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AHORA ESTÁS A MI LADO 15 page

Las tortuosas callejuelas del pintoresco pueblo de Xauen, con sus paredes teñidas de un llamativo color añil, acogían a los dos amantes en busca de una discreta posada en la plaza de Uta al-Hamman, donde sus cuerpos se encontraban una vez a la semana.

La ciudad, en el protectorado español, estaba lo suficientemente lejos de Tánger como para que la mujer del encargado de negocios de la legación italiana se sintiera libre y pudiera desatar su pasión con aquel español que la había conquistado desde el primer día.

Valeria le decía que si no había sido el destino el que los había unido, entonces, cómo se explicaba que él pasara por la misma carretera que había tomado ella en busca de una playa recóndita, y además que lo hiciera pocos minutos después de que se le averiara el coche, en medio de la nada.

Andrés compartía su misma opinión, pero solo de palabra, porque en realidad él era quien había manipulado el motor y la había seguido a una distancia prudencial para provocar el encuentro. Una supuesta coincidencia que terminó en un largo paseo por la solitaria playa a la que ella pretendía ir, y en una cita a la semana siguiente en idéntico destino, según las palabras de Valeria: «para recuperar una conversación que se le había hecho corta» con un hombre cuya mirada y atractivo le habían recordado que seguía siendo mujer, y además muy deseable, aun en aquella perdida y seca África.

Valeria, nacida en Siena, a sus treinta y nueve años había encontrado en Andrés un atractivo motivo para endulzar su aburrida vida. Y él había conseguido que ella le abriera una provechosa vía para acceder a la información que generaba la red de espionaje italiano que operaba de forma eficaz desde su representación diplomática en Tánger.

Oggi voglio sorprenderte —le susurró Valeria con una graciosa mezcla de italiano y español, encantada con el precioso anillo que le había regalado.

—Nunca has dejado de hacerlo, mi amor —respondió Andrés mordisqueando el lóbulo de su oreja.

Les faltaban pocos metros para alcanzar el punto más elevado de la ciudad vieja, donde antaño habían vivido los judíos expulsados de España por los Reyes Católicos, y donde la pareja tenía su secreto nido de amor.

Andrés miró a Valeria de arriba abajo.

El generoso cuerpo que la naturaleza le había regalado era sin duda una de las mejores compensaciones que obtenía de trabajar para los servicios secretos republicanos.

Durante los once meses que llevaba empeñado en aquel cometido, había conseguido crearse una interesante red de informadores, y de todo lo que averiguaba, los asuntos más delicados se los trasladaba a su coronel, contentando así a ambos servicios de espionaje. Mantenía generosamente sobornado a un joven administrativo de la legación francesa que le iba suministrando los nombres de los nuevos agentes que el Deuxième Bureau, la agencia de espías francesa, enviaba a la ciudad. Ayudaba a mejorar el nivel de vida de uno de los cocineros de la Embajada inglesa, un soriano al que le gustaba más el juego y los casinos que a sus entregados diplomáticos la empanada de almejas o las diez variedades diferentes de bacalao que les hacía. Pero, sin dudarlo, el mayor éxito en su tarea de infiltración llevaba medias de seda, se pintaba los labios de color rosa, y como amante era absolutamente perfecta.



Gracias a ella, la figura de Giuseppe Luccardi, el agregado militar de la Embajada de Italia, pasó a ser para Andrés el objetivo número uno de sus pesquisas, y Valeria su mejor topo. Porque además de ser una esposa infiel, ejercía de secretaria del embajador, y por ello tenía acceso a ciertos documentos reservados que Luccardi enviaba periódicamente a Roma.

El recepcionista de la posada no contó los dólares que Andrés le acababa de meter en el bolsillo de su chaleco porque ya conocía su generosidad. Le dio la llave de su habitación, la siete, como siempre, sin necesidad de firmar ningún registro de entrada ni hacer papeleo alguno que pudiera comprometerlos.

—Tiene todo lo que me pidió por teléfono.

Andrés le guiñó un ojo y le dio dos billetes más, agradecido por su eficacia.

Subían la escalera, de paredes estucadas en color arcilla, besándose como dos jóvenes enamorados.

Mi piace estar contigo.

