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AHORA ESTÁS A MI LADO 20 page

—¿Puede ser una intoxicación? —le preguntó Max.

—Bueno…, eso es lo que parece. Pero he de verlos.

—Ahora no podemos permitirnos ni un solo tropiezo en el proyecto, y esto huele muy mal. Así que, venga… ¡Todo el mundo a trabajar y ya! —El comentario de Max no contribuyó a relajar la situación que quizá era lo que necesitaban, sino todo lo contrario. Zoe lo disculpó imaginando que se debía a los nervios.

Para que Rosinda pudiera tener las manos libres mientras abría los jaulones, Max se hizo cargo de las linternas. Detrás de ellos iba Zoe repasando qué enfermedades cursaban con esos síntomas y descartando aquellas que no tenían una presentación tan aguda. Tenía claro que la etiología no era vírica ni bacteriana. Había estado esa misma tarde viéndolos y ninguno había manifestado fiebre ni otros síntomas infecciosos.

Llegó al primer perro. Se trataba de un animal de menos de un año que permanecía tumbado, con el morro manchado de vómitos y un comienzo de edema facial. Tenía la lengua inflamada y medio azulada. Pidió un poco más de luz para confirmarlo. El perro respiraba muy fatigado, hundiéndosele el vientre cada vez que expulsaba el aire. Le metió un termómetro en el recto, miró la lividez de sus pupilas y con el fonendoscopio auscultó su corazón. Campeón, a su lado, dejó de mover el rabo y se puso a aullar, presintiendo la muerte. Miró a otro y encontró los mismos síntomas que en el primero, aunque todavía de mayor gravedad. El tercero tenía el mismo mal y la ránula sublingual inflamada, al fallarle los conductos salivares. La imagen era francamente alarmante. Todos los perros se encontraban a las puertas de la muerte y no tenía ni idea de por qué. El matrimonio que los cuidaba y vivía en la finca observaba a Zoe y a los animales alternativamente, llenos de espanto.

—¿Les habéis dado de comer algo diferente a lo habitual?

—Señora Zoe, no —contestó el hombre, apretujando entre las manos su boina—. Comieron normal, lo de siempre…, y no vimos que rechazaran nada. Hemos vuelto a revisar la comida por si estuviese estropeada, pero nos ha olido bien. No sabemos.

La mujer lloriqueaba mirando cómo los pobres animales se le morían. Los mimaba y cuidaba a diario y no podía imaginarse que pudiera perderlos a todos de golpe. Zoe acarició la cabeza del más joven y este respondió lamiendo su mano con debilidad.

—¿Pero qué os ha pasado? Parece un shock anafiláctico, pero los síntomas no coinciden al cien por cien —pensó en voz alta—. Ojalá llegue a tiempo don Miguel. Y esa lengua azulada…

Campeón miró a Zoe. En su expresión parecía haber algo más que el típico gesto de un animal que busca atraerse el interés de su amo, como si necesitase transmitirle algo. El perro, sabiendo que había captado su atención, se puso a olisquear por todos lados: entre los perros, en sus camas, en los comederos y bebederos. Correteaba buscando un rastro, y de pronto lo dejaba y volvía con la lengua fuera y una mirada brillante, como si tuviese una respuesta al enigma.



—¡Has de hacer algo, y ya! —la apremió Max al ver que dos de los perros habían dejado de respirar—. No puedo admitir que se nos muera uno solo más… ¡Ahora no! ¡Soluciónalo!

Zoe no lo había visto nunca tan nervioso y menos con ese tono de exigencia.

—Tranquilidad. Lo sé, lo sé… Estoy haciendo todo lo que puedo.

Con el botiquín abierto, tenía en cada mano un vial; uno era adrenalina y el otro un potente antihistamínico. Según lo que tuvieran los animales, uno de los tratamientos podía salvarles la vida. Era consciente de que debía tomar una decisión sin esperar al veterinario. A menos de diez metros de Zoe, vio a Campeón escarbando cerca de los boxes de forma nerviosa, alrededor de un largo y extraño reguero blanco que apenas se distinguía desde donde estaba. Extrañada por su comportamiento fue a ver qué llamaba tanto la atención de su perro.

Al instante volvió corriendo con la ampolla de adrenalina.

Metió veinte miligramos en un bote de cien mililitros, lo agitó, cargó cinco jeringuillas y las repartió entre todos los presentes.

—Pinchad a cada perro un centímetro cúbico subcutáneo, y a los que estén peor dejádmelos a mí que lo haré en vena. No perdamos ni un solo segundo. ¡Vamos!

