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PRIMERA PARTE

 

ESTABAS LEJOS DE MÍ

 


 

I

Alrededores de Gijón

9 de octubre de 1934

 

 

Campeón, como cualquier otro perro, no entendía de balas, granadas ni bombas.

Su mirada era limpia y curiosa, ajena a las de un puñado de hombres que ese día trataban de matarse desde dos barricadas distantes una treintena de metros, en la única calle asfaltada de Sotiello, una aldea a pocos kilómetros de la ciudad de Gijón.

Campeón acompañaba a su amo, un teniente de la IV Bandera de la Legión, y a un centenar de soldados a sus órdenes, que tenían como misión combatir a un grupo de revolucionarios alzados en armas desde las cuencas mineras de Asturias, con más utopía en sus corazones que habilidad para defenderse de un ejército dispuesto a atajar de raíz sus afanes libertarios.

Era un perro sin raza, de pelo largo y áspero, color canela, y una cara casi negra. Aunque tenía una estatura mediana, su valentía recordaba a la de un animal de mayor talla y fortaleza, y su carácter era espabilado y alegre. Había nacido dos años antes al lado de una tapia del campamento que el Tercio de la Legión tenía en Dar Riffien, a poco menos de diez kilómetros de la ciudad de Ceuta. Abandonado por su madre, el cachorro había resistido el hambre y la soledad durante tres días a la espera de que apareciera, pero no lo hizo. Fueron unos musculosos brazos los que finalmente lo encontraron para convertirse desde entonces en su único protector.

A los pies de su amo y sin saber qué esperaba de él en aquella verde y húmeda tierra, protegidos detrás de una barricada de trastos viejos, su hocico empezó a ventear un sinfín de interesantes olores. Por el este, a hierba recién segada, a vacas, a fruta verde, y a su alrededor, al sudor de unos soldados de camisa arremangada y mirada de hierro, dispuestos a matar o a morir bajo el frescor de una fina lluvia.

Asomó su cabeza entre una trilla destrozada y dos vigas de madera para ver qué hacía el bando contrario al otro lado de la calle. Sus treinta y tantos defensores, ligeramente desorganizados, se habían empeñado en resistir al profesional envite de la Legión, habiéndose refugiado pocas horas antes tras una sólida muralla levantada con colchones, muebles viejos, puertas y alguna que otra paca de paja, a la salida de la aldea y entre sus dos últimas casas. Los mineros solo disponían de una veintena de fusiles, unas cuantas pistolas y muy poca munición, después de dos días de resistencia en el puerto y en las calles de Gijón, y el cansancio empezaba a pasarles factura. De hecho, sabían que la batalla la tenían perdida. Las noticias sobre los desastrosos enfrentamientos de sus camaradas en Sama de Langreo, Mieres y La Felguera eran descorazonadoras, pero ellos se habían jurado no rendirse sin llevarse al menos a unos cuantos soldados por delante.



El eco de un motor de aviación se empezó a escuchar por el este.

Las miradas de unos y otros escudriñaron el cielo encapotado, unas con más pavor que otras, hasta ver aparecer dos aparatos de combate Nieuport 52 con los colores de la bandera republicana en sus timones. Los sintieron descender, enfilar su posición, y cuerpo a tierra esperaron el efecto de sus ametralladoras de 7,7 milímetros. Los aparatos, en su primera aproximación, sembraron de plomo cuatro líneas de tiro, aunque solo una alcanzó a los rebeldes matando a varios en el acto.

El jefe del grupo minero, un destacado miembro de la CNT que había ganado buena fama por su alma revolucionaria y su ardorosa oratoria, José María Martínez, al imaginar la corrección de tiro de los biplanos en su siguiente pasada, ordenó a los suyos que abandonasen la posición para buscar refugio en una cuadra de vacas, a espaldas de un grupo de nogales y a unos cincuenta metros de donde estaban.

Uno de ellos, un pelirrojo de pelo enmarañado y delgado como un junco, con menos edad de la que debería tener para estar allí, pero más valor que todos juntos, desobedeció la orden. Con un dedo se empujó las gafas desde la punta de la nariz, oteó a través del único cristal que mantenía entero, tomó aire, levantó a pulso la última ametralladora pesada que les quedaba, retiró el seguro y apuntó el cañón hacia la barricada legionaria. Al grito de «¡Viva la República Socialista Asturiana!», comenzó a disparar en todas direcciones henchido de valor, sin medir la fuerza de retroceso del arma ni su propia delgadez, lo que lo llevó a terminar tumbado boca arriba, con el arma y sus gafas por los aires. Al verlo actuar, dos compañeros deshicieron el paso y volvieron en su ayuda disparando a discreción.

