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AHORA ESTÁS A MI LADO 10 page

Se guardó la inesperada medalla en un bolsillo.

Lamentó haberlo dejado en Madrid, pero a la vez se sintió profundamente orgulloso de su perro, como lo iban a estar sus hombres en cuanto lo supieran. Tragó saliva, emocionado, y con la primera estrofa del himno de la Legión, unió su voz a los centenares de hombres que, cabeza en alto y sacando pecho, lo cantaban a pleno pulmón.

 


XV

Hospital de la Cruz Roja

Calle Pablo Iglesias

Madrid

22 de mayo de 1935

 

 

A Campeón le costó entender por qué tenía que quedarse fuera del hospital y esperar varias horas. Los primeros días se entretuvo con los visitantes que entraban y salían. Algunos se acercaban cautos, al principio, aunque después cariñosos, pero otros no le hacían ni caso. Al perro, pasada la primera semana aquello se le empezó a hacer un poco pesado. La correa limitaba sus movimientos. Cada vez que intentaba separarse de la farola a la que su nueva dueña lo ataba, sentía la tirantez del correaje. Él solo deseaba olfatear el entorno, amedrentar a un gato que pasase cerca, o comerse los frutos negros de un árbol que caían por efecto del calor y la madurez, a escasa distancia.

Entre los trabajadores de aquella institución benéfica Campeón se fue haciendo cada vez más popular, hasta el punto de ganarse la curiosidad entre los que fueron más reacios a su presencia. Algunos salían a darle de comer, otros a acariciarlo durante sus descansos, y hasta hubo quien evacuó todos sus problemas contándoselos como si se tratase del mejor confidente del mundo.

Pero Campeón se aburría.

Zoe lo sabía. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? También a ella le incomodaba su permanente presencia, preocupada porque le pudiese afectar al trabajo. Su realidad también era dura.

De los primeros días recordaba la ilusión con la que había ido a trabajar, a pesar de la incómoda labor que le tocaba realizar a refugio de aquellas cuatro paredes. La mitad de su horario se lo pasaba de rodillas frotando suelos con un cepillo de gruesa cerda y un cubo con jabón, y la otra mitad era casi peor. Porque entre un anciano, que además de haber perdido la cabeza también había olvidado cómo controlar sus esfínteres, y la mujer de la sección de infecciosos, cuyas llagas eran tan numerosas y productivas que tenía que secarlas y lavarlas tres veces al día, las ganas de acudir al hospital fueron menguando.

Sin embargo, al poco tiempo, todos hablaban maravillas de ella. Sobre todo las enfermeras, que le pasaban los trabajos más ingratos o los peores pacientes. En la sección de tuberculosos y asmáticos, los ingresados la esperaban felices. Su delicadeza y respeto la convertían en la presencia más deseada. Después de retirarles las excrecencias que surgían de sus vías respiratorias, escuchaba con sincero interés los detalles de sus vidas y cuáles habían sido sus pequeñas o grandes historias.



A Zoe los días se le hacían largos, pero la enorme humanidad que encontraba en las mujeres y hombres a los que tenía que lavar, arreglar o curar compensaba muchas otras cosas. Cuando ella se quejaba de su mala suerte, aquellos desheredados le hacían entender el verdadero significado de la palabra desgracia.

Sus jornadas de dieciséis horas se repartían entre la visión directa del dolor y sus libros de veterinaria. En ellos se refugiaba por la noche para poder compensar la fetidez de una letrina de enfermos, el tacto purulento de ciertas heridas, la sensación húmeda de una gasa impregnada en babas o el olor de la lejía con la que desinfectaba los baños.

No se quejaba de lo que le tocaba hacer, pero ansiaba estudiar. Soñaba con volver a las clases para absorber los conocimientos que no tenía. Porque aquella era su verdadera meta en la vida.

Tal vez por eso, pidió que le cambiaran el turno en la Cruz Roja y una buena mañana se presentó en la escuela sin encomendarse a nadie, a pesar de las fallidas gestiones del padre de Bruni, incapaz de superar las desavenencias con el director.

Decir que aquel día Zoe produjo un poco de revuelo sería verlo con mucho optimismo, porque la realidad fue muy diferente. Y no tanto para el resto de alumnos, una de las promociones menos numerosas de los últimos años, pues no llegaban a ochenta, sino para el claustro de profesores, a quienes no pudo pasar desapercibida su presencia, al contar con solo dos mujeres más cursando tercero de Veterinaria.

