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iquest;Quieres que ponga tus cosas en el maletero?

—No, gracias. Sólo traigo este bolso, y el vestido... Lo voy a dejar aquí detrás, en la bandeja.

—¿Eso de ahí es tu vestido? —me preguntó mi cuñada con el ceño fruncido al ver el trapo arrugado sobre mi regazo.

—Sí.

—¿Y... qué es?

—Un sari.

—Ah... Ya... Ya veo...

—No, no lo ves —le repliqué, muy amable—, lo verás cuando me lo ponga.

Muequita por su parte.

 

 

—Qué, ¿nos vamos? —dijo mi hermano.

—Sí. Bueno, no... ¿Te importa parar un momento en la tienda de los chinos que hay al final de la calle? Tengo que comprar una cosa...

Mi cuñada suspiró.

—¿Se puede saber qué necesitas ahora?

—Crema para depilarme.

—¿Y la compras en los chinos?

—¡Huy, pero si yo lo compro todo en el bazar chino! ¡Todo, todito, todo!

No me creyó.

 

 

—Bueno, qué, ¿ahora ya sí podemos irnos? —Sí.

—¿No te pones el cinturón?

—NO.

—¿Por qué no?

—Me agobia —le contesté.

Y antes de que empezara a darme la vara con sus historias de accidentes gravísimos y hospitales para tetrapléjicos, añadí:

—Voy a dormir un poco. Estoy molida.

Mi hermano sonrió.

—¿Te acabas de levantar?

—Ni siquiera me he acostado —precisé en mitad de un bostezo.

 

 

Lo cual no era verdad, por supuesto. Había dormido unas horas. Pero lo dije para chinchar a mi cuñada. Y de hecho lo conseguí, es que no falla, oye. Me encanta: con ella este tipo de cosas no fallan nunca.

 

 

—¿Dónde estabas esta vez? —refunfuñó, levantando los ojos al cielo. —En mi casa. —¿Dabas una fiesta? —No, estaba jugando á las cartas. —¡¿A las cartas?!

—Sí. Al póquer.

Sacudió la cabeza de lado a lado. Pero sin pasarse. Había ido a la pelu.

 

 

—¿Cuánto has perdido? —preguntó mi hermano, divertido.

—Nada. Esta vez he ganado. Silencio ensordecedor.

 

 

—¿Y se puede saber cuánto? —preguntó por fin mi cuñada (que ya no aguantaba más), ajustándose sus carísimas gafas de sol sobre la nariz.

—Tres mil.

—¡Tres mil! Tres mil ¿qué?

—Pues... euros, ¿qué va a ser? —le contesté, haciéndome la tonta—. No querrás que apostemos rublos, sería un pelín complicado...

 

 

Me reía para mis adentros, acurrucándome en el asiento. Acababa de proporcionarle a mi querida Carine un motivo para darle al coco en lo que quedaba de trayecto...

 

 

Hasta mí llegaba el sonido de los engranajes de su cerebro poniéndose en movimiento:



Tres mil euros... Tactactactactac... ¿Cuántos champús y cuántas aspirinas tenía que vender ella para sacarse tres mil euros?... Tactactactactac... Más los impuestos de esto y lo otro, más el alquiler del local y menos el IVA... ¿Cuántas veces tenía ella que ponerse la bata blanca para ganar tres mil euros netos? Y la seguridad social de sus empleados... Suman ocho y me llevo dos... Y las pagas extra... Hacen diez, multiplicado por tres... Tactactactactac...

 

 

Sí. Me reía para mis adentros. Acunada por el ronroneo de su berlina, acurrucada en el asiento. Estaba bastante satisfecha, porque mi cuñada se las trae.

Mi cuñada Carine estudió Farmacia, pero prefiere que se diga que estudió Medicina; vamos, que es farmacéutica, pero prefiere que se diga farmacéutico; vamos, que tiene una farmacia, pero prefiere que se diga...