Andrés metió la llave en la cerradura de la habitación y una vez se abrió la puerta Valeria corrió hacia el luminoso ventanal que abría la estancia al exterior, con dos buganvillas teñidas de malva a cada lado y un aire cálido lleno de trinos. Sobre el alféizar había dos copas y una botella de champán, y a su izquierda, una amplia cama: una nueva promesa de placer con sábanas de hilo. Valeria inspiró el aroma de las flores temblando de ganas, mientras escuchaba descorchar la botella de espumoso y recibía en su mano una copa. Se soltó los cabellos y miró a su amante ligeramente incómoda. Acudía a aquellas citas para sentirse una y otra vez amada por él, pero asumía que lo que movía a Andrés era bien distinto. Porque como si se tratase de un endiablado pacto que nunca habían hablado, cuanta mayor importancia tenían los documentos que le pasaba, mayor era la entrega que obtenía de él.

—Oggi porto una informazione chiave para ti.

Valeria se volvió hacia Andrés con una expresión en su mirada donde no cabía más deseo, lo besó en los labios y le pasó un sobre. Era consciente de los peligros que corría si llegaba a ser descubierta por su marido o por algún otro miembro de la embajada, pero cuando estaba con él, como esa tarde, y lo sentía completamente rendido a sus encantos, la lógica y la prudencia se esfumaban de inmediato.

Andrés lo abrió y leyó a toda velocidad el informe que contenía.

Se trataba de un mensaje de Luccardi a su superior en Roma donde le explicaba las excelentes relaciones que mantenía con el general Franco, al que visitaba con frecuencia en su despacho en Madrid. Pero además mencionaba el fuerte malestar que estaba encontrándose entre los más altos cargos del ejército, lo que le hacía temer que se produjera algo gordo. Andrés digirió la importancia del primer párrafo y siguió leyendo. La misiva se cerraba con una relación de los nuevos agentes de inteligencia que se habían instalado en Tánger por aquellos días, además de ingleses y franceses, también rusos, alemanes y japoneses.

Ella lo observaba sabiendo que aquel papel era la gasolina que de inmediato prendería su pasión. No podía echarle en cara nada, porque nunca le había pedido que espiara para él. La idea había surgido de ella cuando, pasado un mes de sus primeros escarceos, él le confesó su verdadero trabajo y ella la insatisfacción que le producía tener un marido que lo único que parecía querer era lucirla en fiestas o recepciones, sin preocuparse de sacar la hembra que subsistía a duras penas a su indiferencia.

Andrés devolvió el papel al interior del sobre, lo quemó en un cenicero y la miró con gesto preocupado. Un gesto que duró tan poco como el tiempo que tardó ella en desnudarse y pedirle que la amara.

Cuatro horas después, cuando su coche se estaba aproximando a la casa de Valeria en Tánger, se desvió hacia los jardines de la Mendoubia para dejarla en un lugar más discreto. Detuvo el vehículo y se despidió.

—Gracias por darme tanto de ti, amor mío —pellizcó su mejilla—. Y gracias también por lo otro.

Ella se mordió un labio, deseándolo de nuevo, y le comentó que no podrían verse durante la semana siguiente porque tenía que viajar con su marido, pero que a su regreso podrían pasar juntos dos días enteros.

Caro Andrés, elige una buena destinazione, un lugar donde amarnos sulla arena del deserto. —Lo besó en los labios, abrió la puerta y se alejó del coche sin volverse.

Andrés suspiró al verla caminar, agotado pero satisfecho. No se dio cuenta de que también a él lo observaban desde un vehículo que se había detenido por detrás a media distancia.

 


IV

Paseo del Pintor Rosales

Madrid

6 de septiembre de 1935

 

 

El cielo amenazaba lluvia.

Campeón trotaba a escasos pasos de su dueña por el parque del Oeste dándose el primer paseo del día. A su vuelta de Suiza, Zoe había tenido que buscar casa con urgencia, y la oportunidad se le presentó en forma de un piso modesto con una sola habitación, pero en un buen barrio, y con inmejorables vistas sobre la sierra y una parte de la Casa de Campo. Lo había localizado gracias al buen ojo de Bruni y a la suerte de Julia. Una, porque había visto el cartel de «se alquila», a pesar de estar colocado en el balcón del piso, lejos de las miradas de cualquier viandante. Y la suerte, al darse la coincidencia de que su dueño veraneaba en San Sebastián y era vecino de la familia Welczeck en la capital guipuzcoana, lo que había facilitado el trato. Acordaron un precio razonable, y así, a la semana de haber aterrizado en Madrid, Zoe hacía entrada en su nueva casa del paseo del Pintor Rosales.

