar que ella había encontrado dentro de su bolso.

Aquellas lecciones sin libros ni catedráticos, sin compañeros ni exámenes, supusieron para los dos un deseado encuentro repleto de explicaciones, preguntas y charlas, que a veces se prolongaban hasta el amanecer con la última brasa consumida. Tras ello, cada uno buscaba su soledad para descansar, o en el caso de Zoe para repasar lo aprendido.

La aparición desde el fondo de un collado de un jinete, envuelto en una capa y a buen paso, la devolvió a la montaña. Esperó a ver qué hacía. El hombre, después de saludarla amigablemente, la animó a que bajara hacia donde él estaba. Zoe puso al caballo al trote, confiada, con la presencia de Jasco a su derecha, que no perdía de vista al extraño.

Se llamaba Martín, a secas. No le quiso dar su apellido.

El poco espacio de cara que asomaba bajo su enorme boina escondía a un tipo duro, de mirada severa y voz ronca. No habló más de tres palabras antes de ordenar que lo siguiera sin desviarse un solo metro de su paso, aunque la primera fue un taco al descubrir su condición de mujer, y la segunda un insulto dirigido a su jefe Anselmo por no habérselo adelantado.

Recorrieron el largo collado por el que había aparecido, y después de cuatro o cinco kilómetros cruzaron un riachuelo, dejando a su izquierda un ancho llano donde había unas cuantas vacas pastando. Un poco más adelante tuvieron que atravesar un estrecho paso con un peligroso precipicio a su izquierda y luego una cascada que Zoe apenas consiguió evitar. Superado un último recodo, alcanzaron un precioso hayedo en cuyo corazón se levantaba un modesto refugio de piedra. Martín descabalgó de su caballo, estudió los alrededores y al comprobar que estaban solos la invitó a pasar.

En su interior hacía más frío que afuera.

Zoe, recogida sobre sí misma, se asombró al ver cómo el personaje empezaba a quitarse ropa como si estuvieran a cuarenta grados.

—Bueno, pues aquí será donde se haga el intercambio de mensajes. —Miró a Jasco con cierta prevención, dado su fiero aspecto—. ¿Y este va a ser el perro que me va a mandar? Parece demasiado joven…

—Lo es, pero está bien entrenado y cumplirá con lo que se le pida.

—No seré yo quien lo discuta, de acuerdo. —Fue a acariciarlo, pero retiró la mano al dudar si no sería una mala decisión—. ¿Ha pensado cuándo vamos a empezar los contactos, y si serán de noche o de día, o con qué periodicidad?

Zoe le explicó que los dos jueves siguientes acompañaría al perro para hacerle aprender el camino. Sacó de un bolsillo del pantalón un bote de cristal que contenía esencia de eucalipto y derramó un par de gotas sobre el calzado del asombrado receptor. Inmediatamente después buscó dentro de un zurrón un pedazo de carne seca y se la pasó a Martín para que fuera él quien se la diera a Jasco.

—Como lleva dos días sin comer tiene un hambre voraz. Lo que pretendo conseguir es que relacione el olor de su calzado con el premio de la carne, de tal manera que cuando vuelva a pasar hambre acuda en su busca desde donde yo lo suelte.

—Entiendo que siempre he de traerle algo de comida.

—En efecto. —Ella siguió desvelando la táctica que tenían que seguir—. Cada jueves tendrá que esperarlo en este refugio y a esta misma hora. El perro llevará una pequeña bolsa de cuero cosida a su correa donde meteré los mensajes que me haga llegar su compañero de Pau, y usted hará lo propio con los suyos.

—Pues no se hable más, queda todo aclarado. —Le gustó aquella mujer; demostraba un arrojo fuera de lo común. Empezó a abrigarse dando por sentado que la reunión había acabado para él, pero quiso prevenirla—. Tenga mucho cuidado a su vuelta; últimamente se suele ver a una patrulla de alta montaña por la zona de los glaciares. Aunque queda algo separada de su camino, si la vieran tendríamos un grave problema los dos. Para el próximo día, intente vestir de color gris para camuflarse mejor con la piedra de la montaña. Su caballo ya lo hace gracias a su capa oscura, pero usted hoy puede ser detectada a distancia.

