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CAPITULO DIECISIETE

 

HACEMOS NUEVAS INVESTIGACIONES

 

 

He dado una noticia completa del caso Beroldy. Por supuesto, no vinieron a mi memoria todos los detalles tal como los registro aquí. Sin embargo, recordaba el caso con bastante precisión. Despertó mucho interés en su tiempo y fue extensamente descrito en la Prensa inglesa, de suerte que no necesité hacer un gran esfuerzo para repasar los detalles más salientes.

De momento, y dada mi emoción, parecía dejar aclarado todo el asunto. Reconozco que soy impulsivo, y Poirot deplora mi costumbre de saltar a las conclusiones, pero creo tener alguna excusa en el caso presente. Desde luego, me llamó la atención el modo notable como este descubrimiento justificaba el punto de vista de Poirot.

—Poirot —le dije—, le felicito. Ahora lo veo todo.

Con su acostumbrada precisión, Poirot encendió uno de sus delgados cigarrillos. Después, levantó la vista.

—Y puesto que ahora lo ve usted todo, amigo mío, ¿qué ve exactamente?

—¡Cómo! Pues que fue madame Daubreuil-Beroldy quien asesinó a monsieur Renauld. La similitud de los dos casos lo prueba sin la menor duda.

—Entonces, ¿considera usted que madame Beroldy fue absuelta injustamente?

Abrí mucho los ojos y contesté:

—¡Por supuesto! ¿No lo cree usted así?

Poirot paseó hasta el extremo de la habitación, rectificó distraídamente la posición de una silla y dijo con expresión pensativa:

—Sí; ésta es mi opinión. Pero no hay «por supuesto», amigo mío. Técnicamente hablando, madame Beroldy es inocente.

—De aquel crimen, quizá; pero no de éste.

Poirot se sentó de nuevo y me miró, con su pensativa expresión más acusada que nunca.

—¿De suerte que su opinión definitiva es que madame Daubreuil asesinó a monsieur Renauld?

—Sí.

—¿Por qué?

Y la pregunta fue tan repentina que me dejó desconcertado.

—¿Cómo? —balbucí—. ¿Por qué? ¡Oh, porque...! —y me detuve.

Poirot me miró tras una inclinación de cabeza.

—Ya lo veo: tropezó usted al primer paso. ¿Por qué había de asesinar madame Daubreuil (la llamo así para más claridad) a monsieur Renauld? No podemos encontrar ni la sombra de un motivo. No gana nada con su muerte; sea querida o chantajista, pierde. No hay asesinato sin motivo. El primer crimen era diferente..., había allí un enamorado rico que hubiera podido ocupar el lugar del esposo.

—El dinero no es el único motivo para asesinar —objeté.

—Cierto —convino Poirot con voz plácida—. Hay otros dos: uno de ellos actúa en el crime passionnel. Y hay un tercer motivo, poco frecuente porque supone alguna forma de desarreglo mental en el asesino: el del asesinato por una idea. La manía homicida y el fanatismo religioso pertenecen a esta clase. Podemos prescindir de él en el caso presente.



—Pero ¿qué me dice del crime passionnel? ¿Puede pasarlo por alto? Si madame Daubreuil fue la amiga de Renauld, si descubrió que el afecto de él se enfriaba o si se despertaron sus celos de un modo u otro, ¿no pudo matarlo en un momento de ira?

Poirot movió la cabeza.

—Si... (digo si, fíjese bien) madame Daubreuil era la amiga de Renauld, éste no había tenido tiempo de cansarse de ella. Y, en todo caso, equivoca usted su carácter. Es una mujer que sabe simular una gran tensión emocional. Es una actriz magnífica. Pero si la consideramos desapasionadamente, su vida desmiente estas apariencias. Examinándola a fondo, la encontramos siempre fría y calculadora en todos sus motivos y acciones. Su complicidad en el asesinato de su esposo no obedeció al deseo de unirse con su joven amante. Su objeto era el rico norteamericano, por el que probablemente no sentía el menor afecto. Si cometió un crimen, fue para ganar algo. Y aquí no había nada que ganar. Además, ¿cómo explica usted que se hubiese cavado la sepultura? Éste era un trabajo de hombre.

