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UN PACTO DE LEALTAD 1 page

 

 


I

Aeropuerto de Toulouse

Francia

17 de julio de 1937

 

 

Cuando Luther Krugg abrió la portezuela del Junkers, además de una bocanada de calor entraron media docena de gendarmes franceses armados y dando voces. Detrás de ellos iba Anselmo Carretero, que, después de presentarse en alemán, lo urgió a taparse la cabeza con una capucha negra y a abandonar el avión sin perder un solo segundo. Pero la sorpresa del recién llegado fue mayúscula cuando desde el interior de la aeronave vio aparecer a dos mujeres con las que no contaba. Aunque Zoe lo recibió con un cariñoso abrazo y Julia con dos besos, él se quedó helado, al ser consciente del cambio de planes que aquello suponía.

—¿Pero se puede saber qué hacéis aquí? —Su gesto demostró más inquietud que alegría.

—Es un poco largo de contar, pero verás... —respondió Zoe—, Julia y yo nos vimos…

La repentina aparición del piloto alemán, esposado y acompañado por dos gendarmes, congeló su explicación. El hombre miró con desprecio a Luther, lo llamó traidor y bajó las escalerillas murmurando contra él. Zoe, que se había quedado con ganas de justificar a Anselmo por qué se habían sumado a la fuga, decidió hacerlo en ese momento, pero Anselmo no la dejó hablar.

—Vuestra presencia lo cambia todo… —se expresó sin ocultar su enfado—. No hará ni una hora que tuve que explicar a las autoridades francesas qué razones nos habían empujado a organizar esta operación, y aunque las entendieron no me quedó más remedio que aceptar la inmediata llamada a sus homólogos alemanes para evitar un conflicto mayor. Eso va a significar que en pocos minutos aparecerán un montón de compatriotas suyos con ganas de darle captura. Luther ha de entender que su presencia incomoda a ambos países, y en ese sentido lo que están haciendo los franceses tiene mucho mérito. Porque además de movilizarse con inusitada rapidez, han aceptado un trato que le contaré más adelante. —Miró su reloj, resopló agobiado y se dirigió a los tres—: Esperadme dentro del avión.

Bajó las escalerillas corriendo, caminó a buen paso por la pista acompañado por dos de sus hombres y entró en un pequeño edificio de una sola planta cuya azotea estaba plagada de antenas. En el avión, las dos mujeres se sintieron tan agotadas que decidieron volver a sus asientos para recuperarse, mientras Luther tranquilizaba el excitado ánimo de los alanos, que no habían dejado de ladrar desde que habían parado motores. Campeón observaba a unos y a otros bastante desconcertado, aunque optó finalmente por buscar cobijo a los pies de Zoe.



Cuando Anselmo volvió, sus órdenes fueron claras y tajantes:

—Julia, hemos llamado a tus padres y nos han dicho que vendrán a buscarte en un avión esta misma tarde. Como no es conveniente que nadie te asocie con Luther y menos con este suceso, mis hombres te van a llevar a un hotel. —Le pasó otra capucha a Zoe—. Y tú vas a venirte con nosotros hasta que se me ocurra otra idea. Tapaos la cabeza.

Las dos amigas se fundieron en un rápido abrazo.

—¡Ven a verme en cuanto puedas! —Julia jugó con el tirabuzón de Zoe, enroscándolo en su dedo.

—No tenemos tiempo para muchas despedidas —apuntó Anselmo.

—Lo haré… No pienso perderme los encantos de París y menos aún a mi medio sobrino. —Le acarició la barriga—. Aunque he de saber primero a dónde me van a llevar.

Anselmo comprobó la llegada de su transporte y las apremió todavía más. Se dieron dos besos, deseándose suerte, y Julia, desde la puerta del avión, los vio bajar a la pista custodiados por varios hombres. Los esperaban dos vehículos: uno de protección y el suyo, más oscuro y de mayor tamaño, al que habían enganchado un amplio remolque donde estaban subiendo a los perros. Campeón, que había olido a Zoe y acababa de verla entrar en el coche, se les escurrió desde su interior, saltó al suelo y a toda velocidad entró en el vehículo antes de que cerrara la puerta.

