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AHORA ESTÁS A MI LADO 22 page

Katherine, mientras, observaba todo a su alrededor, llena de angustia. Trataba de repetirse mil veces su nuevo nombre, y dos de cada tres se le olvidaba. Atacada por los nervios miraba una y otra vez su documento, recontaba el dinero para el embarque, y no hacía más que mover de una pierna a otra la maleta que le había hecho Luther. En su angustioso estado, cualquiera de los que estaban a su alrededor le parecía sospechoso.

Luther sacó de su portadocumentos el cable con los datos de su reserva y lo dejó encima del mostrador. Una mujer de avanzada edad, demasiado maquillada para sus años y con una necesidad imperiosa de adelgazar no menos de cincuenta kilos, recogió los papeles y buscó su nombre en la lista de pasajeros.

—Aquí está…, Krugg, Luther. ¡Ajá!

Arrancó una tarjeta de un talonario, la rellenó con sus datos, le asignó un número de camarote a partir del esquema interior del navío que guardaba a su derecha, y le explicó que lo encontraría en la cubierta de primera clase. Ni Luther ni Dieter habían caído en el detalle de que Katherine iba a viajar en segunda, y le pareció mal viajar tan separados.

—Perdone que le moleste, pero querría hacerle una pregunta —Luther bajó el tono de voz.

—¡Hábleme alto! —Se señaló un oído, justificando su media sordera.

—¿Le quedan camarotes en segunda clase? Querría cambiar el mío.

La mujer se lo hizo repetir más alto, lo que supuso que todos los presentes se volvieran, perfectamente enterados de lo que preguntaba.

—Sí, sí… Todavía quedan. —Lo miró extrañada. Los cambios de segunda a primera eran frecuentes, pero no al revés. Decidió que tipos raros había por todas partes—. Le puedo dar uno, pero perderá la diferencia de dinero, cuarenta marcos.

—No hay problema —contestó, tratando de volver al anonimato.

La mujer terminó el trámite, borró el número del camarote anterior, escribió encima el nuevo y le estampó el sello.

—Salga por esa puerta, camine unos doscientos metros hasta que se encuentre con el muelle a su derecha, y a otros trescientos encontrará el control de embarque. No pierda mucho tiempo porque el barco tiene previsto el desamarre en menos de media hora.

Luther tomó la salida indicada, pero no pudo evitar echar un último vistazo a Katherine, a la que vio morderse los labios con una expresión que rayaba el espanto, visible a pesar de las gafas con las que trataba de camuflarse.

Una vez que la dependienta de la naviera terminó de tramitar los billetes del matrimonio de ancianos y el de la joven, así como los de otros dos hombres después, le tocó el turno a Katherine. Con el ataque de nervios que tenía le costó una barbaridad localizar sus papeles dentro del bolso. Se quiso morir cuando la mujer le pidió el dinero de la travesía y se le cayó el monedero al suelo rodando todo su contenido por la estancia. Dos amables caballeros se prestaron a recogerle las monedas y los billetes. Ella lo agradeció con una tensa sonrisa, y se puso a contarlo para pagar. Pero una y otra vez se perdía en la cuenta, ante la desesperación de la mujer del mostrador.



—Señora… —miró su pasaporte— Mussen, déjeme que lo haga yo. Si me espero a que usted termine, haremos perder el barco a los restantes pasajeros.

Con la mirada puesta en la encargada, ni ella ni Dieter vieron cómo desde el final de la fila se había ido acercando la última mujer que había entrado en la oficina, la de aspecto elegante. Pero sí escucharon su voz cuando se dirigió a ellos en voz baja.

—Katherine no viajará a Londres. ¡Ni lo intente, herr Dieter Slummer!

Él se volvió desconcertado. Los ojos de la mujer, de un insultante color lila, parecían estar hechos de hielo en ese momento. El periodista sintió una extraña presión sobre su estómago, y al mirar vio la boca de una pequeña pistola que le encañonaba el vientre.

—Pero… —Dieter trató de pensar a toda velocidad, con las protestas de la dependienta por detrás, que veía a su clienta dándole la espalda sin escucharla.

