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AHORA ESTÁS A MI LADO 14 page

—¿Cómo va a saber el perro que tiene que buscarnos? —preguntó Zoe.

—Construyendo en su cabeza una asociación positiva. Si cumple con lo que queremos que haga, obtendrá un premio. Pero eso no será suficiente, necesitaremos ofrecerle ciertos estímulos de camino. Lo vamos a ver ahora.

Mandó a Karl que se untase las botas con el contenido de un frasquito que sacó del bolsillo de su chaqueta. Al destaparlo, un apestoso olor a ajos y arenques inundó su alrededor.

—La primera señal que ha de recibir el perro tiene que ser vuestra orden. Cuando le digáis «busca», él ha de entender que tiene que localizar al otro. En cuanto lo haga, se le ha de dar de inmediato un premio para que repita esa respuesta en siguientes ocasiones. El olor que dejan las botas en el suelo lo ayudará a seguir un rastro y a fijar y repetir el comportamiento a medida que vayamos ganando distancia entre los dos.

Karl dejó que el perro oliera sus suelas y empezó a caminar sin apenas alejarse. Zoe soltó a SZ1987 y le ordenó que buscara a Karl, quien desde no mucha distancia le estaba enseñando una galleta. El perro olfateó el suelo, fijó su rastro y corrió hacia él. Al llegar recibió la galleta y una palmada en el cuello a modo de felicitación.

—Muy bien —apuntó Dorothy—. Ahora sepárate un centenar de metros.

Karl lo hizo, y a la siguiente orden de Zoe el perro volvió a olfatear el suelo. En menos de un segundo había identificado el camino que había tomado Karl en esta ocasión y corría hacia él ansioso.

—Un perro mensajero ha de trabajar en ambas direcciones —explicó Dorothy—. De nada nos sirve que sepa localizar a uno si luego no sabe continuar. Imaginemos que estuviese trasladando un mensaje de vida o muerte; por ejemplo, una orden de retirada a unas tropas en primera línea del frente. ¿Serviría de algo que el animal apareciera una hora más tarde?

Mandó que Zoe tuviera preparada otra golosina, y caminó hasta donde estaba Karl para explicarle qué tenía que hacer. El joven siguió sus instrucciones. Señaló al perro qué dirección debía tomar y le dio la orden: «busca». El animal levantó las orejas, olfateó a su alrededor y de inmediato se puso a correr. Pero al cruzarse con el anterior rastro de Karl, después de dar dos o tres vueltas sobre sí mismo, rehízo el camino y apareció de nuevo junto al soldado, con una mirada complaciente y a la espera de otro premio.

Una vez que Karl regresó a donde estaban, Dorothy explicó qué había pasado.

—Para que el perro entienda lo que se espera de él, hay que ayudarlo, como decía antes, con estímulos externos. Una vez asimile la tarea como un juego, ya no serán necesarios. Pero en nuestro caso, Zoe tendrá que untar sus zapatos con otra esencia diferente a la de Karl para no confundirlo. —Le pasó otro frasquito.



Zoe lo destapó y se echó unas gotas en su calzado. El líquido olía a anís, un aroma mucho más agradable que el anterior. Se dirigió a paso ligero hacia una arboleda tomando más distancia de la que había empleado antes su compañero, y después de atravesar la extensa pradera que rodeaba la casa, esperó la respuesta del perro. Karl mandó que la buscara. El animal halló en pocos segundos su rastro y lo recorrió a toda velocidad hasta dar con ella sin aparentes dificultades. Y a continuación hizo lo mismo con Karl, respondiendo a la orden de Zoe, lo que le supuso una doble recompensa.

—Como veis, acabamos de cerrar el circuito. Una vez conseguido, lo que se ha de hacer es repetirlo una y otra vez ganando distancia, hasta retarlos con recorridos superiores a la veintena de kilómetros.

Un par de horas después, Zoe esperaba en la mesa a Dorothy para almorzar juntas, como era costumbre desde su primer día en Fortunate Fields. La vio aparecer. Se había cambiado de ropa y arreglado un poco el cabello. Zoe decidió que, a sus cuarenta y nueve años, aquella mujer seguía manteniendo un estilo cautivador, aunque el paso del tiempo y su intensa actividad seguramente le habían pasado también su factura. La americana se sentó a su lado, como hacía siempre, encantada de tener a su primera alumna en Fortunate Fields.

Tenían para comer pastel de verduras.

