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AHORA ESTÁS A MI LADO 11 page

Liberado de sus garras, Campeón se quedó encogido y boqueando, sin entender qué sentido tenía todo aquello. Hasta que recibió el abrazo de su ama, un abrazo como nunca había conocido de su parte, y que compensaba los inciertos momentos que hasta entonces había vivido en aquella casa.

Zoe confirmó la inconsciencia de su agresor, se terminó de vestir a toda velocidad, abrió la ventana de su balcón de par en par y a voz en grito pidió auxilio. Sus alaridos y su desesperación fueron escuchados por media calle, lo que hizo que una de las prostitutas se saltara todas sus prevenciones y corriera en busca de la policía para ayudar a aquella mujer.

Cuando Rosa entró en su casa venía advertida por las vecinas de que algo gordo había pasado y que tenía a la policía dentro. En el salón se cruzó con dos agentes que de inmediato la pararon.

—Eh… ¿A dónde va? ¿Quién es usted?

—La dueña de este piso. ¿Me puede decir alguien qué ha pasado?

Zoe salió de su habitación todavía temblando al identificar la voz, y tras ella un guardia de asalto. Sentado sobre el suelo del pasillo vio a Mario, con media cara ensangrentada y esposado.

—¡Tu querido novio ha intentado violarme!

Incapaz de contener sus propios temblores, Zoe le señaló con el dedo, sujetando por la correa a duras penas a Campeón para evitar que fuera a por él.

—¿Cómo…? Pero ¿qué tonterías dices? —respondió, llevándose las manos a la cabeza.

—¡Fue ella! —intervino Mario—. No la creas. Me hizo venir sabiendo que no ibas a estar en casa y…

—Rosa, no es verdad… No le creas. ¡Es un… es un cerdo! —balbuceó Zoe, profundamente afectada.

—¡Pero serás canalla! —Completamente enloquecida, lo abofeteó con tanta fuerza que le abrió una nueva herida en la mejilla antes de patearle el vientre. Tanta era su furia que tuvieron que emplearse a fondo dos agentes para conseguir separarla—. ¡Eres peor que un animal! —le gritó al oído—. Cada vez que se te ha cruzado una mujer interesante, te doy igual; todo te da igual… ¡No quiero saber nada más de ti!

Las manos de la mujer buscaron la cabellera del novio para tirar a continuación con tanta rabia que se quedó con un buen mechón en la mano, sin que los policías tuvieran tiempo de evitarlo.

Visto el escándalo que estaba montando la mujer y el numeroso público que se había atraído con sus gritos, con medio salón lleno de vecinos, el jefe de los guardas ordenó a dos de sus hombres que se llevaran al agresor detenido para que lo viera un médico primero, y proceder a su interrogatorio después en comisaría. Habían tomado ya declaración a Zoe, y según les dijo a sus hombres, antes de salir por la puerta, allí ya no pintaban nada.



Zoe se pegó a la pared en el momento que Mario pasaba a su lado.

Él no abrió la boca, pero le lanzó una mirada peligrosa, llena de odio y rencor, oscura, vengativa.

Cuando salieron los vecinos y tras ellos el último policía, Rosa cerró la puerta y miró a su inquilina con un gesto desolado. Zoe no pudo aguantar más. Se derrumbó sobre el suelo quedándose apoyada contra la pared y explotó a llorar. Campeón la husmeó angustiado y empezó a lamerle las manos al percibir su pena, llegando a gimotear a coro como si quisiera compartir sus emociones. Al sentir tal derroche de afecto, ella le expresó sin palabras su agradecimiento, arrepintiéndose de todos sus pasados recelos hacia él.

—Has actuado como un auténtico héroe. Perdóname el poco caso que te hecho hasta hoy, porque de no ser por ti… —Le acarició con ternura la cabeza y sus peludas orejas, a lo que Campeón respondió retorciéndose de gusto.

En ese momento Rosa apareció con un vaso de agua, buscó espacio a su lado y sin emplear demasiadas palabras le expresó su compasión, pero sobre todo le dio un abrazo que a Zoe la reconfortó.

—No sé cuándo lo volveré a tener conmigo, pero es la última vez que meto a una mujer en casa —puso voz a sus pensamientos—. Porque yo sé que te miró con ganas desde el primer día. ¡Anda que no me di cuenta yo! Lo que nunca me esperé es que fuese a llegar tan lejos… —Apretó los puños llena de rabia—. ¿Qué pasó?