Había llegado un poco antes, hecha un manojo de nervios y en compañía de Brunilda, a quien había avisado la tarde anterior. Dejó atado a Campeón cerca de la puerta principal y el animal se mostró tranquilo y animado, quizá por el nuevo público, más entregado que el del hospital. Los alumnos respondían a su presencia desde una especie de emoción profesional desbordada, y él les ofrecía su mejor gama de encantos perrunos.

Nada más entrar Zoe por la puerta, sita en la calle de Embajadores y cerca de la glorieta del mismo nombre, se encontró con sus tres antiguas compañeras de primero que la esperaban en la escalera principal.

—Bienvenida de nuevo —la saludaron entre abrazos.

—Gracias —Zoe esbozó una rendida sonrisa.

Una de ellas, al echar un vistazo al reloj que presidía el atrio y ver que quedaban cinco minutos para comenzar las clases, propuso volverse a ver a media mañana para que les contara su experiencia.

—Zoe, ¿va todo bien? —se limitó a decir.

—Hay de todo, pero ya os contaré después. No quiero llegar tarde a Fisiología.

—Con Morros Sardá… Ufff —se le escapó a Brunilda.

—¿Qué pasa?

No tuvo oportunidad de que se lo aclarara, porque empezó a sonar el timbre y todas salieron corriendo hacia las aulas. Brunilda la acompañó hasta su clase, pero tampoco se detuvo mucho para no perderse la suya de Industrias Lácteas, de quinto.

—¡Mucha suerte! Luego hablamos.

Zoe se quedó parada frente a la puerta abierta, aferrada a una carpeta, y empezando a recibir las primeras miradas de extrañeza por parte de los alumnos que iban llegando.

—Señorita, ¿me permite? Me temo que si no entra un poco más, impedirá el paso al resto. —A su espalda un risueño joven esperó su reacción.

—Ah, disculpe.

Zoe se metió en un aula semicircular con filas de bancos corridos sin respaldo, la misma en la que había recibido Anatomía Descriptiva en su primer año. Buscó entre las últimas filas un discreto asiento, pero cuando estaba a punto de subir las escaleras, una muchacha se dirigió a ella.

—Mejor siéntate con nosotras. Me han hablado mucho de ti.

Era una chica de cara redonda y ojos pequeños. Le hizo un hueco en la primera fila, entre ella y otra joven, a la que también presentó.

En ese momento entró el catedrático y se pusieron en pie. El hombre con su atención puesta sobre la pizarra dio su permiso para sentarse, continuó con un «buenos días», tomó una tiza y escribió el tema que le ocuparía la siguiente hora: fisiología del tono muscular.

—Espero que se hayan estudiado bien el papel biológico y el metabolismo del calcio, pues tiene bastante que ver con el tema de hoy. Evitaré, por tanto, ahondar en ciertas interrelaciones hormonales que ya deberían dominar, porque en efecto… —En ese momento se volvió hacia los alumnos y su mirada recayó en una mujer con la que no contaba. Detuvo sus palabras para apuro de Zoe, que sintió su inquisitiva mirada y la curiosidad del resto de la clase—. Porque, en efecto, la absorción, resorción y la influencia del tiroides… en… —Siguió impartiendo la lección entre titubeos, hasta que dejó la tiza en la pizarra, se retiró las gafas ovaladas de concha y bajó hasta situarse enfrente de Zoe—. Señorita, es indudable que su rostro me es familiar. Pero antes de entender por qué, ¿me puede usted justificar qué está haciendo exactamente aquí?

Zoe se puso colorada, pero respondió como había ensayado no menos de cien veces.

—Señor, me conoce porque cursé los cuatro primeros semestres hace unos años en esta misma escuela. Por motivos que no vienen a cuento, tuve que abandonar mis estudios. Y ahora, en otras circunstancias, he decidido volver y terminar los cursos que me faltan.

Morros Sardá se rascó la perilla afectado por aquella inesperada contrariedad.

—La recuerdo, sí… No son muchas las mujeres que se atreven a abrazar esta profesión hasta ahora masculina —comentó con cierta sorna—. Pero, señorita, y perdone que se lo diga, han pasado ya muchos meses desde que empezó el curso y faltan menos de dos para acabar. Espere a septiembre para volver a clase. —Endureció su tono de voz como antecedente a una decisión firme—. Hasta entonces, le ruego que abandone esta clase inmediatamente

Un fuerte rumor recorrió el aula. De los chicos nadie sabía quién era esa mujer ni qué razones podía tener para estar allí, y callaron ante la autoridad del catedrático, respetado por su saber, pero también por su firmeza.

