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CAPÍTULO TRES

 

EN LA VILLE GENEVIÉVE

 

 

Al cabo de un momento, Poirot había saltado del coche con los ojos brillantes de excitación.

—¿Qué dice usted? ¿Asesinado? ¿Cuándo? ¿Cómo?

El agente de Policía se enderezó.

—No puedo contestar ninguna pregunta, caballero.

—Cierto. Comprendo —y Poirot añadió tras un momento de reflexión—: ¿Sin duda está aquí el comisario de Policía?

—Sí, señor.

Poirot sacó una tarjeta y escribió en ella algunas palabras.

Voilá. ¿Quiere tener la bondad de procurar que entreguen esta tarjeta al comisario en seguida?

El agente la tomó y silbó por encima del hombro. A los pocos segundos apareció un compañero que se encargó del mensaje de Poirot. Hubo algunos minutos de espera y acudió precipitadamente a la puerta exterior un hombre bajo y grueso, con un espeso bigote. El agente de Policía saludó y se hizo a un lado.

—¡Mi querido monsieur Poirot! —exclamó el recién venido—. Estoy muy contento de verle. Su llegada es muy oportuna.

El rostro de Poirot se animó.

—¡Monsieur Bex! Tengo una verdadera satisfacción —y se volvió hacia mí—. El señor es un amigo inglés, el capitán Hastings... Monsieur Lucien Bex.

El comisario y yo nos saludamos inclinándonos ceremoniosamente.

—Querido amigo —dijo aquél—. No nos habíamos visto desde mil novecientos nueve, en aquella ocasión, en Ostende. ¿Trae usted información que pueda ayudarnos?

—Es posible que ya la conozca usted. ¿Sabía que me habían enviado a buscar?

—No. ¿Quién?

—El muerto. Parece que sabía que se iba a atentar contra su vida. Por desgracia, me ha llamado demasiado tarde.

Sacre tonnerre! —exclamó el francés—. Es decir, que previó su propio asesinato. ¡Esto trastorna considerablemente nuestras ideas! Pero venga al interior.

Diciendo esto, mantuvo la puerta abierta y empezamos a caminar hacia la casa. Bex continuó hablando:

—Hay que informar de esto inmediatamente al juez de instrucción, Hautet. Acaba ahora de examinar el lugar del crimen y va a comenzar sus interrogatorios.

—¿Cuándo se cometió el crimen? —preguntó Poirot.

—El cadáver fue descubierto esta mañana, hacia las nueve. La declaración de madame Renauld y la de los doctores vienen a demostrar que la muerte debe de haber ocurrido alrededor de las dos de la madrugada. Pero le ruego que entre.

Habíamos llegado a los peldaños que conducían a la puerta delantera de la villa. En el vestíbulo estaba sentado otro agente, que se levantó al ver al comisario.

—¿Dónde está ahora monsieur Hautet? —preguntó éste.



—En el salón, señor.

Bex abrió una puerta a la izquierda del vestíbulo y entramos. Hautet y su oficial de secretaría estaban sentados a una gran mesa redonda. Al entrar nosotros levantaron la cabeza. El comisario nos presentó y explicó la razón de nuestra llegada.

 

 

El juez de instrucción, Hautet, era un hombre alto y flaco, de ojos oscuros y penetrantes y barba gris bien recortada, que tenía la costumbre de acariciar cuando estaba hablando. En pie, junto a la repisa de la chimenea, había un hombre de alguna edad y hombros algo cargados, que nos fue presentado bajo el nombre de doctor Durand.

—¡Es verdaderamente extraordinario! —observó Hautet cuando el comisario hubo terminado su explicación—. ¿Tiene usted aquí la carta, señor mío?

Poirot se la entregó y el magistrado la leyó.

—¡Hum! Habla de un secreto. ¡Qué lástima que no sea más explícito! Tenemos una gran deuda contraída con usted, monsieur Poirot. Espero que nos hará el honor de ayudarnos en nuestras investigaciones. ¿O es que se encuentra obligado a regresar a Londres?

—Señor juez, me propongo quedarme. No he llegado a tiempo para evitar la muerte de mi cliente, pero mi honor me obliga a descubrir al asesino.

El magistrado se inclinó.

—Estos sentimientos le honran. Por otra parte, madame Renauld querrá, creo yo, retener sus servicios. De un momento a otro estamos esperando la llegada de monsieur Giraud, de la Sûreté de París, e, indudablemente, usted y él podrán prestarse mutua asistencia en sus investigaciones. Entre tanto, espero que me concederá el honor de estar presente en mis interrogatorios, y apenas necesito decirle que si de algún modo podemos serle útiles, estamos a su disposición.

