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AHORA ESTÁS A MI LADO 9 page

A pesar de la calima, del sofoco y del poco aire que corría, estaba satisfecha. Contaba con la decidida ayuda de don Félix Gordón para su regreso a las aulas, tendría en Anselmo un nuevo y esperanzador apoyo para encontrar una fórmula de ayuda a su padre, y aquella tarde, además, esperaba una grata visita en su casa.

Empezó a notar cómo le corría el sudor por la nuca y buscó una zona de sombra. Después de atravesar la glorieta de Cuatro Caminos tomó la calle Pablo Iglesias para entrar a su popular barrio, evitando recorrer otras zonas más peligrosas. Saludó a las dos prostitutas que repetían esquina a diario, cerca de su portal, conocidas desde que apareció por primera vez en la barriada y que nunca más la molestaron, compró dos manzanas en la frutería de al lado y subió las escaleras con una inusitada energía, a pesar del pegajoso calor que parecía haberse quedado alojado en las sucias paredes del edificio.

Rosa no estaba.

Entró en su dormitorio, se quitó la blusa y la falda al mismo tiempo que disparaba los zapatos al aire. Tumbada sobre la cama, extendió los brazos todo lo ancho que permitía el colchón, como si estuviera de ese modo abrazando por fin una vida reencontrada. Llevaba algo más de un mes viviendo allí, pero le parecía un año. En esas cinco semanas y pico había agujereado la suela de sus zapatos, acudido a más de cuarenta entrevistas, había conocido a los más variopintos personajes callejeros: peligrosos unos, y otros simples seres a los que un día el destino había olvidado. Ante su asfixiante situación, se había sentido muchas más veces perdida que valiente. Pero al final podía agarrarse a algo, a su nuevo trabajo. Le daba igual lo malo que fuera; lo veía como una señal, la primera de un cambio de rumbo, la primera de una nueva vida.

Alguien llamó a la puerta de la vivienda.

Se incorporó y salió de su habitación poniéndose la falda. Mientras se terminaba de abrochar la blusa, gritó que ya iba. Y entonces, antes de llegar a la puerta, escuchó un ladrido que le extrañó.

Al abrir se le abalanzó un manojo de pelos con tanta energía que terminaron los dos en el suelo.

—Pero bueno, tú debes de ser Campeón —Zoe sujetó la cabeza del perro entre las manos y reconoció en sus ojos una contagiosa felicidad. El animal batía la cola con tanta intensidad que hasta le hacía daño en las piernas. Le acarició la barriga.

—Desde que salimos anoche de Oviedo no ha estado quieto ni un solo momento dentro del vagón. Me tiene agotado —comentó su hermano Andrés.

—¡Qué ganas tenía de verte! —Ella abandonó a Campeón para abrazarse a su hermano. El perro los miraba desde su altura, con la lengua fuera y sin parar de dar saltitos, reclamando su parte.



Andrés se quitó el chapiri, lo arrugó entre las manos, y sintió una aguda pena al constatar de un solo vistazo dónde estaba viviendo su hermana, impresionado de antemano por la sucia barriada en la que se encontraba la casa.

—¿Pero qué mierda de sitio es este?

Zoe comprendió el impacto que tenía que estar recibiendo.

—Tú siempre tan explícito. Vale, no es el Ritz, pero hasta ahora ha sido todo lo que he podido pagar. —Le agarró del brazo y lo llevó hasta su habitación. Andrés se quedó mudo al ver su tamaño y el lamentable estado de paredes y techo.

—Pero…, pero… —no acertaba a expresarse.

—Todo lo que me digas lo entenderé. Y sí, todo esto es un poco penoso, pero tuve que tomar una decisión después de verme en la calle y sin apenas dinero.

—No… Sí, sí, lo comprendo. —Se sentó sobre el colchón lamentando no haber sido más insistente en su momento—. Pero ¿por qué no me pediste dinero? Has estado viviendo prácticamente en la miseria.

Ella quiso resumir en pocas palabras el difícil mes que había pasado, con la intención de no detenerse en lo negativo y sí en el alivio de tener al fin un trabajo.

—Después de todo, me he dado cuenta de que de nada sirve estar lamentándose todo el día. Bueno, y no solo eso. También he descubierto el valor de ciertas cosas que hasta ahora me habían pasado del todo desapercibidas. Por ejemplo, algo tan simple como pagar un billete de tranvía. Hoy es un lujo para mí, y entiendo que puede ser prohibitivo para mucha gente.