Zoe entendió por sus palabras que Rosa no tenía ninguna intención de abandonar a Mario, lo que le parecía increíble.

—Me asaltó cuando salía de tomar un baño.

—Claro, apenas irías tapada.

—¿Cómo que claro? ¿Acaso lo justificas? —Zoe se enfureció.

—No, por supuesto. Pero no soy boba, y a mi Mario no se le puede poner la miel en los labios y esperar que luego se comporte. Me lo conozco demasiado bien.

—Yo no.

—Lo sé, lo sé… Pero teniendo en cuenta cómo son los hombres, y más aún mi Mario, tendrías que haber puesto un poco más de cuidado.

Zoe la escuchaba indignada, sin poder creerse cómo había pasado en pocos minutos de una cerrada repulsa a un cierto rechazo, y si seguía por ese camino terminaría por recriminarle a ella lo sucedido.

—¿Vas a seguir entonces con él?

Rosa bajó la cabeza. Su silencio significaba que sí.

—No lo puedo creer… —Zoe se llevó las manos a la cabeza. Ahora, la que sentía lástima era ella. Campeón se le pegó a las piernas con sed de caricias.

—Supongo que se pasará un tiempo entre rejas, pero él es todo lo que tengo —confesó Rosa mirándose las manos, en un gesto cargado de sinceridad consigo misma—. Nunca he sido libre, Zoe. O ¿de qué crees que vivo aparte del alquiler de tu habitación? Él me paga las letras del piso y cubre todo lo demás que necesito.

—Pero hay unos mínimos.

—Claro que los hay, pero cuando han pasado tantos años y te das cuenta de que ya no estás en el mercado para poder ir a buscar algo mejor, solo te queda tirar con lo que hay. Mírame si no… —Se subió los pechos hacia arriba y los dejó caer—. Me cuelgan como si fuera una vieja, tengo demasiada barriga, me sobran diez kilos por lo menos, y ya no tengo la piel como antes. Pero él sigue deseándome, y todavía me busca para revolcarse en la cama conmigo.

—No solo somos un cuerpo.

—Hija, tú y yo estaremos de acuerdo en eso, pero no estoy tan segura de que ellos lo vean así.

Zoe entendió de golpe que su presencia en esa casa tenía fecha de caducidad. Exasperada por su falta de reacción, olvidó guardar cualquier tono de prudencia en su siguiente comentario.

—Comprendo tu dependencia económica. Pero ¿dónde queda tu dignidad cuando descubres cosas como lo que ha pasado hoy?

—Perdí mi dignidad el día que supe que estaba casado y que no pensaba dejarla por mí. Desde aquel día acepté convertirme en su ramera, y eso es lo que he sido y es lo que soy. ¿Para qué voy a engañarme a mí misma?

Zoe recibía sus comentarios sintiéndose mal, o peor que mal.

—Me iré en cuanto encuentre otra casa —concluyó levantándose del suelo.

—Tómate el tiempo que necesites.

Rosa se acercó a Zoe y le dio un sentido beso en la mejilla.

Era la primera vez que lo hacía.

 


XVIII

Castillo de Wewelsburg

Valle del río Alme. Alemania

14 de junio de 1935

 

 

Heinrich Himmler, a solo una hora de que comenzara la selecta cena con sus treinta comensales, eligió a tres de ellos para que fueran los primeros en conocer su más secreto recinto dentro del remodelado castillo de Wewelsburg: la cripta subterránea.

Antes ya había recorrido el resto del castillo con todos sus invitados, sus doce SS-gruppenführer y esposas, pero ahora, para explicar qué significados escondía aquella sala circular bajo tierra, solo lo acompañaban Hermann Göring, Reinhard Heydrich y su reverenciado e íntimo colaborador Karl María Willigut. A este último se le conocía más por el seudónimo de Weisthor, «el sabio Thor», que por su nombre, y era el verdadero inspirador de aquel increíble sueño enclavado sobre una poderosa colina. Serían por tanto los únicos que en esa noche pondrían un pie en el sanctasanctórum que Himmler y Weisthor habían previsto para reunir y gobernar el prometedor destino de las SS a través de sus doce generales, sus más incorruptibles, valerosos y nobles caballeros.