—¡Esperad todos! —Max dudó de Zoe—. ¿De verdad, de verdad estás segura? ¿No sería mejor esperar a don Miguel?

Zoe no se lo pensó.

—¡Empezad ya con los que peor están! Confía en mí. Sé lo que hago.

—No entiendo cómo estás tan segura, si te falta media carrera.

Zoe entendió que no era el mejor momento de responderle, por lo que se empleó con uno que apenas podía cerrar la boca por la enorme hinchazón de su lengua. Buscó la vena cefálica del brazo, le clavó la aguja e introdujo muy despacio la adrenalina. Esperó a ver cómo reaccionaba. No era mujer de rezos, pero en esa ocasión invocó la ayuda de Dios. A punto estuvo de cortársele la respiración al ver cómo a los pocos segundos de su inyección el animal sufría un violento ataque y moría en sus brazos.

Max dejó de inyectar a su perro sin saber qué hacer. A ella le temblaban las manos. Se preguntó si no habría tomado una decisión equivocada. Volvió a mirar hacia el lugar donde había visto una hilera de gusanos, y se convenció.

—Seguid con las inyecciones.

Tan solo pasaron tres minutos cuando la mayoría de los animales empezaron a recuperar el tono de sus miradas, alguno hasta se levantó perezoso y tres de ellos empezaron a respirar con normalidad.

El motor de un coche irrumpió en el silencio de la noche, anticipando la llegada de don Miguel. Max lo presentó sin formalismos, y de inmediato el hombre se puso a inspeccionar al primer perro, al que vio en bastante peor estado del que le habían anticipado por teléfono.

—Veamos… veamos… —Sus manos eran ágiles, decididas. Recorrían el animal explorándolo por aquellos lugares donde sabía que podía obtener la información necesaria para dirigir su diagnóstico.

Zoe rompió el silencio explicando lo que había hecho y cuál creía que era la causa: una alergia aguda por contacto y consumo de orugas procesionarias del pino. Señaló con el dedo dónde las había visto, ante el asombro de los demás asistentes, que de inmediato fueron a mirar. El rigor clínico que caracterizaba a don Miguel hizo que no valorara todavía su acierto. Hasta que no hubiese terminado con su exploración y viera al conjunto de animales, prefería no opinar. Recordó un reciente artículo sobre ese tipo de alergias y los síntomas empezaron a coincidir uno tras otro.

Zoe se le adelantó al preguntar al matrimonio si no habían advertido la presencia de las orugas.

—Forman capullos en esos pinos de ahí arriba, es verdad. Y estos días las hemos visto migrar formando filas, pero no imaginábamos que pudieran hacer tanto mal a los perros.

Max preguntó qué podían hacer para evitarlas, y Zoe contestó que fumigar.

Don Miguel acababa de revisar el estado del quinto perro, y empezó a defender la buena decisión de su futura colega.

—Muchacha… —se retiró los guantes y hundió sus manos en un pozal con agua y jabón—, he de reconocer que tienes buen ojo clínico. Celebraré verte pronto ejercer, porque estoy seguro de que lo harás muy bien. Enhorabuena. Has resuelto un problema muy serio con poca información y nula experiencia. ¡Les has salvado la vida!

Zoe correspondió a los elogios sonriendo complacida.

—Él me puso en la pista.

Señaló a Campeón. El perro se había pegado al veterinario observando cómo lavaba la boca a uno de los perros con suero salino, después de que le hubiera pinchado un antiinflamatorio para rebajar la hinchazón de su laringe.

Don Miguel decidió que los más graves necesitaban un urgente lavado de estómago, no fuera que se hubiesen tragado alguna oruga o una peligrosa cantidad de pelo de ellas, que explicó era donde transportaban las toxinas. Rascó la cabeza de Campeón cuando la vio asomar entre sus brazos, y pidió ayuda a Zoe. Mientras preparaba los instrumentos, Max y Erika se despidieron, dadas las horas que eran y visto que no podían hacer nada más.

Con la ayuda de Rosinda sujetaron al perro y don Miguel explicó a Zoe cómo se debía introducir una sonda gástrica para que se repartieran el trabajo. En mitad del proceso, la advirtió sobre un detalle que le había llamado la atención.

—Me ha parecido ver algo de vitíligo en algunos animales.

—Lo sé. Llevo un tiempo advirtiéndoselo a Max, pero no hemos tomado ninguna decisión.

