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CAPÍTULO SIETE

 

LA MISTERIOSA MADAME DAUBREUIL

 

 

Al encaminarnos nuevamente a la casa, Bex se excusó por una ausencia momentánea diciendo que debía comunicar inmediatamente al juez de instrucción que había llegado Giraud. Éste, por su parte, había mostrado una satisfacción evidente al oírle declarar a Poirot que había ya observado cuanto deseaba. Al último que vimos al retirarse de allí fue a Giraud a gatas continuando su investigación con una meticulosidad que no pude dejar de admirar. Poirot se figuró lo que pensaba, pues tan pronto como estuvimos solos observó irónicamente:

—Por fin ha visto usted al detective que admira..., ¡al zorro humano! ¿No es así, amigo mío?

—En todo caso, hace alguna cosa —le repliqué con aspereza—. Si hay algo que encontrar, él lo encontrará. Ahora bien: usted...

Eh bien! ¡Yo también he encontrado algo! Un trozo de tubería de plomo.

—¡Hombre, Poirot! Usted sabe muy bien que esto no tiene nada que ver con el caso. Quiero decir con las cosas pequeñas..., con los rastros que pueden conducirnos infaliblemente a donde estén los asesinos.

—Amigo mío, ¡un indicio de sesenta centímetros de longitud vale tanto como otro que mida dos milímetros! Es una idea romántica esa de que todas las pistas importantes deben ser infinitesimales. En cuanto a la falta de relación entre el trozo de tubería y el crimen, lo dice usted porque así se lo ha dicho Giraud. No —continuó al ver que yo iba a interrumpirle con una pregunta—, no hablemos más de esto. Deje a Giraud con su investigación y a mí con mis ideas. El caso parece bastante claro, y, sin embargo..., sin embargo, amigo mío, no estoy seguro! ¿Y sabe por qué? A causa del reloj de pulsera que va adelantado dos horas. Y luego hay, además de éste, otros pequeños y curiosos detalles que no parecen encajar bien. Por ejemplo: si el objeto de los asesinos era la venganza, ¿por qué no acuchillaron a Renauld mientras dormía, para acabar de una vez?

—Querían el «secreto» —le recordé.

Poirot se sacudió de la manga una partícula de polvo con expresión de desagrado.

—Bueno; ¿dónde está este «secreto»? Al parecer, a cierta distancia de aquí, puesto que querían que se vistiese. No obstante, se le encuentra asesinado muy cerca, casi al alcance del oído desde la casa. Además, es mucha casualidad que se encontrase a mano un arma como esa daga.

Poirot se detuvo, con el ceño fruncido, y continuó luego:

—¿Por qué no oyó nada el servicio? ¿Habían tomado un narcótico? ¿Había un cómplice que se encargó de que quedase abierta la puerta delantera? Estoy preguntándome si...



Bruscamente, se detuvo. Habíamos llegado al camino de coches, frente a la casa. De pronto, se volvió hacia mí.

—Amigo mío: voy a darle una sorpresa, ¡una satisfacción! ¡Me han afectado sus reproches! ¡Vamos a examinar algunas huellas de pisadas!

—¿Dónde?

—En ese cuadro de jardín de la derecha. Bex afirma que son las pisadas del jardinero. Vamos a comprobarlo. Mire: por ahí se acerca con su carretilla.

En efecto, un hombre ya viejo estaba entonces cruzando el camino con una carretilla llena de plantas de sementera. Poirot le llamó y él dejó la carretilla y vino, cojeando, hacia nosotros.

—¿Va a pedirle una de las botas para confrontar con las huellas? —le pregunté desalentado.

Mi fe en Poirot resucitó un poco. Puesto que había dicho que las huellas dejadas en ese cuadro del lado derecho eran importantes, podía presumirse que lo eran.

—Exactamente —dijo Poirot.

—Pero ¿no pensará que esto es muy extraño?

—No pensará nada en absoluto.

