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AHORA ESTÁS A MI LADO 13 page

—Zoe, gracias por tu puntualidad; un detalle importante para un suizo.

La voz de Max hizo que se volviera, pero su mirada se dirigió hacia los dos maravillosos cachorros que entraron a la vez que él. Los animales corrieron a su encuentro algo patosos, y ella los recibió en cuclillas acariciándolos a dos manos.

—¡Hola, chicos! Pero mira que sois bonitos. ¿Cómo se llaman?

—Tic y Toc. La culpa la tuvo el reloj de cuco del salón, al sonar de fondo cuando lo estábamos decidiendo Erika, mi mujer, y yo. —Se agachó para agarrar al que estaba más gordo—. Este es Toc, el más tranquilo. Tienen cuatro meses recién cumplidos, y por tanto lo único que les gusta es jugar.

Los perros, atraídos por los insólitos objetos repartidos por el suelo, fueron a husmear, mientras Max ayudaba a incorporarse a Zoe tendiéndole una mano.

—Bueno, le explico el ejercicio para no hacerla esperar. —Se percató de su rictus—. Emplee todo el tiempo que necesite para familiarizarse con ellos, no tenga prisa. La dejaré sola. Pero en cuanto crea que se ha ganado su confianza y vea que la obedecen, tendrá que hacerlos recorrer ese circuito en el menor tiempo posible y sin que se salgan de los dos cordones. Registraré su tiempo. ¿Tiene alguna duda?

—Ninguna. Me pongo a ello.

Max cerró la puerta de la cocina siendo consciente de la dificultad de la prueba. Los perros eran demasiado pequeños y todavía se distraían con todo, lo que sin duda tendría en cuenta, porque en realidad lo que buscaba era ver cómo se iba a comunicar con ellos y qué medios emplearía para que la obedecieran.

No había pasado ni media hora cuando Zoe le avisó que ya estaba preparada.

Asombrado por su rapidez, se sentó en una silla, contó hasta tres y puso su cronómetro en marcha. Zoe, sin hablar, se atrajo la atención de los dos cachorros mostrándoles un trozo de pan que había encontrado sobre una repisa de la cocina. Adelantada a ellos empezó a recorrer de espaldas el circuito unas veces enseñándoselo y otras cerrando la mano para no crearles demasiada ansiedad. Cuando uno de ellos parecía que se iba a salir de su carril, le lanzaba un dedo amenazador a la vez que fruncía la mirada para advertirle. En un momento dado, como a mitad de camino, partió el trozo de pan y se lo dio a comer, acariciándoles la cabeza armada de su mejor sonrisa. Los dos cachorros parecían haber memorizado sus expresiones faciales porque hasta el momento respondían como ella quería.

Siguió arrastrando los pies por el siguiente tramo, donde la dificultad aumentaba; los perros tenían que saltar por encima de unos maceteros vacíos y alargados y girar a la izquierda, con muy poco ángulo, para terminar enfilando la última parte. Toc se negó a seguir cuando se enfrentó al que le tocaba y se sentó a descansar, mientras Tic, que lo había superado sin problemas, se encontraba a un paso de llegar al final. Zoe lo esperó al otro lado de un largo cucharón que hacía de línea de meta, y al atravesarlo le regaló el resto de pan que le correspondía, felicitándolo efusivamente.



Mientras volvía a por Toc miró de refilón a Max sin poder identificar en su expresión nada que le hiciera adivinar qué impresión estaba produciéndole. Era consciente de que aquel cachorro podía ser la llave que abriera la puerta de un trabajo maravilloso, y con ello el final de sus agobios económicos, o al revés. Se inquietó tanto al pensarlo que lo tradujo en un temblequeo de manos imposible de evitar. Cuando las dirigía por encima del macetero con el pan para atraerse la atención del perro, la mirada de Toc las seguía, pero en el momento que desaparecían al otro lado del obstáculo perdía todo interés, se tumbaba apoyando la cabeza sobre sus patas, o se ponía a bostezar aburrido.

Max contemplaba la situación con una sonrisa, sin que la respuesta del perro le preocupara tanto como la de Zoe. Porque hacía solo dos semanas había tenido que despedir a su primer seleccionado al descubrir en él una excesiva severidad con los perros, severidad que rozaba la violencia. Una actitud que lo descartaba de inmediato, y un detalle que no había contado a Zoe para no ponerla en sobre aviso. Además de ella, disponía de un segundo candidato que también le gustaba. Pero en aquel preciso momento y con Toc rebelde, le interesaba mucho ver cómo resolvía aquella dificultad.

