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CAPÍTULO VEINTISÉIS

 

RECIBO UNA CARTA

 

 

«Amigo mío: Ya lo sabrás todo cuando recibas la presente. Nada de lo que yo podía decir ha hecho mella en mi hermana. Ha ido a entregarse. Estoy cansada de luchar.

Ahora sabrás que te he ocultado la verdad, que he pagado tu confianza con mentiras. Quizá te parezca esto inexcusable; pero, antes de desaparecer de tu vida para siempre, quisiera darte a conocer cómo ha ocurrido todo. Si supiera que habías de perdonarme, quedaría más tranquila. No lo he hecho en beneficio propio..., esto es lo único que puedo ofrecerte en mi defensa.

Empezaré refiriéndome al día en que te conocí en el tren que venía de París. Me encontraba entonces intranquila por Bella. Mi hermana se hallaba aquellos días desesperada con motivo de Jack Renauld. Bella se hubiera echado al suelo para que él pasara por encima, y, cuando vio que empezaba a cambiar y dejaba de escribirle con la frecuencia acostumbrada, empezó, por su parte, a atormentarse. Se había metido en la cabeza que Jack estaba encaprichado por otra muchacha..., y, desde luego, los hechos demostraron que no se había equivocado. Tomó la determinación de ir a Merlinville con intención de verle. Sabía que yo no aprobaba este paso y se me escapó. En Calais descubrí que no estaba en el tren y decidí no irme a Inglaterra sin ella. Tenía la sensación de que iba a pasar algo horrible si yo no podía evitarlo.

Acudí a la llegada del tren siguiente, de París. Venía en él, resuelta a dirigirse inmediatamente a Merlinville. Discutí con ella lo mejor que supe; pero fue inútil. Estaba excitada y había de salirse con la suya. En consecuencia, me lavé las manos. ¡Yo había hecho cuanto había podido! Iba haciéndose tarde. Me fui al hotel y Bella salió camino de Merlinville. Continué sin poder librarme de la sensación de que, como se lee en los periódicos, era inminente un desastre.

Vino el día siguiente..., pero no Bella. Me había dado una hora para encontrarnos en el hotel, pero no compareció. No tuve señales de ella en todo el día. Mi ansiedad iba creciendo. Luego llegó el diario con la noticia.

¡Fue horrible! No podía estar segura, naturalmente, pero tenía un miedo espantoso. Imaginé que Bella había visto a Renauld padre y le había hablado de sus relaciones con Jack, y que él la había insultado o algo así. Las dos tenemos el genio muy vivo.

Salió luego a relucir todo el asunto de los extranjeros enmascarados, y empecé a tranquilizarme un poco. Pero aún me atormentaba el hecho de que Bella no hubiese acudido a la cita conmigo.

A la mañana siguiente estaba tan azorada que no pude menos de ir a villa. Lo primero que hice fue tropezar contigo. Todo esto lo sabes ya... Cuando vi al muerto con un aspecto tan parecido al de Jack, y con el sobretodo de fantasía de Jack, ¡comprendí! Y allí estaba el misino cortapapeles, ¡maldita arma!, que Jack había regalado a Bella... Había diez posibilidades contra una de que tuviese sus huellas dactilares. No podría acertar a explicarte el horror y el desamparo que sentí en aquel momento. Sólo veía una cosa con claridad: que tenía que apoderarme de aquella daga y desaparecer con ella antes que se advirtiese que faltaba. Fingí un desmayo y mientras ibas a buscar agua la cogí y la escondí en mi ropa.



Te dije que me alojaba en el Hotel du Phare; pero, por supuesto, me fui directamente a Calais y de allí a Inglaterra con el primer barco. Cuando estábamos en la mitad del Canal tiré al mar ese diablillo de daga. Luego, sentí que podía volver a respirar.

Bella estaba en nuestros alojamientos de Londres como si nada hubiera pasado. Le dije lo que había hecho y que ella estaba en seguridad por algún tiempo. Me miró y empezó luego a reírse..., reírse..., reírse..., ¡era horrible oírla! Pensé que lo mejor que podíamos hacer era mantenernos ocupadas. Se hubiera vuelto loca si hubiese tenido tiempo de pensar en lo que había hecho. Por fortuna, nos contrataron en seguida.