No pudimos decir más porque el viejo se había acercado.

—¿Tiene algo que mandarme, señor?

—Sí. Hace ya mucho tiempo que cuida de este jardín, ¿verdad?

—Veinticuatro años, señor.

—¿Y se llama usted?

—Augusto, señor.

—Estaba admirando estos magníficos geranios. Son realmente soberbios. ¿Hace mucho tiempo que se plantaron?

—Algún tiempo, señor. Pero, por supuesto, para conservar los cuadros en buena forma tiene uno que ir añadiendo plantas nuevas y retirando las que se pasan, arrancando, además, las flores viejas.

—Colocó ayer algunas plantas nuevas, ¿verdad? Las del centro en éste y también en el otro cuadro.

—El señor tiene la vista fina. Necesitan siempre cosa de un día para «coger». Sí; puse diez plantas nuevas en cada cuadro anoche. Como el señor, sin duda, sabe, no deben ponerse las plantas cuando calienta el sol.

Augusto estaba encantado del interés de Poirot y muy bien dispuesto a charlar.

—Éste es un ejemplar espléndido —elogió Poirot, señalando—. ¿Podría, quizá, llevarme un esqueje?

—Naturalmente, señor —y entrando en el cuadro, el viejo cortó con sumo cuidado un vástago de la planta que Poirot había admirado.

Poirot se lo agradeció profusamente y Augusto se alejó con su carretilla.

—¿Lo ve usted? —dijo Poirot con una sonrisa, al inclinarse sobre el cuadro para examinar la impresión de la bota claveteada del jardinero—. Es muy sencillo.

—No había comprendido...

—¿Que el pie estaría dentro de la bota? No hace usted un uso suficiente de sus cualidades mentales. Bueno: ¿qué me dice de la huella?

Examiné el cuadro minuciosamente.

—Todas las huellas del cuadro han sido hechas por la misma bota —dije, por fin, después de un atento estudio.

—¿Lo cree así? Eh bien! Estoy de acuerdo con usted.

Poirot parecía poco interesado, como si estuviese pensando en otra cosa.

—En todo caso —observé—, habrá dejado de picarle esa mosca.

—¡Dios mío! ¡Vaya una frasecita! ¿Qué quiere decir?

—Lo que he querido decir es que ahora va usted a perder su interés por estas huellas.

Pero, con sorpresa para mí, Poirot movió la cabeza.

—No, no, amigo mío. Por fin estoy en la verdadera pista. Todavía me encuentro a oscuras; pero, como acabo de indicárselo, Hastings, ¡estas huellas son los elementos más importantes e interesantes del caso! Ese pobre Giraud... no me sorprendería que ni siquiera las viese.

En aquel momento se abrió la puerta delantera y Hautet bajó los peldaños acompañado del comisario.

—¡Ah!, Poirot; hemos estado buscándole —dijo el magistrado—. Va haciéndose tarde, pero deseo visitar a madame Daubreuil. Sin duda, estará muy trastornada por la muerte de Renauld, y tendremos mucha suerte si podemos obtener por ella alguna pista. El secreto que él no confió a su esposa es posible lo conozca la mujer cuyo amor le tenía esclavizado. Sabemos por dónde son débiles nuestros Sansones, ¿verdad?

No dijo más, pero ocupó su lugar para ponerse en marcha. Poirot iba a su lado, y el comisario y yo seguíamos a pocos pasos de distancia.

—No hay duda de que el relato de Francisca es, en sustancia, exacto —observó aquél en tono confidencial—. He telefoneado a la Jefatura. Parece que tres veces en el curso de las últimas seis semanas (es decir, desde la llegada a Merlinville de Renauld) madame Daubreuil ha ingresado en billetes en su cuenta corriente importantes cantidades cuyo total asciende ¡a doscientos mil francos!

—¡Válgame Dios!... —exclamé, haciendo un rápido cálculo—. ¡Esto debe de representar algo así como cuatro mil libras!

