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CAPÍTULO DOS

Asesinato en el campo de golf

 

 

Agatha Christie

 

Traducción: José Mallorquí Figuerola


ÍNDICE

 

DRAMATIS PERSONAE.. 3

CAPITULO UNO.. 4

CAPÍTULO DOS. 8

CAPÍTULO TRES. 14

CAPÍTULO CUATRO.. 22

CAPÍTULO CINCO.. 29

CAPÍTULO SEIS. 36

CAPÍTULO SIETE.. 41

CAPÍTULO OCHO.. 49

CAPÍTULO NUEVE.. 56

CAPÍTULO DIEZ.. 62

CAPÍTULO CATORCE.. 88

CAPÍTULO QUINCE.. 93

CAPÍTULO DIECISEIS. 99

CAPITULO DIECISIETE.. 103

CAPÍTULO DIECIOCHO.. 108

CAPITULO DIECINUEVE.. 112

CAPÍTULO VEINTE.. 116

CAPÍTULO VEINTIUNO.. 124

CAPÍTULO VEINTIDÓS. 129

CAPÍTULO VEINTITRÉS. 136

CAPITULO VEINTICUATRO.. 140

CAPÍTULO VEINTICINCO.. 146

CAPÍTULO VEINTISÉIS. 149

CAPITULO VEINTISIETE.. 152

CAPITULO VEINTIOCHO.. 161

 


 

 

DRAMATIS PERSONAE

 

 

francisca arrichet: Antigua ama de llaves de la familia Renauld.

augusto: Viejo jardinero.

lucien bex: Comisario de la Policía francesa.

conneau: Amante que fue de madame Daubreuil.

daubreuil: Hermosa mujer, amiga íntima de monsieur Renauld.

marta daubreuil: Hija de la anterior.

durand: Médico forense.

bella duveen: Una artista de variedades.

giraud: De la Sûreté de París.

hastings: Capitán retirado del Ejército, amigo y colaborador de Poirot y cronista de esta novela.

hautet: Juez de instrucción.

japp: Inspector de Scotland Yard.

marchaud: Agente de Policía.

masters: Chófer de los Renauld.

dionisia y leonia oulard: Dos jóvenes hermanas, camareras de la familia Renauld.

hércules poirot: El genial detective belga que protagoniza esta obra.

eloísa renauld: Esposa de Renauld, asesinado.

pablo renauld: Un millonario de enigmático pasado.

gabriel stonor: Secretario del anterior.


 

CAPITULO UNO

 

UNA COMPAÑERA DE VIAJE

 

 

Creo que existe una anécdota famosa según la cual un joven escritor, resuelto a dar a su narración un principio bastante enérgico y original para alcanzar y retener la atención del más hastiado de los editores, escribió lo siguiente:

—¡Demonio! —exclamó la duquesa.

Por extraño que parezca, la presente narración mía comienza de un modo muy parecido, salvo que la dama que lanza la exclamación no es duquesa.

Era en un día de principios de junio. Había despachado yo algunos asuntos en París y tomado el tren de la mañana para regresar a Londres, donde seguía compartiendo un alojamiento con mi antiguo amigo el ex detective Hércules Poirot.

Eran muy escasos los viajeros en el expreso de Calais: en realidad sólo venía otro en mi propio departamento. Yo había salido del hotel con alguna precipitación y estaba ocupado en el recuento de mis bártulos cuando arrancó el tren. Hasta aquel momento apenas me había dado cuenta de la presencia de mi compañera; pero ahora me hallé violentamente llamado a reconocer su existencia. Levantándose de su asiento de un salto, bajó el cristal de la ventanilla y sacó fuera la cabeza, retirándola al cabo de un momento con la breve y enérgica exclamación:



—¡Demonio!

Ahora bien: yo soy un hombre algo anticuado. Para mí, una mujer debe ser femenina. ¡No puedo soportar a la neurótica muchacha moderna que se entrega al jazz de la mañana a la noche, fuma como una chimenea y usa un lenguaje que haría sonrojarse a una pescadera de Billingsgate!