En nuestras conversaciones de sobremesa le encanta quejarse de su contabilidad y lleva una bata de cirujano abrochada hasta la barbilla con una etiqueta adhesiva con su nombre escrito entre dos caduceos azules. Actualmente vende sobre todo cremas reafirmantes para los glúteos y cápsulas de caroteno porque con eso se gana más, pero ella prefiere decir que ha optimizado el sector de la parafarmacia.

Mi cuñada Carine es de lo más previsible.

 

 

Cuando nos enteramos del chollazo de tener en la familia una proveedora de cremas antiarrugas, una distribuidora de Clinique, una representante de Guerlain, mi hermana Lola y yo nos tiramos a su cuello locas de alegría. ¡Menuda acogida le dimos aquel día! Le prometimos que desde ese mismo momento siempre iríamos a su farmacia a comprar, y hasta estábamos dispuestas a llamarla doctora y lo que hiciera falta con tal de hacerle la pelota.

¡Estábamos dispuestas a cruzarnos París de un extremo a otro en el tren de cercanías para ir a su farmacia! Y eso que no es moco de pavo para Lola y para mí cogernos el tren hasta su barrio, que está en el quinto pino.

Nosotras que sufrimos sólo de tener que alejarnos tres metros del centro.

 

 

Pero no fue necesario ir de excursión hasta allí porque nos cogió del brazo al final de ese primer almuerzo dominical y nos confió, bajando la mirada:

—Mirad, es queeeee... estooooooo... no podré haceros descuento porqueeeee... si empiezo a hacerlo con vosotras, luego... o sea, tenéis que entenderlo... luego ya... luego ya no sabes decir «hasta aquí»...

—¿Ni siquiera un descuentito de nada? —replicó Lola, riéndose—. ¿Ni siquiera nos vas a regalar muestras?

—Ah, sí... —contestó ella, suspirando aliviada—. Sí, muestras sí, no hay problema.

Y cuando se marchó, sujetando con fuerza la mano de nuestro hermano para que no se lo quitara nadie, Lola rezongó, mientras les mandaba besos desde el balcón: «¿Sabes lo que te digo? Que las muestras se las puede meter donde le quepan...»

Yo le di la razón y, sin más, cambiamos de tema y nos pusimos a sacudir las migas del mantel.

 

 

Ahora nos encanta tomarle el pelo. Cada vez que la veo le hablo de mi amiga Sandrine, que es azafata, y le cuento los descuentos que nos consigue en las tiendas duty-free de los aeropuertos.

Un ejemplo:

—Eh, Carine... adivina cuánto cuesta el Exfoliante doble regenerador de perlas de oxígeno con vitamina B12 de Estée Lauder.

En estos casos, nuestra querida Carine se pone a pensar y a pensar. Se concentra, cierra los ojos, revisa mentalmente su inventario, calcula su margen, le resta los impuestos y por fin suelta:

—¿Cuarenta y cinco?

Me vuelvo hacia Lola:

—¿Recuerdas cuánto te costó?

—¿El qué, perdona? ¿De qué estáis hablando?

—Del Exfoliante doble regenerador de perlas de oxígeno con vitamina B12 de Estée Lauder que te trajo Sandrine el otro día.

—¿Qué pasa con él?

—¿Cuánto te costó?

—Huy... Me vienes con unas preguntas así de repente... Pues unos veinte euros, creo...

Carine repite, atragantándose:

—¡Veinte euros! ¡El doble regenerador con vitamina B12 de Estée Lauder! ¿Estás segura?

—Sí, me parece que me costó eso, veinte euros...

—¡Buff, a ese precio sólo puede ser una imitación! Lo siento mucho, chicas, pero os han dado gato por liebre... Os han metido crema Nivea en un frasco falso y, hala, a correr. Siento mucho decíroslo —añade, triunfante—, ¡pero es un timo lo que os han vendido! ¡Un timo como una casa!

Lola se hace la muy abatida:

—¿Estás segura?