—Sin peros. —La mujer, en un bajo tono de voz para que solo ellos la oyeran, les adelantó que trabajaba para las SS y que hicieran exactamente lo que les iba a decir. Se dirigió a Katherine—. Usted acabe de pagar el billete, recójalo, y después me lo va a dar a mí. Y todo eso sin hacerse notar. —Continuó con Dieter, que no podía estar más preocupado por lo que les podía pasar—. Y usted, herr Slummer, va a salir ahora mismo por la puerta de entrada, donde le estarán esperando dos de mis hombres. De obedecerme o no, dependerá que la señora Krugg consiga un billete de barco o una cartilla de defunción. Usted verá.

La nazi vio salir a Dieter y esperó a que Katherine terminara con sus trámites. La mujer de Luther, al borde de un ataque de histeria, le pasó su tarjeta de embarque sin dejar de mirar la puerta por donde había salido su marido, con el vano deseo de que regresara en su ayuda.

—Y ahora sígame.

La mujer la agarró con tal fuerza del brazo que ella protestó por el dolor.

A la salida del pabellón las esperaban dos oficiales de las SS de uniforme y Dieter Slummer esposado. Eva, como la llamaron sus compinches, les entregó a una Katherine rota en llanto. Y antes de darse la vuelta, se dirigió a ella.

—Cuidaré bien de su marido. Descuide.

Uno de los nazis estuvo a tiempo de frenarla antes de que se lanzara a por Eva completamente fuera de sí.

En el muelle, el buque había empezado a admitir las primeras entradas de pasajeros.

Luther, ya embarcado y desde el exterior de su cubierta, no entendía el inexplicable retraso de su mujer. Iba reconociendo uno a uno a todos los que había visto llegar más tarde que ella.

Eva ascendió por la rampa. Tomó las escaleras interiores del buque hasta que le vio a través de la escotilla de una puerta. Se sonrió. Salió al exterior y se colocó a su lado.

—¿Viaja solo?

Al volverse, Luther reconoció a la mujer que había entrado en último lugar al despacho de billetes. Su voz no le pareció del todo desconocida.

—Sí, sí. Yo solo.

Le devolvió la misma pregunta para no parecer descortés.

—Yo también, aunque quizá no por mucho tiempo —contestó misteriosa. La salida de unos rayos de sol iluminó sus ojos dotándolos de un increíble color azul lila. Le ofreció la mano mientras se presentaba—. Mi nombre es Martha Mussen.

Luther reconoció el falso nombre de su mujer y se quedó paralizado, sin entender nada.

—Herr Luther Krugg, su amigo Dieter Slummer y su deliciosa mujer Katherine viajan en este momento hacia un centro especial donde serán interrogados y después aislados, por lo menos hasta que usted cumpla su misión en Inglaterra. El periodista, por cierto, un sucio traidor a Alemania, estaba bajo sospecha desde que supimos que había dirigido un seguimiento a nuestro embajador y a usted mismo en Argentina. Lo descubrimos al recuperar el carné de prensa de uno de sus corresponsales, que según tengo entendido tuvo un fatal accidente. Como lo teníamos estrechamente controlado desde entonces, supimos que le hizo una visita no hará ni dos semanas. Y aunque no pudimos averiguar todo lo que hablaron, interceptamos sus posteriores gestiones encaminadas a falsificar la documentación de su mujer. No había que ser muy espabilado para deducir cuáles eran sus intenciones; imprudentes y nada buenas, desde luego. Y por cierto, mi nombre es Eva Mostz.

Luther la escuchó completamente petrificado, y más aún al haber reconocido el nombre de la mujer que había interceptado su llamada a Katherine desde la finca de Nores.

—Debe de tratarse de una equivocación —se le ocurrió decir, lejos de saber cómo enfocar la delicadísima situación.

—¿Equivocación, dices? Lo que no termino de entender es lo que han visto mis superiores en ti —decidió familiarizar el trato—. Porque, después de vuestro intento de huida, si hubieras sido cualquier otra persona, habría recibido una inmediata orden de fusilamiento. La importancia de tu misión te ha salvado, piénsalo. Yo lo encuentro incomprensible, pero así es.

—Como le hagáis algo a mi esposa… —Cerró los puños indignado.

—De momento olvídate de ella, y si quieres recuperarla, tendrás que obedecerme en todo, absolutamente en todo lo que yo te diga. No juegues conmigo, te lo aconsejo. Con una sola llamada que haga, tu mujer podría saber qué significa de verdad la palabra dolor. Por eso, y vista tu tendencia a traicionarnos, desde este mismo momento me convertiré en tu sombra y no me despegaré de ti hasta dejarte de vuelta en Grünheide.