Levanté la cabeza con el ceño ligeramente fruncido y me hallé ante un rostro bonito, de expresión descarada y bajo un disparatado sombrerito rojo. Las orejas estaban ocultas tras espesas matas de rizos negros. Me pareció que tenía poco más de diecisiete años, pero su cara estaba cubierta de polvos y los labios eran de matiz escarlata enteramente imposible.

Sin desconcertarse poco ni mucho, sostuvo mi mirada y ejecutó una expresiva mueca.

—¡Pobre de mí! ¡He escandalizado al buen caballero! —observó, dirigiéndose a un imaginado auditorio—. ¡Ofrezco mis excusas por mi lenguaje! Muy impropio de una señorita, etcétera, etcétera. Pero, Dios mío, ¡qué razón tenía para usarlo! ¿Sabe usted que he perdido a mi única hermana?

—¿De veras? —dije cortésmente—. ¡Qué desgracia!

—Me desaprueba —observó la dama—. Me desaprueba por completo, a mí y a mi hermana... Y esto último no está bien, ¡porque no la ha visto!

Abrí la boca, pero ella se me adelantó.

—¡No diga nada más! ¡Nadie me quiere! ¡Me iré al jardín y comeré gusanos! ¡Buujuú! ¡Estoy aplastada!

Y se escondió tras un gran periódico cómico francés. Al cabo de uno o dos minutos vi cómo me observaban sus ojos disimuladamente por encima del periódico. Me sonreí a mi pesar, y un minuto más tarde la muchacha había tirado el periódico y estallado en una alegre carcajada.

—Ya sabía que no era usted tan majadero como parecía —exclamó.

Y era su risa tan contagiosa que no pude menos que reír también, aunque no me había gustado mucho la palabra «majadero».

—¡Vaya! ¡Ahora ya somos amigos! —declaró la gran picara—. Diga que siente lo de mi hermana...

—¡Estoy desconsolado!

—Es usted un buen muchacho.

—Pero déjeme acabar. Iba a añadir que, aunque esté desconsolado, puedo conformarme con su ausencia perfectamente —y le hice una pequeña reverencia.

Pero aquella extraña mocita arrugó la frente y movió la cabeza.

—Basta de esto. Prefiero la postura de «digna desaprobación». Y la cara que ha puesto, como si dijera: «No es de los nuestros.» ¡Y en esto tenía usted razón..., aunque fíjese bien: es muy difícil saberlo en nuestros tiempos. No todo el mundo sabe distinguir entre una fulanita y una duquesa. ¡Vaya! ¡Creo que he vuelto a escandalizarle! Le han traído a usted de Zululandia, de veras. No es que esto me importe. Podríamos aguantar a unos cuantos de su clase. Lo que no soporto es un individuo que se propasa. Me ponen furiosa.

Y movió la cabeza vigorosamente.

—¿Qué parece usted cuando se pone furiosa? —le pregunté con una sonrisa.

—¡Un pequeño demonio! No me importa lo que digo, ¡ni lo que hago tampoco! Una vez casi maté a un buen mozo. Sí; verdaderamente. Y bien merecido se lo tenía.

—Bueno —le supliqué—. No se ponga furiosa conmigo.

—No me pondré. Me ha sido usted simpático... desde el primer momento en que le he visto. Sólo que parecía desaprobarme de tal modo que creí que nunca seríamos amigos.

—Pues bien: ya lo somos. Dígame algo de usted misma.

—Soy actriz. No...; no del género que usted imagina. Estoy en el escenario desde la edad de seis años..., doy volteretas.

—¿Dice usted...? —pregunté, desorientado.

—¿No ha visto nunca niños acróbatas?

—¡Oh, comprendo!

—Nací en América, pero me he pasado la mayor parte de la vida en Inglaterra. Tenemos ahora un número nuevo...

—¿Tenemos?

—Mi hermana y yo. Algo de canto y danza y un poco de pataleo y otro poco de lo de costumbre. Es una idea enteramente nueva y siempre les cae en gracia. Vamos a sacar dinero de ella...