Zoe, avergonzada, se levantó del asiento, recogió su bolso, y con la cabeza baja empezó a caminar hacia la puerta. Para su sorpresa, no lo hizo sola. A tres pasos de ella las otras dos chicas, carpetas en mano, acababan de decidir acompañarla.

—¿A dónde van ustedes? —el profesor levantó la voz con enfado.

Zoe les pidió que volvieran a sus asientos. No quería comprometer a nadie en su empresa. Le regalaron una sonrisa llena de afecto, sin darse ninguna importancia, y una de ellas se dirigió al catedrático.

—¿No es la universidad, por definición, la escuela universal del saber? Pues aquí se le acaba de negar el derecho a una mujer que tan solo ha venido a aprender. Tiene todo nuestro apoyo y nos vemos obligadas a hacer lo mismo que ella.

—No, no…, por favor… —intervino Zoe—. Esto no tiene que ver con vosotras.

El profesor extendió el brazo señalando la salida. Zoe no había calculado la fulminante respuesta del catedrático y menos aún la de las chicas. Al salir al pasillo les agradeció su actitud, pero temió que esa reacción de solidaridad tampoco la iba a beneficiar, lo que quedó confirmado con la aparición del catedrático, quien le rogó que lo acompañara para hablar con el director.

—¡Ánimo, Zoe! Somos pocas, pero nos tendrás a tu lado —la apoyó la más joven antes de verla irse tras los pasos del profesor.

Encontraron al director de la escuela y catedrático de Histología y Anatomía Patológica en su laboratorio, preparando con un microtomo unos cortes de tejido para observarlos al microscopio.

Sentado sobre un taburete alto, la bata blanca a medio abotonar, y con unas gafas en la mano y otras apoyadas sobre la punta de la nariz, escuchó a su colega sin inmutarse demasiado. La furibunda explicación sobre lo que acababa de suceder en su clase por culpa de aquella señorita que solo decía bobadas le pareció cuando menos extraña.

—Déjame a solas con ella, José. Ya comentaremos.

El hombre se dio la vuelta con deliberada brusquedad, y se alejó murmurando todavía sus protestas.

—Señora Urgazi, sabía que podía aparecer por aquí un día de estos, pero no esperaba que se atrajera tanto jaleo.

—Lo siento. No pretendía alterar la vida académica de la escuela, mi única intención es aprender un poco antes de mi vuelta en…

—Lo sé, lo sé… —Recogió con unas pinzas una finísima lámina de tejido y la colocó sobre un porta, bajo la óptica de un poderoso microscopio—. ¿Recuerda cómo se identifica un linfosarcoma de Stiker?

Zoe contestó que no sabía cómo diagnosticarlo histológicamente, por no haberlo estudiado en primero, pero que sí había leído cómo se comportaba esa enfermedad, y el linfosarcoma era un tumor venéreo bastante frecuente en perros callejeros. Al director le satisfizo su contestación, y en el momento que tenía enmarcada la zona a estudiar, la invitó a mirar. Zoe encontró, entre algunos macrófagos y varios linfocitos, unas células redondeadas con un citoplasma muy delgado, algunas eran poliédricas, y también vio núcleos hipercromáticos. Así se lo fue explicando.

—¡Excelente! Ese examen celular es el esperable en este tipo de tumores, benignos por otra parte. Pero volvamos a su caso. Alguien me ha hablado muy bien de usted. Imagina quién, ¿verdad?

Zoe le dio su nombre.

—En efecto, el mismo. La primera vez fue tomando un cocido. Me contó su caso, aprovecho para darle mi más sentido pésame. Pero como me negué a su petición, la segunda ocasión en que nos vimos estuvo más contundente, y le evito ciertos detalles que no vienen al caso. —Dejó las gafas sobre la mesa y de pronto cayó en su descortesía por no haberle ofrecido asiento. Zoe se lo agradeció y se sentó a su lado.

—Soy viuda, mayor de edad, tuve buenas calificaciones en mi paso por esta escuela, y lo único que pretendo viniendo a clase es adelantar un poco mis estudios para poder ingresar en tercero el próximo curso. ¿Qué mal hago, o a quién?