La planta inmediatamente superior a la cripta, la gruppenführersaal que acababan de atravesar y donde se celebraría la cena, era un simbólico prólogo del descenso a la tierra, de la energía que en ella se contenía. Decorada con doce columnas, sus paredes estaban ornamentadas con un conjunto de frescos que recordaban algunas de las más conocidas escenas de la mitología nórdica. Y el suelo de mármol representaba en su centro una rueda solar de la que surgían doce rayos, los doce dioses nórdicos, con la forma de las runas sig propias de las SS.

Himmler, emocionado, les hizo una breve introducción sobre lo que iban a ver.

—Este castillo es el único en Alemania de planta triangular. El torreón en el que estamos, en su vértice norte, simboliza una punta de flecha que cortaría el eje este-oeste, en recuerdo de la lanza de Longinus. —Miró a un Weisthor henchido de complicidad. De él había aprendido los significados ocultos de las teorías irministas, teorías que recorrían los orígenes de la tierra y viajaban a tiempos antiquísimos, donde, según ellos, el mundo solo estaba poblado por gigantes, enanos y germanos con una sabiduría sobrenatural—. La cripta subterránea, a la que vamos a entrar ahora mismo, la llamamos walhalla, la denominación de la famosa morada del dios Odín, y servirá de destino final para nuestros más valerosos guerreros arios. En ella afrontarán la definitiva batalla, el «ragnarok», el enfrentamiento final entre las fuerzas del bien y del mal.

Entraron uno a uno en un espacio abovedado con una esvástica de brazos torneados en su punto más alto. En el centro había una especie de fosa destinada a mantener un fuego vivo, y al pie de sus paredes curvas se apoyaban doce pequeños bancos de piedra.

Göring atendía a sus palabras sin salir de su asombro. Las excentricidades y rarezas de su compañero de poder eran conocidas por todos, pero aquello sobrepasaba todo precedente.

Weisthor tomó la palabra.

—En mis viajes mentales por el futuro, he podido ver este enclave como el bastión de la batalla que se librará entre el oeste y el este. La misma que ya se cantaba en la vieja leyenda de La batalla del abedul; la que ganaremos nosotros. El templo en el que estamos, por su especial ubicación en el epicentro de unas potentes fuerzas telúricas, armará a los nuevos guerreros con la energía necesaria para conseguirlo. Y lo hemos constituido como templo porque, en el postrer momento de sus vidas, recibirá sus huesos en doce urnas alojadas en aquellas cavidades. —Las fue señalando con el dedo, ante la exultante satisfacción de Himmler—. Habiéndose quemado antes sus escudos de armas en ceremonia solemne, ahí en el centro.

El esoterismo de Weisthor alcanzaba cotas difícilmente imaginables. Desde su despacho en Berlín, en la Hauptamt Persönlicher Stab Reichsführer-SS, la oficina de asesores personales de Himmler, había confeccionado un entrenamiento específico basado en el significado y conocimiento de las runas para la formación de los oficiales de alto rango de las SS. Junto con Hermann Wirth, como organizador de la sociedad Ahnenerbe, habían establecido también un sistema de mantras que les hacían aprender y repetir, con objeto de que esos sonidos ocuparan sus mentes para despejarlas de pensamientos improductivos. Y la última aportación que había hecho a tan extraña causa consistía en un anillo de plata con una calavera y cuatro runas diferentes que denominó totenkopfring, anillo que sería entregado solo a aquellos individuos que demostrasen la más elevada disciplina y valor, con la condición de que a su muerte fueran devueltos a Wewelsburg para ser destruidos en su cripta.

—Este castillo es en sí mismo un gran símbolo en piedra —continuó Himmler—. Fue construido en el siglo XVII siguiendo las reglas del número áurico, aunque sus orígenes parece que se remontan al siglo XII. Su orientación norte nos traslada a la mítica Thule, tierra natal de nuestra raza aria. Como habréis visto, en su decoración, nombres de habitaciones y salas de lectura, y ornamentos, he tratado de rendir un homenaje a la vida y gestas de los principales héroes de nuestro patrimonio histórico. Por eso, la mejor cámara del castillo, dedicada a Friedich Barbarossa, está reservada para nuestro Führer. Vosotros dormiréis en la de Otton el Grande y en la de Friedich Hohenstauffen, y yo lo haré en la del rey Heinrich I, el Pajarero, nuestro primer monarca germánico.

