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CAPÍTULO DIECISEIS

 

EL PROCESO BEROLDY

 

 

Unos veinte años antes de la época a que se refiere el presente relato, Arnold Beroldy, natural de Lyon, llegó a París acompañado de su bonita esposa y de la hija de ambos, que no era entonces más que un bebé. Beroldy era un socio joven de una firma de comerciantes en vino, hombre robusto, de mediana edad, aficionado a la buena vida, consagrado a su encantadora esposa y poco notable por ningún otro concepto. La firma a la que pertenecía Beroldy era poco importante, y, aunque regularmente próspera, no proporcionaba ingresos muy considerables al joven asociado. Los Beroldy ocupaban un piso pequeño y habían empezado viviendo modestamente.

Pero por poco notable que pudiera ser Beroldy, su esposa ostentaba una deslumbrante aureola romántica. Joven, bien parecida y dotada de un singular encanto en sus maneras, madame Beroldy produjo desde el principio en su barrio una sensación que se acrecentó cuando empezó a circular el rumor de que había estado su cuna rodeada de algún interesante misterio. Afirmaban unos que era hija ilegítima de un gran duque ruso. Según otros, se trataba de un archiduque austríaco, y la unión de sus padres era legal, aunque morganática. Pero todos estaban de acuerdo en una cosa: que Jane Beroldy era el centro de un misterio interesante.

Entre los amigos y conocidos de los Beroldy figuraba un abogado joven, George Conneau. Pronto fue evidente que la fascinante Jane había esclavizado por completo su corazón. Madame Beroldy alentó al joven discretamente, aunque teniendo siempre buen cuidado de afirmar su absoluta fidelidad al hombre de mediana edad que era su esposo. No obstante, muchas personas despechadas no vacilaron en declarar que Conneau era su amante..., ¡y no el único!

Cuando los Beroldy llevaban unos tres meses de residencia en París entró en escena otro personaje. Era éste míster Hiram P. Trapp, un norteamericano extremadamente rico. Presentado a la encantadora y misteriosa madame Beroldy, fue muy pronto víctima de sus atractivos. Su admiración era clara, aunque estrictamente respetuosa.

Por aquella fecha, madame Beroldy se mostró más explícita en sus confidencias. A varias de sus amigas declaró que se hallaba muy inquieta a causa de su esposo. Dijo que había sido inducido a tomar parte en varios planes de naturaleza política, e hizo también referencia a algunos papeles importantes cuya custodia se le había confiado y que contenían datos relativos a un «secreto» de largo alcance europeo. Le habían sido confiados para desorientar a los que los buscaban, pero madame Beroldy estaba nerviosa, pues había reconocido a varios miembros importantes del Círculo Revolucionario de París.



La bomba estalló el 28 de noviembre. La mujer que venía todos los días a limpiar y a guisar para los Beroldy quedó sorprendida al ver abierta la puerta del piso. Oyendo algunos débiles gemidos procedentes del dormitorio, entró. Sus ojos tropezaron con un cuadro terrible: madame Beroldy yacía en el suelo, con los pies y manos atados y gimiendo, pues había logrado retirar la mordaza que cubrió su boca. Sobre el lecho estaba Beroldy, en un charco de sangre, con un cuchillo clavado en el corazón.

El relato de madame Beroldy era bastante claro. Despertando repentinamente de su sueño, había distinguido inclinados sobre ella a dos hombres enmascarados, que ahogaron sus gritos atándola y amordazándola. Luego habían pedido a monsieur Beroldy el famosísimo «secreto».

Pero el intrépido comerciante en vinos se había negado en redondo a acceder a esta demanda. Irritado por su negativa, uno de los hombres le había atravesado el corazón con un cuchillo. Con las llaves del muerto habían abierto la caja de caudales del rincón y se habían llevado muchos papeles. Los dos hombres llevaban grandes barbas y sendas máscaras, pero madame Beroldy declaró positivamente que eran rusos.

El suceso despertó una sensación inmensa. Pasó el tiempo y nunca se halló la pista de los misteriosos barbudos. Y luego, cuando el interés general empezaba a decaer, ocurrió una cosa sorprendente: madame Beroldy fue detenida bajo la acusación de haber asesinado a su marido.

Cuando se celebró el juicio, apasionó a todo el mundo. La juventud y belleza de la acusada y su misteriosa historia bastaron para convertir el caso en un proceso célebre.