Aparte de sus excelentes vistas, y de sorprenderse con el buen estado de la vivienda, la proximidad a la carretera de La Coruña hizo que Zoe no dudara ni un segundo en quedarse con ella.

—¡Ven aquí! —le gritó al perro para apartarlo de otro al que vio en actitud amenazante después de haberse olido a conciencia.

Campeón obedeció, corriendo hacia ella con media lengua fuera y su habitual expresión despreocupada. El animal se sentó a sus pies con la vista clavada en su mano, no fuera a meterla en el bolso y tuviera la suerte de verla con un trozo de galleta.

—No, no te voy a dar nada —le adivinó el pensamiento y se lo cambió por una buena dosis de caricias.

Las tres campanadas del vecino santuario del Corazón de María señalaron los tres cuartos para las ocho.

—Tenemos que volver a casa.

Lo sujetó por el collar y se dirigieron a buen paso hacia el portal, deseando volver a ver a Max para visitar con él la finca que había alquilado en Torrelodones, que iba a acoger el nuevo centro canino de la Cruz Roja.

A esas horas tan tempranas apenas había nadie, todo lo contrario que a mediodía o de noche, cuando el paseo del Pintor Rosales se llenaba de terrazas, con camareros de chaleco y pajarita, y bandeja redonda de latón. Sus mesas reunían entonces a un público poco parecido al que había conocido en su anterior barrio de Tetuán. Aquí se veía a respetables jubilados tomándose el vermú, a una tropa de niñeras paseando cochecitos de bebé, o a mujeres de buena cuna luciendo los últimos diseños de los mejores modistos de Madrid. Había quien comparaba aquel paseo con las calles que bordeaban Central Park en Nueva York o Hyde Park en Londres. Seguramente no era para tanto, pero para sus vecinos era todo un orgullo y una excusa para darse a la tertulia, tomar una cerveza con aceitunas, o salir a cazar un buen novio en el caso de las más jóvenes.

Max encontró a Zoe especialmente despierta y alegre cuando la vio aparecer en el portal de su casa, a pesar de que solo eran las ocho de la mañana.

—¡Bienvenida de nuevo a Madrid! ¿Todo bien por Vevey?

—Bien es poco. Ha sido una experiencia inolvidable.

—Me alegra oírlo. Ahora toca trabajar, y te avanzo que vas a tener por delante unos meses muy intensos. Como vamos a pasar todo el día juntos, ya tendremos tiempo de compartir los detalles de tu experiencia en Fortunate Fields. Antes hemos de pasar por las oficinas de nuestra delegación en José Abascal para que firmes el contrato, y de allí nos iremos al hospital donde he de recoger unos documentos. Te presentaré al resto de la gerencia en España. Después nos marcharemos a Torrelodones, donde me gustaría dejar planificado el trabajo para los próximos seis meses. Aunque antes recorreremos a fondo las instalaciones y te presentaré al personal.

—Tengo muchísimas ganas de verlo todo —comentó Zoe sin querer ocultar su emoción. Max, al volante de su Mercedes, aplaudió su disposición y compartió su plan de arranque.

—Finalmente empezaremos con veinte perros. Pero mi idea es que antes de un año consigamos una velocidad de entrenamiento de setenta y cinco. Ya veremos. —De repente recordó el encargo de su mujer—. Por cierto, si no tienes nada que hacer esta noche, harías muy feliz a Erika si vinieras a cenar con nosotros. Está impaciente por conocerte.

—Por supuesto que iré, encantada.

Ella también deseaba saber cómo era la mujer de aquel hombre que tanto estaba influyendo en su vida. Su admiración hacia él no se limitaba al trabajo, tenía que ver con la calidad humana que desprendía, con su determinación e inteligencia.

Volver a entrar por la puerta del hospital de la Cruz Roja le provocó un ataque de nostalgia y también de orgullo. Decidió volver algún otro día sola para ver si seguían sus mismos enfermos, a alguno de los cuales había llegado a tomar verdadero cariño. Pero de verse con un cubo de agua con lejía y una escoba a sentir el respeto que todos le prodigaron a medida que iba siendo presentada había un abismo, un agradable abismo. Además, constató desde otros ángulos la importancia del proyecto, al escuchar al resto de directivos hablar de él con tanto entusiasmo.