—Totaaaaaalllllmente, vamos. ¡Cómo si no supiera yo los costes de fabricación! La casa Estée Lauder sólo emplea aceites esencia...

Ése es justo el momento que elijo para volverme hacia mi hermana y preguntarle:

—¿La llevas en el bolso?

—¿El qué?

—Pues qué va a ser, la crema esta...

—No, no creo... ¡Ah, sí, a lo mejor sí...! Espera, que voy a mirar.

Vuelve con su frasco y se lo tiende a la experta.

Ésta se calza sus gafillas e inspecciona el cuerpo del delito de arriba abajo. La miramos en silencio, prendidas de sus labios y algo angustiadas.

—¿Y bien, doctora? —se aventura a preguntar Lola.

—Ah, pues sí, sí que es de Estée Lauder... Reconozco el olor... Y la textura... Los productos de Estée Lauder tienen una textura muy especial. Es increíble... ¿Y cuánto dices que te ha costado? ¿Veinte euros? Es increíble —suspira, guardando las gafas en su funda, la funda en el pequeño neceser de Biotherm y el pequeño neceser de Biotherm en su bolso de Tod's—. Es increíble... A ese precio no pueden sacar beneficios. ¿Cómo queréis que salgamos adelante si esta gente desbarata el mercado de esta manera? Es competencia desleal. Ni más, ni menos. Es... Así ya no hay margen... Esta gente... Es absurdo lo que hace esta gente. O sea, qué depresión...

Y, sumida en un abismo de perplejidad, se consuela removiendo largo rato su azucarillo sin azúcar en el fondo de su café sin cafeína.

 

 

En estos casos lo más difícil es conservar la calma hasta la cocina, pero una vez allí, estallamos en carcajadas. Si nuestra madre pasa por ahí en ese momento, se lamenta: «Mira que sois malas las dos...», y Lola responde, ofuscada: «¡Oye, que me ha costado setenta y dos eurazos el botecito. de las narices!», y nos volvemos a partir de risa mientras llenamos el lavaplatos.

 

 

—Qué bien, con todo lo que has ganado esta noche por una vez vas a poder poner para la gasolina...

—Para la gasolina y para el peaje —precisé, frotándome la nariz.

No podía verlas, pero adivinaba su sonrisita satisfecha y sus manos bien estiradas, apoyadas sobre sus rodillas juntas y apretadas.

Levanté la cadera para sacarme un billetón del bolsillo del vaquero.

—Deja, no hace falta —dijo mi hermano.

A Carine le faltó tiempo para quejarse, con su voz de rata:

—Pero... hombre, Simon, no veo por qué n...

—He dicho que no hace falta —repitió mi hermano, sin levantar la voz.

Carine abrió la boca, la volvió a cerrar, se retorció nerviosa en el asiento, abrió otra vez la boca, se alisó el vestido, se tocó el pedrolo de la sortija, lo colocó como es debido, se miró las uñas, estuvo a punto de decir alg... pero al final optó por callarse.

El ambiente estaba tormentoso... Si Carine cerraba el pico significaba que habían discutido antes. Si Carine cerraba el pico significaba que mi hermano había levantado la voz.

Y eso ocurre tan pocas veces...

Mi hermano no se irrita nunca, nunca habla mal de nadie, no tiene malicia ni juzga a sus semejantes. Mi hermano es de otro planeta. De Venus, quizá...

 

 

Lo adoramos. A menudo le preguntamos: «Pero ¿cómo haces para ser tan tranquilo?» Él se encoge de hombros. «No lo sé.» Insistimos: «¿Nunca te apetece perder los nervios? ¿Decir alguna vez cosas desagradables, cosas feas?»

«¿Para qué? Si para eso ya estáis vosotras, preciosas. ..», contesta con una sonrisa angelical.