Quedó demostrado sin posibilidad de duda que los padres de Jane eran una pareja de comerciantes en frutas, muy respetable y prosaica, de las afueras de Lyon. El gran duque ruso, las intrigas cortesanas y los planes políticos..., con las demás historias puestas en circulación, ¡habían salido de la imaginación de la misma dama! Toda la verdadera historia de su vida fue expuesta al público sin contemplaciones. El motivo del asesinato resultó ser míster Hiram P. Trapp. Míster Trapp hizo lo que pudo, pero, hábil e implacablemente interrogado, se halló obligado a admitir que amaba a Jane y que, si ésta hubiera sido libre, le hubiera pedido que se casara con él. El hecho de que las relaciones entre ellos hubiesen de ser reconocidas como puramente platónicas, daba mayor fuerza a la acusación. Como quiera que el carácter sencillo y honrado de aquel hombre no le permitía aspirar a convertirse en su amiga, Jane había concebido el monstruoso proyecto de deshacerse de su marido, menos joven y menos distinguido, para llegar a ser la esposa del rico norteamericano.

Madame Beroldy no perdió por un momento la sangre fría ni el dominio de sí misma ante sus acusadores. Y sostuvo invariable su historia, persistiendo en la declaración de que tenía en las venas sangre real y había sido sustituida por la hija del vendedor de frutas en edad temprana. Aunque absurdas y sin fundamento alguno, estas manifestaciones fueron aceptadas e implícitamente creídas por gran número de personas.

Pero el fiscal fue implacable. Denunció como pura invención a los rusos enmascarados y afirmó que el crimen había sido cometido por madame Beroldy y su amante George Conneau. Se despachó un mandamiento para efectuar la detención del segundo, quien prudentemente había desaparecido. En la prueba se puso de manifiesto que las ligaduras que tuvo puestas madame Beroldy estaban tan flojas que hubiera podido quitárselas fácilmente.

Y luego, cuando se acercaba el término del juicio, llegó a manos del fiscal una carta echada al correo en París. Era de George Conneau, quien, sin revelar su actual paradero, confesaba el crimen detalladamente. En ella declaraba que él, efectivamente, había descargado el golpe fatal a instigación de madame Beroldy. El crimen había sido proyectado entre los dos. Creyendo que su marido la maltrataba, y enloquecido por su propia pasión, de la que se creía correspondido por ella, había preparado el crimen y dado la cuchillada que debía dejar a la mujer amada libre de una odiosa esclavitud. Ahora, por primera vez, tenía conocimiento de la existencia de Hiram P. Trapp, y comprendía que la mujer que amaba ¡le había hecho traición! No quería ésta ser libre para pertenecerle mejor a él, sino para casarse con el rico americano. Le había utilizado como un instrumento, y ahora, furiosamente celoso, se volvía contra ella y la denunciaba, declarando que por su parte había obrado siempre a instigación de Jane.

Y entonces madame Beroldy dio pruebas del notable carácter que sin duda poseía. Sin vacilación abandonó su defensa anterior y admitió que los «rusos» eran pura invención suya. El verdadero asesino era George Conneau. Enloquecido por su pasión, había cometido el crimen, jurando que si no guardaba silencio se tomaría una terrible venganza sobre ella. Aterrada por sus amenazas, ella había consentido (temiendo además que, si decía la verdad, pudiera verse acusada de complicidad en el crimen). Pero se había negado firmemente a tener nada más que ver con el asesino de su marido, y, en venganza por su actitud, había escrito él esta carta acusadora. Solemnemente juró que no había tenido parte alguna en la preparación del asesinato y que lo que había visto al despertarse aquella terrible noche había sido al mismo George Conneau en pie a su lado con el ensangrentado cuchillo en la mano.

La actitud era arriesgada. La versión de madame Beroldy era apenas creíble. Pero su discurso ante el jurado fue una obra maestra. Con las mejillas bañadas en lágrimas, habló de su hijita, de su honor de mujer, de su deseo de conservar limpia su reputación en beneficio de la criatura. Admitió que habiendo sido la amante de George Conneau, podría quizá ser considerada como responsable moralmente del crimen..., pero ante Dios ¡nada más! Sabía que había cometido una grave falta al abstenerse de denunciar a Conneau; pero, con voz entrecortada, declaró que esto era una cosa que ninguna mujer podía haber hecho. Ella ¡le había amado! ¿Podía prestar su ayuda para que se le enviase a la guillotina? Había sido muy culpable, pero era inocente del crimen que se le imputaba.

Como quiera que ello pudiera haber sido, su elocuencia y su personalidad ganaron la partida. En medio de una escena de no igualada emoción, madame Beroldy fue absuelta.

Los mayores esfuerzos de la Policía no bastaron para hallar la pista de George Conneau. En cuanto a madame Beroldy, nada más se supo de ella. Llevándose a su niña, se alejó de París para comenzar una nueva vida.


 


Date: 2015-12-24; view: 677


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