Una hora más tarde Max tomó la carretera de La Coruña en dirección Torrelodones.

—En un solo mes estrenas casa y trabajo. No te quejarás.

—No debería, no. Soy consciente del cambio que ha dado mi vida y me siento muy agradecida por lo que has tenido que ver.

—Me parece bien, porque te necesito plena de facultades. Nos espera un gran reto y disponemos de poco tiempo para conseguirlo.

En la finca de Torrelodones hacía calor.

Las nubes de la mañana habían desaparecido después de empapar la tierra, y el último sol del verano trataba de demostrar que aún tenía fuerza.

Zoe sintió que le sobraba el jersey cuando empezaron a recorrer el irregular contorno de la finca. Su lado norte serpenteaba entre peñascos, y el oeste también. La entrada la tenía por un lateral, y continuando un corto camino se llegaba a una amplia explanada donde se podía trabajar muy bien con los perros. El perímetro de esta última zona quedaba delimitado por un muro de piedra, en algunas partes bastante deteriorado; algo que habría que mejorar en el futuro.

El primer problema que Zoe le vio al trabajo era su propio transporte, al tomar conciencia de lo apartada que estaba la finca de la población de Torrelodones. Pero una vez más su jefe lo había previsto todo, y la solución se encontraba al otro lado de un gran portón en la parte trasera de la vivienda: una motocicleta con sidecar identificada con el emblema de la Cruz Roja.

—Ha estado parada y sin que nadie la usara durante un tiempo. Pero, tranquila, que después de haberla mandado revisar me han asegurado que ha quedado en perfectas condiciones. ¿Sabes conducirla?

—No, pero aprenderé rápido.

—Cuando terminemos de ver las instalaciones y conozcas a los perros, si te parece, nos damos una vuelta con la moto y te enseño. Verás que no es difícil. Ahora bien, para que la puedas usar tendrás que sacarte un permiso de conducción. Entérate de los trámites y a ser posible no lo demores mucho.

Los cálidos rayos de sol ayudaban a endulzar, todavía más, una visita que para ella era tan importante como deseada. Zoe se veía ya allí, ejerciendo su trabajo con los primeros veinte cachorros de los que se proponía sacar hasta la última bondad de su sangre.

Le gustaba el lugar, el clima, el aire limpio de sus colinas bajas, los aromas a romero y tomillo que todavía resistían los estertores del estío. Conoció a los encargados de la finca, un matrimonio de mediana edad que se responsabilizarían del cuidado, limpieza y alimentación de los perros. Y después a Rosinda, una joven elegida directamente por Max para ayudar a Zoe con los entrenamientos. Según lo había pensado, si la chica demostraba un cierto talento, se convertiría a medio plazo en su mano derecha, para cuando Zoe no estuviera. La jovencita había sumado dos claras ventajas a las demás: vivir en Torrelodones, lo que facilitaba una rápida disponibilidad ante cualquier emergencia, y su parentesco con otro de los directivos de la institución, circunstancia que también influyó para que Max se decantara por ella.

Rosinda era de aquellas personas a las que en solo cinco minutos se las llega a conocer. Su transparencia no era sino un reflejo más de su apasionada personalidad. No se podía decir que fuera guapa, pero su mirada brillante junto a una generosa sonrisa, que no parecía querer abandonarla nunca, le daban un interesante atractivo. Nada más ser presentadas, la chica manifestó su ilusión por trabajar con ella, confesando su poca experiencia con los perros, pero también su sincera disposición a aprender.

Según le explicó Max una vez a solas, en Rosinda solo había encontrado un defecto que por no ser demasiado grave no anulaba sus virtudes: hablaba por los codos.

Uno de los primeros detalles que sorprendieron gratamente a Zoe fue reconocer la similitud de los alojamientos caninos con los de Fortunate Fields, lo que significó un primer aprobado para el criadero. Los perros, de unos seis meses de edad y todos pastores alemanes, se mostraron curiosos y juguetones nada más verla. Ella conocía la raza con la que iba a trabajar, pero tenía claro que deberían sumar otras al proyecto, que aportasen nuevas habilidades, si querían cubrir los servicios que la Cruz Roja española esperaba del grupo canino

La pequeña oficina del recinto, en realidad una habitación de las cuatro de que constaba la casa, donde también vivía el matrimonio de guardeses, disponía de lo imprescindible para mantener los papeles ordenados, recibir a alguna visita, y un sofá convertible en cama cuando se hiciera necesario hacer noche allí.