Mi nueva amiga se inclinó hacia adelante y charló volublemente, aunque muchas de sus palabras eran incomprensibles para mí. Sentí, no obstante, que crecía mi interés por ella. Parecía ser una curiosa mezcla de niña y mujer. Aunque perfectamente informada de lo que es el mundo y, tal como lo decía, capaz de guardarse, su sencilla actitud frente a la vida y su resuelta determinación de «portarse bien», tenía un carácter curiosamente ingenuo.

Pasamos por Amiens. Este nombre despertó en mí muchos recuerdos. Mi compañera parecía tener un conocimiento intuitivo de lo que se agitaba en mi conciencia.

—¿Piensa en la guerra?

Hice una seña afirmativa.

—¿Tomó parte en ella, supongo?

—Bastante. Fui herido una vez, y después del Somme me licenciaron por inválido. Soy ahora una especie de secretario particular de un miembro del Parlamento.

—¡Toma! ¡Se necesitan sesos para esto!

—No se necesitan sesos. Realmente, hay muy poco que hacer. Por lo general, con un par de horas diarias estoy listo. Y el trabajo es aburrido. La verdad es que no sé lo que sería de mí si no tuviera otra cosa en qué ocuparme.

—¡No me diga que colecciona bichos!

—No. Comparto mi alojamiento con un hombre muy interesante. Es un belga..., un antiguo detective. Se ha establecido en Londres como detective privado y le va extraordinariamente bien. Es en realidad un hombrecillo maravilloso. Ha acertado varias veces en casos en los que había fracasado la Policía oficial.

Mi compañera me escuchaba con los ojos abiertos.

—¿No es esto interesante? A mí me entusiasman los crímenes, sencillamente. Voy a ver todas las películas de misterio. Y cuando hay un asesinato, devoro los periódicos.

—¿Recuerda el caso Styles? —le pregunté.

—Déjeme ver. ¿Era el de la anciana que fue envenenada en alguna parte, en Essex?

Hice una seña afirmativa y contesté:

—Éste fue el primer caso importante de Poirot. No hay duda de que, a no ser por él, el asesino hubiera escapado impune. Fue una muestra admirable de labor detectivesca.

Llevado por mi entusiasmo, mencioné los rasgos generales del caso hasta su triunfante e inesperado desenlace. La muchacha me escuchaba muda de asombro. Y lo cierto es que estábamos los dos tan absortos, que el tren llegó a la estación de Calais sin que nos hubiésemos dado cuenta de ello.

Me aseguré el concurso de un par de mozos de estación y bajamos al andén. Mi compañera me tendió la mano.

—Adiós, y de ahora en adelante pondré más atención en el lenguaje que empleo.

—¡Oh!, pero, seguramente, me permitirá que la acompañe hasta el barco.

—Puede ser que no me embarque. Tengo que ver si mi hermana consiguió por fin tomar el tren en alguna parte. Gracias, de todos modos.

—Pero volveremos a vernos, ¿no es verdad? ¿Y no va a decirme cómo se llama? —le grité, cuando ya se retiraba.

Ella volvió la cabeza para mirarme por encima del hombro.

—Cenicienta —gritó, y se echó a reír.

Pero poco sospechaba yo cuándo y dónde había de volver a ver a Cenicienta.


 

CAPÍTULO DOS

 

UNA DEMANDA DE SOCORRO

 

 

Eran las nueve y cinco de la mañana siguiente cuando entré en nuestra sala común para desayunarme. Con su puntualidad acostumbrada, mi amigo Poirot estaba rompiendo la cáscara de su segundo huevo.

Me miró con expresión radiante.