—La comprendo, es natural que lo vea de ese modo. Sin embargo, yo no puedo hacer que las cosas sean de otra manera. Usted recibirá la formación a su debido tiempo. No admitiré, y espero que lo comprenda, que acuda usted a clase cuando le venga en gana. Creo que es razonable, ¿verdad? Dicho de otro modo, sin matrícula no hay posibilidad alguna de que la admitamos. Así que, ¡hasta septiembre! Y espero que todo le vaya bien hasta entonces. —Devolvió su atención al microscopio, dando por zanjada la conversación.

Zoe se sintió profundamente frustrada. Nada en su vida parecía correr al ritmo de sus deseos y le parecía una decisión injusta.

—Pero si yo solo pretendo escuchar para ir poniéndome al día.

El director la ignoró centrándose en su muestra tintada, lo que terminó de indignar a Zoe.

—Volveré. —Se levantó de su silla enfadada.

—Llamaré a la Policía —contestó él, sin levantar la vista del microscopio.

 


XVI

Centro de cría y adiestramiento canino

Grünheide. Alemania

28 de mayo de 1935

 

 

El director Stauffer daba vueltas al lápiz una y otra vez haciéndolo saltar de una mano a otra extremadamente nervioso. Sentado en su silla de despacho observaba cómo los dos inspectores del partido revolvían en el fichero metálico donde guardaba la información de su personal.

—Adolf, te noto inquieto —comentó el secretario de la delegación de Köpenick, uno de los nuevos distritos de la cercana ciudad de Berlín, quien se había presentado en su despacho por sorpresa a las ocho de la mañana.

El director negó que lo estuviera, adoptando deliberadamente un gesto más relajado. En ese momento lamentó no haber echado a Isaac, uno de sus mejores empleados, cuando las cosas se habían empezado a poner serias contra los judíos. Lo bien que trabajaba y la larga relación personal que los unía habían frenado su decisión. Un error fatal.

—Tengo demasiado trabajo, Bert. Será por eso.

—Tranquilo, que acabaremos rápido y te dejaremos en paz.

Stauffer conocía bien a su interlocutor. Como responsable del partido en su distrito, lo tenía como a un hombre capaz de todo por defender la más estrecha pulcritud ideológica dentro de su área. De hecho, era notorio que entre las diferentes delegaciones que dependían de la central en Berlín, la de Köpenick se vanagloriaba de ser la más escrupulosa cuando elaboraba listas negras.

Aunque Stauffer disimulaba mostrándose absorto en sus papeles, no dejaba de observar lo que hacían. A pesar de que Isaac seguía trabajando en el centro, hacía meses que se había deshecho de su ficha. Y aun así, hasta que no los viera salir del centro no se quedaría tranquilo. Bert cerró el archivador satisfecho y le pidió el libro de contabilidad. Adolf lo buscó en una estantería.

—No entiendo para qué necesitas revisar nuestras cuentas.

Bert tomó en sus manos el libro, lo apoyó sobre la mesa del director y empezó a pasar páginas.

—No será tu caso, pero me he encontrado a algunos listos que han hecho desaparecer los expedientes de empleados problemáticos, y misteriosamente los nombres han aparecido después en los pagos, por ejemplo en el correspondiente a los salarios. ¿Qué día pagáis aquí?

—En torno al día catorce… y luego el treinta —contestó atragantándose. Aquel detalle no lo había tenido en cuenta.

—Veamos entonces. —Pasó de golpe varias páginas y llegó a la deseada. Todos los empleados estaban reflejados en los apuntes, pero junto al apellido solo aparecía la inicial del nombre, y en el caso del judío su apellido era indudablemente alemán.

—Ahí lo tienes. No vas a encontrar nada raro.

El inspector tomó de nuevo el libro y lo inspeccionó de modo aleatorio. Se rascó la barbilla pensando qué hacer y a continuación miró a Stauffer directamente a los ojos.

—Sabes que confío en ti, Adolf, por eso, si me aseguras que en este centro no voy a encontrar nada, ni un solo rastro de sangre hebrea o bolchevique, nadie que pueda convertirse en una amenaza para nuestro Reich, confiaré en ti y aquí lo dejamos. Pero no está de más recordarte lo que ocurriría si por cualquier circunstancia apareciese algo que contrariase tu palabra, ¿verdad?

—Estoy limpio. Puedes irte tranquilo —contestó con toda la rotundidad que pudo.

