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AHORA ESTÁS A MI LADO 4 page

—Somos pastores, vamos a recoger un rebaño al otro lado de la montaña para trashumar al sur después —comentó con buen temple el que había hablado primero.

—No os creemos. Un inocente pastor no anda disparando como alguno de vosotros lo ha hecho tan solo hace un rato, montaña abajo. —Andrés fue mirándolos uno a uno a la cara.

—Nunca han pasado por aquí antes —intervino el guía.

—¡Registrad los alrededores de la casa! —ordenó el teniente—. Conque aparezca una sola arma, no necesitaremos más pruebas.

Tres de ellos se pusieron en faena. Levantaron todos los troncos de la leñera. Buscaron cualquier lugar que pudiera servir de escondite, hasta por debajo de aquellas piedras más grandes que encontraron cerca de la casa, y desmontaron una pila de tableros desvencijados y amontonados, seguramente procedentes de las obras de restauración de aquella braña principal. Revisaron a conciencia el resto de las edificaciones que la rodeaban, pero, para su desesperación, no encontraron el menor rastro.

El teniente Urgazi empezó a inquietarse ante la falta de evidencias. Sin ellas, no podía detenerlos. Pero mientras andaba en esos pensamientos sintió cómo la cola de Campeón le golpeaba en la pierna, y se le encendió una idea. Sacó de su mochila una nueva tira de carne y se la mostró.

—¡Busca!... ¡Busca armas, Campeón, y te ganarás esto!

El perro olfateó a los supuestos pastores deteniéndose más tiempo en las manos de uno, posiblemente el que había disparado poco antes, y luego continuó por la casa repasando cada rincón. Salió de la braña y rodeó su perímetro, y al no encontrar nada, se detuvo, levantó el hocico y aspiró con intensidad tras alguna pista de lo que buscaba. Estornudó dos veces como si de esa manera retirara de su nariz anteriores olores para prepararla a recibir nuevos. Y de pronto levantó la cola, la mantuvo rígida durante unos segundos y fijó la cabeza en una dirección, hacia el comienzo del hayedo.

Pocos minutos después, los soldados regresaban a la braña con cuatro pistolas y seis fusiles, seis cajas de munición y dos granadas de mano. Campeón tras ellos, feliz por haber respondido a los deseos de su amo, que en premio a su pericia le dio a comer la tira de carne.

—Unos pastores con granadas y todo este armamento… Ya vemos. —El sargento ató las muñecas del primer fugitivo y en cuanto hubo comprobado que quedaban bien firmes se puso con el siguiente.

—¡Fascistas! —gritó el cabecilla, revolviéndose como un toro para no ser inmovilizado.

—Si a defender los valores y la Constitución republicana lo llamas ser fascista, aquí tienes a seis —respondió el teniente, dedicado al cordaje del tercero—. Podéis estar en desacuerdo con leyes o gobiernos, sentiros injustamente pagados o maltratados por vuestros patronos, pero habéis matado. Y esas muertes no son menos terribles por sentiros bajo el amparo de una romántica revolución. Ahora os tocará pagar por ellas.



Campeón se acercó con curiosidad a los capturados y no entendió lo que dijo uno de ellos al verlo, pero sí reconoció su mirada peligrosa.

—Vaya hijoputa de perro.

 


VI

Barrio de Tetuán

Madrid

13 de abril de 1935

 

 

Las dos maletas que cargaba Zoe en sus manos, aparte de suponerle un peso casi insoportable, eran las que más le había costado hacer en su vida. Cuando cerró la puerta de la casa en la que había vivido los dos últimos años, a la poca ropa que había logrado conservar se le sumó una dolorosa y pesada carga de humillación y fracaso.

Se tragó las lágrimas hasta que dobló la esquina de su calle con la de Santa Engracia, momento en el que explotó a llorar sin preocuparse de los transeúntes con los que se cruzaba, hombres y mujeres; vecinos de uno de los barrios más pudientes de Madrid.

No quiso tomar un taxi ni un tranvía.

En su cartera había trescientas cuarenta y dos pesetas, todo lo que le quedaba, y no le sobraba ni una.

Tomó dirección norte, hacia la plaza de Cuatro Caminos, en un mar de sinsabores. Su nuevo barrio, el de Tetuán, sin duda no tenía el mismo regusto aristocrático que hasta entonces había conocido. La que antiguamente todos llamaban Carretera Mala de Francia, en realidad era un camino de tierra que continuaba la calle de Bravo Murillo hacia el norte, dejando a la derecha la población de Chamartín de la Rosa. Los muchos traperos que vivían en aquel lugar colocaban sus puestos a ambos lados de la calle para vender los productos de sus adquisiciones, cuando no de robos, constituyendo uno de los peores suburbios de la ciudad.