—¿Ha dormido bien? ¿Se ha repuesto de esa travesía tan terrible? Es maravilloso que no se haya retrasado nada esta mañana. Pardon, pero su corbata no está simétrica. Permítame que se la corrija

En otra parte he descrito a Hércules Poirot. ¡Un hombrecillo extraordinario! Estatura de un metro sesenta y dos centímetros, cabeza ovalada que inclinaba un poco a un lado, ojos que brillaban con un matiz verde cuando se excitaba, tieso bigote militar, ¡expresión de dignidad inmensa! Su aspecto era limpio y elegante. Sentía una pasión absoluta por la limpieza en todos los órdenes. Ver un adorno torcido, o una partícula de polvo, o un ligero desarreglo en la indumentaria de una persona era una tortura para el hombrecillo hasta que podía tranquilizarse poniendo remedio al mal. El «orden» y el «método» eran sus dioses. Las pruebas tangibles, tales como las huellas de pisadas y la ceniza de cigarrillos, le inspiraban un cierto desdén, y sostenía que, por sí mismas, no permitirían nunca a un detective resolver un problema. Y en seguida se daba en su cabeza oval, con absurda complacencia, y observaba muy satisfecho:

«El verdadero trabajo se hace desde dentro. Las pequeñas células grises..., recuerde siempre las pequeñas células grises, mon ami»

Ocupé mi asiento y observé con calma, en contestación al saludo de Poirot, que una hora de travesía, de Calais a Dover, apenas podía ser dignificada por el epíteto «terrible».

—¿Ha traído el correo algo interesante? —pregunté.

Poirot movió la cabeza con expresión de desagrado.

—Todavía no he examinado las cartas, pero no llega en estos tiempos nada interesante. Los grandes criminales, los criminales metódicos, ya no existen.

Y mientras movía la cabeza, descorazonado, yo solté una carcajada.

—Anímese, Poirot; va a cambiar la suerte. Abra sus cartas. Usted no sabe si hay algún gran caso a punto de asomarse por el horizonte.

Poirot sonrió y, cogiendo el pequeño y pulido cortapapeles con que abría la correspondencia, rasgó el lado superior de los varios sobres que contenía la bandeja.

—Una factura. Otra factura. Esto es que me vuelvo caprichoso en la vejez. ¡Aja! Una nota de Japp.

—¡Ah!, ¿sí? —y apliqué el oído. Más de una vez el inspector de Scotland Yard nos había dado acceso a un caso interesante.

—Se limita a darme las gracias (a su modo) por un pequeño detalle del caso Aberystwyth, en el que pude orientarle. Me encanta haberle sido útil.

Y, plácidamente, Poirot continuó la lectura de su correspondencia.

—Una idea sobre la que debería dar una conferencia a nuestros boy-scouts locales. La condesa de Forfanock me agradecerá que vaya a visitarla. ¡Otro perrillo faldero, sin duda! Y ahora la última. ¡Ah!...

Levanté la cabeza vivamente al advertir su cambio de tono. Poirot estaba leyendo con atención. Al cabo de un minuto, me echó el pliego.

—Esto se aparta de lo ordinario, amigo mío. Léalo usted mismo. La carta estaba escrita en un papel de marca extranjera y en letra característicamente atrevida. Decía así:

 

 

VILLA GENEVIEVE

Merlinville - Sur - Mer

France

 

«Muy señor mío: Necesito los servicios de un detective y, por razones que le comunicaré más tarde, no deseo llamar a la Policía oficial. He tenido noticias de usted, de diversas procedencias, y todos los informes coinciden en la afirmación de que es usted un hombre decididamente hábil y que sabe, además, ser discreto. No quiero confiar detalles al correo, pero, por razón de un secreto que poseo, temo diariamente por mi vida. Estoy convencido de que el peligro es inminente y, en consecuencia, le ruego que venga a Francia sin perder un momento. Enviaré un coche que le recoja en Calais si quiere telegrafiarme cuándo llega. Le quedaré muy agradecido si consiente dejar todos los casos que tenga entre manos para dedicarse exclusivamente a mis intereses. Estoy dispuesto a abonarle cualquier retribución necesaria. Probablemente habré de requerir sus servicios por un período de tiempo considerable, pues puede ser preciso que vaya usted a Santiago, donde he vivido por espacio de algunos años. Me complacerá que me indique sus honorarios.