Zoe se dio cuenta de que tenía que cambiar de táctica, pero no se le ocurría nada. Realizó en persona el mismo movimiento que esperaba en el perro, para que lo imitara, pero no consiguió que Toc moviera una sola pata. Se empezó a inquietar. Probó de nuevo con el pan, y nada.

—Es algo cabezón —intervino Max—. Si quiere, dejamos la prueba aquí.

—No… No he terminado todavía.

Consciente de lo mucho que se jugaba, no estaba dispuesta a dejar pasar una oportunidad como aquella. Buscó la perla que colgaba de su cuello, pensó en su madre y se relajó jugueteando con ella entre los dedos. Poco a poco se fue tranquilizando, hasta que de repente le llegó a la nariz un olor a carne guisada. Localizó su origen en una cacerola al fuego, fue hacia ella, para desconcierto de Max, le pidió permiso mientras abría la tapa, y al obtenerlo sacó un pequeño trozo de carne con ayuda de un tenedor. Su aroma revolucionó a Toc de tal modo que no solo saltó el obstáculo, sino que corrió hasta la meta con una agilidad desconocida. En ese momento Max apagó el cronómetro y decidió que Zoe era la persona que necesitaba, pero no se lo dijo, tan solo destacó el poco tiempo que había necesitado, su iniciativa, la capacidad de resolver problemas complejos y algo que le había llamado especialmente la atención: cómo había dirigido a los animales sin abrir la boca, solo con estímulos y gestos.

—¿Entonces…?

—Reconozco que me ha sorprendido gratamente, pero me gustaría saber algo más de usted. ¿Me acompaña a mi despacho?

Después de dos horas y media de entrevista, de haberse visto asaeteada a preguntas y más preguntas, unas en francés y el resto en alemán, y con el agotamiento de todo un día de trabajo sobre sus espaldas, cuando le vio cerrar la carpeta en la que había tomado notas, a pesar de los nervios que en ese momento tenía, se sintió aliviada.

Max la miró a los ojos, carraspeó, y después de agradecerle su paciencia y el tiempo que le había robado, le acercó un papel y una pluma.

—Esta es una solicitud de admisión a la Cruz Roja. Le ruego que la firme, me encantaría tenerla desde hoy en mi proyecto.

Profundamente emocionada y con una sonrisa que no le entraba en la cara después de rubricar aquel papel, escuchó a partir de entonces los planes que tenía previstos para su inmediata integración. Las piernas le temblaban. Tendría que viajar a Suiza en menos de una semana para aprender las técnicas de adiestramiento en el mismo centro donde habían nacido Tic y Toc, en una finca llamada Fortunate Fields, en Vevey. Y a su vuelta, después de firmar el contrato con la Cruz Roja, le esperarían los veintidós primeros perros con los que empezaría a aplicar lo aprendido. Y además, le pagarían trescientas pesetas mensuales.

Desde aquella maravillosa tarde, todo fue tan rápido como excitante. En una sola semana había preparado la maleta con todos sus vestidos y algo de abrigo, porque, según palabras de Max, a pesar de estar en julio seguía haciendo frío en Suiza; estaba empezando a difuminarse en su cabeza la penosa experiencia vivida en aquella pensión, y su futuro parecía brillar con más luz que el intenso sol que caracterizaba a aquel tórrido mes.

Una semana después, un coche la esperaba en el portal de una casa que iba a abandonar para siempre. Rosa lloró por fuera, pero se alegró por dentro. Con Zoe fuera de su vida, perdía las setenta pesetas que le pagaba cada mes, pero se olvidaba también de aquel chucho al que no tenía ningún aprecio, y evitaba que su novio la siguiera riñendo por tenerla todavía en casa. Max había aceptado que se llevara al perro a Suiza, y Mario estaba a la espera de que sus compañeros de sindicato terminaran de preparar un recurso a su sentencia, según le habían prometido en la primera visita a prisión.

Se abrazaron una última vez, y Zoe se comprometió a hacerle llegar su nueva dirección en cuanto la supiera.

Julia y Oskar se habían ofrecido a llevarla hasta el aeropuerto aprovechando la coincidencia de un viaje que tenía que hacer él a Berlín, ese mismo dos de julio.