Media hora después, uno de los encargados de la cubierta de segunda clase les cambió los dos camarotes individuales que tenían asignados por uno de matrimonio, después de que la mujer le dejara caer en la mano un billete de diez marcos imperiales.

Cuando entraron, Luther se horrorizó al ver que era tan estrecho que apenas entraba la cama. Una cama que tenía de matrimonio solo el nombre, porque no excedía de un metro diez de ancho. Luther dejó su maleta en el suelo y sin dirigirle la palabra se puso a deshacerla. Ella se desabrochó su entallada chaqueta y la lanzó hacia una silla; la siguieron un fular de seda y un cinturón. Se descalzó aliviada y se tumbó sobre la cama soltando un largo suspiro.

—Debes de estar desarrollando un trabajo excepcional para que mis jefes tengan tanto interés por ti. Excepcional o imprescindible.

—Si supieras qué poco me gustan…

Ella no se dio por aludida, desplegó su melena por la almohada y buscó en su bolso de mano un paquete de cigarrillos.

—Ni se te ocurra.

—¿El qué? —contestó ella sin ceder un solo ápice de autoridad.

—Fumar.

Metió la mano otra vez en el bolso y extrajo una pequeña pistola con la que le apuntó sin pestañear.

—Vamos a dejar claro quién da las órdenes de ahora en adelante. Hasta que volvamos a Alemania, si me apetece respiraré hasta tu propio aliento. Quiero que te quede claro. Así que vete moderando tu mal genio, y a ser posible relájate un poquito.

Luther se mordió la lengua, apretó la mandíbula y continuó colocando su ropa en el pequeño armario. La mujer se fumó a gusto su cigarrillo, y al acabarlo se levantó de la cama, cerró con llave la puerta del camarote y buscó el baño.

—Me voy a dar una ducha. Sé bueno mientras.

Le lanzó un beso con los dedos, dejó la pistola sobre el lavabo y cerró la puerta tras ella.

Luther miró por la escotilla furioso. Su plan de huida no había tenido éxito, pero se juró que no sería el último.

 


XVI

Escuela de Veterinaria

Madrid

8 de junio de 1936

 

 

Oskar Stulz llamó a la puerta de un despacho.

—¿Se puede?

Desde su interior, una voz aflautada aprobó su petición.

El alemán entró decidido, echó un rápido vistazo al mobiliario, identificó al hombre que buscaba al leer su cargo en una pequeña placa sobre su mesa, y se presentó.

—Si he sido bien dirigido, tengo entendido que usted se responsabiliza de impartir en esta escuela una asignatura denominada Zootecnia Especial de Equinos, Perros, Bóvidos y alguna especie más.

—Pues sí, le han informado bien. Pero, discúlpeme, ¿podría saber con quién hablo?

Oskar se presentó, excusándose a continuación por el precario español que hablaba. Observó al catedrático. Por su pelo, rasgos o color de ojos, parecía tan ario como él.

—Si se encuentra más cómodo, no dude en usar su lengua. No tengo problema.

—Lo celebro —respondió Oskar, mientras dejaba el sombrero sobre una silla, relajaba su postura cruzando las piernas y se desabrochaba el botón de la chaqueta. Para un mejor desarrollo de aquella entrevista había descartado vestir de uniforme.

—¿En qué le puedo ayudar?

—Me habló muy bien de usted un abogado con el que he coincidido de caza en varias ocasiones, don Prudencio Ramírez. Lo conoce, ¿verdad?

Su amistad venía de años, confirmó el profesor.

—A mí no me encontrará pegando tiros por ahí, pero sé que a mi viejo amigo Prudencio le pierde.

—Como también le pierde el mundo del perro —apuntó Oskar—. O recorrer los pueblos más recónditos de Castilla que uno se pueda imaginar, recuperando viejas leyendas. Y en ese sentido, hace unos días me pasé un momento por su bufete para pedirle consejo sobre algo que ando buscando, y me recomendó que acudiera a usted.

—Pues ya me dirá en qué puedo ayudarle.