La primera parte del camino de vuelta no presentó ningún contratiempo, como tampoco el recorrido más próximo a los glaciares. Pero cuando Zoe tomó el escarpado sendero que unía los dos ibones, su paso por una zona sembrada de pequeños guijarros sueltos, junto con unas fuertes rachas de viento que levantaron verdaderas columnas de polvo, complicó mucho su marcha. Ató con una cuerda a Jasco para que no se perdiera y emprendió el resto del camino sin prisa, hasta que después de algo más de una hora se empezó a divisar el último valle previo a la subida al refugio. La noche se les estaba echando encima, por lo que puso a trotar al caballo.

Una sorpresa le esperaba a la vuelta de una arboleda.

Jasco fue el primero que lo olió, pero al ir atado no reaccionó.

Zoe escuchó un pavoroso rugido, luego se movieron las ramas de un arbusto, después el silencio, y de pronto desde la maleza apareció el morro de un enorme oso con la mirada puesta en ellos.

Al verlo, el caballo se puso a dos patas sin que Zoe pudiera reaccionar, perdió el equilibrio y se cayó a los pies de Jasco. El perro, frenado por la correa, gruñía y enseñaba los dientes a la bestia salvaje que se les venía encima. Zoe, al imaginar la espantada de su caballo, desató a toda velocidad al perro de su montura, con un ojo puesto en el oso y otro en el cordel. El rocín, como era de esperar, tomó impulso con su tercio posterior y salió disparado, evitando en el último momento el zarpazo del úrsido que había decidido empezar por él, pero Jasco, ya libre, decidió atacar al oso. Zoe, incapaz de encontrar las fuerzas necesarias para ponerse de pie y correr, pataleó el suelo en un intento de separarse de aquel escenario de horror. Frente a sus ojos, el gigantesco animal recibió sobre sus fauces el valor del joven perro, que se quedó colgado de él al haberle clavado su poderosa mandíbula entre la nariz y el labio. El oso gruñó de dolor y le disparó las garras a un muslo, abriéndole tres heridas que solo sirvieron para que Jasco apretara aún con más fuerza sus colmillos hasta inmovilizarlo. Zoe no lo podía creer, un perro de apenas un año estaba consiguiendo reducir a un animal diez veces más pesado que él. Aprovechó la ventaja que le daba el perro, se levantó y corrió ladera abajo con todas sus ganas y sin mirar atrás durante un rato, hasta que se sintió demasiado cansada y tuvo que detenerse. Al volverse para ver qué le había pasado a Jasco, comprobó con gran alivio que había salido vivo de la pelea. El perro cojeaba, pero se le veía caminar hacia donde estaba ella.

Se dobló agotada y trató de relajarse un poco, pero las piernas no pudieron resistir la suma del pánico que acababa de pasar, el agotamiento de la carrera y la fuerte impresión recibida, y terminó en el suelo sin fuerzas. En ese momento aparecía corriendo Campeón y algo más retrasado Luther, a caballo. Lo habían visto volver sin Zoe y, al temerse lo peor, habían corrido a su encuentro.

Campeón, muy nervioso, la olfateó de arriba abajo y le lamió las heridas de sus manos. Pero cuando a los pocos minutos escuchó a Jasco ladrar, miró a su ama, obtuvo su aprobación y se lanzó a correr en su busca.

Luther descabalgó de un salto, comprobó con gran alivio que no estaba malherida y le acercó a la boca una cantimplora.

—¿Pero qué os ha pasado?

—Por suerte, a mí nada. Pero vete a buscar a Jasco porque a él sí. Su instinto de alano me ha salvado la vida.

 


IV

Refugio de Les Deux Pins

Pirineos

16 de septiembre de 1937

 

 

Luther se enfadó cuando aquel jueves Zoe decidió acudir a su segunda cita con Martín a pesar de haberle trasladado sus objeciones. Jasco se había recuperado en menos de dos días del ataque del oso, las heridas que le había producido eran superficiales, por lo que no había razón alguna para que no la acompañara. Y ella se había mantenido firme en su decisión de cumplir la misión que Anselmo le había encomendado.

Una vez más se quedaba solo en aquel reducido escondite de piedra, vigas de madera y suelo de tierra, que desde hacía sesenta y un días se había convertido en su particular prisión. A lo largo de su vida nunca había tenido tan poco que hacer y tanto tiempo disponible, por lo que pasada la primera semana de su estancia había llegado a la conclusión de que necesitaba organizarse un buen programa de actividades diarias para no perder la cabeza.