 

 

Sí, lo adoramos. Y, de hecho, no somos las únicas, todo el mundo lo adora. Las niñeras que nos cuidaron de pequeños, las maestras del colegio, los profes del instituto, sus compañeros de trabajo, sus vecinos... Todo el mundo.

De pequeñas, tumbadas en la moqueta de su habitación, escuchábamos sus discos y le mangábamos los cigarrillos mientras él nos hacía los deberes. Nos entreteníamos imaginando nuestro futuro, y sobre el suyo predecíamos:

«Tú, como eres un pedazo de pan, seguro que te acabas echando de novia a la típica plasta que se cuelga de ti para siempre y ya no te suelta.» Bingo. Acertamos de lleno.


 

 


 

 

No me cuesta imaginarme por qué discutieron. Por mí, lo más seguro. Podría reproducir su conversación tal cual, palabra por palabra.

El día anterior por la tarde le pregunté a mi hermano si podía llevarme él. «Pues claro, qué pregunta...», me dijo al teléfono, medio haciéndose el ofendido, pero de broma, claro. Y entonces la pesada esta debió de cantarle las cuarenta porque por mi culpa tenían que dar un rodeo muy grande. Mi hermano debió de encogerse de hombros, y ella debió de insistir. «Hombre, cariño... es que para ir al Limousin... tener que pasar por la plaza de Clichy no es que sea atajar precisamente...»

Mi hermano debió de hacer un esfuerzo para aparentar firmeza, se fueron a la cama enfadados, y ella durmió en la casa de tócame Roque.

Por la mañana se levantó de mal humor. Y volvió a la carga mientras se tomaba su achicoria de cultivo biológico: «Es que también, la vaga de tu hermana, ¿qué le cuesta madrugar un poco y venir hasta aquí?... Porque vamos, no creo que su trabajo la tenga agotada, ¿o sí?»

Mi hermano no debió de contestarle. Seguramente estaba estudiando el mapa de carreteras.

Y ella se encerró enfadada en su cuarto de baño de diseño (recuerdo nuestra primera visita a su casa... Ella, con una especie de fular malva de muselina al cuello, yendo y viniendo de aquí para allá entre sus plantas de interior, comentando su palacio con voz engolada: «Aquí, la cocina... funcional. Aquí, el comedor... acogedor. Aquí, el salón... modulable. Aquí, el cuarto de Léo... lúdico. Aquí, el lavadero... indispensable. Aquí, el cuarto de baño... doble. Aquí, nuestro dormitorio... luminoso. Aquí, la...» Era como si quisiera vendernos la casa. Simon nos acompañó a la estación, y, cuando ya nos separábamos, volvimos a decirle: «Qué bonita es tu casa...» «Sí, es funcional», repitió él, asintiendo con la cabeza. Ni Lola, ni Vincent ni yo dijimos una sola palabra en todo el camino de vuelta. Un poco tristes los tres, cada uno en su rincón, probablemente estábamos pensando lo mismo. Que habíamos perdido a nuestro hermano mayor y que la vida iba a ser mucho más ardua sin él...), después consultó su reloj unas diez veces por lo menos entre su residencia y mi calle, suspiró en cada semáforo, y cuando por fin tocó la bocina —porque fue ella, estoy segura—, no los oí.

Ayyyyy, qué desgracia, madre, qué desgracia.

 

 

Simon de mi alma, cuánto siento hacerte pasar por todo esto...

La próxima vez me organizaré de otra manera, te lo prometo.

Me las apañaré mejor. Me acostaré temprano. No beberé más. No jugaré a las cartas.

La próxima vez sentaré la cabeza... Que sí, que sí, de verdad. Encontraré a un chico. A un buen chico. Blanco. Hijo único. Con carné de conducir y un 4x4 ecológico.

Me voy a pillar uno que trabaje en Correos porque su papá también trabaja en Correos, y que cumpla con sus veintinueve horas semanales sin ponerse nunca malo. Y que no fume. Lo he precisado en mi perfil de Meetic. ¿No me crees? Pues ya verás como sí. ¿De qué te ríes, tonto?