Y de repente, Campeón, sin que nadie entendiera su reacción, saltó la barricada que lo protegía y se lanzó a correr calle arriba hacia los mineros. Su mirada se cruzó con la de los tres rebeldes, colocados ahora sobre dos pacas de paja y con los fusiles prestos a disparar en su misma dirección. A menos de diez metros de ellos se paró, volvió la cabeza hacia los suyos con una expresión bonachona y empezó a agitar la cola, a ladrar, y a rodar una y otra vez sobre su espalda, dispuesto a jugar, a la espera de que alguien, le daba igual de qué bando fuera, le tirara una rama o una pelota para ir a por ella como solía hacer en el cuartel.

Su amo, el teniente Andrés Urgazi Latour, lo llamó a voz en grito, temiendo por su vida. Campeón reconoció la voz, pero no se movió. Se encontraba en el peor lugar posible, en medio de la línea de fuego, y sin embargo su absurda presencia había detenido por un momento el intercambio de disparos.

Un extraño silencio se instaló entre los presentes durante unos minutos.

—¡Sacad a ese perro de ahí antes de que lo alcance una bala! —proclamó uno de los sublevados.

Campeón se sentó. Sin dejar de mover la cola y con la lengua fuera permaneció en alerta, listo para correr en busca del primer objeto que viese volar.

—¡Es mío! —gritó el oficial Urgazi asomando la cabeza con precaución—. Ya salgo a por él.

Uno de sus sargentos lo frenó.

—Mi señor, le van a levantar la tapa de los sesos. No se fíe de esos malnacidos.

El teniente dudó, miró una vez más a su can y le silbó para que volviera. Campeón agitó con mayor intensidad el rabo, pero no se movió ni un solo milímetro. Al no conseguir del animal la respuesta deseada, su dueño pensó de qué manera podía apartarlo de allí, y de repente recordó una habilidad que le había hecho famoso en el campamento. A Campeón le encantaba recuperar las pistolas, machetes y otras armas cortas que perdían los soldados en las maniobras cuerpo a tierra durante los ejercicios de adiestramiento. Decidió probar, descargó las balas de su pistola Astra y la tiró lo más lejos que pudo, a la izquierda del perro. Y Campeón aceptó el juego corriendo, encantado de ir en su busca.

En ese mismo momento, a unas pocas decenas de metros por detrás de la defensa minera, los que habían alcanzado la vaquería, aprovechando la insospechada situación de alto el fuego, se separaron en dos grupos con intención de bordear el pueblo y atacar a los legionarios por la retaguardia. Pero para su desgracia, desde el oeste de su posición apareció una patrulla de Infantería del Ejército republicano a las órdenes de un joven teniente coronel, en apoyo de los legionarios, y por el este, de nuevo los dos aviones.

Los primeros en empezar a disparar fueron los tres mineros que habían quedado aislados, y lo hicieron apuntando al perfil de los biplanos. El teniente del Tercio vio la oportunidad de avanzar en sus posiciones, dividió el grupo en tres y encabezó el de la izquierda con intención de flanquear al enemigo, manteniendo un tercero en la retaguardia para cubrirlos. Su grupo buscó una fuente de piedra, y el otro quedó a refugio de una casona blasonada. Campeón, al verlo acercarse, corrió a su encuentro con la pistola en la boca y se tumbó junto a él, sin importarle las balas que silbaban a su alrededor. Entendió las órdenes de su amo, pegó el morro al suelo y a partir de ese momento se quedó quieto. El teniente asomó la cabeza para calcular la distancia que lo separaba de la barricada y comprobó que el grupo de la derecha había recuperado una nueva edificación, un hórreo. A la vista de la proximidad del enemigo, les hizo una señal para que les lanzaran granadas y sujetó a su perro para que no corriera tras ellas.

La mitad de las defensas saltaron por los aires, y con ellas otro de los rebeldes. A las explosiones las sucedió un intenso fuego cruzado, y de nuevo el rugir del potente motor Hispano Suiza de uno de los Nieuport, que se aproximaba a escasa altura, abriéndose paso entre las nubes de humo y polvo causadas por las detonaciones.