Asegurándole una vez más que el asunto es urgente, queda de usted s. s.,

P. T. Renauld.»

 

Bajo la firma había sido garabateada una línea casi ilegible: «¡Venga, por amor de Dios!»

Le devolví la carta con el pulso agitado.

—iPor fin! —dije—. Aquí hay algo distinto de lo ordinario.

—Sí, verdaderamente —añadió Poirot, con aire reflexivo.

—Irá usted, por supuesto.

Poirot hizo una seña afirmativa. Estaba absorto en sus pensamientos. Por fin, pareció haber tomado su partido y levantó la mirada hasta el reloj. La expresión de su rostro era muy grave.

—Vea, amigo mío, que no hay tiempo que perder. El Expreso Continental sale de Victoria a las once. No se agite. Queda tiempo suficiente. Podemos permitirnos diez minutos de discusión. Usted me acompaña, ¿no es verdad?

—Hombre...

—Usted mismo me dijo que su principal no le necesita durante las próximas semanas.

—¡Oh!, así es. Pero este monsieur Renauld indica con toda claridad que su asunto es privado.

—Ta..., ta..., ta. Yo me encargo de monsieur Renauld. A propósito, ¿no parece que conocemos este nombre?

—Hay un millonario sudamericano famoso que se llama Renauld. No sé si podría ser el mismo.

—Sin duda. Esto explica la mención de Santiago. Santiago está en Chile, ¡y Chile está en América del Sur! ¡Ah, el caso es que vamos adelantando! ¿Se ha fijado en la posdata? ¿Qué efecto le ha causado?

Reflexioné.

—Es claro que escribió la carta dominándose, pero al final perdió los estribos y, siguiendo el impulso del momento, garabateó esas palabras desesperadas.

Pero mi amigo movió la cabeza con un gesto enérgico.

—Está usted en un error. Fíjese en que si bien la tinta de la firma es casi negra, la de la posdata es enteramente pálida...

—¿Y qué más? —pregunté, desconcertado.

—¡Por Dios, amigo mío! ¡Utilice sus pequeñas células grises! ¿No está claro? Monsieur Renauld escribió la carta. Sin secarla, la releyó cuidadosamente. Luego, no por impulso, sino con deliberación, añadió esas últimas palabras y pasó por ellas el papel secante.

—Pero ¿por qué?

Parbleu! Para que me produjesen a mí el efecto que le han producido a usted.

—¡Cómo!

—Ni más ni menos..., ¡para asegurarse de mi venida! Releyó la carta y no quedó contento de ella. ¡No era bastante fuerte!

Se detuvo y añadió luego en tono moderado, mientras se iluminaban sus ojos con el reflejo verde que siempre revelaba su excitación interior:

—Y así, amigo mío, puesto que la posdata fue puesta no por impulso, sino serenamente, a sangre fría, el caso es en realidad urgente y debemos estar a su lado tan pronto como sea posible.

—Merlinville —murmuré pensativo—. Creo que lo he oído nombrar.

Poirot afirmó con la cabeza.

—Es un lugar pequeño y tranquilo..., pero ¡elegante! Está situado hacia la mitad del camino de Boulogne a Calais. Creo que monsieur Renauld tiene una casa en Inglaterra.

—Sí; en Rutland Gate, si no recuerdo mal. Y también una gran residencia en el campo en alguna parte, en el Hertfordshire. Pero, en realidad, sé muy poca cosa de él. Su vida social no es muy activa. Creo que tiene en la City grandes intereses sudamericanos y que se ha pasado la mayor parte de la vida en Chile y en la Argentina.

—Bien; él mismo nos dará todos los detalles. Vamos a preparar el equipaje. Una maleta pequeña cada uno, y luego un taxi a la estación Victoria.

 

 

De ella partimos a las once, camino de Dover. Antes de emprender el viaje, Poirot había enviado un telegrama a monsieur Renauld comunicándole la hora de nuestra llegada a Calais.