Después de hundir el tenedor en su porción, a Zoe le asaltó una duda que tenía ganas de resolver desde hacía tiempo. Pero en el preciso momento en que se la iba a plantear, a Dorothy le trajeron un cable cuyo remitente no debió de gustarle demasiado, a juzgar por cómo le cambió la cara. Leyó su contenido, frunció el ceño, resopló enfadada y lo rompió en pedazos.

—¡Será posible!

Zoe no sabía si preguntar o callar, y menos aún sin conocer si se trataba de un asunto personal. Pero Dorothy la sacó de dudas cuando decidió compartirlo con ella.

—No te puedes imaginar qué presiones estoy recibiendo desde Alemania para que les envíe más y más perros a uno de esos enormes centros de adiestramiento que tienen, al de Grünheide. Sin ni siquiera justificarme los motivos de tan imperiosa urgencia, me instan una y otra vez a que ponga todo mi interés en ello. Pero es que ya les he dicho que no me sobran animales, y en solo seis meses les llevo enviados cerca de setenta.

Zoe se atrevió a dar su opinión.

—Pídales una barbaridad de dinero y así la dejarán tranquila.

—Como sabes, en Fortunate Fields no cobramos. Eso sí, siempre que el uso de los perros tenga fines humanitarios, incluso si es el ejército quien los necesita, como sucede con el rescate de heridos. Pero con los alemanes no seguí el mismo criterio, al dudar para qué los querían, y les pedí bastante dinero. El problema es que lo pagan sin rechistar y no paran de pedirme más. —Dejó los cubiertos en el plato y pidió que le sirvieran un poco más de vino. Después de saborearlo analizó su situación en voz alta—. En esta última misiva me anuncian la visita de su director técnico para mañana. Lo conozco de anteriores intercambios, cuando quisimos cruzar sangre entre sus pastores alemanes y los míos. Es un buen tipo, pero ¡qué poco me apetece discutir con él, Dios! —Se sujetó el mentón entre las palmas de las manos, pensativa.

Zoe se mantuvo en silencio sin saber cómo ayudarla.

—Intente anular la cita antes de que se le presente aquí.

—Ya no da tiempo.

Zoe admiraba a Dorothy por su titánica obra, pero también por su condición de mujer. Aquel problema sería uno más dentro de los muchos que habría tenido que superar a lo largo de su larga trayectoria. Como se había quedado con ganas de resolver una duda antes de verse interrumpida por el cable, se animó a ello.

—Dígame una cosa. ¿Por qué en Fortunate Fields solo se trabaja con pastores alemanes?

—La culpa la tuvo mi perro Hans, un auténtico pastor alemán de los de estética clásica; uno de los últimos representantes de la estirpe originaria. Aquellos animales eran mucho más rústicos que los actuales y desde luego más trabajadores, aunque fueran menos elegantes. Sus innatas habilidades fueron las que me animaron a levantar Fortunate Fields. Quise desarrollar un centro de cría y adiestramiento completamente diferente a los demás, y para ello me propuse usar como base genética la de los antiguos perros pastor. Y como empecé con pastores alemanes, en ellos centré todos los esfuerzos de selección, lo que me condicionó a no meter otras razas. Hoy no dudo que algunas están más cualificadas para ciertos desempeños, pero es difícil que ya cambie a estas alturas.

Dorothy detuvo las intenciones de la camarera, quien parecía decidida a llenarle hasta arriba el plato con más pastel; probó de nuevo el vino y escuchó a Zoe.

—Antes de verlos trabajando aquí, nunca me había planteado si un perro es capaz de entender que su trabajo supone un bien para los demás. Pero después de lo que estoy conociendo y viendo, empiezo a pensar que sí. Desde siempre me ha interesado analizar su comportamiento para entender qué piensan y cómo piensan. Me encanta observarlos. Y cuando lo he hecho con el suficiente detenimiento, he conseguido reconocer ciertas expresiones en su rostro o a través de su cuerpo, que en mi opinión son sus formas de responder a emociones más complejas. Creo que los perros no solo demuestran alegría, hambre, enfado o ganas de jugar; estoy segura de que son capaces de mucho más, de bastante más.

—Comparto tu opinión. La psicología canina es una de las facetas más fascinantes para quienes trabajamos a diario con ellos. La prueba está en que no todos los perros poseen la misma inteligencia. Cuando alguno aprende una tarea a la segunda ocasión, otros no lo hacen ni a la trigésima. ¿Por qué? Hasta ahora no lo habíamos tenido en cuenta en Fortunate Fields, pero llevamos un tiempo incluyendo la inteligencia como un criterio más de selección.