—Si tuvieras un número muy bajo de nacidos por hembra y si los cachorros tardasen más de la cuenta en presentar las orejas tiesas, empieza a alarmarte de verdad. Significaría que hay demasiada consanguinidad en los reproductores.

En su caso, al no haber tenido todavía partos, dado que solo llevaban ocho meses y los perros habían entrado de cachorros, la primera premisa no podía valorarla aún, pero sí confirmó lo de las orejas. Todos los animales procedían de un único centro, de Fortunate Fields, y recordó haber escuchado a Dorothy Eustis decir que tiempo atrás había tratado de mezclar sus líneas genéticas con las de otros criaderos para evitar ese mismo problema.

Eran las cuatro de la madrugada, el cielo estaba inundado de estrellas, y una repentina y fresca brisa empezó a aliviar el intenso calor que habían pasado dentro de los jaulones. Para Zoe, todavía inmersa en aquella retadora experiencia, no había otro escenario en el mundo que le produjera más satisfacción.

—Adoro este trabajo —le confesó a don Miguel.

—Y yo adoro contar con una colega tan eficiente y tan prometedora —le respondió sonriendo.

A mediodía, Zoe aparcó su motocicleta frente al portal de Max, saludó al portero y se dejó acompañar por él hasta la puerta del ascensor. En aquel edificio, la mayoría de las vecinas eran sesentonas y el hombre no tenía muchas oportunidades de alegrarse la vista. Le gustaban las mujeres bien dotadas, y aquella lo estaba. Nada más cerrar la puerta del ascensor y marcar desde fuera el número del piso de Max, el tipo no perdió un segundo en encenderse un pitillo y casi a la vez rompió a toser con tanta necesidad y violencia que por efecto de las sacudidas se quedó medio doblado.

Max no había superado el susto de la pasada noche, y quizá por eso recibió con desasosiego el nuevo problema que Zoe le expuso entre el primer y segundo plato. Erika escuchaba en un discreto silencio.

—Zoe, entiendo la traba —comentó Max—, pero no qué solución le ves. En otras palabras, me estás diciendo que no deberíamos emplear nuestros perros como reproductores pues aumentaríamos…, ¿la has llamado su homocigosis?

—Exacto. Lo que veo es que tenemos que actuar de inmediato. Si pretendemos entrenar entre setenta a setenta y cinco perros todos los años, vamos a necesitar nuevos reproductores dado que los actuales nos van a dar problemas. Y si queremos ampliar los servicios del centro, como comentamos durante el desfile, hemos de introducir nuevas razas. Con todo lo dicho, mi propuesta es que usted se encargue de encontrar los nuevos pastores alemanes y yo los sabuesos. En mi caso ya tengo un nombre y una ciudad para empezar.

—Ayer tuve la misma sensación que tengo ahora. Me sorprende que tengas un conocimiento veterinario tan avanzado cuando dejaste la carrera a medias. De todos modos, lo que te digo tómatelo como un elogio.

Max apoyó los cubiertos sobre el plato, rellenó las copas de vino y se fijó en ella. La gran responsabilidad que había tenido que asumir desde su contratación, junto con el esfuerzo de tiempo y trabajo que estaba poniendo en ello, empezaba a dejar señales en su rostro. Le habían aparecido unas pequeñas ojeras, y su semblante ya no era el de aquella jovencita que había descartado en su primera entrevista.

Zoe había madurado física y mentalmente.

—De acuerdo. Preguntaré en la Sociedad de Fomento de las Razas Caninas para que me den nombres de criadores de pastor alemán próximos a Madrid. Y por cierto, podrías abandonar ya ese «usted» con que me llevas tratando desde el primer día, ¿no te parece?

—Lo intentaré, Max. Por mi parte, iré planificando mi viaje a Soria —añadió Zoe.

—Tienes de antemano mi autorización para comprar o acordar lo que creas conveniente. Estoy seguro de que tomarás la decisión más adecuada. Ayer noche diste buena fe de ello.

Zoe dejó los cubiertos en el plato y se le escapó un suspiro. Pocas veces Max se había parado a elogiarla. Había ensalzado a los animales, la última vez viéndolos desfilar, y aplaudido algún que otro logro parcial del centro, pero nunca se había referido específicamente a ella. Y eso significaba mucho.

—Max, haré todo lo que esté en mi mano para no defraudarte.

Erika salió en apoyo de Zoe intuyendo lo que estaba pensando.