Campeón saltó sobre la cama, la buscó y se acurrucó entre sus piernas, pendiente de cualquier gesto que pudiera ir dirigido a él. Zoe lo recibió sin entender por qué no lo había dejado en Asturias como otras veces. Tan solo había visto a ese perro en dos ocasiones, pero era evidente que se acordaba de ella.

—Y dime, ¿qué trabajo has conseguido?

—En un hospital. —Por un momento dudó de si darle o no los detalles, pero terminó haciéndolo—. Voy a limpiar suelos y atender a ciertos enfermos. Ya sabes, a lavarlos y todo eso.

—Joder, hermana, lo dices como si nada, como si fuese la cosa más normal y maravillosa del mundo.

—Andrés, no imaginas lo complicado que resulta encontrar trabajo en Madrid siendo mujer. Por eso estoy encantada.

—Zoe, lo que has hecho no lo hace cualquiera.

—Si no lo hago yo, ¿quién lo iba a hacer por mí?

Él le dio la razón. Pensó que con aquel trabajo su situación económica no iba a estar ni mucho menos solventada, pero creyó en su capacidad de superación.

Zoe le preguntó por sus planes.

—Por fin me vuelvo a África. No imaginas lo mucho que añoro la sencilla vida cuartelaria, o tener dos días seguidos de cielo soleado. Hasta me apetece hacer maniobras por las inhóspitas montañas del Rift. Y no te digo el té moro, o sentir el calor del desierto. —Su mirada pareció volar por aquellos escenarios durante unos segundos—. Aunque he de confesarte que no sé a qué voy. Mi jefe me ha convocado para celebrar los éxitos de nuestra intervención en Asturias, pero sospecho que me quiere plantear algo más. —Acarició la cabeza de Campeón—. No sabes cuánto echaré de menos a este pedazo de sinvergüenza.

—¿Qué quieres decir con que lo echarás de menos? ¿No te lo vas a llevar?

Andrés, sin ningún rubor, le explicó lo que había decidido.

—No, te lo voy a dejar para que te acompañe.

Zoe arqueó las cejas sin terminar de creérselo. Adoraba a los perros, pero en sus actuales circunstancias no podía tenerlo con ella, ni cuidarlo ni responsabilizarse de él.

—¿Te has vuelto loco? —Sus mejillas se enrojecieron al instante—. ¿Tú no ves dónde y cómo vivo? ¡Es imposible!

—Espera… Tranquila… —Adoptó una expresión condescendiente—. Será cosa de poco tiempo. Como te digo, si me dan un nuevo destino como me estoy oliendo, no sé si podré llevármelo conmigo en un primer momento. En cuanto sepa lo que he de hacer, volveré a por él.

Campeón, ajeno a lo que hablaban, sintió un repentino ataque de hambre. Bajó de la cama y olfateó por la habitación buscando comida. Le sonaron tanto las tripas que Zoe entendió lo que le pasaba.

—Me estás engañando… Te conozco demasiado bien. —Se incorporó de la cama y salió hacia la cocina para darle un poco de pan.

A su vuelta, Andrés cambió deliberadamente de tema.

—No puedes imaginarte lo mucho que se le quiere en mi bandera; ha terminado convirtiéndose en un compañero más. —Envolvió el cuello de Campeón con su brazo y le rascó la cabeza con energía viéndolo comer.

Zoe iba a contestar que se lo quedaran en el cuartel si tan apreciado era, pero imaginó que a esas alturas su hermano no iba a regresar a Asturias por ese único motivo. Le fastidiaba la manía que tenía Andrés de decidir en su vida y su afición por pasarle responsabilidades. No tenía ninguna gana de cuidar a su perro, pero como le conocía demasiado bien empezó a asumir lo que iba a pasar al final. Pensó en Rosa y al instante le asaltó un primer problema. ¿Cómo se lo iba a explicar?

Un tufo de suciedad le alcanzó la nariz.

—Al menos podías haberlo bañado… Me lo quedaré, vale, pero no sé ni por qué lo hago, me va a traer problemas, seguro.

Consciente de que había superado el difícil trance, Andrés le dio toda la razón y se disculpó por ello.