—Precisamente. Sí; no puede haber duda de que estaba ciegamente ilusionado. Pero falta ver si le confió a ella su secreto. El juez de instrucción así lo espera; por mi parte, estoy lejos de compartir esta opinión.

Hablando así habíamos descendido la callejuela hacia la bifurcación del camino en que nuestro coche se había detenido más temprano, y un momento después me di cuenta de que la Villa Marguerite, residencia de la misteriosa madame Daubreuil, era la casita de donde había salido la hermosa joven.

—Hace muchos años que vive aquí —dijo el comisario, indicando la casa con la cabeza—, muy tranquilamente, sin meterse nunca con nadie. Parece no tener amigos ni otras relaciones que las que ha contraído en Merlinville. Nunca hace referencia al pasado ni a su marido. No sabe uno siquiera si vive o si murió. Hay un misterio acerca de ella, ya comprenderá usted.

Hice una seña afirmativa, sintiéndome más interesado.

—¿Y... la hija? —me aventuré a preguntar.

—Una muchacha portentosamente hermosa: modesta, devota, todo cuanto pudiera pedirse. Es digna de compasión, pues aunque ella puede no saber nada del pasado, el hombre que aspire a su mano debe informarse, necesariamente, y entonces...

El comisario encogió los hombros escépticamente.

—Pero ¡ella no tendría la culpa! —exclamé, con creciente indignación.

—No, pero ¿qué quiere usted? Un hombre es escrupuloso en lo que se refiere a los antecedentes de su esposa.

Nuestra llegada a la casita cortó la discusión. Hautet tocó el timbre. Pasaron algunos minutos, oímos rumores de pasos y se abrió la puerta. En pie en el umbral había aparecido mi joven diosa de aquella tarde. Al vernos se retiró el color de sus mejillas, que quedaron cubiertas de una palidez mortal, mientras se dilataban sus ojos. No cabía la menor duda: ¡estaba atemorizada!

—Mademoiselle Daubreuil —dijo Hautet, quitándose el sombrero—, sentirnos infinitamente causarle esta molestia, pero usted comprenderá las exigencias de la ley. Ofrezca mis saludos a su señora madre y hágame el favor de preguntarle si tendría la bondad de concederme su atención por unos momentos.

Por un instante, la muchacha permaneció inmóvil. Había apretado la mano izquierda contra el costado, como si intentase calmar una agitación repentina e invencible de su corazón. Pero logró dominarse y dijo en voz baja:

—Iré a verlo. Tengan la bondad de pasar.

Entró en una habitación a la izquierda del vestíbulo y oímos el murmullo de su voz. Y entonces otra voz de timbre muy semejante, pero con una inflexión ligeramente más dura, tras su suave resonancia, dijo:

—¡Oh, ciertamente! Ruégales que entren.

Al cabo de otro minuto nos hallábamos frente a frente con la misteriosa madame Daubreuil.

Era algo menos alta que su hija, y las curvas redondeadas de su rostro tenían toda la gracia de la plena madurez. Su cabello, distinto también del de aquélla, era oscuro y dividido por en medio, al estilo de las madonnas. Los ojos, medio ocultos por los párpados que descendían, eran azules. Aunque bien conservada, no era, ciertamente, ya joven, pero la calidad de su encanto era cosa independiente de la edad.

—¿Deseaba usted verme, caballero? —preguntó.

—Sí, señora —contestó Hautet, y aclaró la voz—. Estoy encargado de la investigación de la muerte de monsieur Renauld. Sin duda tiene usted noticia de ella.

Madame Daubreuil inclinó la cabeza sin contestar. Su expresión permaneció invariable.

—Veníamos a preguntarle si podría usted..., en fin..., aclarar de algún modo las circunstancias que la han rodeado.

—¿Yo? —y el acento de sorpresa con que lo dijo fue excelente.

—Si, señora. Tenemos motivos para creer que tenía usted la costumbre de visitar al difunto, en su villa, por las noches. ¿Es así?