—De acuerdo, entonces te dejamos. —Se levantó de la silla, recogió la pistola que había dejado encima de la mesa y mandó a su acompañante salir del despacho. Stauffer hizo ademán de acompañarlo, pero Bert lo excusó—. No te preocupes, conocemos el camino. —Se estrecharon las manos, Bert recogió su cartera y cuando se disponía a salir se dio media vuelta para hacerle una última advertencia—. Llevo muy mal el engaño. No lo olvides nunca.

Stauffer tragó saliva, sonrió, y al cerrar la puerta se quedó apoyado en ella sintiendo que el corazón se le salía del pecho. Era consciente de que había salvado la situación, pero el riesgo no desaparecería hasta que no despidiese a Isaac. No lo dudó un minuto más. Llamó a su secretaria e hizo venir al judío.

Una vez sentado en el sillón, decidió investigar a fondo la vida y pasado de sus otros dieciséis empleados. «¿Quién no tiene algo que ocultar en el largo transcurso de una vida?», reflexionó. En su momento lo había hablado con cada uno, y en principio ninguno parecía tener nada raro en su historial. Pero no podía volver a arriesgarse a estar en el centro de la diana, sabiendo que quien disparaba la flecha era el extremista de Bert.

 

 


XVII

Barrio de Tetuán

Madrid

1 de junio 1935

 

Su casera había salido, y en las otras tres viviendas de la tercera planta con las que compartían aseo tampoco parecía haber nadie. Aprovechándose de ello, Zoe decidió tomarse un largo baño. A las seis de la tarde y con aquel asfixiante calor de un Madrid que estaba alcanzando unos atípicos cuarenta grados a mediodía, qué podía haber mejor que un pozal lleno de agua y no tener prisa.

A Campeón lo había dejado encerrado en su habitación mientras disfrutaba de aquel placer tan pocas veces disponible. Llevaba con él solo dos semanas, pero su compañía no le estaba resultando fácil. A pesar de que el animal le regalaba algunos buenos momentos y compartiese con ella su inquebrantable alegría, una alegría a prueba de cualquier contrariedad como lo eran sus largas esperas a la puerta del trabajo, tenerlo en casa le había traído nuevas complicaciones a una vida de por sí bastante alterada.

El calor del agua se repartió por su cuerpo relajándola por entero. Le hubiera gustado tener sales de baño, o un buen jabón de esos que se anunciaban en la revista Estampa con el que actrices y cantantes lucían una piel de ensueño, pero no estaban los tiempos para esos dispendios y se conformó con una pastilla de jabón Lagarto.

Rosa solo le permitía bañarse una vez al mes, porque decía que se gastaba demasiada agua y carbón para calentarla. Recién estrenado junio, ese sería su primero, aunque sin duda no sería el único, ya que solía escamotearle un par de ellos más, aprovechando alguna de sus ausencias.

A sus espaldas tenía una ventana de cristal esmerilado, y a través de ella entraba un buen chorro de luz tamizada que alcanzaba las ondas de su pelo, como si de un oleaje se tratara. Se sumergió por completo para desprenderse de la espuma y aguantó la respiración hasta que no pudo más. Al salir tomó aire y suspiró aliviada, comprobando cómo le habían quedado de arrugados los dedos de las manos. Buscó la toalla y se incorporó con cuidado para no resbalar. Arrimadas al pozal tenía sus zapatillas. Una vez fuera se calzó y empezó a secarse la cara y el pelo, para luego seguir por las piernas, el vientre y la espalda. Se miró al espejo, desaprobó su descuidado cutis a falta de las cremas que antes usaba, y a punto de salir al pasillo sonaron unos nudillos en la puerta.

—¡Está ocupado! Un segundo, ya salgo.

Retiró el pestillo, movió el picaporte y al asomarse se encontró con una desagradable sorpresa: Mario. En esos instantes Zoe lamentó el ridículo tamaño de la toalla que llevaba puesta. Por arriba apenas le cubría los pechos, y por abajo se le veían los muslos por entero. Sin embargo, Mario no compartió su pesar, sino todo lo contrario.

—Bonitas piernas, sí, señora. —Las miró descarado.

—Déjame pasar. —Lo empujó para abrirse paso hacia su habitación.

—Vale, vale… No seas así de arisca. —La siguió.

