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CAPÍTULO DIECIOCHO

 

GIRAUD ACTÚA

 

 

Llegados a la villa, Poirot me condujo al cobertizo donde se descubrió el segundo cadáver. Sin embargo, no entró y se detuvo junto al banco situado a algunos metros de distancia, que ya he mencionado. Después de contemplarlo por unos segundos, se encaminó desde allí con suma cautela al seto que señalaba el límite entre Villa Geneviéve y Villa Marguerite. Retrocedió luego, haciendo con la cabeza una seña afirmativa. Volviendo al seto, separó los arbustos con las manos.

—Si tenemos un poco de suerte —observó por encima del hombro—, mademoiselle Marta puede encontrarse en el jardín. Deseo hablar con ella y preferiría no llamar formalmente a la Villa Marguerite. ¡Ah!, todo va bien; aquí está. Pst, mademoiselle! Un momento, s'il vous plait.

Me reuní con él en el momento en que Marta Daubreuil, algo sobresaltada al parecer, venía corriendo al seto, en contestación a su llamada.

—Una palabrita con usted, señorita, si me lo permite.

—Con mucho gusto, monsieur Poirot.

A pesar de aquella aquiescencia, su mirada parecía turbada y temerosa.

—Señorita, ¿recuerda usted que el día en que estuve en su casa con el juez de instrucción vino luego corriendo a mi encuentro, por la carretera, para preguntarme si había alguien sospechoso de participación en el crimen?

—Y usted me habló de dos chilenos —dijo ella con voz desalentada, poniéndose la mano sobre el corazón.

—¿Quiere volver a dirigirme la misma pregunta, señorita?

—¿Qué quiere usted decir?

—Esto: que si volviese a preguntármelo, habría de darle una contestación diferente. Se sospecha de alguien..., pero no es un chileno.

—¿Quién? —y la palabra salió débilmente por sus labios entreabiertos.

—Jack Renauld.

—¡Cómo! —gritó ella—. ¿Jack? Imposible. Pero ¿quién se atreve a sospechar de él?

—Giraud.

—¡Giraud! —repitió la muchacha con el rostro ceniciento—. Me asusta ese hombre. Es cruel. Querría, querría... —y se interrumpió.

En su rostro iba formándose una expresión de resolución valerosa. Me di cuenta en aquel momento de que era una luchadora. Poirot la observaba también con atención.

—¿Usted sabe, por supuesto, que estuvo aquí en la noche del asesinato? —preguntó.

—Sí —contestó ella automáticamente—. Me lo dijo.

—Fue una imprudencia haber intentado ocultar el hecho —se aventuró a añadir Poirot.

—Sí, sí —contestó ella con impaciencia—. Pero no podemos perder el tiempo en lamentaciones. Debemos encontrar un medio de salvarle. Es inocente, desde luego; pero esto no le servirá para nada con un hombre como Giraud, que tiene que pensar en su reputación. Ha de detener a alguien, y éste será Jack.



—Los hechos le serán contrarios —dijo Poirot—. ¿Se da cuenta de esto?

Ella le miró cara a cara.

—No soy una niña, caballero. Puedo tener valor y mirar los hechos de frente. Es inocente y debemos salvarle.

Había hablado con una especie de energía desesperada; luego, calló, para pensar, con las cejas fruncidas.

—Señorita —dijo Poirot, observándola con gran atención—, ¿no hay algo que pudiera decirnos y que se ha callado?

Ella hizo una seña afirmativa, con expresión perpleja.

—Sí; hay algo. Pero apenas sé si querrá usted creerlo...; parece una cosa tan absurda...

—Díganoslo de todos modos, señorita.

—Es esto. Giraud, después de pensarlo más, me envió a buscar para ver si podía identificar al hombre que está ahí —indicó el cobertizo con un movimiento de la cabeza—. No pude. Por lo menos, no pude en aquel momento. Pero, desde entonces, he estado pensando...

—Adelante.

—Parece tan raro..., y, sin embargo, estoy casi segura. Se lo diré a usted. En la mañana del día en que fue asesinado monsieur Renauld, estaba paseando por este jardín cuando oí voces de hombres que disputaban. Aparté las plantas y miré a través. Uno de los hombres era monsieur Renauld, y el otro un vagabundo, un hombre de aspecto sórdido, vestido de harapos, que lloriqueaba y amenazaba alternativamente. Deduje que le estaba pidiendo dinero, pero en aquel momento mamá me llamó desde la casa y hube de irme. Nada más, sólo que... estoy casi segura de que el vagabundo y el hombre muerto de ese cobertizo son la misma persona.

Poirot lanzó una exclamación.

—Pero ¿por qué no lo dijo antes, señorita?

—Porque, al principio, sólo tuve la impresión de que conocía vagamente aquella cara. El hombre iba vestido de otro modo, y, al parecer, pertenecía a una clase social superior.