A las afueras del pueblo, el grueso de los mineros estaban haciendo frente al destacamento de infantería, desde la escasa protección que les ofrecía un muro de piedra. Su cabecilla, al tanto de la delicada situación defensiva, por intentar algo ordenó montar a toda velocidad una especie de catapulta casera que habían ideado días atrás, con objeto de lanzar a mayor distancia las granadas robadas en el asalto a la fábrica de armas de Trubia. Una treintena de soldados les disparaban sin cesar dejándoles poca oportunidad para contestar. Por eso, en cuanto estuvo montado el artefacto, empezaron a lanzar las piñas explosivas sobre los recién llegados. Las tres primeras sobrepasaron las posiciones de los infantes, pero, tras corregir ángulo, las dos siguientes alcanzaron de lleno a cuatro de ellos. El oficial al cargo, al comprobar la desventaja de su posición ante la lluvia de explosivos, hizo una señal a sus cuatro hombres más cercanos, armados con fusiles ametralladores, para que dejaran el abrigo de los árboles y corrieran hacia el enemigo. La rapidez con la que actuaron cogió de sorpresa a los mineros y fueron todos abatidos. Pero la mala fortuna hizo que una de las pocas balas que consiguieron disparar atravesara el pecho del oficial. El hombre quedó tendido en el suelo, boqueando.

Una vez establecido el alto el fuego, Campeón empezó a recorrer el dramático escenario con su húmedo hocico pegado al suelo, olfateándolo todo, con la sana intención de continuar jugando y ahogar su inagotable curiosidad. Apretaba entre sus muelas cada pistola que encontraba y corría en busca de su teniente para dejarla a sus pies. Otras veces se paraba frente a alguno de los fallecidos, desconcertado por su falta de reacción. Les lamía las heridas, la cara, y aguardaba jadeando alguna respuesta. Eso hizo con el infortunado teniente coronel del Ejército republicano cuando encontró su cuerpo arqueado sobre el bajo muro de piedra donde había caído abatido. La vida se borraba por momentos de su mirada y su aliento destilaba aromas de muerte. Al ver cómo venía corriendo su amo hacia él, no entendió el gesto de angustiosa sospecha que reflejaba su cara, ni por qué cuando recogió el rostro ensangrentado de aquel hombre entre sus manos maldijo la mala suerte con un grito de rabia.

Andrés Urgazi Latour, teniente de la Legión, sabía que su cuñado Carlos Alameda también había sido movilizado para ahogar la revolución en Asturias, pero no se podía imaginar que iban a coincidir en la misma aldea y menos aún que presenciaría su muerte. Al recoger su placa observó que del bolsillo de la ensangrentada camisa asomaba una fotografía. La extrajo y al verla se le heló el corazón. En ella se veía a su cuñado de la mano de una mujer, en actitud muy cariñosa, pero una mujer que no era su hermana. La bala no solo había agujereado las manos de la pareja, también había despertado una dolorosa sospecha en Andrés.

Entre dos soldados lo retiraron de las piedras y lo dejaron en el suelo. La lluvia empezó a lavar la sangre del cadáver, una lluvia que el cielo había querido enviar para borrar de aquella tierra los restos de la tragedia. Campeón se acercó a su amo y al oler su pena le lamió la cara, mirándolo con sus brillantes ojos, captando unas emociones que no entendía.

Reunidos en torno a su teniente, el grupo de legionarios observaba el panorama sin sentirse vencedores. Habían salvado la vida, pero quitándosela a otros de su misma sangre y país, a unos trabajadores como ellos.

Campeón, aburrido, se lanzó a corretear por los alrededores. Alcanzó el alto de una pequeña loma y observó el bello paisaje que su posición le ofrecía. Por las verdes praderas que se extendían bajo sus patas, entre las arboledas, situó a alguna que otra vaca pastando, en la lejanía, y escuchó graznar a un grupo de urracas que se perseguían entre los árboles. La naturaleza seguía viva, respetando sus propias leyes.

Volvió la cabeza hacia donde estaban los mineros muertos.

Él no entendía de revoluciones ni de legalidad republicana, le gustaban los seres humanos, adoraba su voz, necesitaba su compañía, aunque no terminaba de comprender ese juego que practicaban entre ellos, y mucho menos el «servicio de armas» que él les prestaba.