En Madrid se pensaba que aquella esquina de la ciudad era un submundo, pero para los muchos emigrantes del campo que arribaban a ella con los ojos cargados de sueños y la espalda doblada por el trabajo representaba una puerta de entrada a sus esperanzas de prosperidad.

De día la actividad era frenética.

Cientos de carromatos cargados con ropa, zapatos usados, o cualquier otro objeto imaginable proveían sus puestos. Mujeres gritonas, armadas con cestos, a la caza de la ganga. Perros callejeros que para no verse cociendo dentro de una olla salvaban el pellejo huyendo de la cercanía del hombre. O personajes de patilla larga y poca palabra, mediando siempre en tratos. Todos ellos constituían la fauna habitual de aquel barrio.

De noche la cosa cambiaba, y cuando Zoe pisó su calle principal lo notó.

El peligro se adueñaba de sus aceras, y las sombras podían convertirse en un navajazo mortal o en una promesa de amor por tres pesetas. Temió por su suerte cuando todavía no había llegado al portal donde iba a vivir a partir de entonces. De todas las casas de huéspedes que había mirado, sin duda aquella era la más barata, aunque quizá también la más sucia. Como no sabía cuánto tiempo tardaría en conseguir trabajo y recursos suficientes para vivir con más dignidad, decidió que aquella mujer que le alquilaba una habitación de su casa por veinte perras gordas al día era su mejor opción.

—¡Muchacha, no corras tanto y vente conmigo! ¡Esta noche necesito un buen alivio! —Zoe se volvió y se enfrentó a la lasciva mirada de un hombre descamisado y barrigudo, de enorme bigote, aspecto grasiento y ojos diminutos. Le asqueó su comentario—. ¡Para la basura que suelo encontrarme por aquí, a ti te pagaría hasta un duro!

Se dio media vuelta, se le encendieron las mejillas de vergüenza, y aceleró el paso para perder de vista a aquel despreciable individuo. Trató de identificar el número del portal que tenía a su izquierda, pero como allí, por no haber, no había ni alumbrado, solo le pareció medio ver que era el dieciséis. Suspiró agobiada. Le faltaban más de veinte números para llegar al suyo, que era impar, y el ambiente a su alrededor empeoraba a cada paso.

Cruzó la calle quitándose de encima a una joven que se le acababa de ofrecer para compartirse en amores.

—Venga, guapa, que te voy a arrastrar a placeres que no has conocido hasta hoy. Ya verás cómo te van a saber a pura gloria.

—¡Déjame en paz! —se le encaró Zoe.

La chica, que no tendría veinte años, demasiado pintada, pero de facciones finas y un cuerpo que seguramente haría furor entre los hombres, tomó dirección contraria a la de Zoe. Maldijo lo mal que se le estaba dando el día, todavía más seca de dinero que una mojama, y se propuso con imperiosa necesidad hacer al menos un cliente antes de cerrar la jornada, fuese hombre o mujer; que había aprendido a darle a todo.

Zoe volvió a comprobar el número de los portales y sintió alivio al saberse más cerca. Reconoció una lechería a solo dos del suyo. Evitaba mirar a los ojos a todo aquel que se cruzaba con ella, no fuera a meterse en nuevos embrollos, pero a menos de diez pasos del treinta y nueve, una de las maletas se le abrió y el contenido se desparramó por el suelo. Comprobó con espanto que su ropa interior había quedado a la vista de los viandantes, entre alguna que otra camisa y varios rulos de medias. La reacción normal hubiera sido agacharse a recogerlo todo, con prisa, pero Zoe se quedó muda, sin apenas respirar, con el cuerpo paralizado. Los que pasaban a su lado o le hacían comentarios obscenos o, los más benévolos, solo se reían, pero nadie la ayudaba. Hasta que pasados unos minutos escuchó una voz familiar a su espalda.

—¿Qué te ha pasado, chica?

La propietaria de su nueva casa recogió lo poco que habían dejado los transeúntes, quienes no habían desperdiciado la ocasión de hacerse con ropa que parecía de bastante mejor factura que la que se vendía en la Carretera Mala de Francia. Metió la maleta entre su brazo y el cuerpo, y con voz firme mandó a Zoe seguirla.