—Puede haber tenido un cómplice —le indiqué, con pocos deseos de abandonar mi opinión.

—Paso a otra objeción. Ha hablado usted de similitud entre los dos crímenes. ¿Dónde está esa similitud, amigo mío? ¿Dónde está?

Le miré lleno de asombro.

—¡Cómo, Poirot! Pero ¡si fue usted quien la descubrió! ¡La historia de los hombres enmascarados, el «secreto», los papeles!

Poirot sonrió ligeramente.

—No se acalore así, se lo ruego. No me desdigo de nada. La semejanza entre las dos historias las une inevitablemente. Pero reflexione ahora sobre un punto muy curioso. No es madame Daubreuil quien nos cuenta esta historia (si fuera ella, todo sería, ciertamente, coser y cantar), es madame Renauld. ¿Es que está entonces de acuerdo con la otra?

—No puedo creerlo —repuse lentamente—. Si está de acuerdo, es la actriz más perfecta que el mundo haya visto nunca.

—¡Ta, ta, ta! —replicó Poirot, impaciente—. ¡Otra vez volvemos al sentimiento y dejamos la lógica! Si para ser criminal necesita una mujer ser una consumada actriz, atribúyale este don en buena hora. Pero ¿es necesario? Yo no creo que madame Renauld esté de acuerdo con madame Daubreuil por diversas razones, algunas de las cuales le he enumerado ya. Las otras son bien manifiestas. Por tanto, eliminada esta posibilidad, nos acercamos mucho a la verdad, que es, como siempre, muy curiosa e interesante.

—Poirot —exclamé—, ¿qué otras cosas sabe?

—Amigo mío, debe usted hacer sus propias deducciones. Tiene «acceso a los hechos». Concentre sus células grises. Razone... no como Giraud..., ¡sino como Hércules Poirot!

—Pero ¿está usted seguro?

—Amigo mío: por muchos conceptos, he sido un imbécil. Pero, por fin, veo claramente.

—¿Lo sabe todo?

—He descubierto lo que monsieur Renauld quería que descubriese cuando me envió a buscar.

—¿Y conoce al asesino?

—Conozco a un asesino.

—¿Qué quiere decir?

—Estamos jugando un poco a los despropósitos. Hay aquí no un crimen, sino dos. El primero lo he resuelto; el segundo..., eh bien!..., ¡confesaré que no estoy seguro!

—Pero, oiga, Poirot: creía que había usted dicho que el hombre del cobertizo había muerto de muerte natural...

—¡Ta, ta, ta! —replicó Poirot con su expresión de impaciencia favorita—. Sigue usted sin comprender. Puede uno tener un crimen sin un asesino, pero para que haya dos crímenes es esencial que haya dos cadáveres.

Esta observación me pareció tan peculiarmente falta de lucidez, que le miré con cierta inquietud. Pero su aspecto era perfectamente normal. De pronto, se levantó y dirigióse a la ventana.

—Aquí está —observó.

—¿Quién?

—Jack Renauld. Le envié una nota a la villa pidiéndole que viniese.

Esto cambió el curso de mis ideas, y le pregunté a Poirot si sabía que Jack Renauld había estado en Merlinville la noche del crimen. Había esperado coger a mi astuto amigo adormecido, pero, como de costumbre, era omnisciente. También él había investigado en la estación.

—Y sin duda, la idea no es una originalidad nuestra, Hastings. El excelente Giraud ha hecho también probablemente sus preguntitas.

—No cree usted... —dije, y me detuve—. ¡Ah!, no, ¡sería demasiado horrible!

Poirot me dirigió una mirada interrogante, pero yo no dije más. Acababa de ocurrírseme que, aunque había siete mujeres directa o indirectamente relacionadas con el caso, madame Renauld, madame Daubreuil y su hija, la misteriosa visitante y las tres sirvientas, no había, con la excepción del viejo Augusto, que, difícilmente, podía tenerse en cuenta, más que un hombre: Jack Renauld. Y que un hombre debía de haber cavado la sepultura.

No tuve tiempo de dar mayor desarrollo a la espantosa idea que se me había ocurrido, pues Jack Renauld entró en la habitación.