 

II

Cárcel de Salamanca

1 de marzo de 1935

 

 

Zoe Urgazi Latour calculó que desde la estación de tren hasta la nueva prisión, inaugurada hacía solo tres años, habría poco más de un kilómetro. No parecía demasiada distancia como para tener que emplear otro transporte, y la temperatura era agradable, así que, aunque el paquete que llevaba pesaba lo suyo, decidió hacerlo andando.

Pero se arrepintió a los pocos pasos.

Al no estar acostumbrada a acarrear tanta carga, empezó a resoplar fatigada y tuvo que pararse varias veces a descansar. Además, el basto cordaje que había empleado para llevarla con más comodidad le estaba destrozando las manos. Buscó un pañuelo en el bolso y se las protegió del áspero cordel. Levantó la mirada, localizó la enorme masa de ladrillo visto que supuestamente albergaba a lo peor de la sociedad salmantina, sacó fuerzas de flaqueza y siguió caminando. Tenía un importante motivo para acudir a ese preciso lugar en ese preciso momento de su vida.

Hacía algo más de ocho meses que no había visto a su padre y dos años y medio desde que estaba en la cárcel, cumpliendo condena por homicidio. Su progenitor, Tomás Urgazi Saavedra, no era un asesino, pero había matado a un hombre. Y la justicia se lo había hecho pagar con veinte años de prisión.

Se cruzó con una anciana que transportaba en la cabeza una enorme bolsa que la doblaba por entero y se apiadó de ella. En comparación, la suya no era nada. Se mordió el labio, tensó las piernas, endureció la espalda y se dispuso a superar los siguientes cuatrocientos metros sin compadecerse de sí misma ni volver a parar. Cuando estaba a poca distancia de conseguirlo, se le cruzó un joven que se ofreció a ayudarla, pero Zoe, en un arranque de autosuficiencia, le dijo que no le hacía ninguna falta.

—¡Pues hala…, todo tuyo! ¡Ahí te desriñones!

Siguió caminando sin hacerle el menor caso, repasando por última vez lo que iba a hablar con su padre, y también lo que no.

Habían pasado casi cinco meses desde la violenta muerte de su marido en Asturias, cinco meses que habían supuesto para ella un penoso infierno interior. A sus veintitrés años y con solo dos de casada, aunque la viudez había madrugado demasiado en su vida, se sentía traicionada. Porque su marido, su maravilloso Carlos, además de no haberla amado la había compartido con otra mujer, algo que había descubierto dos días después de su muerte, al encontrar docenas de cartas de amor escondidas entre sus papeles mientras tramitaba su defunción. El impacto emocional había sido tan fuerte que aún estaba recomponiendo su orgullo y un corazón malherido, en una titánica lucha por resucitar su yo desde un encierro interior que la estaba consumiendo.

Por esos motivos apenas había llorado a Carlos después de su entierro.

Pero casi nadie lo sabía, tampoco su padre.

La puerta de la prisión estaba abierta. La atravesó con alivio y dejó caer al suelo el pesado paquete lleno de libros. Miró su reloj y, tras comprobar que todavía faltaban veinte minutos para que se abriera el horario de visitas, observó a su alrededor. Tras una mesa de despacho un funcionario leía el periódico, ajeno a las ruidosas conversaciones del variopinto público que esperaba el momento de entrar. Encontró asiento entre dos gruesas gitanas, quienes no tardaron ni medio segundo en estudiarla de arriba abajo.

—No te habíamos visto nunca por aquí —le espetó una nada más tenerla al lado.

—Es que no suelo venir —se explicó Zoe.

—Yo soy Juani y ella es Estrella. —La mujer le extendió una mano gordezuela acompañada de una hermosa sonrisa.

—Zoe, Zoe Urgazi —respondió, sin intención alguna de que la conversación se extendiera mucho más.

La más joven tomó entre las manos un pliegue de su falda y lo palpó con gesto profesional. Zoe, sin saber a qué venía aquello, preguntó cuánto duraban las visitas, sin perder de vista lo que hacía su vecina. Acababan de cambiar la ley penitenciaria y le sonaba que permitían un poco más de tiempo. Las cíngaras se miraron con picardía.

—Muy buen lino, sí… Ha tenido que costarte un buen dinero —comentó la que toqueteaba su falda.

—Bueno, no fue barata, es verdad —contestó imaginándola detrás de un puesto de ropa ambulante.