—¡Vaya entrada más mala que has tenido en el barrio! —comentó la mujer a la vez que empujaba la puerta de su domicilio con la cadera y la invitaba a pasar.

Zoe respondió a sus órdenes todavía conmocionada.

Tardaron más de un cuarto de hora en subir las tres plantas y llegar al piso de Rosa, que así se llamaba su arrendadora. Y no se debió al exceso de peso de las maletas, pues una había quedado bastante aligerada, sino a la curiosidad de sus vecinas, que a esas alturas se habían enterado ya del suceso en la calle. No hubo una sola puerta que no se abriera a su paso, y no faltó una completa explicación sobre quién era Zoe en cada una. Finalmente Rosa sacó la llave que llevaba colgada de una cadena dentro del escote y dio dos vueltas a la cerradura antes de darle un estratégico empujón a la madera a la altura de un san Cristóbal de latón.

—Recuerda al santo si quieres que se abra la puerta. —Rio su comentario sin la menor moderación.

De la casa, que había conocido tres días antes, no había mucho que explicar. Pues en sus cincuenta metros cuadrados se apretaban dos dormitorios, el de Rosa y el diminuto suyo, una cocina y un estrecho cuarto de estar con un lavabo en una esquina. El servicio se encontraba en el rellano del pasillo, compartido por las cuatro viviendas de la planta, con el lujo de disponer de un gran pozal donde bañarse, una verdadera rareza para aquella barriada. Escuchó, sin hacer ningún comentario, las innumerables normas que tenía que tener en cuenta para que la convivencia fuera la deseable, asombrada de que se pudieran establecer tantas limitaciones en tan reducido espacio físico, y las aceptó todas sin rechistar. Estaba deseando quedarse a solas, pero no veía el momento.

Rosa, según le contó en el dintel de su nueva habitación, tenía un novio de siempre, pero seguía siendo soltera. Para tormento de Zoe, la mujer no dejaba de explicarle cosas. Desde cómo se encendía la radio, que tampoco tenía demasiado misterio, a su negativa a lavarle la ropa. Eso sí, le hizo repetir tres veces la cantidad de jabón que tenía que usar en la pila para no gastar en exceso.

Cuando Zoe se sentó sobre su nueva cama, con la puerta cerrada y sola, no se lo terminaba de creer. Miró a su alrededor y le faltó la respiración. Era tan pequeña que para abrir el armario de una sola hoja tenía que tapar media ventana, lo que hacía que estuviese poco ventilada y medio a oscuras. No quiso imaginar cómo sería aquello con los calores del verano. En un lateral de la cama había una mesita de noche, y pegada a ella un estrecho escritorio con una minúscula cajonera, que según Rosa le serviría para meter los zapatos, y el famoso armario para la ropa. Del techo colgaba una bombilla sin lámpara, y como única decoración de sus paredes un cristo de latón bruñido, desproporcionado para la estancia, y un descolorido bodegón con bastante poco arte.

Se sentó sobre el colchón, que no parecía malo, cerró los ojos y no pudo aguantarse más. Empezó a llorar con una hondísima pena, convencida de que su vida había tocado fondo. Acostumbrada a las comodidades de la casa de su tía, en la que había vivido mientras estudiaba en el Colegio Alemán, una buena casa en el barrio de Salamanca, y no digamos las del palacete en el barrio de Chamberí, el escenario que tenía delante de los ojos no lo hubiera imaginado ni en el peor de sus sueños. Se tumbó, buscó la almohada para ahogar sus gemidos y no llamar la atención de Rosa, la última persona a la que deseaba contarle sus penas.

A su mente solo venían dos palabras que se repetían una y otra vez: has fracasado, has fracasado, has fracasado…

—¡La cena está preparada! —gritó la mujer desde detrás de la puerta.

—Gracias, hoy no cenaré —contestó ella, sin ninguna gana de dejarse ver—. ¡Hasta mañana!

—Como tú quieras, pero te vas a perder una tortilla de patata que no has comido en tu vida —replicó, con el plato en la mano camino del saloncito.

—La próxima que hagas no la perdonaré —consiguió decir en un hilillo de voz.

Zoe pensó que la mujer era un poco pesada, pero parecía buena gente. Se quitó la chaqueta, los zapatos y la falda, y sin ganas de deshacer las maletas ni ordenar sus pocas pertenencias volvió a echarse sobre la cama. Encogida sobre sí misma, desprotegida y sin un futuro a la vista, se sintió muy sola.