—Muy agradecido. Comprenderá usted que, en el momento presente, estoy enteramente a oscuras. No sé nada del caso en absoluto.

Hautet hizo una seña al comisario, y éste resumió los hechos en la forma siguiente:

—Esta mañana, al bajar para comenzar sus tareas, la antigua sirvienta, Francisca, ha encontrado entreabierta la puerta delantera. Momentáneamente alarmada por el temor de los ladrones, se ha asomado al comedor; pero viendo que el servicio de plata estaba intacto, ha supuesto que su amo se habría levantado temprano y habría salido a dar un paseo.

—Perdone que le interrumpa; pero ¿tenía su amo esta costumbre?

—No, no la tenía; pero la vieja Francisca adopta la idea corriente en lo que se refiere a los ingleses: ¡que están locos y son capaces de hacer en cualquier momento las cosas más extravagantes! Al ir a despertar a su ama, como de costumbre, la joven doncella, Leonia, ha descubierto horrorizada que madame Renauld estaba amordazada y sujeta con cuerdas, y, casi al mismo tiempo, ha llegado la noticia de que había sido hallado monsieur Renauld muerto de una cuchillada en la espalda.

—¿Dónde?

—Éste es uno de los detalles más extraordinarios del caso, monsieur Poirot: el cadáver estaba echado boca abajo en una sepultura abierta.

¡Cómo!

—Sí; el hoyo es reciente..., sólo a unos cuantos metros mas allá del límite del terreno de la villa.

—Y estaba muerto... ¿desde cuándo?

El doctor Durand contestó esta pregunta.

—He examinado el cadáver esta mañana a las diez. La muerte debió de tener lugar por lo menos siete o quizá diez horas antes.

—¡Hum! Esto la fija entre medianoche y las tres de la madrugada.

—Exactamente, y la declaración de madame Renauld la coloca después de las dos, lo que estrecha más aún el campo de las suposiciones. La muerte debió de ser instantánea, y, como es natural, no cabe pensar que se la diese él mismo.

Poirot hizo una seña afirmativa y el comisario reanudó su relato.

—Madame Renauld fue prestamente libertada de sus cuerdas por la horrorizada servidumbre. Se hallaba en un estado de extrema debilidad y casi inconsciente del dolor causado por aquellas ligaduras. Parece que entraron en el dormitorio dos hombres enmascarados que, después de haberla amordazado y atado, se llevaron de allí por la fuerza a su marido. Esto lo sabemos indirectamente, por los servidores. Al conocer la trágica noticia, ella cayó en un estado de agitación alarmante. A su llegada, el doctor Durand prescribió un calmante, y no hemos podido interrogarla aún. Pero, sin duda, despertará más tranquila y podrá soportar la fatiga del interrogatorio.

El comisario hizo una pausa.

—¿Y los que viven en la casa?

—Está la vieja Francisca, que es el ama de llaves y vivió muchos años con los anteriores dueños de la Villa Geneviéve. Hay además dos muchachas hermanas, Dionisia y Leonia Oulard, que nacieron en Merlinville, de padres muy respetables. Está también el chófer, que monsieur Renauld trajo con él de Inglaterra; pero éste está fuera, de vacaciones. Y, por último, madame Renauld y su hijo, monsieur Jack Renauld, que así mismo se encuentra ahora fuera de casa.

Poirot bajó la cabeza. Hautet llamó:

—¡Marchaud! Apareció el agente.

—Traiga a la vieja Francisca.

El hombre saludó y salió, volviendo poco después con la asustada ama de llaves.

—¿Se llama usted Francisca Arrichet?

—Sí, señor.

—¿Ha servido mucho tiempo en Villa Geneviéve?

—Once años con la señora vizcondesa. Luego, cuando vendió la villa, esta primavera, consentí en quedarme con el milord inglés. Nunca hubiera imaginado...

El magistrado la detuvo en seco.

—Sin duda, sin duda. Vamos a ver, Francisca: en este asunto de la puerta delantera, ¿quién se encarga de cerrarla por la noche?

—Yo, señor. Siempre cuido de esto yo misma.

—¿Y en la noche pasada?

—La cerré como de costumbre.

—¿Está segura de esto?

—Lo juro por los santos del cielo, señor.

—¿Qué hora debería ser?

—La de costumbre; las diez y media, señor.

—¿Y qué me dice de los demás? ¿Se habían ido arriba a descansar?

—La señora se había retirado hacía ya un rato. Dionisia y Leonia subieron conmigo. El señor estaba aún en su despacho.

—Entonces, si alguien abrió la puerta después, ¿tenía que ser el mismo monsieur Renauld?

Francisca encogió sus anchos hombros.