Siguió explicándoles que los demás nombres que habían elegido para el resto de dependencias los transportarían a los más grandes misterios del pasado, como por ejemplo la sala del Grial o la del Rey Arturo. Otras, a pasados épicos fabulosos como los que habían protagonizado los miembros de la Orden Teutónica, o el mismo Cristóbal Colón.

Göring, que ya había tomado posesión de la suya, la de Otton, se había quedado impresionado por su exquisita decoración repleta de antiquísimos recordatorios de la época de aquel monarca —espadas, blasones, vestimentas y joyas—, objetos que Himmler había ido recuperando de algunos museos estatales y coleccionistas privados.

—Es especialmente interesante su completísima biblioteca —apuntó Heydrich, quien se había hecho cargo de nutrirla—. Posee doce mil volúmenes con toda nuestra historia, poesía antigua, libros de leyendas y magia. Un verdadero arsenal para cualquier estudioso de nuestros orígenes.

Göring, poco identificado con aquel compendio de recónditas teorías, preguntó a Himmler qué uso le iba a dar al castillo en términos más prácticos, mientras ascendían a la cámara superior donde esperaba el resto de comensales para dar inicio a la cena.

—Quiero convertirlo en un centro de estudios especiales, en realidad un lugar de iniciación. Dentro de nuestros SS, pretendo que acudan los mejores entre los mejores para que aquí su espíritu adquiera cotas más elevadas. Tenemos academias donde formarlos militarmente, pero hasta Wewelsburg no teníamos donde hacerlos mentalmente invencibles. Y nuestra Alemania va a necesitar a ese tipo de hombres. El conocimiento de nuestras tradiciones y valores será básico para que puedan contagiar con ese noble espíritu a todos los demás. En este castillo meditarán, bautizaremos a sus hijos, se casarán bajo los ritos antiguos, celebrarán la fiesta de la primavera, o se iniciarán en la leyenda de Agarttha y en la del Grial. Aquí investigarán sobre la India védica, y realizarán pruebas de sangre antiquísimas, como la que practicaban los caballeros medievales contra un perro enfurecido en una lucha a muerte.

Heydrich, al escuchar la última referencia canina, les recordó la visita del veterinario Luther Krugg, al que había citado para el día siguiente. La necesidad de dotarse de un perro mucho más violento que los pastores alemanes, junto a la personalidad y prestigio de aquel veterinario, interesó mucho al primer ideólogo del proyecto bullenbeisser, a Göring, cuando Heydrich le trasladó la propuesta de contar con él. Pero también al colaborador de Himmler, Wolfram von Sievers, hombre al cargo de la secretaría de la sociedad Ahnenerbe. Después de varias deliberaciones con Göring, Heydrich había elegido a este último, a Von Sievers, para dirigir la recuperación del ancestral perro, así como la supervisión directa del veterinario.

—Mañana, Von Sievers le expondrá a herr Krugg nuestros planes —apuntó Heydrich, justo antes de entrar en la gran sala y reunirse con el resto de los generales y con su mujer, Lina von Osten.

Recogió una copa de Riesling y saludó a la esposa del standartenführer Paul Hausser, máximo responsable de la escuela de oficiales de las SS, la bellísima Elisabeth Gerard. Heydrich había movido los hilos necesarios para tener a Elisabeth a su lado durante la cena, porque encabezaba la lista de mujeres con las que pretendía tener algo más que una simple amistad.

Lina, su esposa, harta de tantos deslices de su marido, a pesar de llevar solo cuatro años casados, decidió coquetear con el jovencísimo y atractivo Karl Wolff, el tercer hombre de Himmler, un oberführer que, a pesar de su menor graduación, podía presumir de tener una de las carreras más prometedoras dentro de las SS.

Luther Krugg trataba de dormir, sin conseguirlo, en un colchón demasiado blando para su espalda. Había parado en una fonda de camino a Wewelsburg. Debía entrevistarse a la mañana siguiente con un tal Wolfram von Sievers siguiendo las órdenes del gruppenführer Heydrich. Desconocía qué motivos podría haber tenido aquel indeseable para haberle hecho llegar la citación a Grünheide con dos motoristas. Pero la conversación que había mantenido inmediatamente después con su director Adolf Stauffer, en la que le manifestó su negativa a acudir a esa cita, fue casi peor.