—No te dará ninguna guerra, canija. Ya verás.

—De acuerdo. —Suspiró resignada—. Pero vete poniendo fecha para recogerlo.

Andrés le dio un sentido beso en la mejilla y alabó su bondad.

—Antes de que me lo preguntes, escribí a padre, y desde el mes pasado estoy haciendo una reserva de mi paga para poder contratar nuevos abogados.

Zoe constató una vez más su habilidad para engatusarla, pero le reconoció el gesto antes de comentar sus propias gestiones.

Cuando estaba terminando de contárselo, escuchó abrirse la puerta.

—Zoe, ¿estás en casa?

Andrés miró a su hermana desconcertado.

—¡Es la dueña del piso! Vaya, no le advertí que vendrías —comentó, levantándose de la cama.

—¿Podemos pasar? —Rosa se hizo oír al otro lado de la puerta.

Aquel plural significaba que venía con su novio, lo que lamentó doblemente, pero dijo que sí. El gesto amable con el que la mujer entró se transformó en perplejidad al ver a un legionario en la habitación, y la colcha de la cama revuelta.

—¡Mira con la finolis! Se lo ha montao con un militroncho —disparó Mario.

Sin dejarla hablar, Rosa la amonestó por meter sin su permiso a hombres en casa, y lo hizo con gran vehemencia.

—No te lo permito. ¡Ni hablar! ¡No y no!

—Rosa, espera…, se trata de…

—¿Y ese chucho? —Acababa de ver a Campeón que asomaba la cabeza entre las piernas de su inquilina—. ¡Vamos con la Zoe! Salgo un rato… y mira cómo aprovechas el tiempo —concluyó indignada.

—Déjame hablar… Todo tiene una explicación.

Rosa resopló sin resignarse a estar callada, mientras su novio no hacía otra cosa que mirar el uniforme verde del intruso, sus galones de teniente, la casaca y las botas altas que calzaba, con una expresión de absoluto desprecio. En los ambientes de la FAI que él frecuentaba, todavía se seguían comentando los desmanes que había cometido la Legión en Asturias aniquilando a centenares de camaradas revolucionarios. A punto estuvo él de ir a luchar por esa causa, de no ser porque su mujer oficial había tenido la mala ocurrencia de hacerlo padre en las mismas fechas.

—Es mi hermano Andrés —consiguió decir Zoe cogiéndolo de la mano—, y este es su perro Campeón, me lo ha traído.

Al escuchar el parentesco, la mujer se relajó, pero no así con lo del perro.

—¿No pretenderás tenerlo aquí? —Su cabeza dibujó una negativa sin perder de vista al militar, reconociendo lo buen mozo que era.

—Está bien educado —respondió Andrés—. Es limpio y no da ningún problema. Ya verá cómo terminará cogiéndole cariño.

—¿A ese perro? Lo dudo —aseguró Rosa, comparando el musculoso torso del militar con la creciente barriga de Mario.

—Rosa, será por poco tiempo. Mi hermano volverá a recogerlo en pocas semanas —añadió Zoe, tratando de ser convincente, aunque ni ella se lo creía.

La mujer se rascó la barbilla llena de dudas hasta que vio en ello una oportunidad.

—No me gusta nada la idea. Pero, bueno, hoy me cogéis de buenas —se dirigió a Zoe—. Podría permitirte que lo tuvieras en tu habitación; eso sí, asumiendo que el precio de tu renta desde hoy va a subir a dos pesetas y media. Y no admito negociaciones. Lo tomas o el perro se larga con tu hermano.

—Te dejaré dinero —apuntó Andrés, dirigiéndose a Zoe.

Mario, incapaz de soportar un minuto más la presencia de un legionario en aquella casa, terminó explotando a su manera.

—¡No aceptes dinero de fascistas!

Zoe tuvo que parar a Andrés para que no fuera a romperle la cara. Y Rosa, que era mucha mujer cuando se ponía en su papel, se enfrentó a su novio sin contemplaciones.

—¡Déjame a mí! —le espetó con los brazos en jarras—. En asuntos de inquilinos me arreglo yo solita. Así que vete ahuecando el ala y espérame abajo, que no tardaré ni cinco minutos en dejar el tema resuelto.

Mario cerró la puerta de la casa de un portazo, jurándose que aquella era la última vez que iba a permitir otro ridículo en público.