Zoe movía la cucharilla del café sin parar, saboreando las palabras de Dorothy, en una conversación que pocas veces podría mantener con alguien de su experiencia.

—Llevo algo más de un mes en Fortunate Fields, y me da una pena horrible saber que solo me queda otro para abandonarlo, Dorothy. —Su mirada tembló de emoción—. Porque confieso que está siendo la experiencia más interesante a la que me he enfrentado en toda mi vida. Trabajar a diario en este lugar, de tu mano, y con esos maravillosos animales me ha ayudado a olvidar algunos asuntos que amargaron mi pasado. Ahora estoy segura de que no hay mejor tarea en la vida que hacer algo en beneficio de los demás. Como lo haces tú a través de los perros, como lo hacen ellos. Sé que fue y es tu sueño, un sueño que comparto.

 


II

Fortunate Fields

Vevey. Suiza

16 de agosto de 1935

 

 

Zoe no había coincidido con Luther Krugg el día de su entrevista con Dorothy, pero el resultado final de aquella la había escandalizado.

No podía entender cómo ella había terminado accediendo a venderle cincuenta perros cuando se suponía que irían a alimentar un centro con oscuras finalidades dirigido por los nazis. Dorothy se había sentido condicionada por la confianza personal que tenía en aquel veterinario, y más aún después de que este le asegurara que los perros serían entrenados para formar parte de las nuevas unidades K9 de la policía. Pero había quien sospechaba que no era cierto, y que el verdadero destino de los animales sería el de terminar convertidos en un arma más del horror nazi.

Zoe no se había atrevido a discutir aquella decisión con Dorothy por respeto a ella, pero se empezó a poner nerviosa a medida que se acercaba la fecha en la que Krugg volvería a por ellos. Sobre todo después de haber sabido por boca de un soldado del Ejército suizo con el que compartía a diario entrenamientos que en medios próximos a la inteligencia suiza se sabía que los nazis estaban desarrollando un gigantesco plan para crear la fuerza canina más poderosa de Europa.

No entendía la obcecación de Dorothy por atender a la entrega, aunque imaginaba que lo hacía más por no ir en contra de su palabra dada, algo sagrado para ella, que por estar del todo convencida. A pesar de acometer varios intentos para hacerla cambiar de opinión, de poner en ello toda su capacidad de convicción y de facilitarle incluso algunas excusas para que pudiese justificar la quiebra de su compromiso, no consiguió nada.

Sin embargo Zoe fue advirtiendo que con el paso de los días, y a causa quizá de sus súplicas, la firmeza de la mujer empezaba a presentar ciertas grietas. Pero no resultaron lo suficientemente grandes como para provocar un definitivo cambio, y por eso, cuando llegó la fatídica fecha, decidió actuar sin su permiso imaginando que a la larga no se lo tendría en cuenta.

Aquel dieciséis de agosto se había levantado extrañamente oscuro y nuboso.

Los animales llevaban dos horas metidos en una caseta alejada de las instalaciones que apenas se usaba y a oscuras, para que no se alteraran demasiado, a la espera de que viniera a por ellos el veterinario alemán.

Apareció en su coche, precediendo a un transporte de medio tonelaje. Campeón corrió a importunarle en cuanto puso un pie en el suelo. Hasta ese momento había estado paseando con Zoe por una explanada por la que tenía que pasar el alemán para acceder al chalé principal. Luther Krugg, acostumbrado a convivir con perros, lo obvió, recogió del asiento derecho unos papeles y se dirigió a buen paso hacia la puerta de entrada.

Zoe recogió a su perro y fue hacia él.

—Discúlpelo. No le suelen caer bien los extraños.

Luther observó a la mujer que le cerraba el paso, extrañado por su tono. Le calculó menos de veinticinco años, su alemán no era perfecto pero casi, vestía de un modo informal, casi modesto, y quizá por eso se fijó más en una llamativa perla que colgaba de su cuello.

—No se preocupe. Ya se sabe cómo son los perros.

Zoe le regaló una mirada poco amigable y se dio media vuelta.