Buscó a tientas en la mesilla su reloj de pulsera y comprobó con espanto la hora; las tres y cuarto de la madrugada. Se dio media vuelta, intentó dejar la mente en blanco, rebajó su ritmo de respiración para conseguir relajarse, pero una vez más la delicadísima conversación de aquella misma mañana con su jefe volvía a aparecer en su cabeza.

Había regresado la tarde anterior del abominable campo de Dachau en su tercera estancia, coincidiendo con el envío de la última partida de perros. Agotado por las muchas horas de conducción, no había querido pasar por el criadero. Quizá fuese la soledad del viaje lo que le había llevado a tomar una decisión o la incapacidad de presenciar más barbarie junta. Pero fuera por un motivo u otro, de vuelta de aquel maldito campo había decidido presentar su irrevocable dimisión a Stauffer. Su conciencia no le permitía seguir colaborando, directa o indirectamente, con las brutales actividades de aquellos hombres. Y menos aún después de lo que había tenido que ver uno de aquellos días, algo que superaba todos los límites de la crueldad humana. La escena se había producido en las perreras del campo, un hecho tan espantoso que apenas le había dejado dormir desde entonces. Ver cómo echaban de comer a los perros los restos humanos de los presos muertos, imaginaba que después de ser torturados, había sido demasiado para su resistencia.

Luther buscó una nueva posición en la cama con aquellas imágenes sobrevolando por su cabeza, y recordó su llegada al criadero esa misma mañana.

Había entrado en el despacho de su jefe para poner la carta de renuncia encima de la mesa. La primera reacción negativa no le había sorprendido demasiado, pero lo siguiente que hizo sí, y mucho. Sin pronunciar una sola palabra, Stauffer le había puesto en paralelo a su carta de dimisión otro documento para que lo leyera. Cuando desdobló el escrito y recorrió su contenido, entendió al instante su gravedad. Se trataba de una lista de nombres, bajo membrete de la Policía de Berlín, con fecha de 1920. Y el suyo estaba incluido. Era la famosa relación de militantes socialistas implicados en las algarabías y posterior asalto a la comisaría de Policía.

Luther nunca la había visto hasta entonces.

Stauffer, al mismo tiempo que estudiaba los efectos de aquel descubrimiento en su empleado, le recordó el despido de Isaac para evitar a los inspectores del partido. En su duermevela, Luther repasó todas y cada una de sus palabras en ese sentido, como si las escuchara de nuevo.

«Ya sabes cómo están de inquisitivos con ese tipo de asuntos. Cada dos meses pasan por aquí, y me piden una y otra vez que les asegure que vuestra ascendencia o ideología es la ortodoxa. Y no puedes engañarlos, porque entre otras cosas son unos eficacísimos rastreadores. Pueden buscar en cualquier archivo, ya sea público o privado. Y tú mismo has visto cómo tratan a sus opositores políticos. Por ese motivo un día me propuse conocer vuestros pasados, encargando a un íntimo amigo que lo hiciera por mí. Quería adelantarme a los problemas que pudieran surgir. Y de repente apareció esa lista.»

Enfrascado en tan turbulentos pensamientos, Luther sintió sed. Se levantó de la cama y buscó un vaso en el lavabo. Echó un largo trago y luego se miró en el espejo. Le habían dado las cuatro de la madrugada y su rostro reflejaba el agotamiento propio de un día demasiado largo, pero también un profundo miedo. Miedo a que Stauffer llevara a término sus amenazas de poner aquella lista en manos del partido en el caso de que no obedeciera, desde ese momento, a todas y a cada una de las órdenes que viniesen de la oficina de Heydrich o de cualquier otro dirigente nazi.

«El ambiente no está para jugarse el cuello por nadie. Sin embargo, yo lo haré siempre que cumplas con tu parte. No son tiempos de heroicidades ni de románticas lealtades.»

Esas palabras habían martilleado su conciencia mientras atravesaba media Alemania para acudir a la extraña cita en aquel castillo. Su destino acababa de quedar condicionado por aquel papel. No le quedaba otra alternativa que tragarse sus aprensiones, y de paso su ética profesional. No había otra solución para él.

Estaba atrapado.