Pasados unos minutos escuchó la voz de un hombre. Imaginó que sería el novio de Rosa. Estaba en ropa interior y con un aspecto deplorable. Al sentir pasos cerca de su habitación se escondió bajo las sábanas.

—Te querría presentar a Mario, mi novio.

Ella no contestó.

—¿Está buena?

Su voz y, sobre todo, esas palabras inquietaron a Zoe.

—Serás mamón y animal —escuchó decir a Rosa—. Anda, dejémosla dormir que estará agotada. Ya la conocerás mañana. Y ahora ven, que te he preparado una tortilla que te vas a chupar los dedos.

—Me los chuparé, sí, pero después me dedicaré a los tuyos…

Zoe apenas pudo escuchar mucho más, pero le pareció que Rosa le contestaba:

—Anda, bribón, que me tienes loquita.

 


VII

Calle Barquillo, 23

Madrid

29 de abril de 1935

 

 

Zoe dobló el diario ABC del día anterior por la sección de Bolsa de Trabajo. Se encontraba sentada en una silla, dentro de la oficina que viajes Carco tenía abierta en aquella céntrica calle, esperando a ser recibida por su director.

Miró la hora. Habían pasado diez minutos de las doce y media, y el amable empleado que la había recibido acababa de comentar que llevaban un poco de retraso con las entrevistas. Se levantó para buscar la máquina que despachaba agua fría y se sirvió un vaso.

Llevaba dos semanas viviendo en la casa de Tetuán y a primera hora de esa mañana había logrado huir de su noveno intento de conseguir trabajo, cuando al responder a un anuncio donde se requería una profesora de español para un extranjero venido a Madrid, lo que se encontró fue a un hombre de negocios alemán, de aspecto correcto pero intenciones ambiguas, que deseaba practicar alguna cosa más que el idioma de Cervantes. Zoe tardó poco en constatarlo, cuando los ojos del hombre no parecían cansarse de viajar desde sus piernas a sus pechos, y a la inversa. Y lo lamentó, porque el sueldo era interesante y las horas de trabajo no excesivas. Si aguantó a escuchar todas sus condiciones fue solo por cortesía o quizá por su imperiosa necesidad económica, porque cuando el hombre empezó a explicar que el horario sería de nueve a once de la noche, y que quizá necesitase tenerla hasta más tarde para recibir un trato intensivo, a Zoe le sonó tan mal la propuesta que se descartó ella misma para el trabajo. Una vez más, aquel despreciable tipo la había hecho dudar si los hombres eran capaces de ver en la mujer algo más interesante que su cuerpo.

Los primeros tres días de su nueva vida se los había pasado sin salir de la habitación, hundida en sus problemas, sin buscar trabajo y sin ganas de pelear por otra cosa que no fuera acomodar la dura almohada para apoyar mejor la cabeza.

Pero al cuarto salió, compró tres periódicos y decidió afrontar la realidad.

—Señorita, acaba de entrar la candidata que estaba citada antes que usted, por lo que calcule unos quince minutos más. —El joven y dispuesto empleado sonrió de forma aséptica. Zoe, aunque imaginó la cantidad de personas a las que les habría dicho lo mismo, se lo agradeció, y para aligerar la espera se dedicó a hacer balance de sus intentos laborales.

Hasta el momento había probado sobre todo trabajos como secretaria, dado que siendo mujer eran los más ofertados. Pero tenía un grave problema; sus conocimientos de taquigrafía eran nulos y su velocidad a la máquina de escribir no estaba a la altura de lo que las empresas exigían. Decepcionada por sus escasas posibilidades, había probado otras ofertas como dependienta de comercio. Lo hizo en una carnicería bastante alejada del centro, en una bodega y hasta en una pescadería. Pero en todas las ocasiones la descartaban a la primera de cambio, y no acertaba a saber por qué. Pensó que tenía que ver con su aspecto en general, o quizá con sus manos poco trabajadas.

Abrió el bolso para buscar el monedero. Habría contado no menos de cien veces el dinero, pero lo hizo una más. Le quedaban doscientas cuarenta pesetas. Calculó que con su actual nivel de gasto tendría para un mes y medio o quizá dos, lo que le produjo un renovado agobio.

«Si sigo pensando en esas cosas, lo único que voy a conseguir es ponerme más nerviosa», razonó en silencio.