Poirot le recibió como hombre dispuesto a ir al grano.

—Siéntese, monsieur Renauld. Lamento infinitamente causarle esta molestia, pero quizá comprenderá usted que la atmósfera de la villa no me va muy bien. Monsieur Giraud y yo no estamos de acuerdo en todo. En sus tratos conmigo no se ha distinguido por la cortesía, y usted se hará cargo de que no me propongo que se aproveche de los pequeños descubrimientos que pueda yo hacer.

—Exactamente, monsieur Poirot —asintió el muchacho—. Este tipo, Giraud, es un bruto malcriado y me encantará ver cómo alguien le devuelve la pelota.

—¿Puedo, entonces, pedirle a usted un pequeño favor?

—Desde luego.

—Voy a rogarle que vaya a la estación del ferrocarril y tome el tren hasta la estación próxima, Abbalac. Pregunte en el guardarropa si en la noche del crimen depositaron allí una maleta dos extranjeros. Es una estación pequeña y me parece casi seguro que lo recordarán. ¿Quiere usted hacelo?

—Naturalmente que lo haré —dijo el muchacho algo desconcertado, aunque presto a desempeñar el encargo.

—Usted comprende que mi amigo y yo tenemos trabajo en otra parte —explicó Poirot—. Sale un tren dentro de un cuarto de hora, y voy a rogarle que no vuelva ahora a la villa, pues deseo que Giraud no tenga la menor idea de esta misión.

—Muy bien. Iré a la estación directamente.

Y se puso en pie. La voz de Poirot le detuvo.

—Un momento, monsieur Renauld: hay un pequeño detalle que no entiendo. ¿Por qué no hizo usted mención ante monsieur Hautet, esta mañana, de su estancia en Merlinville la noche del crimen?

El rostro de Jack Renauld se puso de color de grana. Con un esfuerzo, se dominó.

—Se ha equivocado usted. Estaba en Cherburgo, como se lo dije esta mañana al juez de instrucción.

Poirot le miró con los párpados contraídos como los de un gato, hasta que sólo dejaron ver un destello verde.

—Entonces es una extraña equivocación la mía, pues también la padece el personal de la estación. Dicen allí que llegó usted en el tren de las once y cuarenta.

Por un momento, Jack Renauld vaciló y luego tomó su partido.

—¿Y qué importa si llegué? Supongo que no se propone acusarme de participación en el asesinato de mi padre... —exclamó en tono altivo, echando atrás la cabeza.

—Desearía una explicación de la razón que le trajo a usted aquí.

—Es bien sencilla. Vine para ver a mi novia, mademoiselle Daubreuil. Estaba en vísperas de emprender un largo viaje, sin saber cuándo regresaría. Y antes de partir quise reiterarle la seguridad de mi inquebrantable afecto.

—¿Y, en efecto, la vio usted? —preguntó Poirot sin apartar su atención del rostro del joven.

Hubo una pausa apreciable antes que Renauld contestase. Luego, dijo:

—Sí.

—¿Y después?

—Descubrí que había perdido el último tren. Y me fui a pie hasta Saint-Beauvais, donde llamé a un garaje y conseguí un coche para regresar a Cherburgo.

—¿Saint-Beauvais? Esto está a quince kilómetros de aquí. Un paseo largo, monsieur Renauld.

—Me..., me encontraba en disposición de andar.

Poirot bajó la cabeza en señal de que aceptaba la explicación. Jack Renauld recogió el sombrero y el bastón y salió. Un momento después, Poirot se puso en pie de un salto.

—Aprisa, Hastings. Vamos a seguirle.

Manteniéndonos a discreta distancia, fuimos tras él por las calles de Merlinville. Pero al ver que se encaminaba a la estación, Poirot se detuvo.

—Todo va bien. Se ha tragado el anzuelo. Irá a Abbalac y preguntará por la imaginaria maleta que dejaron allí los imaginarios extranjeros. Sí, amigo mío, todo ha sido invención propia.

—¡Quería usted apartarle de aquí!

—¡Su penetración es sorprendente, Hastings! Si no tiene inconveniente, iremos ahora a la Villa Geneviéve.


 


Date: 2015-12-24; view: 589


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