—O sea que, si te pago dos pesetas con cinco perras gordas, ¿Campeón se podría quedar conmigo? —resumió Zoe.

Rosa contestó sin mirarla.

—Sí, eso. Aunque no podrás dejarlo solo en casa. Si tú sales, él también.

—Pero… —Zoe pensó de inmediato en su nuevo trabajo.

—Ni peros ni leches. El perro se va contigo o no se queda. Tú decides.

 


XIV

Campamento de la Legión española

Dar Riffien

Protectorado español de Marruecos

18 de mayo de 1935

 

 

Los sables no estaban tranquilos dentro de sus fundas.

Durante los años de la España republicana, para quien respirase a diario los aires castrenses el malestar no había hecho otra cosa que crecer.

Había quien aseguraba que se estaba asistiendo al nacimiento de una nueva nación comunista a imagen soviética, bajo la inspiración de los socialistas y de la izquierda más radical, que parecían haber dejado de creer en los cauces democráticos para intentarlo por la vía revolucionaria. Otros se lamentaban del descontrol y falta de seguridad que la calle vivía, ante el imparable incremento de asesinatos, quema de iglesias y robos. O denunciaban la feroz acción sindical que ahogaba a las empresas y paralizaba el país con sus constantes huelgas.

Muchos de los altos mandos del ejército interpretaban que la única fuerza que todavía soportaba la idea de España y constituía su columna vertebral eran ellos. También había quien consideraba los estatutos de Cataluña y del País Vasco como la peor amenaza para la unidad de la patria, aunque el primero hubiese sido suspendido y hubiesen detenido a su presidente, y en el otro caso estuviese paralizada su tramitación en el Parlamento.

A pesar de que la coalición de derechas CEDA había entrado a formar parte del Gobierno del radical Lerroux desde octubre del treinta y cuatro, carlistas y monárquicos vivían la decisión como una auténtica traición a sus principios, y las izquierdas como la mejor fórmula para destruir los avances sociales conseguidos hasta entonces por la República. Por todas aquellas causas, en los altos despachos de los cuarteles los ánimos andaban muy crispados, y la presidencia de la República vivía con seria preocupación cualquier rumor que surgiese de ellos.

—Mi coronel, acaba de llegar el teniente Andrés Urgazi con dos representantes más de la IV Bandera desde Asturias. —El ayudante del máximo responsable de la Legión en el cuartel de Dar Riffien irrumpió en el despacho después de haber pedido permiso.

El coronel Luis Molina Galano le rogó que avisara al resto de oficiales y a la banda de música. Al otro lado de su mesa se encontraba el general Millán Astray, fundador de la Legión, desde hacía dos días de visita en Dar Riffien. Ambos se levantaron. El general sintió su habitual vértigo desde que perdiera el ojo derecho a causa de un disparo años atrás. Se colocó su chapiri con el único brazo que le quedaba, Molina recogió de la mesa su discurso, comprobó la hora en su reloj y antes de enfundarse la pistola y de que su segundo abandonara el despacho le transmitió sus órdenes.

—¡Quiero ver a toda la tropa formada en el patio en quince minutos! El homenaje lo presidirá su usía, el general.

Millán Astray, como primer ideólogo de aquel prestigioso cuerpo militar, había trasladado los procedimientos de la afamada Legión francesa y los principios del código de honor samurái, el bushido japonés, a la ideología y credo de los legionarios. En memoria de los Tercios españoles del siglo XVI, la enseña de la Legión recogía las armas que estos habían enseñoreado, el arcabuz, la ballesta y la alabarda, constituyéndose en sus sucesores espirituales. Por eso, las llamadas al honor, al deber y al sacrificio se traducían en condecoraciones a aquellos miembros que hubiesen destacado en su cumplimiento de una forma heroica, como se iba a hacer aquella mañana con las banderas II, III, IV, V y VI, las que habían acudido a combatir a los sublevados en Asturias. Tres de ellas habían vuelto a sus cuarteles entre abril y mayo, quedaba la cuarta que no lo haría hasta octubre, y la segunda que lo haría en la primavera del treinta y seis.

Como no habían encontrado el modo o la fecha adecuada para hacerlas coincidir a todas en Dar Riffien, su coronel había decidido hacer venir a los que mereciesen condecoración para no retrasar más el homenaje y que perdiera todo su sentido. La presencia de Millán Astray, a pesar de no haber sido programada, sin duda daría solemnidad a la ceremonia. Aunque para el coronel aquel hombre no fuera plato de su gusto.