—Le cuento: llevo un tiempo buscando cualquier trabajo o estudio histórico que aborde las razas caninas de origen español. Hasta hoy he podido encontrar algunos datos y escritos salteados, pero todavía no he dado con algo científicamente sólido y profundo. Al igual que a su amigo y abogado, a mí también me apasiona la caza, y con esa excusa me he recorrido esa España de pueblos recónditos que tan bien conoce. Gracias a ello he recogido jugosos testimonios, escuchado leyendas, y he podido ver perros de razas muy viejas entre pajares, apriscos, majadas y rediles. Pero no he sido capaz de dar con ningún trabajo serio. —Sacó desde un bolsillo una libreta negra y una pluma, dispuesto a tomar notas.

El catedrático, sin disimular su satisfacción por tratarse de una de sus materias preferidas, le dirigió a continuación varias preguntas con idea de centrar mejor lo que necesitaba y hacer así más eficaz su respuesta. Oskar se las contestó.

—Entre todas las razas busco las más remotas en el tiempo, y en concreto las más comunes durante el primer milenio. Quiero saber cómo eran morfológicamente, sus posibles orígenes, qué usos se les daban, cómo se relacionaban con el hombre, y muy especialmente qué razas actuales descienden de ellas.

El hombre se levantó de su sillón, pidió permiso para pasar por delante de él, dada la estrechez del habitáculo, y buscó sin éxito un título en una de las estanterías. Lo intentó después en una desordenada pila de libros apoyados en el suelo, hasta que con gesto de triunfo se hizo con uno de tapas rojas.

—¡Aquí está!

Sopló sobre el lomo para eliminar el polvo, y lo abrió por sus primeras páginas para localizar el índice.

—Este es el único libro oficial que recoge nuestras razas caninas; un libro vigente desde mil novecientos once, donde encontrará descritas todas sus genealogías. Pienso que, con un poco de paciencia y echándole tiempo, va a poder descubrir varias referencias de lo que busca. Le tocará descartar la información más actual, pero sé que le ayudará a dirigir sus siguientes pasos. Porque, si no recuerdo mal, salvo una escueta explicación histórica de cada una de las razas, la datación retrospectiva de sus líneas familiares la inicia en el siglo XIX.

Oskar aceptó su préstamo con la promesa de devolvérselo al finalizar el estudio.

—Joven, dada la amistad que compartimos con don Prudencio, no he querido preguntar qué interés puede tener un alemán en hurgar en el pasado de nuestros perros, pero si quisiera despejar mi curiosidad, se lo agradecería.

Oskar, previendo esa pregunta, la contestó con rapidez.

—He de reconocer que cualquier cosa que tenga que ver con el mundo de los perros me apasiona. Pero para ser más concreto, y como criador de bracos, mantengo la sospecha de que en algún momento su sangre se tuvo que cruzar con la de algún perro español. Mi pretensión es aclararlo en la medida de lo posible, y de paso recorrer la larga tradición e historia canina que posee España y conocer mejor las razas que su nación ha dado al mundo.

El catedrático miró con discreción la hora en su reloj y se inquietó. En cinco minutos tenía junta de estudios con todo el claustro de profesores. Forzó la despedida de Oskar al levantarse de su silla de golpe, obligando a hacer lo mismo al alemán. Recogió de una percha una chaqueta de tweed, un bloc de notas, dos lápices, y poco menos que empujó a su visitante hasta sacarlo de su despacho, eso sí, instándolo a que le hiciera partícipe de sus descubrimientos.

—Le deseo un fructífero recorrido por el libro, y que disfrute conociendo a esos animales que también han hecho historia de esta vieja España; unas razas de perros cuyos nombres perduran a lo largo de los siglos. Me refiero a los mastines, lebreles o galgos, perdigueros, sabuesos, alanos y podencos. Todos ellos son parte de un legado del que nos sentimos muy orgullosos.

Oskar estrechó la mano del catedrático, volvió a agradecer su ayuda, y se despidieron tomando caminos opuestos. Él bajó las escaleras buscando la salida, pero al atravesar el atrio le llamó la atención su panel de avisos. Estaba ocupado en más de una tercera parte por el retrato ridiculizado de su Führer, acompañado con la gama más variada de insultos hacia Alemania. Se acercó hasta el corcho, le pareció que nadie lo estaba mirando, y sin pensárselo dos veces arrancó la foto de Hitler, la dobló con respeto y se la guardó en un bolsillo.

Pero dos alumnos lo habían visto.

—¿Para qué la quieres? —se envalentonó uno.

Oskar se dio media vuelta y sin hacerle caso siguió caminando, pero no le dejaron dar ni dos pasos.