Así ya no te daré la tabarra el sábado por la mañana para que me lleves al campo. Le diré a mi cariñín de Correos: «¡Oye, cariñín, ¿me llevas a la boda de mi primo con tu maravilloso GPS que incluye mapas de Córcega y de todas las antiguas colonias?», y ¡hala, asunto arreglado!

Que por qué te ríes como un tonto, te pregunto. ¿Te crees que no soy lo bastante lista como para hacer como las demás chicas? ¿Como para pillarme un chico bueno y simpático que siempre lleve en el coche su chaleco reflectante y no se salte nunca un semáforo? ¿Un novio al que le compraría calzoncillos en H&M en mi hora de descanso para comer? Oh, sí... Me emociono sólo de pensarlo... Un buen chaval, como Dios manda, sin complicaciones. Que venga con las pilas incorporadas y la libreta de ahorros.

Un chico que nunca se coma el coco con nada. Que no piense en nada más que en comparar los precios de las tiendas con los de los catálogos de venta por correo y me diga: «Si es que está claro, cariño, la diferencia entre Casto y Leroy Merlin es la atención al cliente, nada más...»

Y siempre entraríamos en casa por el sótano para no manchar el vestíbulo. Y dejaríamos los zapatos al pie de la escalera para no manchar los peldaños. Y seríamos amigos de los vecinos, que serían todos muy simpáticos y muy majos. Y tendríamos una barbacoa de obra, y sería una suerte para los niños porque la urbanización sería de alta seguridad, como dice mi cuñada, y...

Oh, qué felicidad.

Era demasiado horroroso. Tanto, que me quedé dormida.

 

 

Me desperté en una gasolinera cerca de Orleans. Medio atontada. Tarda de reflejos y con la boca pastosa. Me costaba abrir los ojos y me notaba el pelo extrañamente pesado. De hecho me lo palpé para asegurarme de que de verdad fuera pelo.

Simon esperaba en la cola para pagar. Carine se estaba empolvando la nariz.

Me fui a la máquina de café.

Tardé al menos treinta segundos en comprender que podía reciclar el vasito de plástico. Me bebí el café sin azúcar y sin ninguna convicción. Debía de haberme equivocado de botón. ¿No tenía un saborcillo como a tomate este capuchino? Bufff. El día iba a ser muy largo.

 

 

Volvimos al coche sin intercambiar una palabra. Carine sacó una toallita húmeda de su neceser Vanity para desinfectarse las manos.

Carine se desinfecta siempre las manos cuando sale de un sitio público.

Por motivos de higiene.

Porque Carine ve los microbios.

Ve sus patitas peludas y su horrorosa boca.

Por eso nunca coge el metro. Tampoco le gustan los trenes. No puede evitar pensar en toda esa gente que habrá puesto los pies en los asientos y habrá pegado sus mocos debajo del reposabrazos.

Prohíbe a sus hijos que se sienten en los bancos de la calle o que toquen las barandillas de las escaleras. Le cuesta llevarlos al parque. Le cuesta subirlos al tobogán. Le dan repelús las bandejas del McDonald's, por no hablar ya del intercambio de cromos de Pokemon. Le ponen mala los carniceros que no llevan guantes y las vendedoras que no utilizan pinzas para servirle el croissant. Sufre con las meriendas compartidas del colegio y cuando llevan a los niños a la piscina, y ellos se dan la mano antes de intercambiarse sus micosis.

Para ella, vivir es una ocupación agotadora.

 

 

A mí me molesta mucho eso de las toallitas desinfectantes.

Eso de percibir siempre al otro como un montón de microbios. Mirarle siempre las uñas al estrecharle la mano. Desconfiar siempre. Esconderse siempre detrás de la bufanda. Advertir siempre a sus hijos del peligro.

No toques. Está sucio.

Quita las manos de ahí.

No compartas.

No salgas a la calle.