Desconcertado, Luther se dirigió hacia la entrada del chalé donde Dorothy lo esperaba. Nada más saludarla, preguntó quién era aquella mujer con la que se había cruzado. Tras explicárselo, y sin entrar en demasiados detalles, su anfitriona le ofreció un café que aceptó de inmediato. Pero antes de atravesar el atrio, la curiosidad lo empujó a volver la mirada. La vio entrar en unas cuadras sin percatarse de su atención, no así su perro, que giró la cabeza.

Sentada en un sillón de su despacho, Dorothy cruzó una pierna, le asaltó una tos nerviosa, y se estiró la falda incómoda. Estudió a su interlocutor y le pareció, una vez más, buena gente. Recogió su taza vacía, la dejó sobre la mesa, tomó aire y le disparó la cuestión.

—Luther, nos conocemos desde hace años y nunca te he preguntado ciertas cosas, digamos que un poco delicadas, por respeto a tu intimidad. Pero… no sé… Creo que ha llegado el momento de saber hasta qué punto formas parte o no del entramado nazi. —No le dejó responder—. Y me gustaría saber también para qué queréis de verdad esos perros.

—Entre tú y yo: antes me cortaría las venas que adherirme a ese grupo de locos. —Dorothy suspiró algo más aliviada. Aunque se esperaba su posición, había preferido escucharlo de su boca—. Y en cuanto a tu segunda duda, he de decir que si vine hace quince días a pedirte el favor y vuelvo ahora a recoger a los perros, solo se debe a que Stauffer, al que ya conoces, me insistió tanto que tuve que aparcar un importante encargo por atenderlo. Como tuvisteis aquellos rifirrafes hace años, mi jefe no se atrevía a pedírtelo en persona y me imploró que lo hiciera por él.

—Perfecto. Pero aún no has contestado a mi pregunta.

Luther se retorció en el sillón, incómodo. No estaba seguro de qué hacer. Dorothy era americana y no tenía ninguna duda sobre su adscripción ideológica. Pero ya en la primera visita había decidido no ponerla al corriente de lo que estaban haciendo en Grünheide, ni de para qué estaba empleando a una parte de los perros, por miedo a su segura reacción. Se jugaba que denunciara internacionalmente el caso, y que Heydrich o alguno de los altos dirigentes nazis con los que últimamente trataba ataran cabos y lo relacionaran. No le faltaban ganas de hacerlo, pero pensó que, de urdir una contundente venganza contra aquellos desalmados, prefería manejarla mejor, y desde luego con más cálculo sobre su seguridad y la de su mujer, poniéndola primero a salvo.

—Seguimos adiestrándolos para abastecer las necesidades de la Policía —contestó con una verdad a medias—. Y si ahora necesitamos más es porque nos los están reclamando desde la autoridad ferroviaria para patrullar estaciones de tren y hangares. Eso es todo.

Dorothy percibió en su tono de voz algo diferente a otras veces y también le extrañó que respondiera sin mirarla a los ojos, como solía hacer. No pensó que estuviese mintiendo, pero sí que no estaba contando toda la verdad. Lejos del efecto que él esperaba bajo la aparente seguridad de sus palabras, aquella respuesta acababa de despejar en Dorothy una semana llena de dudas.

—Me tranquiliza mucho saberlo… Sí…

A escasos quinientos metros de donde estaban reunidos, Zoe salió a caballo de las cuadras de Fortunate Fields con Campeón a su lado. De camino se cruzó con un instructor, pero no le respondió a la pregunta de qué diantres hacía montando a esas horas cuando debería estar recibiendo clases. Puso al galope a su caballo y desapareció al instante por la parte trasera de un gran almacén. Cuando pocos minutos después había alcanzado la caseta donde se guardaban los perros, miró hacia los lados para asegurarse de actuar sin testigos, descabalgó y se dirigió a Campeón.

—Me vas a tener que ayudar, y mucho, a partir de este momento. —Sacó del bolsillo un trozo de panceta seca que revolucionó al perro nada más verla—. Si me obedeces en todo momento será tuya.

Zoe observó el entorno del refugio canino y se sintió un poco acobardada ante lo que pretendía hacer.

Liberar a los perros de su encierro era sencillo, solo tenía que abrir la puerta y dejar que se fueran. Pero con ello no se garantizaba salvarlos de su incierto destino, pues podían ser recogidos sin demasiados problemas para terminar llevándoselos a Alemania. Lo que había pensado era mucho más difícil y requería una estrecha y decidida colaboración por parte de Campeón.