—Me pregunto qué coño puede estar haciendo una rata nazi por aquí —se creció el segundo.

Oskar le retorció la mano después de habérsela quitado de encima cuando trataba de retenerlo.

—¡Dejadme en paz!

—¿Acaso no has leído al entrar que esta es una escuela libre de fascistas?

Oskar trató de escurrirse hacia la salida, pero no se lo permitieron, viéndose de nuevo rodeado. De los primeros murmullos se había pasado a hablar a voces, lo que estaba atrayendo a más gente, tanto alumnos como profesores. Entre ellos apareció Zoe, que había ido a recoger unos apuntes que Bruni le había dejado en una taquilla. Su presencia en la escuela no era casual. Desde hacía siete meses seguía el mismo procedimiento cada vez que su amiga no se los podía dar en mano. Porque además de los apuntes, Bruni le pasaba los libros y todo el material necesario para que pudiera estudiar su tercer curso de carrera sin el conocimiento de Max y a espaldas de la escuela. Decidida a cumplir la promesa hecha a su padre y sin dejarse vencer por las contrariedades, aunque fuera a costa de su descanso, Zoe había tomado aquella decisión empleando para ello una buena parte de sus noches y domingos.

Su sorpresa, al reconocer a Oskar como centro del problema, fue extraordinaria.

No podía entender a qué habría venido y menos aún qué razones tendrían para estar reteniéndolo. Cuando escuchó lo que uno de los alumnos le dijo, dudó qué hacer.

—¡Espera…, espera! Que aún no hemos acabado de hablar contigo, puto nazi.

Oskar sintió una gran inquietud ante su tono de amenaza, pero aún empeoró más al constatar cómo se arremolinaba cada vez más gente, y las miradas poco amistosas que le lanzaban.

—¡Propongo una asamblea para que nos explique sus teorías! —La idea partió de uno de los dos primeros, quien además de gritarlo con todas sus ganas le acababa de tirar una mano al pecho y le retorcía el nudo de la corbata con la otra.

—Déjate de bobadas y démosle una buena paliza! —propuso otro con los puños cerrados, deseando romperle la cara.

—¡Saquémoslo a la calle! —resolvió un tercero, dando por asumida la idea del anterior.

Oskar se vio tan seriamente amenazado que sin pensárselo dos veces sacó una pistola.

—¡Al próximo que se acerque lo mato!

El corro se abrió de inmediato, lo que le permitió caminar de espaldas buscando la salida.

—¿Qué está pasando ahí? —la voz del director de la escuela se elevó sobre el resto.

Oskar miró a sus espaldas, no fuera que alguien lo sorprendiera, observó al director, a los amenazantes alumnos, y fue en ese momento, entre una y otra cabeza, cuando vio la de Zoe.

Atónita, se tapaba la boca con las manos.

* * *

A eso de las tres de la madrugada del mismo día, en la garita de vigilancia del polvorín número tres y dentro del arsenal ubicado en el cuartel de Campamento, el soldado que llevaba tres guardias seguidas esa semana luchaba para no dejarse vencer por el sueño.

Cinco hombres, ajenos a esas instalaciones, observaban atentamente sus movimientos desde un lugar a resguardo. Habían neutralizado a otros tres vigilantes con un poco de cloroformo y un pañuelo sucio, el único que Mario, el Tuercas tenía a mano en ese momento, cuando otro de sus compañeros de escuadrilla destapó el botecito con el anestésico. Si conseguían reducir a ese último, solo les faltaría reventar el grueso candado que cerraba la puerta de acero del polvorín para hacerse con todos los explosivos que pudiesen cargar las dos mochilas que faltaban por llenar. Las otras tres iban hasta arriba de pistolas, robadas en otra zona del arsenal.

—Si nos pillan se nos va a caer el pelo —susurró el más timorato del grupo, un camarero afiliado a la FAI por obra de su mujer, una hembra con más arrojo que dos hombres juntos. Los demás lo riñeron hartos de él, pero resignados a tener que llevárselo a esas misiones, no fuera que tuvieran que enfrentarse con su esposa—. Tenemos cien pistolas, pero sin balas es como si no las tuviéramos… Ya me diréis cómo nos vamos a defender si empiezan a dispararnos…

—Si no te callas de una vez, juro que en cuanto tenga una de esas balas te la dedico a ti solito —intervino el jefecillo del grupo. Observó detenidamente la garita y contó los segundos que tardaba el vigía en golpear su cabeza con la pared cada vez que se dormía. Iba rebajando su tiempo poco a poco, hasta que en una de las ocasiones no volvió a enderezarse y la dejó apoyada. Aguantaron un poco más hasta comprobar que se trataba de algo definitivo—. Bueno, parece que por fin se ha dormido. —Se dirigió a Mario—. Ahora te toca a ti. Sube con el cloroformo, le das una buena dosis como para que no despierte en una semana, y cuando hayas terminado nos haces una señal. Tú quédate arriba vigilando mientras nosotros nos hacemos con la dinamita.