Junto a Rosinda y Max, durante algo más de tres horas, estuvieron preparando rutinas de trabajo para todos los procesos, programaron las entradas de animales en ese primer año y calcularon también las necesidades de comida, medicamentos básicos y otros gastos de funcionamiento, dejando preparadas las actividades para las siguientes seis semanas.

Acabado el trabajo de planificación, Zoe quiso hablar con Max de un asunto personal.

—Como estamos a principios de septiembre, me gustaría poder compatibilizar el trabajo en el centro con la continuación de mis estudios de Veterinaria. Eso me haría muy feliz y además nos beneficiaríamos todos, ya que podría aplicar aquí lo que fuera aprendiendo. ¿Cómo lo ves? —Aunque Zoe se lo había planteado como una pregunta, no tenía ninguna duda de que lo aprobaría.

Max respondió al segundo.

—Imposible, Zoe —se expresó con firmeza—. En estos momentos y en pleno arranque del proyecto, nada te puede despistar de tu principal cometido. Piensa que a primeros de diciembre vendrán las primeras enfermeras a ser entrenadas en el manejo de sus futuros perros, y necesitaremos material escrito que les sirva de estudio. Para entonces tendrías que tener preparada una docena de perros, aquellos que te ofrezcan más garantías de docilidad y buen carácter, si no queremos hacerles perder el tiempo. Eso significa que vas a tener muchísimo trabajo desde ya, y no puedo permitir que faltes. Y por si fuera poco, me he comprometido a tener al menos veinte perros perfectamente entrenados para el desfile de celebración del quinto aniversario de la República, el próximo catorce de abril. No permitiré un solo fallo; nos jugamos nuestra imagen. —Zoe estaba recibiendo sus comentarios desde la desolación de ver retrasado su sueño, pero entendía su postura—. Confío en ti, así que dejo en tus manos el centro, pero quiero resultados —concluyó Max—. Y ahora, vamos a ver esa moto.

La motocicleta, una BMW R11, tenía un poderoso motor de setecientos cincuenta centímetros cúbicos transversal a su eje, y podía alcanzar una velocidad de ciento cuarenta kilómetros por hora. Max le explicó cómo se arrancaba, los mandos principales y dónde estaba el cambio de tres velocidades.

—A la caja de cambios de una moto hay que tratarla con suavidad y sin brusquedades. Primero has de embragar —la animó a cerrar palanca y a sincronizar la aceleración sin meter todavía una marcha—, y luego ir soltando mano coincidiendo con el aumento de aceleración. Aunque ahora te parezca difícil, en poco tiempo harás este movimiento sin darte cuenta.

Zoe se sentó en el sillón de cuero y sintió con prevención el poderoso tamaño de la moto. Probó los interruptores de luces y localizó a su derecha la palanca con las marchas.

—Ahora me pondré detrás de ti y la llevaré yo. Observa lo que hacen mis manos.

Zoe se echó un poco hacia delante y esperó a que Max se hiciera con el manillar. Le enseñó a arrancar empujando con decisión la correspondiente palanca hacia abajo, y la moto respondió con un potente rugido. Zoe escuchó el chasquido de la entrada de la marcha y al soltar embrague y acelerar sintió cómo la máquina se ponía a rodar carretera abajo.

Superadas varias cuestas y alguna que otra curva, Max le pidió que tomara el mando. Pendiente en todo momento de sus manos, le iba diciendo qué debía hacer. Ella, además de obedecer sin sentir el menor miedo, empezó a experimentar una desconocida pero grata sensación de libertad, como si no solo estuviera empezando a rodar una moto, sino su propia vida.

Se soltó la coleta cuando Max recuperó el control de la motocicleta para atravesar una zona pedregosa, y al volver a hacerse con ella gozó todavía más.

 


V

Dársena norte del Puerto Nuevo

Buenos Aires

2 de febrero de 1936

 

 

El Cap Arcona era sin duda el mejor buque de vapor de la compañía naviera con bandera alemana Hamburg Süd. Un barco que cada mes realizaba el trayecto de Hamburgo a Buenos Aires en un tiempo récord: quince días, incluyendo sus habituales escalas en Southampton, La Coruña, Lisboa, Río de Janeiro y Montevideo.