La base de Dar Riffien no era solo la casa madre de la Legión, sino el cuartel más grande del norte de África; una auténtica ciudad autosuficiente construida en los años veinte y dotada con los medios más modernos: agua potable y electricidad, lavandería mecánica, mesón, salas de juegos, biblioteca y amplias aulas para servir de academia. Ubicada a diez kilómetros de Ceuta, en pleno protectorado español, era el orgullo de los hombres que entraban a formar parte de una institución armada que nunca les había preguntado por sus pasados ni orígenes, pero que conseguía unirlos en un fraternal espíritu de lucha.

—Vayamos mientras tanto a conocer las nuevas instalaciones. Estoy convencido de que serán de su agrado —propuso Molina al general Astray.

Los dos hombres se dispusieron a abandonar el pabellón de oficiales, pero antes de salir el general no pudo evitar mirar con cierto orgullo su ojo, que como exvoto había quedado expuesto dentro de una urna, a las puertas del edificio. Atravesaron a continuación el patio de armas y se dirigieron hacia las antiguas cuadras del escuadrón de lanceros desaparecido dos años atrás, ahora convertidas en aulas para la formación de oficiales.

—Mi general, ¿cómo están las cosas por Madrid?

—Muy revueltas, como siempre —contestó Astray—. Aunque he de confesar que la presencia de Lerroux está resolviendo la injusta situación de muchos de los generales que sufrimos una rebaja de categoría y la dura separación de nuestras tareas de mando por culpa de los gobiernos de izquierda, siempre bajo la voluntad de ese infame de Azaña. Lerroux es un viejo amigo de mi padre y está demostrando tener una visión más favorable a nuestra causa.

Al entrar en las antiguas cuadras fueron saludados por su principal encargado.

—¡A España la Legión, servir hasta morir! —proclamó a viva voz, cabeza levantada y saludo reglamentario.

—Descanse y cuéntele a nuestro general qué ventajas hemos conseguido con estas edificaciones —le pidió el coronel.

El hombre les fue mostrando las naves restauradas. Donde antes dormían más de dos centenares de caballos, el número que componía el escuadrón de lanceros, ahora solo lo hacía una veintena de acémilas de carga. Los antiguos boxes adosados a los laterales del edificio se habían transformado en cuatro amplias salas, donde se impartía la formación. Millán buscó el enorme guadarnés donde lo recordaba, con sus centenares de sillas de montar, riendas y demás útiles, pero en su lugar encontró un gran almacén en el que se recibía material y alimentos desde la península.

—Excelente. Les felicito por lo acertado de los cambios —comentó.

Como en aquellos mismos días una de las banderas estaba realizando unos ejercicios fuera del recinto, en el Llano Amarillo, los dos oficiales coincidieron con la salida de cinco acémilas cargadas con barriles de agua para ellos.

Dejaron atrás los dos pabellones transformados, e inspeccionaron otros de reciente construcción destinados a acoger a doscientos hombres más, candidatos que ya estaban siendo reclutados en diferentes lugares del protectorado, muchos de ellos extranjeros.

El general Millán Astray había hablado pocas veces con el coronel, a pesar de que este último llevaba tres años en el cargo. Su deprimente exclusión en un despacho del Ministerio de Guerra, sin apenas funciones y a un paso de entrar en el cuerpo de inválidos, había sido la principal razón. Pero en aquella visita quería conocer de primera mano cuál era la posición política de Molina frente a los acontecimientos que desgarraban España. Como también lo deseaba un grupo de condecorados e influyentes militares con los que Millán Astray se reunía en tertulia cada semana, en el elitista club de la Gran Peña de Madrid. El nombramiento del coronel Molina se había hecho de una forma diferente a la habitual. Su nombre había sido propuesto directamente desde el Ministerio de Guerra, y no por quien había sido director del Tercio y luego máximo jefe militar de los ejércitos en África, el actual jefe del Estado Mayor y general Francisco Franco. Esa excepción seguía provocando ciertas suspicacias entre los militares africanistas.

Volvían al patio principal, donde estaban terminando de preparar la ceremonia, cuando Astray le inquirió sobre ello sin andarse con rodeos. Molina contestó.