—¿Por qué había de hacerlo? —replicó—. ¡Pasando por ahí a cada momento ladrones y asesinos! ¡Vaya una idea! El señor no era tonto. Bien; tenía que dejar salir a la señora...

El magistrado la interrumpió con viveza.

—¿A la señora? ¿A qué señora se refiere?

—¡Cómo! A la señora que vino a verle.

—¿Vino a verle una señora esta noche?

—Vaya si vino, señor..., y otras muchas noches también.

—¿Quién era? ¿La conocía usted?

Por el rostro de la mujer se esparció una expresión maliciosa.

—¿Cómo podía saber quién era? —gruñó—. Yo no le abrí la puerta anoche.

—¡Aja! —gritó el juez de instrucción dando un manotazo sobre la mesa—. Le gusta a usted jugar con la Policía, ¿no es verdad? Le pido que me diga inmediatamente el nombre de esta mujer que venía a visitar a monsieur Renauld por las noches.

—¡La Policía, la Policía! —gruñó Francisca—. Nunca pensé que hubiese de tener nada que ver con la Policía. Pero sé muy bien quién era: era madame Daubreuil.

El comisario lanzó una exclamación y se inclinó hacia adelante, como si se hallase sobrecogido por un extraño asombro.

—¿Madame Daubreuil..., de la Villa Marguerite, ahí junto al camino?

—Eso es lo que he dicho, señor. ¡Oh!, es una buena pieza.

Y echó atrás la cabeza, con expresión desdeñosa.

—Madame Daubreuil —murmuró el comisario—. Imposible.

Voilá —gruñó de nuevo Francisca—. Esto es todo lo que una saca por decir la verdad.

—Nada de esto —dijo el magistrado con acento conciliador—. Nos ha causado sorpresa y nada más. En este caso, ¿serían madame Daubreuil y monsieur Renauld...? —y se detuvo con delicadeza—. ¿Eh? ¿Era esto, sin duda?

—¿Cómo puedo yo saberlo? Pero ¿qué quiere usted? El señor era un milord inglés muy rico..., y madame Daubreuil era pobre... y muy chic, aunque vive tan calladamente, con su hija. ¡No hay duda de que tiene su historia! Ya no es joven, pero, ma foi!, yo que le estoy hablando he visto a muchos hombres volver la cabeza para mirarla cuando va por la calle. Además, últimamente ha tenido más dinero para gastar..., todo el mundo lo sabe. Las pequeñas economías se han acabado —y Francisca movió la cabeza con una expresión de resuelta certidumbre.

Hautet se acarició la barba con aire reflexivo.

—¿Y madame Renauld? —preguntó luego—. ¿Cómo toma esta... amistad?

Francisca encogió los hombros.

—Madame Renauld es siempre muy amable..., muy cortés. Una diría que no sospecha nada. Pero, de todos modos, ¿no es así como sufre el corazón, señor? Día tras día he observado cómo la señora palidecía y adelgazaba. No era la misma mujer que llegó aquí hace un mes. El señor ha cambiado también. Tiene así mismo sus penas. Podía verse que estaba a punto de sufrir un ataque nervioso. ¿Y quién había de extrañarlo con una intriga conducida de este modo? Sin reticencia ni discreción. ¡Al estilo inglés, sin duda!

Indignado, di un salto en mi asiento; pero el juez de instrucción continuaba sus preguntas sin dejarse distraer por las consecuencias laterales.

—¿Dice usted que monsieur Renauld no había acompañado fuera a madame Daubreuil? ¿Esta señora se retiró, entonces?

—Sí, señor. Los oí salir del despacho y dirigirse a la puerta. El señor dio las buenas noches y cerró la puerta tras ella.

—¿A qué hora fue esto?

—Hacia las diez y veinticinco, señor.

—¿Sabe cuándo se retiró a descansar monsieur Renauld?

—Le oí subir unos diez minutos después que nosotras. La escalera cruje de tal modo que una oye a todos los que suben o bajan.

—¿Y es esto todo? ¿No oyó sonidos de movimiento alguno durante la noche?

—Nada en absoluto, señor.

—¿Cuál de las sirvientas ha bajado primero esta mañana?

—Yo, señor. Y he visto en seguida que la puerta estaba abierta.

—¿Y las otras ventanas de la planta baja? ¿Estaban todas cerradas?

—Absolutamente todas. No había nada sospechoso ni fuera de su sitio.

—Está bien, Francisca. Puede retirarse.

La anciana se encaminó a la puerta arrastrando los pies. Llegada al umbral, se volvió.

—Le diré una cosa, señor. ¡Que madame Daubreuil es una mala persona! ¡Oh!, sí: una mujer conoce a otra. Es una mala persona; recuerde usted esto.