—Cariño, a ver cuándo te empiezas a dar cuenta de que trabajar con mujeres requiere algo más que organizar las cosas o dar órdenes, se nos ha de entender.

—Una tarea nada sencilla, por cierto… —apuntó él, mientras masticaba un trozo de solomillo.

—Tampoco tanto. Solo hay que cuidar ciertos detalles. Cuando tomamos una decisión la cumplimos, pero para ser del todo felices necesitamos compartirla. Y si además ha salido bien, es vital sentirnos reconocidas. No somos tan complicadas. —Le hizo un guiño a Zoe—. Hay dos fórmulas para iniciar una buena conversación con una mujer. Y son: «estoy deseando que me cuentes», y la segunda, «que sepas que me ha encantado».

Max, dándose por aludido, miró a su mujer y luego a Zoe.

—Zoe, perdóname si no he sabido transmitirte hasta ahora lo que pienso sobre tu trabajo… —Zoe lo cortó.

—No hace falta, Max. No tienes por qué.

Él prefirió ser espontáneo, antes de usar aquellas frases sugeridas por su mujer, y se lo dijo a su manera.

—A lo largo de mi carrera y en mis diferentes encargos nunca había tenido una colaboradora, siempre han sido hombres. Pero al conocerte me he dado cuenta del grave error cometido. Trabajar contigo es un placer.

 


XIII

El Burgo de Osma

Soria

7 de mayo de 1936

 

 

Justiniano vivía enfrente de la magna catedral del Burgo de Osma, en una casa de fachada medieval, enorme portón de carruajes y acceso lateral a un recoleto patio donde tenía un pozo, cuatro limoneros y una hamaca que colgaba de dos de ellos en la que dormía siestas antológicas.

Pudo ser ese el motivo de su mal recibimiento, porque cuando Zoe apareció en el patio con casco y gafas en la mano, capa de agua y pantalón impermeable, eran las tres y media de la tarde y la expresión que el hombre puso al verla estaba en el polo opuesto a la cordialidad.

—Te esperaba a comer —soltó en un tono áspero.

—Siento el retraso, pero me llovió tanto de camino que tuve que conducir más despacio.

—Ya, pero me has dejado a media siesta. —Zoe no supo qué contestar, violentada por el comentario—. Y encima querrás un café, imagino.

—Se lo agradecería mucho.

El hombre se echó los pelos para atrás y tiró del chaleco hacia abajo para tapar la media barriga que le asomaba. Se encendió un cigarrillo, la miró de arriba abajo y propuso que pasaran a la cocina. Lo siguió por la casa. De un solo vistazo dedujo que no estaba casado, ante tanto desorden como allí había, y también que no era hombre de dispendios, porque hacía un frío descomunal y no había resto alguno de fuego en la chimenea, ni tampoco brasas en la cocina de carbón.

Lamentó haber dicho que sí al café cuando le llenó la taza con un líquido helado, espeso, oscuro y amargo, que podía haber estado bueno el día que lo había hecho, que habría sido como mínimo hacía una semana.

—Siento que tu padre esté preso. —Zoe no había querido contarle lo grave que estaba—. Fuimos buenos amigos durante la carrera. Menudos sinvergüenzas que estábamos hechos por entonces. ¡Madre mía! —Una voluta del amarillento humo de su cigarrillo se le metió en el ojo y le arrancó una lágrima, aunque Zoe quiso interpretar que su padre podía haber tenido también una parte de responsabilidad—. No te pregunto qué tal está porque me lo imagino. Aparte de su encierro, con lo que amaba esta profesión de locos, el no ejercer tiene que estar suponiendo un verdadero martirio para él.

—No le quepa ninguna duda. Le manda muchos recuerdos.

—Y si se puede saber, ¿para qué necesita la Cruz Roja tantos sabuesos y con tanta urgencia?

—Como hay mucho miedo a lo que pueda suceder en España, la Cruz Roja ha decidido reforzar los servicios de asistencia y socorro canino, y con prisa, esa es la realidad.

Los pequeños ojos de Justiniano juzgaron la frágil figura de Zoe cuando se quitó la capa de agua y apareció vestida con una camisa de algodón y unos pantalones azules algo ceñidos.

—No se entiende que queráis ser veterinarias.

—¿Cómo? —Zoe dejó la taza de café encima de la mesa, y con la boca retorcida por su amargor esperó alguna aclaración.