Con tres chimeneas, la primera de popa, falsa para mejorar su estética, medía casi doscientos diez metros de eslora y veintiséis de manga. Poseía ocho calderas de gasóleo que alimentaban dos potentísimas turbinas para empujar sus veintiocho mil toneladas. Pero, sin duda, eran las cuidadas y lujosas instalaciones, como también el esmerado servicio de su personal, lo que hacían que navegar en él fuese, además de un placer, una muestra de distinción para sus pasajeros.

Apoyado sobre la barandilla, en la cubierta de primera clase, Luther Krugg observaba las maniobras de atraque en la dársena más larga del puerto de Buenos Aires.

El tiempo era fresco y el cielo estaba encapotado, con amenaza de lluvia.

Sus mil trescientos quince pasajeros habían disfrutado de una agradable travesía recibiendo las innumerables atenciones de los seiscientos treinta tripulantes. Luther había nadado a diario en la piscina cubierta, jugado al tenis en un rápido torneo con varios de los pasajeros, y le quedó suficiente tiempo para ordenar sus papeles y leerse dos libros que había elegido en la biblioteca del castillo de Wewelsburg: uno era la Enciclopedia del perro de Hutchinson y el otro un tratado antiguo de caza con varias referencias a los bullenbeisser.

En sus investigaciones sobre la influencia del ancestral animal sobre otras razas, había dado con una importante pista: un perro que en Argentina llamaban el viejo perro de pelea cordobés que parecía reunir bastantes características del cánido alemán. Había sido comentarlo con Von Sievers, y en un tiempo récord le había organizado aquel viaje a la Argentina, y más en concreto a la ciudad de Córdoba, donde la embajada había conseguido localizar a un médico cirujano, el doctor Antonio Nores Martínez, quien al parecer estaba trabajando sobre esa antigua raza en una hacienda a las afueras de aquella ciudad.

Luther solo sabía que a su llegada a puerto habría alguien esperándolo. Pero no tenía ni idea de quién, desconocía cómo habrían previsto su posterior desplazamiento hasta la hacienda de Nores, el día que lo haría, o dónde se iba a citar con el famoso criador.

—¡Nunca había conocido un puerto con tanta actividad como este!

Luther se volvió a ver quién le hablaba y reconoció al periodista del Berliner Illustrierte Zeitung, Dieter Slummer. Habían congeniado durante el trayecto gracias a que los dos tenían ganas de hablar, viajaban sin compañía, y sobre todo porque con solo cruzar unas palabras se habían dado cuenta de su escasa comunión con el ambiente político del momento, y de lo mucho que coincidían en sus creencias progresistas.

Luther señaló una fila de cinco enormes barcos de carga a la espera de llenar sus bodegas de trigo desde unos enormes silos.

—Argentina es el mayor almacén de comida del mundo. No es de extrañar.

Las sirenas del Cap Arcona anunciaron con estruendosa intensidad el amarre del barco y por tanto el final del viaje.

—¿Cuántos días estarás por aquí? —le preguntó Dieter, quien venía a realizar un reportaje fotográfico sobre los grandes latifundistas alemanes repartidos por la provincia de Buenos Aires, alguno de ellos con más de cien mil hectáreas, según le explicó a Luther en alguna de sus muchas veladas en el barco, a la luz de la luna y con un whisky entre las manos.

—No tengo ni idea, la verdad. Como te conté, no estoy seguro de encontrar a la primera lo que ando buscando. Es algo tan complejo como hallar una aguja en un pajar. Si lo consigo me volveré a casa en un par de semanas. Pero si no fuera así, puede que me ocupe meses.

A Luther no le había costado demasiado abrirse a Dieter. El periodista era un tipo transparente y sin dobleces, de amena conversación y amplia cultura; alguien con quien uno podía pasarse horas y horas charlando sin darse cuenta. A Dieter el objetivo en Argentina de aquel veterinario le había parecido un propósito verdaderamente increíble. «Toda una aventura en el tiempo», fue como la definió cuando escuchó por primera vez el nombre de la desaparecida raza bullenbeisser. Luther se había cuidado mucho de no referir en ningún momento la identidad de sus promotores, dada su condición de periodista. Pero Dieter lo había intentado, incluso ofreciéndose para dar notoriedad escrita a su trabajo, algo a lo que Luther se había negado en rotundo sin darle la menor explicación.


Date: 2015-12-24; view: 556


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