Tras desayunar cada día lo mismo, una tira de panceta a la plancha con una infusión a partir de una mala mezcla de hierbas del vecino bosque, una vez habían agotado el café, adecentaba el establo retirando el estiércol que dejaban los perros y el caballo, salía a continuación a dar un corto paseo por los alrededores en busca de algo para comer, revisaba tres cepos fabricados por él donde a veces caía un conejo, y se pasaba un buen rato en la leñera troceando los gruesos troncos con los que alimentar las necesidades de la lumbre.

Cuando agotaba aquellas primeras tareas, le alcanzaba el mediodía sentado en un taburete bajo, frente al hogar, donde calentaba alguna de las conservas que les habían dejado, casi siempre a base de legumbres, o ponía a tostar un pedazo de tocino salado. Su obligada dieta no le ofrecía mucha variedad, y tampoco su vida. La única distracción consistía en un viejo aparato de radio que de vez en cuando captaba alguna emisora francesa, y las menos, alguna del otro lado de la frontera.

Después de comer se dedicaba a dibujar los esquemas con los que enseñaba a Zoe: planos operatorios, un casco de caballo con todos los detalles anatómicos y sus principales lesiones, la dentadura de un perro… Aprovechaba las caras en blanco de las hojas de un almanaque del año dieciséis que había encontrado entre unos periódicos viejos. Aquella tarea, además de ocuparle gran parte de la tarde, ejercía en él un consolador efecto al dar utilidad a su tiempo. Campeón aportaba la compañía, a veces excesiva, pero en general grata, al compartir las largas ausencias de su dueña. Su relación con Luther se estrechaba a medida que iban pasando los días ante el corto abanico de posibilidades que le ofrecía aquella pequeña edificación.

Pero aquella tarde pasó algo, algo que lo cambió todo.

Cuando se encontraba enfrascado en la elaboración de un esquema con las diferentes técnicas de anestesia en el perro, cinco hombres irrumpieron en el refugio. Por su aspecto, entendió que se trataba de un grupo de fugitivos que intentaban alcanzar la Francia neutral, seguramente después de haber pasado un verdadero infierno de travesía. Sus rostros reflejaban un miedo atroz. Se le cayó el alma al suelo. Parecían agotados, temblaban de pies a cabeza, y al ver a Luther levantaron las manos creyendo que sus planes de fuga acababan de irse al traste.

A base de gestos les hizo entender que no estaba armado y que tampoco era policía.

—Entonces, ¿quién es usted? —El cabecilla del grupo lo miró con prevención.

—Yo, Luther, soy alemán.

El que parecía más joven se dirigió a él en su idioma.

—¿Y qué hace un alemán en un refugio de alta montaña?

—Seguramente lo mismo que ustedes: huir.

El joven tradujo sus palabras al resto, lo que provocó un inmediato alivio en sus expresiones.

—¿Son solo ustedes o hay alguien más afuera? —preguntó Luther.

—Teníamos un guía, pero huyó antes de ayer cuando divisamos una patrulla de nacionales. Veníamos con tres hombres más, pero murieron hace dos días; los primeros agotados y uno por culpa de la mordedura de una víbora.

Luther los invitó a que se acomodaran donde pudieran. Algunos habían desgastado tanto sus esparteñas que pisaban sobre gomas de neumático recortadas, protegiéndose los pies con los restos de cualquier tela. Observó en dos de ellos unas feas heridas, medio ennegrecidas.

Cuando entró el último de aquellos desahuciados, Luther puso al fuego una olla con agua para hacer caldo, añadió dos trozos de panceta y un espinazo de conejo y lo dejó cocer. Les buscó algo de ropa y esperó a que se cambiaran mientras recogía la que llevaban, llena de desgarros y agujeros. Cuando los cinco hombres se repartieron frente al fuego, ansiosos por probar bocado, él tomó asiento a su lado, estudió sus miradas y escuchó sus dramas.

Aunque habían recorrido juntos el último tramo de su complicado éxodo, en realidad eran dos expediciones que el destino había reunido a mitad de camino, a pesar incluso de provenir de bandos diferentes y de haber escapado por motivos también distintos. Entre ellos había dos sacerdotes, un profesor de Jaca tachado de rojo por las nuevas autoridades académicas, un miliciano anarquista del POUM que había conseguido huir de la cárcel y un joven falangista leridano perseguido por sus antiguos compañeros de universidad. Cada uno contó su angustiosa experiencia y las razones que lo habían empujado a arriesgar la vida atravesando unas montañas donde la muerte acechaba detrás de cada risco.