—Con la nueva ley o con la antigua las visitas duran muy poco, chata, mucho menos de lo que a todas nos gustaría. Pero depende de lo rápido que te lo haga tu marido. Como el mío siempre termina en un santiamén, a veces nos da tiempo a echar dos. —Le hizo un obsceno gesto—. Ya me entiendes. —Se rieron las dos a carcajadas.

Zoe no se sintió intimidada a la hora de contestar.

—Ese no será mi caso, vengo a ver a mi padre.

—Ah…, bueno, entonces cuenta más o menos con una hora, aunque depende del funcionario. A ese —señaló al de la mesa— le solemos sacar cinco o diez minutos más.

—¿Se puede saber qué hizo tu padre para estar aquí? —preguntó la mayor—. ¿Cómo se llama? Seguro que lo conoce mi Paco.

—Un homicidio. Y se llama Tomás Urgazi Saavedra.

Revivió el dramático suceso acontecido a escasas dos semanas de su pedida, cuando su padre, veterinario rural, por defender a un anciano capataz de los golpes que le estaba propinando su patrón, un hacendado con numerosas fincas en la dehesa salmantina y menos escrúpulos y consideración hacia sus trabajadores que dinero en los bolsillos, trató de detenerlo con lo que tenía más a mano: unas pesadas tenazas para recortar los cascos de las mulas. La fuerza del golpe, su indignación, la contundencia del hierro y la poca medida que puso en ello terminaron abriéndole la cabeza de forma fatal, lo que significó que un día después fuera la Guardia Civil a buscarlo a casa para no volver nunca más a ella.

El funcionario se levantó, hizo sonar una campanilla y con voz ronca pidió que todo el que tuviera paquetes para los internos los llevara a la mesa para su inspección. Se levantaron varias mujeres a la vez que Zoe y formaron una fila frente al funcionario. No tuvo que esperar mucho.

—Este paquete excede del tamaño permitido —el hombre se pronunció sin ni siquiera haberlo abierto—. ¿Qué contiene?

—Sobre todo libros. Libros técnicos. —Empezó a retirar el papel de estraza para que lo viera—. Y un poco de ropa.

—¿A quién viene a ver, señorita? —La estudió con curiosidad.

—A mi padre; a Tomás Urgazi.

El funcionario supo de quién hablaba; un preso atípico para la calaña que solía verse por allí. La miró a los ojos y entendió por qué no la reconocía. Aquel tipo de presos sentían tanta vergüenza ante sus familias que no eran tan visitados como otros. La chica tenía una mirada limpia y brillante, ojos grandes y marrones, labios generosos y pómulos bien marcados.

—La siguiente. —El hombre sonrió, empujó el paquete a su izquierda y se concentró en el bulto de una de las gitanas.

Pocos minutos después, con la mirada puesta en una oscura puerta de metal y tras escuchar descorrerse varios cerrojos, su corazón empezó a palpitar a la espera de ver aparecer a su padre en cualquier momento. Le temblaron las manos de emoción y sintió la boca seca. La puerta se abrió y una gran cantidad de presos empezaron a salir en busca de los suyos. Zoe iba recorriendo sus caras llena de ansiedad, como si no fuese a verlo entre tantos. Eran rostros de hombres peligrosos; ladrones, criminales, algunos seguramente hasta despiadados asesinos, y sin embargo todos expresaban esa ilusión que precede al reencuentro con los seres queridos.

Salió al final, acompañando a otro recluso que apenas se tenía en pie de viejo que era. Como iba pendiente del anciano, ayudándolo a encontrar a su familia, no vio a su hija. Ella, abriéndose paso entre unos y otros, fue en su busca. Lo encontró muy delgado, calculó que habría perdido una tercera parte de su peso, cuando en realidad nunca le había sobrado. Aunque había pasado menos de un año de su anterior visita, tenía el pelo mucho más encanecido y unas pesadas arrugas que no eran normales en un hombre de cincuenta.

Estaba ayudando al frágil compañero para que tomara asiento cuando ella alcanzó su espalda.

—¿Papá?

Él se volvió y sus miradas se encontraron. Zoe reconoció en aquellos ojos una sucesión de emociones; sorpresa, desconcierto, y por último alegría. Sin mediar una sola palabra se fundieron en un abrazo. Ella tembló al sentirse en los brazos de un padre al que había adorado desde muy pequeña, y él carraspeó para no atragantarse de emoción, reviviendo en pocos segundos la tierna y dura infancia de una niña que había visto morir a su madre con solo cinco años.