Pasado el primer peligro y a unos cuantos kilómetros del aeropuerto, Zoe fue la primera en quitarse la capucha. Entreabrió un poco los ojos, pero los volvió a cerrar al afectarle la luz. A su lado iba Luther y entre ambos su perro. Anselmo, en el puesto de copiloto, no había dejado de hablar desde que habían salido del aeropuerto. En ese momento estaba justificando la urgencia de sus decisiones.

—Calculad cómo van a reaccionar los servicios de inteligencia alemanes en cuanto se enteren de que uno de sus bombarderos ha sido secuestrado por un disidente dispuesto a sacar a la luz sus trapos sucios, aparte del desprestigio que va a producir en España el hecho en sí… —Volvió la cabeza para dirigirse al veterinario—. Luther, te has convertido en el enemigo público número uno. Es muy probable que hoy seas el principal objetivo de la Gestapo y la Abwehr en Francia, querrá localizarte media SIFNE de Franco, posiblemente ciertos grupos franceses profascistas como La Croix de Feu, y seguro que también la SIM italiana. Por eso, cuando estábamos pensando en el diseño de esta operación, convencí al Gobierno francés de los inconvenientes políticos que podía acarrearles tu retención y, por el contrario, las ventajas que iban a conseguir si nos hacían responsables a nosotros, a los servicios secretos republicanos. Su conformidad ha significado que me permitieran hacerme cargo de ti y buscarte un lugar donde puedas desaparecer por un tiempo. Pero me pusieron una condición.

—¿De qué se trata?

—Quieren una detallada declaración de lo que está sucediendo en Alemania, cualquier información que hayas podido obtener de sus líderes y todo lo que sepas en relación con sus planes de futuro. Cuanto antes se lo podamos dar, será mejor para todos porque nos dejarán tranquilos y podremos trabajar en un segundo objetivo que me interesa muy especialmente.

Zoe escuchaba a Anselmo sin saber qué iba a ser de ella. No quería interrumpirlo, pero se acordó de su hermano y necesitó saber de él.

—Imagino que habrá escuchado por radio la noticia del secuestro —respondió Anselmo—, por lo que se imaginará que ha salido bien. De todos modos, antes de salir del aeropuerto dejé instrucciones para que supiera lo tuyo. Se alegrará. Zoe, en cuanto a tu inmediato futuro, no se me ocurren más que dos posibilidades: quedarte en Biarritz con tu hermano o volar a México. Allí cambiarías definitivamente de aires y de sobra sabes con qué alegría te acogería tu amiga Bruni. Si te decidieras por esta última opción, creo que podría hacerme con un pasaje.

Las dos alternativas le interesaron tanto que prefirió pensárselo mejor antes de optar por una de ellas. Respiró más tranquila.

—Señor… —intervino el chófer—. Por detrás del coche de escolta llevamos otro que no se ha separado de nosotros desde Toulouse. Me temo que nos sigue.

Anselmo sacó de sus pies un radiotransmisor y contactó con los otros agentes.

—Despistad a ese coche blanco que nos sigue. Es una orden. Corto y cambio.

—Ok. Ustedes aceleren a fondo mientras nosotros lo frenamos. Corto.

Nada más cerrar la comunicación, el conductor del segundo vehículo realizó una brusca maniobra quedándose en mitad de la carretera, pero con tan mal cálculo que dejó suficiente margen para que el coche sospechoso pudiera superarlo y sembrara de disparos su carrocería. Anselmo, al verlo, pidió a su conductor que pisara a fondo el acelerador, y decidió sacar su pistola. Le pasó otra a Luther. En ese momento circulaban por una carretera llena de curvas después de haber dejado atrás la ciudad de Pau. Sus perseguidores, seguramente con un motor más potente, aprovecharon una buena recta para ganarles terreno, pero gracias a que volvieron a aparecer nuevas curvas no pudieron adelantarlos.

Los perros iban ladrando como locos, seguramente mareados de tantos bamboleos, acelerones y frenazos. Y Zoe, agarrada a Campeón, aunque sabía que estaba en buenas manos, decidió acurrucarse entre las dos filas de asientos observando cómo Luther disparaba a través de los agujeros de bala que habían quebrado el parabrisas.

Anselmo, con la ventanilla bajada, les estaba disparando a las ruedas y al motor, pero la sinuosidad de la carretera le hizo errar, hasta que enfilaron una larguísima recta cuyo final se perdía de vista. La abordaron los tres vehículos con muy poca distancia entre ellos, y fue entonces cuando Anselmo vio una oportunidad. Utilizó de nuevo la radio para dar instrucciones a sus hombres.