¡Como te sientes en el suelo te doy una torta!

 

 

Lavarse siempre las manos. Lavarse siempre la boca. Hacer siempre pis en equilibrio diez centímetros por encima de la taza del váter y besar sin rozar con los labios. Juzgar siempre a las madres en función de lo limpias que estén las orejas de sus hijos.

Siempre. Juzgar siempre.

 

 

Esto no huele nada bien. De hecho, a la familia de Carine le falta tiempo para despotricar en plena sobremesa sobre los extranjeros, y en especial sobre los musulmanes.

Los moracos, como dice el padre de Carine.

Dice: «Pago impuestos para que luego los moracos tengan diez hijos.»

Y también: «Yo metería a toda esa chusma en un barco y los torpedearía a todos, es que no dejaría ni uno...»

También le gusta mucho decir: «Francia es un país de vagos, hala, todos a cobrar subsidios. Los franceses son unos gilipollas.»

Y, a menudo, suele concluir así: «Yo trabajo los primeros seis meses del año para mi familia y los otros seis para el Estado, así que, ¡que no vengan a hablarme de los pobres y los parados, ¿eh?! Yo trabajo un día sí y otro también para que N'gonga pueda dejar preñadas a sus diez negratas culonas, así que, ¡a mí que nadie venga a darme lecciones de moral!»

 

 

Recuerdo un almuerzo en particular. No es un recuerdo agradable. Era el bautizo de la pequeña Alice. Estábamos todos reunidos en casa de los padres de Carine, cerca de Le Mans.

Su padre es gerente de un Casino (la cadena de supermercados, no la ruleta y el blackjack), y fue al verlo al final de su camino adoquinado, entre su farola de hierro trabajado y su maravilloso Audi, cuando de verdad comprendí el sentido de la palabra fatuo. Esa mezcla de estupidez y de arrogancia. Esa inquebrantable autosatisfacción. Ese jersey de cachemira azul celeste estirajado sobre su barrigón y esa extraña manera —tan cálida— de estrecharte la mano odiándote ya de entrada.

 

 

Siento vergüenza cuando pienso en ese almuerzo. Siento vergüenza y no soy la única. Me imagino que Lola y Vincent tampoco se deben de sentir muy orgullosos de sí mismos...

Simon no estaba presente cuando la conversación degeneró. Estaba en un rincón del jardín de la casa, construyéndole una cabaña a su hijo.

Debe de estar acostumbrado ya. Debe de saber que es mejor estar bien lejos del bueno de Jacquot cuando se lanza a despotricar.

 

 

Simon es como nosotros: no le gustan las discusiones de final de banquete, teme los conflictos y huye de los enfrentamientos. Sostiene que es energía mal empleada y que hay que conservar las fuerzas para combates más interesantes. Que la gente como su suegro son batallas perdidas de antemano.

Y cuando le hablan del auge de la extrema derecha, sacude la cabeza de lado a lado y dice: «Bah... Es como el lodo en el fondo de un estanque. Tiene que estar ahí a la fuerza, es humano. Pero es mejor no removerlo para que no suba a la superficie.»

 

 

¿Cómo consigue soportar esas comidas familiares? ¿Cómo consigue ayudar a su suegro a podar el seto?

Piensa en las cabañas de Leo.

Piensa en el momento en que cogerá a su hijo de la mano y se adentrará con él en el sotobosque silencioso.

 

 

Siento vergüenza porque aquel día nos quedamos callados como cobardes.

Una vez más, nos volvimos a quedar callados como cobardes. No nos atrevimos a protestar por las estupideces que soltaba ese tendero rabioso que nunca verá más allá de sus narices.

No le llevamos la contraria. No nos levantamos de la mesa. Seguimos masticando despacio cada bocado, contentándonos con pensar que ese tipo era un idiota, haciendo lo imposible por seguir amparándonos en lo que nos quedaba de dignidad.

Pobres de nosotros. Qué cobardes somos, pero qué cobardes...