—Mi general, he jurado servir a mi patria y defender en todo momento el orden y las leyes de nuestra República. Por eso, siguiendo esos principios, baso y basaré mi proceder en la salvaguarda de la Constitución y en la obediencia a la autoridad. Ese es mi deber —contestó lleno de convicción y formalidad, imaginando que esa no era la respuesta que hubiese deseado escuchar su invitado.

Millán Astray vio ratificado lo que ya sospechaban, pero quiso asegurarse.

—Así ha de ser, no lo niego. Pero entre nosotros, cuando uno presencia las tentaciones secesionistas de algunos territorios, empeñados en quebrar nuestra indisoluble unidad, o a los comunistas y anarquistas adueñándose de las calles y asesinando por doquier a gente de bien, o por qué no sumar a la intrigante masonería, que está adentrándose en el poder después de haber redactado media Constitución, y que hoy cuenta con cientos de parlamentarios, hijos de sus logias, ¿no piensa que se debería poner un poco de orden en este guirigay?

El coronel entendió con profunda incomodidad que en realidad le estaba pidiendo pronunciarse. Pero, fiel a sus principios, una vez más se reafirmó en su pensamiento, emplazando al Gobierno para que resolviera todos aquellos problemas desde el uso de su autoridad, y al Parlamento a apoyarlo con las leyes que fueran necesarias.

El general tuvo clara su postura y desde ese momento calló, coincidiendo con su entrada en el improvisado escenario donde se iba a realizar el homenaje a unos hombres cuyo lema era «Legionarios a luchar. Legionarios a morir», y en cuyo credo estaban escritas las enseñas de su espíritu: compañerismo, amistad, unión y socorro, marcha, sufrimiento, disciplina, combate y muerte. Al alcanzar la tribuna miró con orgullo los frutos de su trabajo, de su idea original, cuando quiso fundar un ejército de proscritos redimidos por el honor y la pertenencia a una causa noble y heroica, y sus palabras fueron breves pero contundentes. Les recordó su lema, elogió su espíritu y valor, y les trasladó el respeto que se habían ganado fuera de España, y que él mismo había constatado en sus últimos viajes por Argentina, Chile y hasta en Estados Unidos. Y terminó con una reflexión con la que solía cerrar muchos de sus discursos:

«Os habéis levantado de entre los muertos, porque no olvidéis que vosotros ya estabais muertos, que vuestras vidas estaban terminadas. Habéis venido aquí a vivir una nueva vida por la cual tenéis que pagar con la muerte. Habéis venido a morir.»

Cuando pocos minutos después empezaron a desfilar las tropas de las diferentes banderas, y con ellos los miembros de la cuarta convocados expresamente desde su destino en el Cantábrico, Millán Astray recordó la placa que había mandado poner años atrás frente a la entrada de Dar Riffien, que decía: «Detente, caminante. Esta es la Legión, la que recoge la escoria de la humanidad y devuelve hombres».

Una mesa con cincuenta medallas esperaba a los correspondientes legionarios que habían sobresalido por su heroísmo contra los revolucionarios asturianos. Pero entre ellas había una destinada a un perro.

Ante la extrañeza del general, el coronel le explicó que el animal, de nombre Campeón, había prestado tantos y tan destacados servicios que habían decidido dársela. La recogería en su nombre el teniente de la IV Bandera Andrés Urgazi, su dueño, mientras daba fe de los méritos del can.

—Corrió entre las barricadas, en pleno centro de Gijón, mientras las balas silbaban a su alrededor, decidido a atacar a un enemigo que estaba aniquilando a los nuestros tras un nido de ametralladoras, demostrando una valentía sin límites. En otra ocasión advirtió la presencia de un francotirador y evitó la muerte de uno de nuestros oficiales. Y en varias ocasiones más adelantó la presencia de agentes enemigos preparados para atentar. Además, gracias a su olfato e inteligencia, se pudo detener a un grupo de insurgentes huidos por las montañas.

Después de que pasaran uno a uno los convocados para recibir sus respectivas medallas, le llegó el turno a Andrés Urgazi. Le impusieron una como reconocimiento de los veintidós objetivos conseguidos por su bandera, pero le hizo mucha más ilusión la condecoración que el general le dio para Campeón, felicitándolo efusivamente.


Date: 2015-12-24; view: 581


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