—Nunca podréis resolver un parto difícil en una vaca o tumbar una oveja para explorarla, y mucho menos arreglar los cascos a un caballo de esos que por viejos y resabiados saben hasta latín. No seréis capaces de extraer una pieza dental a una mula y dudo mucho que podáis soportar la fetidez de una placenta retenida más de dos días. Con lo bien que estáis trabajando en lo vuestro, tras los fogones, o limpiando la casa, no sé a cuento de qué os metéis a estudiar esta carrera.

Zoe escuchó una a una sus apreciaciones, pero no se achantó.

—Quizá necesitemos un poco de ayuda en alguno de esos casos, pero las mujeres podemos enfrentarnos a cualquier situación cuando nos lo proponemos. —No era la primera vez que tenía que combatir ese tipo de prejuicios—. De todos modos, pretendo dedicarme a los perros, lo que no me exigirá las mismas condiciones físicas que si me decidiera por los caballos. —La firmeza de su expresión reflejaba la convicción de sus palabras—. Amo esta profesión desde muy pequeña, desde que acompañaba a mi padre a trabajar. Y la amo tanto que no sabría qué otra cosa hacer si no pudiera ejercerla, porque el papel de ama de casa ya lo viví antes de enviudar y no lo quiero repetir.

Justiniano la escuchó sin moverse ni un ápice de su idea, aunque decidió no seguir la discusión y abordar el objetivo de su visita, dada la urgencia con la que la joven la había solicitado.

—Aparte de tu llamada, también tuve otra de la Asociación de Veterinarios de Soria. Querían que después de estar conmigo acudieras a la capital para presentarte a más gente con sabuesos, creo que de la mano de dos compañeros que no me acuerdo en qué ayuntamientos trabajan. Pero no creo que lo necesites. Con Malaquías, el Tramposo tendrás más que suficiente, quien por cierto ha de estar al caer. —Miró la hora en un reloj de pared.

A Zoe le inquietó el apodo y preguntó a qué se debía.

—Malaquías es un tratante de corderos que se patea todos los apriscos de la provincia, y es raro el ganadero que no le debe un favor. Cuando le expliqué lo que querías, en menos de medio minuto me había listado los cinco propietarios con mejores ejemplares de esa raza.

—Parece el hombre perfecto para mis planes.

—Perfecto no es, pero bueno, ya lo conocerás.

Zoe estaba sentada en el asiento más sucio que hubiese visto en su vida, en una destartalada furgoneta cuya caja trasera estaba preparada para transportar una treintena de corderos en cada piso, y tenía dos. El tal Malaquías era un hombre entrado en los cincuenta, desdentado, de cabello rizado y con más de un trozo de paja viajando por él, cuya ropa necesitaba un urgente lavado, al igual que el pelo. Pero si había algo que caracterizaba a aquel hombre era su acidez de carácter y las pocas palabras que salían de su boca.

Lo único que le dijo al subir al coche fue que empezarían por San Leonardo de Yagüe, donde conocía a un vecino que además de trescientas ovejas tenía una pareja de sabuesos con excelente fama de cazadores. Cuando llevaban cuatro o cinco kilómetros recorridos, Zoe trató de arrancar una conversación.

—¿Mueve muchos corderos?

—¿Para qué lo quieres saber, carajo? ¿Acaso te interesa tanto el dato? —respondió levantando la voz, una voz rasposa y grave.

—Para nada en especial, era solo por hablar de algo.

—Hablar conduciendo me toca las narices…

—Bien, bien… Lo dejaré tranquilo, entonces.

El hombre escupió por la ventanilla, cambió de posición el palillo de dientes que había estado en la comisura izquierda de su boca desde que había llegado a casa de Justiniano, y pensó lo poco apropiada que iba la finolis esa para entrar en los establos.

Zoe estudió el interior del vehículo para ver dónde dejaba su bolso, pero terminó sujetándolo entre los brazos. Como tampoco se atrevió a preguntar el nombre del primer ganadero al que iban a ver, dada la poca gana de hablar que había demostrado el tipo. Por eso, cuando poco después de atravesar el río Lobos dejó la carretera asfaltada para entrar en otra serpenteante y de tierra, se contuvo. Al final de ella, y en lo más alto de una colina, distinguió una modesta edificación de piedra con un gran patio lleno de ovejas, rodeado por unas teleras de hierro.

A Malaquías no le debían de preocupar demasiado los baches del camino, a juzgar por la velocidad que llevaba, pero a Zoe sí al ir golpeándose con la puerta o con el techo según fuera la profundidad de los socavones. Por eso, cuando llegaron a destino, y a pesar del brutal frenazo, suspiró aliviada.