Cuando abrió el portalón, además de hacer chirriar sus goznes, desencadenó un coro de ladridos que de inmediato trató de sofocar. En un solo minuto tenía a su alrededor medio centenar de pastores alemanes muy jóvenes, todos cachorros, con más ganas de jugar que otra cosa. Zoe tiró de la correa de Campeón forzándolo a abandonar el olfateo de hocicos y traseros al que estaba dedicado en cuerpo y alma, y le habló.

—Como eres el mayor de todos, en cuanto salgamos afuera quiero que los reúnas y me sigáis a toda carrera. —Campeón miró a los cachorros y, sin entender sus órdenes, se propuso hacer lo que le mandara.

Zoe caminó entre ellos repitiendo los mismos movimientos que había visto hacer a las perras en su casa de Salamanca cuando parían, para atraerse la atención de sus crías. Tardaron en entender lo que quería.

A pesar de la prisa que llevaba y con el miedo a que apareciera en cualquier momento Dorothy junto al veterinario alemán, insistió una y otra vez con aquellos gestos y movimientos hasta que captó su atención y comprobó que la seguían allá donde se movía. Justo cuando decidió que había llegado el momento de abordar la parte más delicada de su plan, el portón se cerró por efecto del aire y la caseta quedó a oscuras. Zoe maldijo aquel contratiempo y buscó a tientas la salida. Tropezó aparatosamente con una pila de piedra y rodó por el suelo. Para empeorar aún más las cosas, cuando trataba de levantarse se golpeó la frente con algún objeto afilado y al segundo notó cómo el corte se cubría de sangre.

Localizó finalmente la madera del portón y la empujó. Devuelta la luz al interior, los cachorros se unieron a ella saliendo en tropel de la caseta. Fue entonces cuando Zoe miró fijamente a Campeón y le señaló a los perros, y dibujó imaginarios círculos con el dedo. El perro corrió a por ellos guiado por el instinto, y los rodeó al instante con intimidatorios ladridos. Ella buscó al caballo, lo montó y, con una mano en las riendas y la atención puesta en sus espaldas, se atrajo la atención del improvisado rebaño perruno y los hizo caminar al paso de su montura.

Para no tener que atravesar por la parte más descubierta de la finca, planeó un rodeo a través de un bosque que recorría la cara norte de Fortunate Fields, lo que complicaría la unión del grupo, pero no le quedaba otra alternativa.

Aprovechó el buen trabajo de Campeón, asombrada de lo bien que lo estaba haciendo, para acelerar el paso del caballo con idea de buscar lo antes posible el abrigo y escondite de los árboles. Los perros parecían felices corriendo detrás de ella, formando un curioso grupo que flanqueaba Campeón a toda velocidad yendo y viniendo entre ellos.

Cuando se adentraron en la arboleda solo se le habían despistado un par de perros. El grueso de la improvisada camada seguía unida con la mirada puesta en los cascos del animal y en aquella mujer que se había convertido en su nueva guía. Zoe suspiró algo más tranquila al ser consciente de que había superado la parte más complicada de su plan. Ahora solo tenía que esconderlos.

En Fortunate Fields, Luther y Dorothy abandonaron el despacho después de haber compartido una larga charla sobre los esquemas de selección que estaba aplicando el alemán en Grünheide, un tema de gran interés para Dorothy, que era consciente de la elevada preparación técnica que poseía el veterinario.

Después de saber dónde debían recoger a los perros, Luther ordenó al conductor del camión que lo acercara para facilitar la carga. Caminaron por la verde pradera hasta la caseta, en silencio y perdidos en sus pensamientos. Dorothy estaba arrepentida de lo que iba a hacer, pero no sabía cómo salir del atolladero. Y él estaba dándole vueltas a algo que no tenía nada que ver con aquel lugar; qué estrategia iba a seguir para recomponer aquel perro bullenbeisser que le habían encargado. Por eso, ni uno ni otro se dieron cuenta de que el portón estaba abierto hasta que lo tuvieron enfrente de sus narices.

—¿Y los perros? —Luther metió la cabeza en la caseta.

—¿Pero qué ha podido pasar? ¿Cómo no van a estar?

Dorothy supuso que se habrían escapado debido a un fallo en el cierre. Rodeó primero el recinto y exploró después por los alrededores, sin encontrar una sola pista de ellos. Hasta que cansada de buscar y buscar, le pareció ver a uno en mitad de una hondonada y a cierta distancia de donde estaban.