Llamó una voz desde la casa.

—Es mamá —murmuró Marta—. Debo irme —y se alejó deslizándose por entre los árboles.

—Venga —dijo Poirot; y cogiéndome el brazo, se volvió en dirección a la villa.

—¿Qué piensa realmente? —le pregunté con alguna curiosidad—. ¿Es esta historia cierta o la ha compuesto la muchacha para apartar las sospechas de su enamorado?

—Es una historia curiosa —dijo Poirot—; pero yo creo que es la pura verdad. Sin pensarlo, Marta nos ha dicho la verdad sobre otro detalle, e, incidentalmente, ha desmentido a Jack Renauld. ¿Advirtió usted su vacilación cuando le pregunté si había visto a Marta Daubreuil en la noche del crimen? Se detuvo y dijo luego: «Sí.» Y yo sospeché que mentía. Era para mí necesario ver a Marta antes que él pudiese prevenirla. Tres palabritas me han dado la información que quería. Cuando le he preguntado si sabía que Jack Renauld estuvo aquí aquella noche, ha contestado: «Me lo dijo.» Ahora bien, Hastings: ¿qué estaba haciendo aquí Jack Renauld aquella memorable noche, y, si no vio a Marta, a quién vio?

—Seguramente, Poirot —exclamé, horrorizado—, ¡usted no puede creer que un muchacho como éste asesinaría a su propio padre!

—Amigo mío —dijo Poirot—, ¡continúa usted dominado por un sentimentalismo increíble! ¡He visto a siete madres asesinar a sus hijitos para cobrar un seguro! Después de esto, puede uno creer cualquier cosa. ¿No le parece a usted?

—¿Y el motivo?

—Dinero, por supuesto. Recuerde que Jack Renauld pensaba que recibiría la mitad de la fortuna de su padre a la muerte de éste.

—Pero el vagabundo... ¿Qué venía a hacer aquí?

Poirot encogió los hombros.

—Giraud dirá que era un cómplice..., un apache que ayudó al joven Renauld a cometer el crimen, y que fue convenientemente quitado de en medio después.

—¿Y el cabello alrededor de la daga? ¿El cabello de mujer?

—¡Ah! —contestó Poirot con amplia sonrisa—. Ésa es la flor y nata de las bromitas de Giraud. Según él, no es de mujer. Recuerde que los jóvenes de nuestros días llevan el cabello hacia atrás desde la frente y alisado con pomadas. Por tanto, algunos de esos cabellos son de longitud considerable.

—¿Y usted también cree eso?

—No —dijo Poirot con curiosa sonrisa—; porque sé que es un cabello de mujer..., y sé más aún: ¡de qué mujer!

—Madame Daubreuil —anuncié yo con acento positivo.

—Quizá —dijo Poirot, mirándome con expresión burlona; pero no consentí en molestarme.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —pregunté al entrar en el zaguán de la Villa Geneviéve.

—Deseo hacer un registro entre los enseres de Jack Renauld. Ésta es la razón de que le haya alejado de aquí por unas cuantas horas.

Limpia y metódicamente, Poirot abrió uno tras otro todos los cajones, examinó el contenido y lo volvió todo exactamente al sitio que ocupaba. Era una tarea singularmente pesada y aburrida. Poirot fue repasando cuellos, pijamas y calcetines. Un ronroneo que llegaba del exterior me arrastró a la ventana; instantáneamente, me sentí agitado.

—¡Poirot! —exclamé—. Acaba de llegar un coche; en él vienen Giraud, Jack Renauld y dos gendarmes.

Sacre tonnerre! —gritó Poirot—. ¿No podía esperar ese animal de Giraud? No voy a poder dejarlo todo como estaba, en el último cajón, con el debido cuidado. Démonos prisa.

Sin ceremonia, echó al suelo todos los objetos, corbatas y pañuelos en su mayor parte. De pronto, con un grito de triunfo, Poirot se echó sobre un objeto, un pequeño cuadrito de cartón, evidentemente una fotografía. Metiéndosela en el bolsillo, volvió todo lo demás, revuelto, al cajón, y cogiéndome por el brazo, me llevó fuera de la habitación y escalera abajo. En el zaguán estaba Giraud contemplando a su prisionero.

—Buenas tardes, Giraud —saludó Poirot—; ¿qué tenemos aquí?

Giraud indicó a Jack con la cabeza.

—Estaba intentando escabullirse, pero yo he sido demasiado vivo para él. Está detenido como culpable del asesinato de su padre, Pablo Renauld.

Poirot giró sobre sí mismo para mirar al muchacho, que se apoyaba inerte contra la puerta, con el rostro color de ceniza.

—¿Y qué me dice usted de esto, joven? Jack Renauld le miró sin expresión.

—Nada —contestó.


 


Date: 2015-12-24; view: 556


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