Los tres que habían salido desde el norte de Lérida, de zona republicana, lo habían hecho dirigidos por un falso guía que les había robado primero y abandonado después en medio de la montaña, a la altura de Benasque. Pero como viajaban con la inamovible intención de llegar al santuario de Lourdes, con más resolución que fuerzas en sus piernas, habían continuado camino hacia el valle de Tena y se habían cruzado con el otro grupo que escapaba de zona nacional. La precariedad de su situación, la contrariedad de perder al segundo guía, o los riesgos de morir todos de hambre y agotamiento habían conseguido conciliar a una gente que en otras circunstancias hubiera sido impensable siquiera reunir.

A Luther le sorprendió la familiaridad que se había establecido entre ellos cuando en realidad no eran sino enemigos en aquella guerra fratricida. Al escuchar el relato de los dos sacerdotes, uno era presbítero y el otro diácono de la misma parroquia, entendió hasta dónde podía llegar el horror y la barbarie humana al narrar las brutales palizas que habían sufrido junto a otros curas y seminaristas tres semanas antes, habiendo escapado de la muerte de puro milagro. También le impresionó la precipitada huida del que había sido maestro en zona nacional, cuando tres de sus alumnos, a los que había educado, querido y tratado desde su infancia, lo habían sentenciado a muerte por haberse declarado republicano y haber escondido, en una casa de campo que poseía vecina a Jaca, al anterior alcalde socialista que no era sino su propio hermano.

El miliciano, un barcelonés que había abandonado la ciudad condal con las primeras columnas que se mandaron a Aragón, con la nariz doblada y cinco costillas rotas después de los interrogatorios que había sufrido al ser capturado por una tropa de regulares, se dirigió a Luther para pedirle un favor.

—Mi idea es llegar hasta Pau donde vive un amigo, pero también tengo familia en Tramacastilla de Tena. No sé si pido mucho, pero me gustaría hacerles saber que estoy a salvo, para que a su vez informen a mis padres en Barcelona… Está muy cerca de aquí, al sur de Sallent de Gállego. ¿Usted podría contactar de alguna manera con ellos?

A Luther empezó a rondarle una idea.

—Quizá haya una manera, aunque no sería nada fácil. He de estudiarlo despacio. ¿Podría decirme con quién de su familia debería contactar en caso de que lo intente?

El catalán le facilitó el nombre de su primo y su descripción, agradeciéndole de antemano su disponibilidad. Para sorpresa de Luther, el maestro de Jaca preguntó si también podía utilizar al primo del anarquista para hacer llegar a su familia un correo personal, y a esa segunda solicitud se sumó el joven falangista y también los sacerdotes. Luther les facilitó papel y lápiz y en pocos minutos recogió cinco notas dirigidas a cinco destinatarios diferentes.

Apremiados por abandonar el refugio y retomar su camino antes de que se hiciera de noche, se bebieron el caldo agradecidos por la generosidad de Luther y emprendieron el último descenso hasta alcanzar el valle. Desde allí buscarían un pueblo que tuviera gendarmería donde solicitar la condición de exiliados, para después dirigirse a sus respectivos destinos.

En el momento que Luther se quedó solo, recogió aquellos cinco mensajes y los leyó. Aunque no terminaba de entenderlos del todo, imaginó que detrás de cada uno había historias familiares rotas, recuerdos envueltos en cariño y avisos para aliviar la segura preocupación de unos seres a los que nunca conocería. Retomó la idea que se le había ocurrido, miró por la ventana, y se sintió reconfortado. Aprovecharía la ausencia de Zoe el siguiente jueves para dirigirse montaña abajo en busca del familiar del miliciano en aquel pueblo, al otro lado de la frontera.

Sabía que se jugaba su propia seguridad, pero iba a merecer la pena.

Cuando Zoe llegó aquella noche le extrañaron varias cosas. Encontró una olla con bastante caldo, y sin embargo Luther estaba preparando un revuelto de huevos con setas. Y debajo de una silla descubrió un pantalón muy estropeado y hecho un gurruño que no recordaba haber visto. Pero además, en el ambiente sobrevolaba un tufo que no coincidía con el habitual olor de su compañero de refugio.

—¿Hemos tenido visita?

Mientras dejaba el zurrón sobre una mesa, echó un vistazo a su alrededor sin entender qué estaba pasando.


Date: 2015-12-24; view: 667


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