Durante la travesía tuve buen cuidado de no turbar la soledad de mi amigo. El tiempo era espléndido y el mar estaba tan tranquilo como el lago proverbial, por lo que no me sorprendió ver acercarse a mí un Poirot sonriente al desembarcar en Calais. Una contrariedad nos esperaba allí, pues no se había enviado ningún coche que nos recogiese; pero Poirot lo atribuyó a algún retraso que se había producido al cursar el telegrama.

—Alquilaremos otro —dijo animadamente.

Y pocos minutos después estábamos saltando, entre crujidos, en el más desvencijado de los automóviles de alquiler que hayan corrido en dirección a Merlinville.

Por mi parte, me hallaba muy animado también, pero mi amigo estaba observándome con expresión grave.

—Está usted lo que el pueblo escocés llama fey, Hastings. Esto presagia desastre.

—¡Oh, oh, oh! En todo caso, usted no comparte mis sentimientos.

—No; pero estoy asustado.

—Asustado, ¿de qué?

—No lo sé. Pero tengo un presentimiento..., un je ne sais quoi!

Y había hablado con tan grave acento que, a mi pesar, me sentí impresionado.

—Tengo la sensación —añadió lentamente— de que éste va a ser un caso grande..., un problema largo y penoso, que no será fácil resolver.

Hubiera querido dirigirle otras preguntas, pero acabábamos de entrar en la pequeña población de Merlinville, y moderamos la marcha para averiguar cuál era el camino de la Villa Geneviéve.

—Sigan por aquí, cruzando la población. La Villa Geneviéve está a cosa de un kilómetro al otro lado. No pueden confundirla. Una villa grande que mira al mar.

Dimos las gracias a nuestro informador y seguimos adelante, cruzando la población. Una bifurcación de la carretera nos obligó a detenernos de nuevo. Un campesino venía hacia nosotros y esperamos a que llegase para pedir nuestra dirección. Había una villa diminuta junto al mismo camino, pero era demasiado pequeña y ruinosa para ser la que buscábamos. Mientras aguardábamos se abrió su puerta y apareció en ella una muchacha.

El campesino pasaba ahora por nuestro lado y el conductor se inclinó fuera de su asiento y le pidió nuestra dirección.

—¿La Villa Geneviéve? Sólo unos cuantos pasos más allá, por este camino, a la derecha. Podría usted verla desde aquí a no ser por la curva.

El chófer le dio las gracias y el coche reanudó la marcha. Mis ojos quedaron fascinados por la muchacha, que continuaba allí, con una mano en la puerta, observándonos. Soy un admirador de la belleza y allí había un ejemplar que nadie hubiera podido pasar por alto. Muy alta, con las proporciones de una joven diosa y la cabellera de oro de su cabeza descubierta brillando al sol. Juré para mí mismo que aquélla era una de las muchachas más hermosas que había visto nunca. Al continuar por el áspero camino, volví la cabeza para seguir viéndola.

—¡Por Júpiter, Poirot! —exclamé—. ¿Ha visto usted esta divinidad?

Poirot levantó las cejas.

—Esto empieza —murmuró—. ¡Ya ha visto usted una diosa!

—Déjese de historias. ¿No lo era, acaso?

—Es posible; no lo he advertido.

—Pero, sin duda, la ha visto usted...

—Amigo mío: dos personas distintas rara vez ven la misma cosa. Usted, por ejemplo, ha visto una diosa. Yo... —vaciló.

—¿Qué más?

—Yo sólo he visto una muchacha de ojos acongojados —dijo Poirot gravemente.

Pero en aquel momento llegamos ante una gran puerta verde, y los dos lanzamos una exclamación al mismo tiempo. Delante de la puerta estaba un descomunal sergent de ville, que levantó la mano para detenernos.

—No pueden ustedes pasar, señores.

—Pero es que deseamos ver a monsieur Renauld —exclamé—. Estamos citados, y ésta es su villa, ¿no es verdad?

—Sí, señor; pero...

Poirot se inclinó hacia adelante.

—Pero ¿qué?

—Monsieur Renauld ha sido asesinado esta mañana.


 


Date: 2015-12-24; view: 563


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