Zoe imaginó su lasciva mirada sin necesidad de comprobarlo. Entró en el piso y cerró la puerta de un portazo tras de sí. A Mario le bastaron solo dos segundos para abrirla y dirigirse a toda velocidad a la habitación de Zoe.

—Espera, mujer. Puedo ayudarte… a secarte, por ejemplo.

Zoe le dio dos vueltas al cerrojo de su puerta y gritó que la dejara en paz y se largara.

Mario probó a entrar sin éxito.

—Anda, Zoe, no seas tonta y ábreme. Aquí tienes a un hombre de los de verdad, para lo que gustes. Porque ¿hace cuánto que no estás con uno?

Zoe miró a Campeón. Nada más escuchar aquella voz, el perro había pasado de gruñir a ladrar furioso. No sabía qué estaba sucediendo, pero su instinto le estaba haciendo entender que su ama estaba en peligro.

—¿Quieres que le cuente a Rosa lo que pretendes hacer? —Zoe se envalentonó mientras buscaba a toda prisa qué ropa interior ponerse, revolviendo en un cajón.

Mario, que no quería darle tiempo a vestirse, enloquecido por el deseo, pegó una patada tan fuerte a la puerta que reventó la cerradura. Campeón saltó a morderlo, pero, entre la fuerza de sus brazos y la rapidez con la que reaccionó, el perro terminó estampado contra una pared del pasillo con tan mala fortuna que perdió el conocimiento.

A Zoe solo le había dado tiempo a ponerse unas bragas. Se tapó con la colcha como pudo, temió por Campeón, y se puso a gritar con todas sus fuerzas.

Mario pasó por encima de la cama y en solo dos zancadas la tenía agarrada por los brazos y a un palmo de su cara.

—Y ahora sé buena y deja de gritar. No me obligues a emplear la violencia, que lo puedo hacer. Es mucho mejor con suavidad…

Zoe, aterrorizada, lo miró con asco. Él le pasó la lengua desde el mentón hasta los labios, y ella le arreó un rodillazo en sus partes que lo dejó retorciéndose de dolor en el suelo.

—¡Serás puta!

Mario, con las manos en la entrepierna, parecía haberse quedado medio anulado.

Ella aprovechó el momento para vestirse a toda velocidad. Pero cuando estaba a punto de escapar, sintió cómo una mano la agarraba del tobillo con tanta fuerza que la hizo caer y darse un fuerte golpe en el mentón. La otra mano del hombre empezó a subir por el interior de sus piernas a toda velocidad sin que Zoe pudiera evitarlo.

—Por favor… —Se le escaparon las primeras lágrimas al sentirse completamente impotente contra su fuerza—. Por favor, no lo hagas…

El hombre no escuchó sus súplicas, se lanzó encima de ella y la manoseó por debajo del vestido. Recibir su aliento en la boca le produjo tanta repugnancia que sintió náuseas. Buscó a su alrededor algo con lo que defenderse, pero no había nada. Aplastada por su peso, no conseguía moverse ni un solo milímetro, casi asfixiada, humillada hasta no poderse sentir peor.

Y en ese momento una sombra peluda se abalanzó sobre Mario y lo mordió en el cuello. Zoe vio cómo Campeón luchaba ferozmente para defenderla. Su inesperada dentellada sobre la nuca había dejado al novio de Rosa momentáneamente inmovilizado, aunque al instante respondió con un brutal puñetazo que el animal recibió en su cabeza, pero se mantuvo firme en su mordida. La valentía del animal y su destreza no solo habían conseguido tumbar al hombre bocabajo y mantenerse encima de él, sino que además sintiera sus colmillos tan cerca de la yugular que un mal movimiento podía tener fatales consecuencias.

—¡Quítamelo de encima! —bramó lleno de ira.

Zoe, que no sabía cómo podía ayudar al perro, tenía entre las manos el pesado crucifijo que acababa de descolgar de la pared, aferrada a él como su única defensa en el caso de que Campeón fuera reducido.

La sangre brotaba con generosidad del cuello del hombre cuando se revolvió contra el perro. Sus poderosas manos lo apresaron sin piedad envolviendo su cuello. Campeón, al sentirse ahogado, relajó las fauces y liberó desde su garganta un débil gemido. Su mirada se dirigió a Zoe suplicando su ayuda, quien sin dudarlo asestó a Mario un violento golpe con el crucifijo, abriéndole una profunda brecha en la cabeza que lo dejó sin sentido.


Date: 2015-12-24; view: 561


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