A las puertas del aprisco un hombre de avanzada edad los esperaba apoyado en una garrota. Al ver salir de la furgoneta a Zoe, se le arquearon las cejas extrañado por la compañía que traía su tratante.

—¡Pero mira que eres granuja! ¡Fíjate qué bien te rodeas, bribón! —Chasqueó la lengua y en el descuido se le cayó la pava del cigarro que se estaba fumando. Maldijo a una docena de santos, la recogió del suelo y se la volvió a poner entre los labios.

Malaquías, con su habitual tono de descortesía, ni se la presentó. Gruñó al pasar a su lado y entró al establo para elegir los corderos que le iba a comprar.

—Me llamo Zoe. —Ella le ofreció la mano.

El anciano se la estrechó sonriéndose por dentro al ver los zapatos que llevaba, un modelo de lo menos adecuado para andar entre ovejas, y la invitó a entrar con el cigarro en la boca en su mínima expresión. Zoe dudó si no se estaría quemando.

La nave estaba dividida al centro en dos mitades iguales. En un lado estaban las ovejas con sus corderos y en el otro las no preñadas.

—¿Y a qué se debe el gusto de tenerla por aquí?

Ella miró desconcertada a Malaquías al deducir que no debía de haber anunciado a qué venían. El otro ni se percató, porque andaba moviéndose entre el rebaño valorando el estado de carnes de los corderos.

—Tengo entendido que tiene una excelente pareja de sabuesos y me gustaría hacerle una buena oferta por ellos, si me los quisiera vender, claro. Trabajo para la Cruz Roja, estamos desarrollando una nueva unidad de socorro canina y necesitamos ampliar el número de perros para atender nuevas necesidades.

—Y es medio veterinaria —gritó Malaquías mientras pasaba algunos corderos a un apartado pequeño de la nave, bajo la protesta de estos al verse separados de sus madres. Muchas corrieron tras ellos.

El anciano se quedó de una pieza al escuchar aquello.

—¿Una veterinaria? Nunca había escuchado cosa igual. ¡Será posible! ¡Por todos los demonios! —Se quitó la boina para rascarse la cabeza—. ¡A dónde vamos a parar!

—No le extrañe tanto, ya somos más de ocho las que estudiamos en Madrid y desde hace diez años tenemos a la primera veterinaria española ejerciendo en un pueblo de la provincia de Badajoz. ¿Qué le parece lo de los perros que le he dicho? ¿Los podría ver?

—Pues tengo unos corderos que se zurran.

Vista su contestación, estaba claro que el pastor ignoraba por el momento la propuesta de Zoe. Malaquías se volvió para ver cómo le respondía, sabiendo perfectamente a qué se estaba refiriendo su cliente.

—No le entiendo —contestó ella, habiendo descartado la posibilidad de que se estuviese refiriendo a una pelea entre los animales.

—Pues vaya veterinaria que está usted hecha, que no sabe ni eso. Zurrarse significa que tienen diarrera.

Zoe se sintió analizada e inmediatamente minusvalorada por aquellos dos hombres. Pero no rectificó lo de diarrera imaginando que era la forma que tenía de llamar a lo que se conocía como diarrea.

—¿Dónde están? —decidió no amedrentarse.

—Míreles el culo y los encontrará con facilidad. —Explotó de risa el pastor—. En efecto, tengo dos sabuesos, los mejores de toda la comarca, pero no están a la venta. Sin embargo me han criado a tres cachorros de unos cinco meses que si me los paga bien podrían ser suyos. Pero para que lleguemos a un trato, antes tiene que resolver la zurreta de esos corderos.

Zoe se alegró de llevar pantalones, pues tuvo que saltar una cancela metálica para entrar a donde estaban los animales, aunque temió caerse al notar cómo se le hundían los zapatos nada más pisar la paja reblandecida por los excrementos.

Fue hacia uno de los corderos con la cola manchada, pero se le escurrió entre las ovejas, que también se apartaron al ir hacia ellas. Los dos hombres la observaron entretenidos, sin la menor intención de ayudar. Zoe fue a por otro cordero con idéntico aspecto, pero tampoco consiguió hacerse con él. Y eso que había podido agarrarlo de una pata, aunque sin esperarse su respuesta en forma de patada en la rodilla. Lo peor no fue el dolor que le produjo el golpe, sino que además la desestabilizó y terminó en el suelo manchándose sin remedio el pantalón, y de paso las dos manos.


Date: 2015-12-24; view: 497


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