—Vamos a frenar de golpe para que os pongáis a su altura. Actuad sin miramientos. Cambio y Corto.

El coche de Anselmo realizó la maniobra planeada, lo que ayudó a que el tercer vehículo alcanzara al sospechoso y pudieran disparar al conductor. La bala que atravesó su cabeza provocó que el coche empezara a dar tales bandazos que después de dos vueltas de campana terminó estampado contra un árbol.

Sin detener el vehículo Anselmo llamó a sus hombres.

—Parad solo un momento para comprobar que hayan muerto. Después volved a por nosotros. Cambio.

Cuando unos minutos después sobrepasaron el pequeño pueblo de Gabas, a escasos kilómetros de la frontera con Huesca, Anselmo recobró una conversación que se había quedado en el aire.

—Hemos elegido un recóndito refugio de montaña para esconderte. Estarás solo, pero con comida suficiente para pasar varios meses sin necesitar nada del exterior. El lugar es conocido como Les Deux Pins. Lo elegimos porque su ubicación es muy discreta y tiene una pequeña cuadra donde cobijar a los perros y un pequeño gallinero. Dada su cercanía a Sallent de Gállego, es el lugar ideal para lo que quiero que hagas por nosotros.

Luther asumió su reclusión, pero no terminaba de entender para qué le dejaban los perros ni qué querrían de él.

—Valoro lo que estáis haciendo por mí, y más aún después de haber arriesgado vuestras vidas, pero no acabo de ver cómo puedo ayudaros desde un lugar como el que me acabas de describir.

Para ponerle en antecedentes, Anselmo comentó la importancia táctica que tenían los Pirineos en aquel momento. Explicó que, después de la pérdida de Santander y de Bilbao, esperaban que Franco se dirigiera a Asturias, lo que podía suponer, si no se remediaba antes, que toda la cornisa cantábrica y con ella una buena parte de su industria armamentística quedase en sus manos. Pero el problema no terminaba con aquella pérdida geográfica; había miedo a que el Ejército nacional volviera a dirigir sus tropas hacia Madrid, o hacia Valencia, donde residía el Gobierno, en un avance que podía suponer el final de la contienda.

—No trabajo en inteligencia militar, pero los que sí lo hacen están pidiendo que atraigamos la atención del enemigo hacia Aragón. Y bajo ese criterio se han iniciado ataques a Teruel desde Valencia y a Huesca por Cataluña. Pero además sabemos que a través de las montañas se está produciendo una intensa actividad de espionaje, que el tráfico de material bélico y de dinero aumenta cada día, y que Franco está reclutando a importantes mandos militares huidos desde Cataluña que vuelven a España por los Pirineos para combatirnos. En definitiva y por lo que a mí respecta, como responsable de los servicios de información exterior necesito saber qué está sucediendo en estas montañas, y además me he propuesto mejorar la comunicación entre ambos lados. Y ahí es donde te necesito, Luther; a ti y a esos perros que transportamos.

Zoe y Luther se miraron sin entender en qué estaba pensando. En total se habían traído diez alanos, de ellos dos cachorros. Los escucharon ladrar.

—¿Qué pueden hacer los perros?

—Actuar como espías —proclamó Anselmo esperanzado.

—En vuestra guerra, claro… —apuntó Luther en un frío tono de voz.

—¿Alguna objeción?

—Una no, muchas… Precisamente he huido de la Alemania nazi para no seguir fabricando perros de guerra. Si ahora me pide que los entrene como espías, aparte de no entender cómo, estaría haciendo lo mismo que he odiado con toda mi alma. Aunque entiendo sus esfuerzos por frenar el fascismo en España, lo siento, pero no cuente conmigo. No lo haré.

La decisión de Luther echaba por tierra el plan de Anselmo, la justificación de aquel destino y la presencia de los perros. Apretó las mandíbulas, hizo sonar los dedos y después de repensárselo a fondo se le ocurrió otra solución.

—Zoe, tú aprendiste a adiestrar a perros mensajeros cuando estuviste en Suiza, ¿verdad?

—Lo hice, sí…

—¿Podrías conseguir que atravesaran las montañas ellos solos, pasando información de un lado a otro de la frontera?