Vuelta de espaldas, desde el sillón del acompañante, Julia sonrió feliz. Comprobó que su mejor amiga por fin le había dado un poco de color a sus labios y mejillas, algo difícil de ver últimamente, y que su vestido le sentaba perfecto.

—Hoy es el primer día desde hace más de ocho meses que reconozco a la Zoe de siempre.

Oskar arrancó el vehículo y escuchó cómo tenía que hacer para salir de aquel laberinto de calles en dirección al aeropuerto. Al girar en la primera esquina Zoe no pudo evitar que se le escapara una lágrima. En aquel barrio se dejaba una parte de su vida, con momentos amargos, pero también enriquecedores. Porque allí había descubierto la naturaleza humana en toda su crudeza. Se había cruzado con personas cuyos principios y comportamientos atentaban contra cualquier norma establecida, y había aprendido que la vida en sus calles se regía por la picardía, el engaño y el instinto de supervivencia. Pero también allí había crecido como persona, en una sucia y abandonada barriada, con cien pesetas al mes y un trabajo que al final le había dado mucho más de lo que nunca se hubiera podido imaginar.

A ninguno de los dos se les ocurrió hacer el menor comentario mientras la veían saludar a unos y a otros porque respetaron su momento de emoción.

Al salir del barrio, Julia se volvió para hablar.

—Bueno, ya no puedo aguantarme más. Tenemos una gran noticia. Acaban de ascender a Oskar a capitán de la Luftwaffe, y además le han ofrecido un trabajo asociado a la agregaduría militar de la embajada, que sin restarle demasiado tiempo lo atará a España unos meses más. —Su mirada se inundó de alegría.

—Enhorabuena por tu nueva graduación. ¿A partir de ahora tendremos que llamarte hauptmann Stulz en vez de Oskar? —Zoe ironizó sin maldad, encantada por su amiga—. ¿Y esa nueva actividad en la embajada te va a permitir volar?

—Como Julia dice, es un trabajo que de vez en cuando puede requerir un poco de dedicación, como también algún que otro viaje a Berlín, pero estamos contentísimos. Y con relación a tu pregunta, si lo he aceptado es precisamente porque me permite seguir como instructor de aviación y volar.

Llegaron a la entrada del aeropuerto, aparcaron en una zona especial para uso de clientes, y al bajar del coche escucharon por los altavoces el anuncio de la llegada del vuelo de Ginebra, con el que volaría Zoe a la ciudad helvética. Como Campeón iba a tener que viajar en la bodega y los trámites llevaban su tiempo, se apresuró a entrar en el edificio.

Oskar sacó las dos maletas de Zoe y después la suya, y se cargó al hombro una funda alargada de piel en forma de arco.

—¿Vas a trabajar con eso? —Zoe miró el bulto, suponiendo lo que era.

—Bueno, sí y no —contestó, mientras hacía venir a un mozo para que se hiciera con el resto de los bultos—. Voy a Karinhall.

—¿Karinhall? —Zoe no había escuchado nunca aquel nombre—. ¿Debería conocerlo?

Oskar titubeó antes de explicarse. En su interior lamentó haberlo mencionado sin habérselo pensado mejor, entre otras cosas porque no se lo había contado a su novia.

—Primera noticia —intervino Julia un tanto extrañada.

—Bueno, digamos que es… como si se tratase de… Bueno, es como una gran finca de caza a la que acudo con alguna frecuencia…

—¿De tu propiedad?

—No, qué va… Es de un amigo.

Sentada en el asiento del avión, después de haberse despedido cien veces de Julia y de comprobar que Campeón se había quedado tranquilo en el cajón donde se lo habían llevado, superó su primer despegue algo mareada. Aunque la cosa empeoró durante el vuelo al cruzarse con una complicada tormenta. Soportó medio vuelo con los ojos cerrados y las manos aferradas a los reposabrazos, y solo cuando el avión pudo recuperar la estabilidad y ella su estado normal, sacó de su bolso tres cuartillas de papel.

En los últimos días no había tenido tiempo de escribir ni unas breves palabras a su padre para ponerle al corriente de su increíble noticia, ni tampoco a Andrés para advertirle de que no volviera a por su perro. Por lo que decidió aprovechar el viaje, aunque tuviera que franquearlas en Suiza. A las dos cartas iba a sumar una tercera que haría llegar a Anselmo a través de Bruni. Recordó la petición que le había hecho en casa de Gordón Ordás a cambio de interesarse por la situación penal de su padre, y le pareció que Oskar era un buen candidato. Dado su nuevo encargo dentro de la embajada, a su anterior trabajo como militar y piloto le añadía un tinte político que no le gustaba nada, pensando en su amiga Julia.