Encendió la luz, se sentó sobre la cama y buscó en su cartera la foto de Katherine. Su vida y su destino le preocupaban menos que los de ella. Porque de ciegos sería creer que no le salpicaría su detención, en el caso de que Stauffer actuara. La simple idea de verla sufriendo por su culpa o, todavía peor, detenida y acusada por cualquier cosa que se les ocurriera le destrozaba el corazón.

Se derrumbó sobre la cama, apagó la luz y se encogió sobre sí mismo.

A la mañana siguiente Luther llegó a los pies del castillo de Wewelsburg después de superar tres controles de las SS. El salvoconducto que llevaba y sobre todo la firma de su autor le abrieron de inmediato las barreras hasta las mismísimas puertas de la fortaleza.

Apagó el motor, salió del coche y contempló la edificación impresionado por su tamaño. A juzgar por los numerosos vehículos oficiales aparcados por la zona, y sus respectivos chóferes y escoltas motorizados, dentro tenía que estar reunida la plana mayor del Partido Nazi. Caminó hacia la puerta principal, y en ese momento vio llegar a cuatro motoristas por delante de dos Mercedes con las matrículas de las SS. Desde el interior del castillo salieron casi a la vez un par de matrimonios conversando de forma distendida. Ellas se despidieron con un beso, y los hombres estrecharon sus manos mientras la portezuela del primer vehículo se abría para recibirlos. No entendía de graduaciones, pero las hojas de roble en la solapa de los oficiales le parecieron la máxima. Al pasar a su lado se le quedaron mirando haciéndole el saludo mano en alto, a lo que Luther no respondió y siguió su camino.

—¡Eh, tú! —le levantó la voz uno de ellos.

—¿Es a mí? —respondió, deteniendo sus pasos.

—Aunque no seas militar, a un saludo, un hombre contesta con otro.

—Déjalo, Kurt —intervino su mujer tirándole de la manga para que entrara en el coche, impresionada por otra parte de la buena presencia que tenía el joven.

—No, no lo dejo. ¿Se puede saber a quién buscas? —El militar se le acercó tanto que la punta de la visera quedó a escasos centímetros de la frente de Luther. La imponente presencia de aquel tipo, las dos cruces de hierro que colgaban de su pechera y la fuerza de la mano que clavó en su antebrazo provocaban respeto.

Luther se presentó.

—... y me ha citado el gruppenführer Heydrich.

—¡Pero bueno! O sea ¿que tú eres el famoso veterinario del que tanto habla Heydrich? —Su gesto se transformó por completo. Le estrechó la mano pidiéndole disculpas—. Estoy al corriente de tu trabajo y créeme que lo admiro. Por cierto, sé que hoy se te espera por aquí porque formo parte del equipo de Himmler y Von Sievers, con quien en realidad tienes la cita.

Luther se quedó callado. No dejaba de resultarle repugnante estar en boca de aquellos dirigentes, y sin saber quién tenía enfrente imaginó que debía de ser uno de gran peso. Estrechó de nuevo su mano y vio con alivio cómo se perdía en el confortable vehículo, despidiéndose amigablemente.

Al reiniciar su camino hacia la entrada de la fortaleza apareció una tercera pareja; él con idéntica graduación que los anteriores. Decidió no saludarlo para evitarse complicaciones y se plantó delante de la barrera de vigilancia.

Un soldado le preguntó a quién buscaba y al comprobar su cita lo acompañó hasta una sala de lectura que tenía por nombre Sala de los Caballeros Teutones. Se trataba de una estancia no demasiado grande, con las paredes vestidas por completo de estanterías y libros, y en el centro una larga mesa de lectura. Estaba solo.

Los altos oficiales con los que había coincidido en la entrada venían a sumarse a la tropa de indeseables que tenía que soportar últimamente, lo que no dejaba de inquietarle. La sensación de impotencia era cada vez más aguda, y el posible remedio a aquella locura tan solo era una quimera, sobre todo a partir del chantaje de su jefe. La única duda que le quedaba era saber si Stauffer sería capaz de usar en su contra los papeles que le implicaban como antiguo activista político. En otros tiempos no lo hubiera creído capaz, pero ahora quizá sí.

—Herr Krugg…

Una voz ronca y potente le hizo volverse.

—¿Ha tenido buen viaje? —El hombre, con bigotes largos y rizados, estatura media y de cuerpo más bien escurrido, sonrió sin demasiada convicción—. Soy Wolfram von Sievers.


Date: 2015-12-24; view: 636


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