Se concentró en la entrevista que iba a hacer. En otras ocasiones le había venido bien repetirse una y otra vez, antes de entrar a la prueba, cuáles eran sus mejores aptitudes. Tenía comprobado que casi todos se lo preguntaban, y daba buen resultado cuando las exponía con agilidad y convicción. Decidió hacer lo mismo con la que se iba a enfrentar, enfatizando su destacada capacidad de trabajo, su alta responsabilidad y desde luego el manejo de idiomas. Porque era de prever que, para una agencia de viajes, poder hablar de un modo fluido en alemán o en su francés materno supondría un mérito importante.

La puerta del despacho donde se celebraban las entrevistas se abrió. Por ella salió una chica de aspecto más bien soso, expresión tímida y gesto huidizo. Tras ella lo hacía un hombre de agradable planta y sonrisa franca, seguramente el dueño de la agencia, quien al despedirla no tuvo el menor reparo en hablar en voz alta.

—Dé recuerdos a su padre, y por supuesto le puede avanzar que estaremos encantados de tenerla trabajando con nosotros a partir del próximo lunes. A ver si un día de estos me paso por el ministerio para saludarlo.

La chica sonrió sin demostrar demasiado interés y se despidió ofreciéndole la mano. Al pasar al lado de Zoe se miraron. Estaba claro que allí no tenía nada que hacer. Recogió su bolso del suelo, se estiró la falda y, sin despedirse del entrevistador que en ese momento la llamaba, tomó la puerta de salida y se fue.

Con el ánimo por los suelos, Zoe recibió el frescor de la calle mientras doblaba la esquina en Prim para bajar hacia el paseo de la Castellana en dirección a Serrano, donde tenía su siguiente entrevista. Una cita que le había costado mucho concertar al tratarse de un trabajo que hasta entonces había descartado. Pedían una doncella que lavara y supiera corte, para una vivienda ubicada en el número diecinueve. Aparte del escaso atractivo de aquel cometido, el problema eran las dos horas que tenía por delante antes de presentarse en la casa, al haberse saltado la entrevista anterior. Decidió caminar hacia la puerta de Alcalá, para dar un paseo por el parque del Retiro, bendecida por la agradable temperatura.

La aristocrática calle Serrano reflejaba sus lujos tanto en sus viandantes como en los vehículos aparcados. Zoe no era una experta en marcas ni modelos de coches, pero reconoció dos Hispano Suiza, un Delahaye y un fabuloso Lincoln de color corinto. Las mujeres vestían la nueva moda de primavera con faldas plisadas en tonos suaves y predominancia del amarillo, sombreros con gran aparato floral y bolsos a juego. Y los varones lucían impecables trajes de corte inglés, bastón negro y sombrero. Al paso de varias boutiques, a Zoe le llamó la atención una en especial, dedicada en exclusiva a los bebés. Se detuvo unos minutos en su escaparate para admirar la variedad y buen gusto de la ropita expuesta, los maravillosos cochecitos y las tronas, como también la gama de juguetes que sin duda harían feliz al niño más exigente.

Tan solo unos pasos más adelante le crujieron las tripas al cruzarse con una aromática pastelería. No había desayunado nada y aunque fuese mediodía no se podía permitir comer fuera. Además era consciente de que cualquier restaurante en aquella zona tenía unos precios prohibitivos. Rebuscó por su bolso y por suerte encontró una galleta. La mordisqueó muy despacio para engañar al hambre y siguió caminando mientras observaba a los transeúntes con los que se cruzaba.

Ninguno de ellos podía imaginar su lamentable situación. Solo tres semanas antes había estado viviendo en un fabuloso palacete con todas las comodidades, y ahora lo hacía en una minúscula habitación de un diminuto piso en una de las peores barriadas de Madrid. Tenía como anfitriona de la casa a una buena mujer, esa era la verdad, pero también descuidada, malhablada y sobre todo rácana con la cena, en realidad la única comida que estaba incluida en el precio de la habitación. Lo peor era el baboso de su novio, un hombre casado que mantenía una doble vida desde hacía algo más de quince años. Mario, que así se llamaba el infiel marido y eterno amante, era un activísimo anarquista miembro de la FAI (Federación Anarquista Ibérica) y un tipo de temer. Tenía la cara marcada por una larga cicatriz que le fruncía el gesto y una mirada oscura y peligrosa, como si estuviera lleno de resentimiento. Pero además era un mirón y un tocón. Desde que se habían conocido no le había quitado el ojo de encima, y tampoco perdía ocasión para rozarse con ella en los pasillos o buscar choques fortuitos que siempre terminaban con una de sus manos sobre alguna parte de su anatomía.

Después de haber atravesado de lado a lado el parque del Retiro y de sentir los pies molidos, miró de nuevo su reloj. Ya podía ir hacia la casa.