—Es difícil, pero no inviable…

Al contestar a Anselmo como lo acababa de hacer, sabía que se estaba metiendo ella sola en la boca del lobo. Pero se sintió empujada a ayudar, a devolverle el favor de su huida de España aunque en realidad no la hubiese programado, a responderle como amigos que eran.

—¿Me ayudarías?

Zoe miró a Luther y se imaginó viviendo aislada junto a él. La idea no le seducía demasiado, pero tampoco veía nada malo en que un perro trasladase información secreta de un punto a otro, con ello no ponían en riesgo su vida. Por eso se decidió, sin pensárselo mucho más.

—Gracias, Zoe, gracias… —Le pagó con una sonrisa llena de complicidad—. Dispongo de una eficaz red de agentes introducidos en la retaguardia enemiga desde Elizondo hasta Canfranc que trabajan con un único objetivo: recoger y trasladar cualquier información que pueda sernos útil. El problema es que al estar infiltrados en territorio enemigo no pueden usar la radio ni otros medios con los que trasladar los mensajes y lo tienen que hacer en persona, entre ellos, lo que implica una alta exposición. De hecho, hace menos de un mes perdimos dos agentes. Sin embargo, un perro no levantará sospechas, sobre todo si trabaja de noche y fuera de las vías comunes que unen ambos países. ¿Cómo lo ves?

—Cuenta conmigo —resolvió Zoe.

Anselmo lo celebró con un sonoro manotazo sobre el salpicadero.

—Perfecto… ¿Cuánto tiempo necesitarás para entrenarlos?

Zoe calculó que en dos meses podría tener dos o tres perros preparados, aunque no solo iba a tener trabajo con los animales, tendría que estudiar a fondo el terreno, buscar qué sendas de montaña eran las mejores para alcanzar el otro lado de la frontera, y sobre todo ponerlos a prueba.

—Creo que a mediados de septiembre podrían empezar. Pero no necesitaré tantos perros; con los dos cachorros y uno más que está a punto de cumplir el año tendré suficiente. El resto está entrenado para derribar vacas de monte y es difícil cambiar sus habilidades una vez adultos. ¿Qué opinas tú, Luther?

—Es cierto —contestó de forma seca.

—En Vevey aprendí varias técnicas para adiestrar perros estafeta. Y recuerdo una con la que conseguíamos que cubrieran distancias kilométricas sin perderse; quizá sea la más adecuada para el tipo de tarea que quieres que ponga en marcha.

—¡Excelente, excelente! —Anselmo no podía demostrar más satisfacción.

Aceptó sus plazos, pero no el volverse con los perros que le sobraban. Razonó que, si alguien los reconocía, podía hilar pistas y poner en riesgo la operación y su seguridad. Se comprometió a tener organizado para septiembre un sistema con el que hacerle llegar los mensajes, y volvió a agradecer su disponibilidad.

Habían dejado atrás la carretera general y circulaban por una pista de tierra, a partir de la cual solo había bosques y praderas. Nada más detenerse los coches, todos sus ocupantes los abandonaron con ganas de estirar las piernas. En una arboleda cercana esperaban dos caballos amarrados, con los que iban a terminar de ascender hasta el refugio. Soltaron a los perros, y sin perder tiempo emprendieron la ascensión a la montaña antes de que se hiciera de noche. Al no haber previsto una montura para Zoe, esta tuvo que ir a espaldas de Anselmo, lo que hizo que escuchara toda la conversación con el alemán. Durante más de una hora Luther explicó los proyectos en los que había estado trabajando, se explayó sobre la personalidad de Heydrich y de Von Sievers, desveló con detalle la realidad y los fines últimos de los campos de concentración, y sobre todo el significado que tenía el proyecto bullenbeisser para algunos dirigentes nazis.

Entre tantos nombres, lugares y datos como surgían en aquella conversación, Zoe terminó concentrándose en sus propios pensamientos. Recuperar el trabajo con perros tenía su atractivo y entrenarlos en una nueva tarea también, pero convivir con un hombre al que apenas conocía y en un lugar donde no podrían escapar el uno del otro empezó a generarle dudas. Aprovechó el largo ascenso para estudiar los gestos y expresiones de Luther por si le daban una pista sobre su forma de ser. Pero no llegó a grandes conclusiones.