El alemán, que se había quedado a las puertas del chamizo, desconcertado por la pérdida de los animales, de repente descubrió algo que llamó su atención sobre la paja, a pocos centímetros de la entrada. Lo recogió y se lo guardó en un bolsillo.

La teoría de Dorothy, basada en un tonto accidente, no se terminaba de sujetar cuando dos horas después solo habían localizado a dos cachorros, de los cincuenta que según ella andarían vagando por los alrededores. Así lo veía Luther. Sencillamente no le cuadraba.

A escasos metros del aparcamiento, Dorothy seguía tratando de convencerlo.

—Si se han escapado, aparecerán. Es solo cuestión de tiempo.

—Del que no dispongo —contestó él con expresión contrariada.

—Si tuviese más cachorros te los cambiaba ahora mismo. Aunque me temo que eso no va a ser posible. Lo siento. Tendrás que esperar a que los reunamos para enviártelos más adelante, o si no, a la nueva paridera.

—Dorothy… Todo esto está siendo muy lamentable.

Luther estaba seguro de su buena fe, la conocía. Pero no tanto de la de su personal. De hecho, a esas alturas no tenía ninguna duda de que la desaparición no había sido fortuita. Pero prefirió dejarlo como estaba. Al fin y al cabo, a él no le urgía reunir más perros en Grünheide, solo a Stauffer.

A un solo paso del coche, a Dorothy le extrañó el repentino interés que mostró el alemán por despedirse de Zoe, refiriéndose a ella como: «aquella interesante joven con la que me crucé a mi llegada».

Los empleados que la buscaron en su habitación, en los parques de entrenamiento, en los almacenes y hasta en la zona de enfermería no dieron con ella.

—No pierdas más tiempo, Luther. Fortunate Fields es demasiado grande, y si todavía no la han encontrado, puede que no lo consigan en un buen rato. Descuida, que le trasladaré tu despedida.

Antes de abandonar definitivamente la finca, cuando el coche de Luther enfilaba la última recta antes de alcanzar los arcos de entrada, la vio trotando a caballo con su perro a escasos cincuenta metros de distancia. Tocó el claxon y se detuvo. Zoe, advertida por sus gestos, se dirigió hacia él con el corazón acelerado. Acababa de dejar a cuarenta y ocho cachorros en las instalaciones de la vecina finca también propiedad de Dorothy, donde se entrenaban los perros guía para ciegos.

—¿Ya se va? —Ella jugueteó con un rizo de su pelo.

—Sí, pero me alegro de haberme cruzado con usted antes, al menos para despedirme. Como ve, me vuelvo sin los perros que vine a buscar.

—¿Podría saber por qué? —Zoe se esforzó para que no le temblara la voz.

—Cómo no. Sencillamente porque han desaparecido. ¿Usted se lo explica?

—No… No tenía ni idea…

Se sintió tan incómoda y tensa que buscó su perla de forma inconsciente. Pero al echarse la mano al pecho se dio cuenta de que no la tenía. Recordó la caída cuando estaba sacando los perros de la caseta y dedujo dónde la había perdido. Se le enrojecieron las mejillas de golpe y musitó un «buen viaje», que sonó ahogado.

Luther, al poner el coche en marcha y a punto de irse, le dijo:

—No entiendo por qué lo ha hecho, pero si alguna vez nos volvemos a cruzar, me gustaría saberlo. Que tenga un feliz día. Aufwiedersehen.

 


III

Xauen

Protectorado español de Marruecos

28 de agosto de 1935

 

 

El brazo de Andrés Urgazi se ceñía sin remilgo alguno a la cintura de avispa de una hermosa italiana, más preocupada de ser reconocida por alguien que por estar engañando a su marido desde hacía dos meses.

Andrés acababa de volver de Madrid atendiendo a las órdenes de su superior, el coronel Molina, después de haber cubierto dos objetivos. El primero, recaudar una elevada cantidad de dinero para pagar a un diplomático extranjero de altísimo nivel que tenía comprado. Como la financiación de las actividades de contraespionaje se realizaba a través de unos fondos reservados, el dinero se lo había suministrado una persona a la que no había llegado a ver, y lo había recogido en una portería vecina al ministerio, en un buzón cuya llave había sido remitida en sobre secreto al despacho del coronel Molina. Y su segundo cometido tenía como destinataria aquella mujer con la que se disponía a pasar una tarde de amor: una buena joya que terminó de rendirla.


Date: 2015-12-24; view: 514


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