—Espere en la cocina a que venga la señora.

Un mayordomo la acompañó hasta la luminosa dependencia donde una mujer del servicio doméstico, de avanzada edad, estaba puliendo una cubertería de plata sentada a una mesa. Al entrar, Zoe sintió cómo la repasaba de arriba abajo.

—A ti no te van a coger. Y si no, al tiempo.

—¿Perdone? —acertó a decir Zoe desconcertada.

—Pareces tan señora como ella —le respondió lacónicamente.

—Necesito el trabajo.

En ese momento una mujer impecablemente vestida, con un elaborado peinado y estudiada sonrisa, entró y preguntó por ella.

—Mira, no dispongo de mucho tiempo para perdernos en menudencias. He de salir en diez minutos de viaje con mi marido y no puedo alargarme.

La rodeó estudiándola sin reparos. Observó sus manos, investigó hasta detrás de sus orejas y acercó la nariz a su camisa. El paseo por el Retiro había dejado un rastro de sudor que detectó a la primera.

—Hueles un poco, y eso no se lo permito a nadie en mi casa. Pero bueno, imagino que tendría arreglo con algo de jabón y más cuidado por tu parte —comentó sin darle la menor oportunidad de explicarse—, aunque no acabo de verte de doncella.

—No le falta razón porque nunca lo he sido, pero sé llevar una casa. Y si tiene hijos, me encantan los niños.

—Así que vienes sin referencias. ¿A qué te has dedicado entonces hasta ahora?

Zoe le explicó dónde había estudiado, cuáles habían sido sus incursiones universitarias y su actual condición de viuda de militar. Con demasiada inocencia pensó que su pasado la podría apiadar, sin embargo provocó el efecto contrario.

—Uy... Uy... —La mujer agitó las manos como si se deshiciera de algo—. Quita, quita… No quiero tener en casa a nadie con esos antecedentes. Lamento que te veas obligada a esto, pero no durarías ni un mes, y menos aún si te saliera otro trabajo más acorde con tu situación personal.

—Pero, señora, yo…

—Hala, hala, no insistas más, guapa. —Extendió la mano con un billete de cinco pesetas—. Toma; por las molestias. Y ya te puedes ir. —Llamó en voz alta al mayordomo para que la acompañase a la puerta, mientras ella desaparecía por donde había venido.

Zoe, sin apenas entender qué había pasado, escuchó a la mujer mayor.

—Te lo dije.

Ya en la calle, con el billete arrugado en una mano y su amor propio por los suelos, se sintió tan impotente y tan mal consigo misma que no supo a dónde ir. Miró a la gente que paseaba y, aunque se sintió ajena a aquel ambiente, tras unos inciertos pasos tomó la determinación de compartir sus males con su amiga Julia, que vivía en la embajada alemana, a escasas manzanas de donde estaba.

Después de superar los trámites de entrada a la legación diplomática, Julia, salió a su encuentro y tiró de ella movida por una inexplicable urgencia.

—¡Corre! ¡Menuda sorpresa te vas a llevar! —le espetó emocionada.

Sin mediar más palabras recorrieron a toda velocidad el largo pasillo que comunicaba la entrada de la residencia privada del embajador con su habitación. Sobre una mesa había una radio encendida.

—¿Qué pasa?

—Tú escucha… —Señaló al aparato.

«Señoras y señoritas radioyentes —comenzó a decir la locutora. Zoe reconoció la voz de Matilde Muñoz, presentadora del famoso programa Mujer en Unión Radio—, no hay en estos tiempos modernos, en que se acusa con señalados perfiles la actividad femenina, una senda, por espinosa y dura que sea, a la que la mujer no se sienta especialmente atraída. Hemos descubierto en nuestras hermanas de sexo vocaciones intelectuales que echan abajo todos los prejuicios y que marcan, con mayor justicia, las verdaderas tendencias de la mujer. ¿Quién hubiera pensado, por ejemplo, que las muchachas que antes solo se ocupaban de labores primorosas, de trazar poemas de palomas y cestillos de flores con hilo blanco, o de bordar sus quimeras en lana de alfombra, iban a invadir de tal modo los terrenos hasta entonces solo reservados al hombre y que, en no largo plazo, las hijas de aquellas mujeres que se asustaban de salir solas a la caída de la tarde y tapaban su sonrisa con un abanico de encaje entrarían nada menos que a cursar los estudios de Veterinaria?»[1]


Date: 2015-12-24; view: 645


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