El refugio de Les Deux Pins era pequeño y carecía de cualquier comodidad. Disponía de dos habitaciones. La más grande servía de dormitorio, salón, comedor y cocina, y la segunda de almacén. Por no tener no tenía ni aseo. Aquel lugar estaba pensado para montañeros que necesitaban un lugar a cubierto para pasar la noche y protegerse del frío, pero no para vivir varios meses. Sin embargo, el establo era más grande; permitía guardar tres o cuatro caballos con holgura, disponía de un amplio corral ideal para los perros y abundante paja y heno para hacerles la cama a unos y a otros. En una de sus esquinas se abría una pequeña habitación con un colchón en el suelo que tendría más pulgas que lana, pero que tomaba provecho del calor de las bestias.

—Uno de los dos tendrá que dormir en el establo, claro. —Dada la escasez del alojamiento, Anselmo terminó su papel de cicerone muy pronto—. Tenéis comida en conserva para pasar estos dos meses, pero en breve será época de setas, y el bosque os puede ofrecer algún conejo. Además de mantas, hemos dejado ropa, aunque siento decir que es de varón. —Miró a Zoe con un gesto de disculpa—. En septiembre te traeré algo más apropiado, te lo prometo.

—No pasa nada… —Ella tragó saliva al constatar una limitación más a las muchas que tenía aquel lugar. Entendió que para aislar por completo a un perseguido como Luther tampoco habría muchos destinos mejores, y ya había pasado por situaciones difíciles, por lo que decidió afrontarlo con la mejor actitud posible.

—Yo dormiré en el establo —señaló Luther.

—Estaremos bien —añadió ella antes de despedirse de Anselmo con un beso.

—Tú, Luther, no te dejes ver, y si puede ser quédate siempre dentro. Sé que os estoy pidiendo a los dos un gran esfuerzo, pero también que llegará el día en que os lo devolveré. Cuidaos mucho, y nos vemos pronto. ¡Suerte!

Anselmo, mientras deshacía el camino de vuelta con sus hombres, decidió hacer una parada para inspeccionar a fondo el vehículo accidentado y sus ocupantes con intención de recoger de ellos toda la información posible. De la documentación que llevaban encima dedujeron que eran alemanes, quizá de la Abwehr. Como el coche se había separado bastante de la carretera y nadie había reparado en él todavía, todo estaba igual a como lo habían dejado. O casi todo, porque se juraron que habían visto a cuatro ocupantes y no a tres, como había en ese momento.

Unas horas después Zoe empujó a Campeón para hacerse su hueco en la cama, se tapó hasta arriba con dos mantas y observó el fuego que calentaba el interior del refugio. Imaginó a Luther en aquel colchón sucio en compañía del único caballo que les habían dejado, y de los alanos, y se alegró de las sábanas limpias que le habían correspondido. Jugueteó con una oreja de campeón, mientras notaba que se dormía hecho un ovillo, y repasó sus veinticuatro últimas horas vestida con un grueso jersey de lana tres tallas más grande que la suya, y unos largos calcetines que pasó por encima del pantalón. Había corrido una arriesgada aventura que por suerte había terminado bien. Pensó en su padre con nostalgia, pero también en su madre al saberse en su tierra natal. Les agradeció los pocos y gratos recuerdos que habían impregnado su infancia, y se vio abriendo un nuevo capítulo de su vida, entre montañas, perros y un hombre del que lo desconocía todo.

 


II

Sótanos de la comandancia militar del Bidasoa

Irún

18 de julio de 1937

 

 

Andrés Urgazi estaba amarrado a una silla y con dos hombres a su lado empeñados en conseguir su confesión. Uno de ellos era Troncoso y el otro un matón con los puños de acero. Lo sabían bien sus mejillas y sus dos cejas reventadas, como también la boca de su estómago después de haber recibido una incontable cantidad de golpes. Llevaban tres horas de intenso interrogatorio y todavía no habían conseguido que de sus labios saliera una sola palabra que lo encausara.

—No tenemos ninguna prisa y tú tienes mucha sangre todavía que perder. Piénsalo.

Troncoso tomó asiento a su lado, se lavó las manos para eliminar los restos de sangre y bebió un poco de agua. Le ofreció el vaso, pero cuando iba a beber le tiró el contenido por la cara y lo abofeteó a continuación con todas sus ganas. Andrés se repasó la dentadura con la lengua y notó el agujero de una muela que acababa de saltar por los aires.