Asomó el color a las mejillas pálidas de la dama, que, no obstante, replicó con calma:

—¡Les niego a ustedes el derecho a dirigirme semejante pregunta!

—Madame, estamos investigando un asesinato.

—Bien. ¿Qué importa? Yo no tengo nada que ver con el asesinato.

—Señora, no suponemos tal cosa ni por un momento. Pero usted conocía bien a la víctima. ¿Le había él hecho alguna confidencia acerca de algún peligro que le amenazase?

—Nunca.

—¿Le había hablado alguna vez de su vida en Santiago de Chile, alguna enemistad que pudiera haber contraído allí?

—No.

—¿No puede, entonces, prestarnos ninguna ayuda?

—Me temo que no. No veo, realmente, por qué han de venir ustedes a verme a mí. ¿No puede su esposa decirles lo que quieran saber? —y había en su voz una ligera inflexión de ironía.

—Madame Renauld nos ha dicho todo lo que puede decirnos.

—¡Ah! —dijo madame Daubreuil— Estoy pensando...

—¿Qué está usted pensando, madame?

—Nada.

El juez de instrucción la miró. Se daba cuenta de que estaba sosteniendo un duelo y que su adversaria no era antagonista despreciable.

—¿Persiste usted en su declaración de que monsieur Renauld no le había hecho ninguna confidencia?

—¿Por qué ha de creer usted verosímil que me hiciese confidencias?

—Señora —contestó el magistrado con brutalidad calculada—, porque un hombre le cuenta a su querida lo que no siempre le cuenta a su esposa.

—¡Ah! —estalló ella, saltando hacia adelante y echando fuego por los ojos—. ¡Me insulta usted, caballero! ¡Y en presencia de mi hija! No puedo decir nada. ¡Tengan la bondad de salir de mi casa!

La dama era, sin duda, la que quedaba en posición airosa. Dejamos Villa Marguerite como un hato de colegiales avergonzados. El magistrado mascullaba para sí las más iracundas exclamaciones. Poirot parecía hundido en sus pensamientos. De pronto salió de ellos con un movimiento de sobresalto y le preguntó a Hautet si había algún buen hotel cerca de allí.

—Hay un pequeño establecimiento, el Hotel des Bains, en este lado de la población. A unos cuantos metros de distancia, siguiendo la carretera. Estará a mano para sus investigaciones. Así, ¿espero que le veremos a usted por la mañana?

—Sí; muchas gracias, Hautet.

Nos separamos con recíprocas muestras de cortesía, Poirot y yo, para dirigirnos hacia Merlinville; los demás, para regresar a Villa Geneviéve.

 

 

—El sistema policíaco francés es ciertamente maravilloso. La información que poseen de la vida de cada persona, hasta en los detalles más sencillos, es extraordinaria. Aunque sólo hace poco más de seis semanas que está aquí, se encuentran ya perfectamente enterados de los gustos y las ocupaciones de Renauld, y en el plazo más breve, pueden mostrar información sobre la cuenta corriente de madame Daubreuil y sobre las sumas que ha ingresado últimamente! Los autos judiciales son, sin duda, una gran institución. Pero ¿qué es esto? —terminó, volviéndose vivamente.

Por la carretera venía corriendo hacia nosotros una figura femenina, desalada, sin sombrero. Era Marta Daubreuil.

—Les ruego que me dispensen —exclamó, desalentada, cuando nos hubo alcanzado—. No..., no debería hacer esto, bien lo sé. No deben decírselo a mi madre. Pero ¿es verdad lo que dice la gente, que monsieur Renauld llamó a un detective antes de morir y... que éste es usted?

—Sí, señorita —contestó Poirot con tono amable—. Es muy cierto. Pero ¿cómo lo ha sabido usted?

—Francisca se lo dijo a nuestra Amelia —explicó Marta, sonrojándose.

Poirot hizo una mueca.