Se desabrochó el cinturón de seguridad, cruzó las piernas, sacó del bolso una estilográfica, bajó la mesita adosada al asiento delantero y escribió las dos primeras líneas:

«Querido padre, lo que a continuación te voy a contar sí ha sucedido, aunque todavía me parece un sueño…»

Dejó la pluma sobre la mesita y miró por la ventanilla. La simple contemplación de la alfombra de nubes que parecían hacer flotar al avión desencadenó un respingo de placer en ella. Nunca había volado ni tampoco había salido de España, pero se sentía tan feliz que cualquier detalle le parecía maravilloso: desde el uniforme de la tripulación hasta el mal café que le acababan de dar.

Aquel avión dejaba atrás muchas sombras de su pasado: un marido infiel, un tiempo de miseria e incertidumbre, una horrenda humillación y la amarga impotencia de no haber podido hacer todavía nada por su padre. Pero también viajaba con ella un leal y recién descubierto Campeón, junto con un torrente de nuevos sueños.

Eran la cara y la cruz de su vida, de una vida que finalmente se iba a llenar de nuevas emociones y retos. Sobrevolaba los majestuosos Alpes cuando se imaginó rodeada de aquellas maravillosas criaturas que de forma desinteresada terminaban convirtiéndose, para heridos y moribundos, en una especie de última esperanza a cuatro patas, lengua rosada y mirada brillante.

Y se sintió feliz.

SEGUNDA PARTE

AHORA ESTÁS A MI LADO


 

I

Fortunate Fields

Vevey. Suiza

5 de agosto de 1935

 

 

Al abrir la ventana de su habitación, Zoe respiró el aire fresco procedente de los Alpes hinchándose los pulmones de aromas a verano. Ya se había vestido y aseado, y aunque en pocos minutos tenía que acudir a clase, nunca perdonaba aquel momento. Cada mañana, desde hacía más de un mes, todos sus sentidos se desbordaban mientras admiraba la quietud del lago Lemán, recorría los perfiles de la cordillera alpina o recibía el perfume de las infinitas y verdes praderas de su entorno.

Fortunate Fields estaba suponiendo para ella una especie de adelanto en vida de lo que tenía que ser el cielo. A pesar de que en sus instalaciones primaba la funcionalidad, para quien venía de estar en una habitación de apenas tres metros cuadrados, de haber pasado auténtica necesidad o de haber olido a diario una corta gama de olores que iban desde la lejía al sudor ajeno, aquello era un auténtico edén.

El entorno de la finca era precioso, de un verde insólito.

La coqueta y enorme casa de arquitectura tradicional alpina que servía de edificio principal estaba preparada para recibir frecuentes nieves. Decorada con contraventanas de madera y tejado de grandes aleros, agrupaba a su alrededor una docena de parques donde se alojaban hasta cuatrocientos perros.

A pesar de la paz interior que Zoe experimentaba, fruto de su propio aislamiento en tan recóndito lugar, no se olvidaba de los suyos. Solo dos días después de su llegada había escrito a sus amigas y también a su padre contándoles sus primeras impresiones. También a Andrés, pero una vez más la carta le había sido devuelta sin especificar el motivo, como ya había pasado con la escrita en el avión.

Campeón dormía con los demás perros y estaba integrado en un programa de entrenamiento para tareas sanitarias, obedeciendo a los deseos de Zoe.

En Fortunate Fields solo había tres mujeres además de ella: una amigable cocinera del cantón de Neuchâtel, que derrochaba energía a pesar de cargar con ciento veinte kilos de peso; su áspera ayudante; y, cómo no, la propietaria de aquel centro único en el mundo, Dorothy Eustis.

Aquella mañana Zoe bajó corriendo las escaleras de la edificación donde estaban las oficinas principales y los dormitorios. Tras saludar a Margareth, la camarera, que la regañó por coger una magdalena al vuelo en lugar de sentarse a desayunar, salió a buscar a Dorothy, quien desde su llegada se había encargado personalmente de su formación.