—No tengo nada que decir —contestó una vez más.

El segundo tipo masculló dos palabrotas y abrió una funda de cuero para elegir qué instrumental iba a utilizar a continuación. Andrés lo miró de reojo resignado. Ya había pasado por el suplicio de tener su cabeza dentro de una cuba de agua hasta perder el conocimiento, le habían levantado una a una las uñas de los pies, provocándole un insoportable dolor, y todavía sentía la carne de la espalda retorcida y ulcerada bajo el efecto de unos alicates.

—Por enésima vez. ¿Por qué huiste del equipo de seguimiento que te pusimos durante tu viaje a Burgos? ¿A qué fuiste y qué nos querías ocultar? ¿Con quién te viste? —preguntó Troncoso.

Andrés trató de hablar, pero al notar cómo la afilada lanceta que había elegido el verdugo para empeorar su martirio empezaba a atravesar la carne de su dedo solo pudo gritar.

—Propuse tu seguimiento después de que la gendarmería francesa desmontase una buena parte de nuestras actividades en Francia por culpa del testimonio de un traidor, lo que significó la detención de cinco de nuestros agentes. Y resulta que solo un día después de aquella redada abandonaste tus tareas apareciendo en Burgos con no sé qué objetivo, pero en todo caso fuera de mi control. Y encima, al repasar tu historial militar, ha aparecido un hecho que solo empeora tu situación; y me refiero a tu relación con el coronel Molina.

—Fui a Burgos… por motivos personales. Y claro que escapé… de los que me seguían… —Tragó saliva y apretó los puños en un intento de combatir los latigazos de dolor que le subían por la pierna—. Porque pensé que eran… agentes republi… canos —consiguió terminar la frase.

Troncoso sacó la pistola, cargó la recámara con una bala, y se la plantó en la entrepierna.

—¡O confiesas o te reviento los huevos!

Andrés leyó en su mirada una decidida intención de llevar a cabo la amenaza, cerró los ojos, y una oleada de sudores fríos recorrió su espalda antes de escuchar la detonación. Imaginándose lo peor, bajó la cabeza. Suspiró al ver el agujero en la silla, a cinco centímetros de sus partes íntimas.

En ese momento entraron dos agentes para sustituir a los anteriores, pero Troncoso decidió dar por terminado el interrogatorio hasta la mañana siguiente.

—Hoy no te has ganado la comida… Dadle solo agua.

Lo desataron y se lo llevaron a rastras hasta tirarlo dentro de una apestosa celda donde no había ni medio natural donde evacuar las necesidades y mucho menos ventilación. Los propios guardianes sintieron náuseas.

Andrés, una vez a solas repasó una a una sus heridas. Las limpió con su propia saliva y una tira de camisa, y trató de no rozarse con la porquería que había a su alrededor para evitar una segura infección. En su primera noche apenas pudo dormir mientras pensaba una y otra vez cómo podía convencerlos y salir vivo de aquello, pero al final no le sirvió de nada, porque al día siguiente todos los argumentos que se le habían ocurrido fueron vanos. Desde primera hora había tenido al equipo de Troncoso dedicado a ensayar con él los más sofisticados suplicios, pero tampoco le habían hecho hablar. Hasta que a media tarde entró otro de sus hombres con una urgente noticia.

—¿Estás completamente seguro?

—Del todo, señor. Lo hemos pillado hace solo una hora pasando información a través de un transportista. Nuestro traidor se llama Lucca Spertinni, el italiano enviado por sus servicios secretos para supuestamente ayudarnos. Acaba de confesarme su afiliación anarquista.

Troncoso se cagó en todos sus muertos y tiró al suelo el largo palo de caucho con el que acababa de golpear a Andrés. Él mismo le soltó las correas y mandó que avisaran a un médico para curar sus heridas.

—No sé qué puedo decir.

Andrés lo miró a los ojos, los suyos inyectados de rabia, y contestó con toda la firmeza que pudo.

—No vuelvas a dudar de mí…

* * *

A doscientos treinta kilómetros al sur, Oskar Stulz esperaba una llamada en su despacho. A la hora convenida, con absoluta precisión, sonó el teléfono. Al cuarto tono descolgó el auricular y una voz surgió al otro lado de la línea.


Date: 2015-12-24; view: 508


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