Al separarse, el primero en hablar fue él.

—Aunque te lo dije por carta, me dolió mucho que no me dejaran ir al entierro de Carlos para poder estar a tu lado.

—Lo sé, papá. Yo también siento no haber venido desde entonces. ¿Cómo estás?

—Bien. A todo se acostumbra uno. Aprovecho el excesivo tiempo libre que te da la cárcel para pensar, estar en la biblioteca, o pasear por el patio horas y horas cuando hace bueno. Aunque tu correspondencia es lo único que me da vida. Cada día me leo una de tus cartas al levantarme, y algunos días hasta cinco y seis. Son las ventanas por las que respiro para no sentirme ahogado en este lugar. Y desde ahora, con los libros que me has traído, voy a tener entretenimiento para muchas semanas. —Sonrió repasando sus títulos.

—Te he comprado lo último que se ha publicado sobre patología y terapéutica equina y vacuna.

—Los devoraré, te lo aseguro.

—¿Quieres que te compre algo más? ¿Ropa, jabón, cuartillas…?

Don Tomás tragó saliva.

—Vas a tener que hacerlo, sí, porque ando un poco justo de dinero. —El gesto de inquietud que aquel comentario produjo en Zoe le obligó a explicarse mejor—. Verás…, he tenido que malvender la casa, no hará ni dos meses de ello, y todo lo que he sacado se lo han llevado los abogados para pagar los recursos y el juicio, aparte de la indemnización a la familia.

—Papá, ¿en serio? —Se estrujó las manos—. No me parece justo.

—Hija mía, tampoco es justo cómo te está tratando a ti la vida, y ya ves… A todo esto, ¿cómo estás?

Zoe buscó un pañuelo en el bolso para sonarse la nariz sin poder pronunciar una palabra. Tenía demasiada pena dentro, pero también una insalvable necesidad de compartirla con él.

—Papá… —consiguió aunar suficientes fuerzas para hablar—. He necesitado que pasaran unos meses para poder contarte algo que no sabes sobre Carlos. —Dudó cómo explicárselo y con qué palabras. Pero terminó dejando que surgieran libres—. Ahora sé que casarme con él fue la peor decisión que he tomado en mi vida. Me equivoqué de hombre, equivoqué mis sentimientos, mis sueños, todo.

Sus ojos se quebraron con el eco de sus propias palabras.

—Pero… ¿por qué dices eso? —La contundencia de sus palabras dejó a don Tomás descolocado.

—Descubrí que había otra mujer.

Don Tomás recogió las manos de Zoe entre las suyas e imaginó su profunda frustración. Sus ojos buscaron respuestas en los de su hija, pero allí no estaban todas; algunas se las iba a evitar para no añadir más dolor a su encierro, como la cruel iniciativa que acababan de tomar sus suegros contra ella.

—¿Cómo lo supiste?

—Lo descubrí después de su muerte. Era una antigua amiga suya a la que yo conocía. Cuando pienso que tuvo la desfachatez de acudir al entierro y de darme el pésame, todavía me hierve la sangre. —Apretó los puños—. No entiendo cómo no me di cuenta de lo que estaban haciendo a mis espaldas.

—No te culpes. Confiabas en él.

—Llevábamos solo dos años casados y creí que me quería. Qué patética he sido. Casi me muero cuando leí las cartas.

—Ese hombre nunca me gustó, Zoe, y lo sabes. No entendí que te casaras tan pronto. Sabía que no te merecía, pero no me hiciste caso —apuntó el padre recordando las fuertes discusiones que habían mantenido a cuenta de ello.

—Lo sé, papá, he recordado cada palabra que me dijiste, y no te puedes imaginar lo mucho que me he arrepentido. Porque después de haber puesto boca arriba todos mis recuerdos, sigo sin entender nada.

—No te martirices más, Zoe. Era un canalla y punto. —El hombre apretó los puños deseando haberlos roto en su día sobre la cara de Carlos, y en el fondo se alegró de su muerte—. Lo tuve claro desde que te obligó a dejar la universidad nada más casaros. Con lo mucho que habíamos luchado tú y yo para que pudieras estudiar.


Date: 2015-12-24; view: 831


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