Corrió por la pradera hasta alcanzar el punto diario de encuentro, en la cancela de entrada en donde se guardaban los perros, y allí la esperó, feliz y agradecida, con el mismo sentimiento que se repetía en ella cada día. Porque ni en el mejor de los sueños podía haberse imaginado estar viviendo una experiencia tan excitante como la que se le ofrecía cada mañana en aquel mágico lugar, cuyo nombre, Fortunate Fields, estaba más que justificado. Un paraíso de una belleza sin igual.

La vio venir con su permanente sonrisa, erguida, y con aquel elegante caminar seguramente fruto de una esmerada educación. Detrás de aquel proyecto, único en el mundo y altruista desde su concepción, estaba Dorothy Leib Harrison Eustis Wood, nacida en Filadelfia, cuya familia había prosperado al haber levantado la primera compañía química de los Estados Unidos y una próspera refinería de azúcar. Según le había ido contando a Zoe, entre paseos y entrenamientos, su bisabuelo había sido un hombre próximo a los Padres Fundadores de la nación norteamericana. De hecho, había sido el encargado de leer por primera vez la Declaración de Independencia de Filadelfia. La madre de Dorothy se había movido también en un círculo social muy elevado, y era habitual verla en los eventos más importantes de la ciudad, ya fueran culturales o benéficos.

Dorothy se había casado por primera vez a los veinte años y había fijado su residencia en una pequeña población del estado de Nueva York. Pero durante un viaje que el matrimonio había realizado por Europa, con apenas veintisiete años, se enamoró de tal manera de la clase y nobleza de una raza de perros, los pastores alemanes, que convenció a su marido para que le comprara uno. De nombre Hans, el animal marcaría desde entonces su vida, y fue responsable último de muchas e importantes decisiones posteriores.

Con veintinueve enviudó, pero se casó de nuevo a los treinta y siete con un jugador de polo. El gran impacto que le produjeron aquellos paisajes suizos en su primer viaje la animó a trasladarse a vivir allí. Alquilaron una casa en los Alpes, y en ella, al poco tiempo, se decidió a criar pastores alemanes, aquellos perros que tanto admiraba. Sin embargo, a diferencia del resto de criadores, cuyos objetivos solo eran estéticos, Dorothy empezó a seleccionarlos por sus cualidades para el trabajo. Unos trabajos que fueran útiles para el hombre, a imagen de las habilidades que había descubierto en su propio perro Hans.

El detonante de otra de las grandes decisiones que había tomado en su vida surgió durante una visita a un centro canino alemán, donde estaban adiestrando perros para ayudar a soldados ciegos de la guerra del catorce. La hermosa y asombrosa asistencia que un sencillo perro le ofrecía a un humano con tan graves limitaciones personales la animó a empezar un primer ensayo de adiestramiento para conseguir lo mismo que los alemanes, pero en su propia finca. No fue lo único que hizo. Publicó su descubrimiento en un conocido periódico americano, y la repercusión de su crónica fue tan enorme que en poco tiempo recibió centenares de peticiones desde Estados Unidos para hacerse con un perro de esas características. Y así fue cómo nació una nueva sociedad, llamada The Seeing Eye, al margen del resto de actividades de Fortunate Fields y a solo diez kilómetros de distancia de sus instalaciones. Dorothy empezó a entrenar allí a nuevos perros, pero también a educar a sus usuarios ciegos para manejarse con ellos y conseguir una mayor independencia en sus vidas. Algo que impresionó mucho al mundo entero, y también a Zoe el día que había recorrido con ella aquel centro.

—Hoy trabajarás con un gran perro, con SZ1987. Y por cierto, el instructor que está trabajando con Campeón habla maravillas de su carácter, pero no puede decir lo mismo de su velocidad de aprendizaje.

—Fue todo un detalle que me permitierais venir con él. No llevábamos mucho tiempo juntos, habíamos empezado a entendernos, y pensé que trayéndolo, si aprendía el oficio sanitario, siempre me podía servir como sustituto en un momento de necesidad. Pero si estorba en los entrenamientos, lo dejamos fuera de ellos. No pasa nada.

—No te preocupes… Un perro nunca molestará en esta casa. Jamás. Campeón tiene cerca de tres años y es algo cabezón, pero el mejor pastor alemán que podamos tener en Fortunate Fields respondería igual si hubiéramos pretendido entrenarlo a esa edad. Tu perro seguirá formándose, aunque tarde más. Pero volvamos al objetivo de hoy, que el tiempo vuela. Quiero enseñarte cómo conseguir que un perro trabaje de estafeta o mensajero.