Y luego te vi a ti y a tu amigo observándonos aquella noche... Me puse frenética. Debíais de tener sospechas o, de lo contrario, no nos hubierais seguido la pista. Tenía que saber lo peor, y, por consiguiente, fui a tu encuentro. Estaba desesperada. Y en seguida, antes de tener tiempo de decir nada, descubrí que sospechabas de mí, no de Bella. O, por lo menos, que creías que yo era Bella, puesto que había robado la daga.

Yo desearía, querido, que hubieras podido leer en el fondo de mi conciencia en aquel momento... Quizá así me perdonarías... Estaba tan asustada, tan desesperada y confusa... Todo lo que pude poner en claro fue que intentarías salvarme a mí..., no sabía si hubieras querido salvarla a ella...; me parecía que, probablemente, no... ¡No era la misma cosa! ¡Y no podía correr el riesgo! Bella es mi hermana gemela; tenía que hacer por ella cuanto fuese posible. Por esto continué mintiendo...; me sentí envilecida por ello...; sigo sintiéndome envilecida... Esto es todo; y dirás que ya es bastante. Hubiera debido confiar en ti... Si yo hubiese...

Tan pronto como trajo el diario la noticia de la detención de Jack Renauld, todo estuvo listo. Bella no quiso ni esperar a ver cómo iban las cosas...

Estoy muy cansada. No puedo escribir más.»

 

Había empezado a firmar Cenicienta, pero lo había tachado y escrito en su lugar Dulce Duveen.

Era una epístola mal escrita, borrosa, pero la guardo aún. Poirot estaba conmigo cuando la leí. Los pliegos cayeron de mis manos, y le miré.

—¿Supo usted siempre que era... la otra?

—Sí, amigo mío.

—¿Por qué no me lo dijo?

—En primer lugar, apenas podía parecerme concebible que incurriera usted en semejante equivocación. Había visto la fotografía. Las hermanas se parecen mucho, pero no es imposible distinguirlas.

—Pero ¿y el cabello rubio?

—Una peluca usada para formar un contraste llamativo en el escenario. ¿Es concebible que entre dos gemelas una lo tenga rubio y la otra oscuro?

—¿Por qué no me lo dijo aquella noche, en el hotel, en Coventry?

—Se había mostrado usted algo arbitrario en sus métodos, amigo mío —contestó Poirot secamente—. No me dio la oportunidad.

—Pero después...

—¡Ah, después! Bueno, para empezar, me ofendió su falta de confianza en mí. Y luego, necesitaba ver si sus... sentimientos resistirían la prueba del tiempo; si en realidad se trataba de amor o de una llamarada en la sartén. No le hubiera dejado mucho tiempo en su error.

Hice una seña afirmativa. Su tono era demasiado afectuoso para que le guardase resentimiento. Bajé la vista sobre los pliegos de la carta. De pronto, los recogí del suelo y se los acerqué.

—Lea esto —le dije—. Deseo que lo lea.

En silencio, los leyó por completo. Luego, me miró.

—¿Qué le inquieta, Hastings?

Era aquélla una actitud nueva en Poirot. Sus maneras burlonas parecían totalmente descartadas, y así pude hablarle francamente, sin dificultad:

—No dice..., no dice..., bien: ¡no dice si me quiere o no!

Poirot me devolvió los pliegos.

—Creo que está usted equivocado, Hastings.

—¿En qué cosa? —exclamé, adelantándome con ansiedad.

Poirot sonrió.

—Se lo dice en cada línea de la carta, mon ami.

Pero ¿dónde voy a encontrarla? No hay dirección en la carta. Un sello de Correos francés nada más.

—¡No se excite! Déjelo en manos de papá Poirot. ¡Yo se la encontraré tan pronto como tenga disponibles cinco minutitos!


 


Date: 2015-12-24; view: 706


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