Mario aceptó la tarea, examinó la explanada que separaba su escondite de la garita, y al no ver a nadie se calzó un gorro negro de lana y corrió hasta la base de la torreta. Tomó las escaleras interiores y en menos de cinco segundos levantaba la trampilla del suelo y entraba con absoluto sigilo en su interior. El mozo roncaba de lo lindo. Destapó el frasco con el anestésico, empapó el pañuelo con una cuarta parte de él, y fue hacia el soldado. Contó hasta tres y se lo plantó entre la nariz y la boca, preparado para evitar su reacción. El hombre trató de zafarse, pero la sustancia actuó con rapidez y la fortaleza de Mario se lo impidió. Se asomó por un ventanuco en dirección a sus compañeros y levantó los dos pulgares. Corrieron hacia el recinto de explosivos sin perder de vista los alrededores. El cuartel dormía a esas horas. Buscó la pistola del soldado, comprobó que estaba cargada, se la echó al cinto y se puso a inspeccionar desde aquellas alturas el perímetro del recinto militar.

La idea de hacerse con las armas había surgido a partir de la última reunión de su grupo libertario, cuando después de haber repartido los periódicos propagandísticos por los cuarteles de Madrid, y de responder a otras dos propuestas de acción contra el fascismo, que por blandas uno del grupo las calificó como propias de monjas, Mario puso la idea encima de la mesa. Salvo el camarero y algún otro de corte más moderado, los demás lo celebraron convencidos de que no estaban los tiempos para andar con medias tintas. Todos reconocieron la oportunidad de guardar unas cuantas armas en la sede, y solo tardaron en decidir qué día lo harían, porque no hubo otra objeción más.

Finalmente sustrajeron unos veinte kilos de dinamita y varios detonadores, quizá demasiada carga para huir con prisa, pero lo hicieron. Porque cuando estaban a punto de salir del cuartel, desde una ventana del edificio principal, alguien les dio el alto. Los cinco corrieron como alma que lleva el diablo, pero no pudieron evitar que el primer disparo de fusil alcanzara al camarero en un hombro. No era una herida mortal, pero el impacto derribó al joven dejándolo medio atontado. Los otros cuatro, sin parar de correr, le gritaron para que los siguiera. Pero al ver que no se movía, Mario sacó la pistola que había cogido al vigilante, se retrasó hasta su posición y localizó la ventana desde donde disparaban. Apuntó bien y alcanzó de lleno al tirador.

—¡Venga, levántate! ¡Hemos de salir de aquí, y ya!

—Me duele mucho… No puedo.

Mario estudió la situación. Vio varios soldados armados con fusiles que corrían hacia ellos, y calculó que en menos de un minuto los alcanzarían. Disparó a discreción e insistió con el camarero.

—Pero ¡mira cómo sangro! ¿No ves que no puedo?

Mario volvió a mirar en dirección al cuartel y después a su compañero. Le apuntó con la pistola y le descerrajó un tiro en la cabeza.

—Lo siento… Conociéndote, hubieras cantado con toda seguridad.

Se dio la vuelta, recogió la mochila que llevaba el camarero y corrió con todas sus ganas.

 


XVII

Royal Tunbridge Wells Golf

Condado de Kent. Inglaterra

10 de junio de 1936

 

 

Los nueve hoyos del campo de golf en medio de la pequeña población de Royal Tunbridge Wells, en el condado de Kent, estaban perfectamente dibujados en la cabeza de miss Dorothy Pearson. Si no los había recorrido mil veces faltaría poco. Porque la señora Pearson, además de ser aficionada a los perros, al piano, a Dickens y al estudio de varias lenguas orientales, había conseguido ganar el campeonato femenino de golf de Inglaterra hacía solo tres años.


Date: 2015-12-24; view: 511


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