 

 

¿Por qué somos así todos, los cuatro? ¿Por qué nos impresionan los que gritan más que los demás? ¿Por qué nos amilanamos ante los agresivos?

¿Qué nos pasa? ¿Dónde termina la buena educación y dónde empieza la cobardía?

 

 

Lo hemos comentado a menudo entre nosotros. Hemos entonado nuestro mea culpa un montón de veces ante porciones de pizza y ceniceros improvisados. No necesitamos que nadie nos calle la boca. Ya somos mayorcitos para ponernos la mordaza nosotros mismos, y por muchas botellas vacías que acumulemos, siempre llegamos a la misma conclusión: que si somos así, callados y decididos pero siempre impotentes frente a los estúpidos es precisamente porque no tenemos la más mínima confianza en nosotros mismos. No nos queremos.

No nos queremos a nosotros mismos, me refiero.

No nos creemos lo bastante importantes.

Lo bastante importantes como para escupirle a la cara al padre de Carine. Lo bastante importantes como para creer un solo segundo que nuestros gritos de indignación puedan desviar el curso de sus pensamientos. Lo bastante importantes como para esperar que nuestros gestos de asco, arrojando las servilletas arrugadas sobre la mesa y volcando las sillas, puedan cambiar de alguna manera la marcha del mundo.

¿Qué habría pensado este buen contribuyente al vernos sulfurarnos así y marcharnos de su casa con la cabeza bien alta? Pues se habría limitado a darle la barrila a su mujer toda la noche repitiendo: «Mira estos niñatos estúpidos. Pero ¿tú has visto qué niñatos? Hay que ser gilipollas...»

¿Por qué imponerle ese mal rato a esa pobre mujer?

¿Quiénes somos nosotros para aguarles la fiesta a veinte personas?

 

 

También se puede sostener que no es cobardía. Se puede admitir también que es sensatez. Admitir que sabemos tomarnos las cosas con un poco de distancia. Que no nos gusta meternos en berenjenales. Que somos más honrados que toda esa gente que habla y habla pero en realidad no hace nunca nada por ayudar a nadie.

Sí, así es cómo nos consolamos. Recordando que somos jóvenes y demasiado lúcidos ya. Que estamos muy por encima de todo eso, donde la estupidez apenas nos alcanza. Nos reímos de la estupidez ajena. Nosotros tenemos otra cosa. Nos tenemos a nosotros. Somos ricos, pero de otra manera.

Basta con asomarnos a nuestro interior.

 

 

En nuestra cabeza hay montones de cosas. Montones de cosas que quedan muy lejos de esas tonterías racistas. Cosas como música y escritores. Senderos, manos y escondites. Trocitos de estrellas fugaces anotados en recibos de tarjetas bancadas, páginas arrancadas, recuerdos felices y recuerdos horribles. Canciones y estribillos que siempre recordamos. Mensajes guardados, libros importantes, ositos de gominola y discos rayados. Nuestra infancia, nuestras soledades, nuestros primeros amores y nuestros proyectos de futuro. Todas esas horas buscando escondites y todas esas puertas custodiadas en los baños del colegio. Esos saltos increíbles que pegaba Buster Keaton. La carta a la Gestapo del escritor Armand Robin y el ariete de las nubes del poeta Michel Leiris. La escena de Los puentes de Madison en la que Clint Eastwood se vuelve diciendo Oh... and don't kid yourself Francesca... y esa otra de La mejor juventud en que el psiquiatra Nicola Carati apoya a sus enfermos maltratados en el juicio contra su verdugo. Los bailes del 14 de julio en Villiers. El olor de los membrillos en el sótano. Nuestros abuelos, los libros que leíamos de niños, nuestras fantasías de provincianos y los agobios la víspera de un examen. La gabardina de Mam'zelle Jeanne, la novia de Gaston Lagaffe, cuando se sube de paquete en su moto. El cómic Los pasajeros del viento de François Bourgeon y las primeras líneas del libro de André Gorz a su mujer que Lola me leyó anoche por teléfono después de tirarnos una hora despotricando sobre el amor: «Vas a cumplir ochenta y dos años. Has menguado seis centímetros, sólo pesas cuarenta y cinco kilos, y sigues siendo hermosa, encantadora y deseable.» Marcello Mastroianni en Ojos negros y los vestidos de Balenciaga. El olor a polvo y a pan duro de los caballos al bajar del autobús por las tardes. Los Lalanne en sus talleres separados por un jardín. La noche en que pintamos la calle les Vertus y aquella otra en que escondimos una piel de arenque bajo la terraza del restaurante en el que trabajaba el tarugo de Sartén Tefal, el ex de mi hermana. Y ese trayecto, tumbados sobre cartones en la trasera de una camioneta, mientras Vincent nos leía de cabo a rabo De cadenas y hombres, de Robert Linhart. La cara que puso Simon cuando escuchó a Bjórk por primera vez en su vida y a Monteverdi en el aparcamiento del Macumba.