—¡Es imposible el secreto en un caso de este género! No es que tenga importancia. Bien, mademoiselle, ¿qué desea saber?

La muchacha vaciló. Parecía estar ansiosa y temerosa al mismo tiempo de hablar. Por fin, preguntó, casi en un murmullo:

—¿Se..., se sospecha de alguien?

Poirot la miró con gran atención. Luego contestó evasivamente:

—La sospecha está en el aire en este momento, mademoiselle.

—Sí, ya sé..., pero... ¿de alguien en particular?

—¿Por qué quiere saberlo?

La joven pareció asustada por la pregunta. De pronto acudieron a mi memoria las anteriores palabras de Poirot acerca de ella: «La muchacha de ojos acongojados.»

—Monsieur Renauld fue siempre muy bondadoso para mí —contestó por fin—, y es natural que me sienta interesada.

—Ya lo veo —dijo Poirot—. Pues bien, mademoiselle: la sospecha recae ahora en dos personas.

—¿Dos?

Hubiera jurado que había en su voz un acento de sorpresa y de alivio.

—Se desconocen sus nombres, pero se sospecha que son chilenos, de Santiago. Y ahora, mademoiselle, ¡ya ve usted lo que ocurre cuando una es joven y hermosa! ¡Por complacerla he revelado secretos profesionales!

La muchacha se echó a reír alegremente, y luego, con alguna timidez, le dio las gracias.

—Tengo que volver corriendo. Mamá me encontrará a faltar.

Y dando media vuelta subió por la carretera como una moderna Atlanta. Me quedé mirándola.

—Amigo mío —anunció Poirot con su voz amablemente irónica—, ¿vamos a quedarnos aquí toda la noche... sólo porque ha visto una mujer joven y bonita que le ha trastornado la cabeza?

Me excusé riendo.

—Pero es que realmente es hermosa, Poirot. Cualquiera que perdiese el juicio por ella debería ser perdonado.

Pero, con sorpresa para mí, Poirot movió la cabeza muy expresivamente.

—¡Ah!, amigo mío, no se ilusione por Marta Daubreuil. ¡Ésta no es para usted! ¡Se lo afirma Papá Poirot!

—¡Cómo! —exclamé—. ¡El comisario me aseguró que es tan buena como bella! ¡Un ángel perfecto!

—Algunos de los mayores criminales que he conocido tenían cara de ángel —observó Poirot animadamente—. Una deformación de las células grises puede coincidir perfectamente con un rostro de madonna.

¡Poirot! —exclamé horrorizado—. ¡No puede usted querer decirme que sospecha de una niña inocente como ésta!

—¡Ta, ta, ta! ¡No se excite! No he dicho que sospeche de ella. Pero debe usted admitir que su interés por saber algo del caso es un poco extraño.

—Por esta vez veo más lejos que usted —le repliqué—. Su interés no es por sí misma, sino por su madre.

—Amigo mío —dijo Poirot—, como de costumbre, no ve usted nada en absoluto. Madame Daubreuil es perfectamente capaz de mirar por sí misma sin necesidad de que su hija se inquiete por ella. Reconozco que estaba importunándole a usted hace un momento, pero, de todos modos, repito lo que le he dicho. No se ilusione por esta moza. ¡No le conviene a usted! Yo, Hércules Poirot, lo sé bien. Si sólo pudiese recordar dónde he visto esa cara...

—¿Qué cara? —pregunté sorprendido—. ¿La de la hija?

—No. La de la madre.

Y advirtiendo mi sorpresa afirmó con la cabeza enfáticamente.

—Sí, sí; tal como se lo digo. Hace de esto mucho tiempo, cuando estaba todavía con la Policía en Bélgica. Nunca he visto antes a la mujer misma, pero he visto su retrato..., y en relación con algún caso. Más bien creo...

—¿Qué...?

—Puedo equivocarme; pero ¡más bien creo que era un caso por asesinato!


 


Date: 2015-12-24; view: 551


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