Zoe abrió la portezuela del jaulón y SZ1987 salió feliz agitando el rabo como un loco. Le colocó la correa y lo dirigió hasta los pies de Dorothy. A su lado vio a un joven soldado.

—Para este ejercicio necesitarás un compañero. Karl, ella es Zoe —los presentó.

El muchacho no tendría veinte años, era alto como un olmo, con demasiados granos todavía en su cara y un aspecto un tanto enclenque.

Dorothy empezó a acariciar a SZ1987.

—Como ya me habéis oído explicar más de una vez, el pastor alemán es un perro que desde tiempos remotos aprendió a proteger a las ovejas de posibles depredadores viéndolas como miembros de su propia camada. Esa es su aptitud más notable y es innata a su raza. Pero en Fortunate Fields, lo que hemos hecho es redirigir esa respuesta natural hacia otras tareas, como por ejemplo a la localización de heridos. Lo que ya has aprendido durante el pasado mes, Zoe. O en el caso de Karl, tareas de patrulla. —Se caló sus gruesas gafas hasta arriba de la nariz y tiró de la correa del perro buscando un claro en la pradera—. Hoy vamos a hacerles trasladar algo desde un punto a otro. Imaginaos que fuera un mensaje, o un mapa; algo que en caso de emergencia se hiciera necesario hacer llegar a un destino alejado. La ventaja de usarlos para esos cometidos es su velocidad, y sobre todo no tener que poner en riesgo una vida humana. Os aseguro, ya lo veréis vosotros mismos, que para ellos la extensión que separa el punto de salida de su objetivo no constituye ninguna limitación. Y cuando digo eso, me refiero a que se los puede entrenar para superar distancias de más de veinte kilómetros sin posibilidad de equivocarse. Parece sorprendente, ¿verdad?

Zoe, vestida con unos cómodos pantalones de trabajo y jersey rojo de lana, estaba deseando aprender la nueva técnica, como le había pasado con el resto. Un día más, al escuchar a Dorothy hablar, volvió a admirar a aquella mujer. La adoraba y aprendía de ella a partes iguales, porque poseía muchas de las cualidades que deseaba para sí misma: valentía, constancia, templanza y sobre todo una gran autonomía. Y en el trato con los perros, no dejaba de maravillarle el tacto y sensibilidad que demostraba con cada uno de ellos.

Dorothy empezó a dar órdenes.

—Karl, lleva al perro hasta aquel árbol.

Le indicó un enorme abeto a menos de diez metros de donde estaban. El joven se hizo con su correa y empezó a caminar, pero a SZ1987 no le pareció tan buena idea y se resistió a moverse de donde estaba. Karl volvió hacia atrás y tiró de la correa con fuerza, mandándole caminar en un tono de voz severo.

—Déjame a mí, verás… —Dorothy se colocó frente al perro, captó su atención, dio un corto tirón de la correa y consiguió que la siguiera con el primer paso—. Nunca os responderán bien si usáis la violencia con ellos. Y las órdenes han de darse usando siempre las mismas palabras, no es necesario levantarles la voz. —Se dirigió a Zoe—. ¿Qué harías con un perro cuando te ha obedecido correctamente, como ha hecho SZ1987?

—Premiarlo con una buena dosis de caricias.

—Sí y no. Tienes que meterte en su cabeza, y si no ha terminado el ejercicio que esperábamos de él, no podemos premiarlo todavía. En otras palabras: no deben pasar de lección sin dominar la anterior. Y es mejor terminar las sesiones con un ejercicio conocido y placentero para ellos, sin ser excesivo con las caricias, y desde luego no emplear nunca el collar de castigo.

Se estiró la chaqueta de punto y le pasó la correa a Zoe.

—Dorothy, antes me decías que Campeón no tiene la edad adecuada para aprender con rapidez estas tareas. ¿Cuál es la mejor?

—Según mi experiencia, se obtienen los mejores resultados a partir de los seis meses de vida. Han de aprender la habilidad durante tres o cuatro meses, no más, empleando media hora, o como mucho tres cuartos de hora al día. La pasada semana, trabajé contigo, Zoe, qué órdenes debíamos emplear para conseguir que un perro camine a tu lado, se levante, se acueste y obedezca otros ejercicios básicos. Pero lo de hoy es más complejo. Cuando os separéis, el perro ha de buscaros aunque no sepa para qué lo hace. El principio básico de su comportamiento consiste en desear localizaros.


Date: 2015-12-24; view: 567


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