Y Francisca salió de la habitación moviendo la cabeza con actitud sentenciosa.

—Leonia Oulard —llamó el magistrado.

Leonia apareció llorando a mares y a un paso del histerismo. Hautet la trató con habilidad. Su declaración se refería principalmente al descubrimiento de su dueña amordazada y sujeta, escena que describió con alguna exageración. Lo mismo que Francisca, no había oído nada durante la noche.

La siguió su hermana Dionisia, que confirmó que el amo había cambiado bastante últimamente.

—Cada día se ponía más triste. Cada día comía menos. Siempre estaba deprimido —pero Dionisia tenía su opinión personal—. Sin duda, era la Mafia que le seguía los pasos. Dos hombres enmascarados..., ¿qué otra cosa podría ser? ¡Una sociedad secreta terrible!

—Por supuesto, es posible —cedió el magistrado con suavidad—. Vamos a ver, hija mía, ¿fue usted quien abrió la puerta a madame Daubreuil la noche pasada?

—No la noche pasada, señor, sino la noche anterior.

—Pero Francisca acaba de decirnos que madame Daubreuil estuvo aquí ayer noche.

—No, señor. Es verdad que ayer noche vino una señora a ver a monsieur Renauld. Pero no era madame Daubreuil.

El magistrado, sorprendido, insistió, pero la muchacha se mantuvo firme. Conocía de vista, perfectamente, a madame Daubreuil. La dama que había venido tenía también el cabello oscuro, pero era más baja, y mucho más joven. Y fue inútil todo intento de apartarla de esta declaración.

—¿La había visto ya antes?

—Nunca, señor —y añadió luego con cierta timidez—: Pero me parece que es inglesa.

—¿Inglesa?

—Sí, señor. Preguntó por monsieur Renauld en muy buen francés, pero el acento... por ligero que sea, se conoce siempre. Además, cuando salieron del despacho, hablaban en inglés.

—¿Oyó lo que decían? Quiero decir, ¿pudo entenderlo?

—Yo hablo el inglés muy bien —contestó Dionisia con orgullo—. La dama hablaba demasiado deprisa para que pudiese coger lo que decía, pero oí las últimas palabras del señor, cuando le abrió la puerta —y, después de detenerse, pronunció en inglés cuidadosa y laboriosamente—: «Sí..., sí...; pero, por amor de Dios, ¡váyase ahora!».

—«Sí, sí; pero, por amor de Dios, ¡váyase ahora!» —repitió el magistrado.

Despidió entonces a Dionisia y, tras unos momentos, por consideración, llamó de nuevo a Francisca. A ésta le expuso el problema de si no se habría equivocado al fijar la noche de la visita de madame Daubreuil. No obstante, Francisca dio muestras de una inesperada obstinación. Era en la noche anterior cuando había venido madame Daubreuil. Sin duda ninguna, era ella. Dionisia había querido hacerse interesante: voilá tout! Había preparado esa bonita historia de una dama extranjera. ¡Había querido, además, hacer ostentación de su conocimiento de la lengua inglesa! Probablemente, el señor no había pronunciado siquiera esa frase en inglés, y aunque la hubiese pronunciado, esto no demostraba nada, porque madame Daubreuil hablaba el inglés perfectamente y, por lo general, usaba esta lengua cuando conversaba con monsieur y madame Renauld.

—Ya lo ve usted —concluyó—; Jack, el hijo del señor, solía estar aquí y habla muy mal el francés.

El magistrado no insistió. En lugar de esto, preguntó por el chófer, y supo que en el mismo día anterior Renauld había dicho que no era probable que necesitase el coche, y que Masters podía perfectamente tomarse unas vacaciones.

En la frente de Poirot había empezado a formarse una expresión de duda.

—¿Qué es ello? —le pregunté en voz baja.

Pero él movió la cabeza con impaciencia y, a su vez, hizo una pregunta:

—Perdone, Bex; pero, sin duda, monsieur Renauld sabía conducir el coche...

El comisario miró a Francisca, que contestó prestamente:

—No; el señor no conducía el coche personalmente.

El ceño de Poirot se acentuó.

—Quisiera que me dijese qué le inquieta —le dije, sin poder esperar más.

—¿No lo ve usted? En su carta, monsieur Renauld habla de enviar el coche a Calais para recogerme.

—Quizá se refería a un coche de alquiler —le indiqué.

—Debe de ser así. Pero ¿por qué alquilar un coche cuando se tiene uno propio? ¿Por qué elegir el día de ayer para darle al chófer las vacaciones... tan repentinamente, sin previo aviso? ¿Tenía alguna razón para apartarle de aquí antes que nosotros llegásemos?


 


Date: 2015-12-24; view: 499


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