Todas esas tonterías, todos esos anhelos y nuestras pompas de jabón en el entierro del padrino de Lola...

Nuestros amores perdidos, nuestras cartas rotas y los amigos con los que hablábamos por teléfono. Esas noches memorables, esa manía de cambiarlo todo siempre de sitio y ése o ésa a quien empujaremos cuando corramos detrás de un autobús que no nos habrá esperado.

 

 

Todo eso y mucho más.

Lo suficiente para no magullarse el alma.

Lo suficiente para no intentar discutir con los imbéciles.

Que se pudran.

Se acabarán pudriendo de todas formas.

Se pudrirán solos, y mientras nosotros estaremos en el cine, tan contentos.

 

 

Esto es lo que nos decimos para consolarnos de no habernos levantado de la mesa aquel día.


 

 


 

Nos recordamos también que todo eso, esa aparente indiferencia, esa discreción, y esa debilidad también, todo eso es culpa de nuestros padres.

Culpa suya, o gracias a ellos.

Porque fueron ellos quienes nos enseñaron los libros y la música. Fueron ellos quienes nos hablaron de otras cosas y nos obligaron a verlo todo de otra manera. Más alto, más lejos. Pero fueron ellos también quienes olvidaron enseñarnos a confiar en nosotros mismos. Pensaban que no hacía falta, que la confianza la adquiriríamos solos, de forma natural. Que teníamos talento para la vida y que los halagos nos estropearían el ego.

Se equivocaban.

La confianza no la adquirimos nunca.

Y aquí estamos ahora. Somos unos inútiles sublimes. Callados frente a los exaltados, con nuestras protestas fallidas y nuestras vagas náuseas.

Demasiada crema pastelera quizá...

 

 

Recuerdo que un día estábamos toda la familia en una playa cerca de Hossegor —y era raro que estuviéramos toda la familia en algún sitio, porque la Familia con mayúscula nunca ha sido nuestro fuerte exactamente— y nuestro Pop (nuestro padre nunca quiso que lo llamáramos papá, y, cuando la gente se extrañaba, contestábamos que era por lo de Mayo del 68. Era una explicación que nos gustaba mucho, «Mayo del 68», era como un código secreto, era como decir «es que viene del planeta Zorg»), nuestro Pop, como digo, seguramente levantó la vista de su libro y dijo:

—Niños, ¿veis esta playa? —(La Costa de Plata, en las Landas, bañada por el Océano Atlántico, ¿os hacéis una idea?)—. Bien, ¿pues sabéis lo que sois vosotros en el universo? —(¡Sí! ¡Unos niños sin permiso para comprarse un helado!)—. Sois ese grano de arena. Ese granito de arena. Nada más.

 

 

Nos lo creímos. Y así nos va.

 

 

—¿A qué huele? —preguntó Carine, inquieta.

Me estaba untando en las piernas la pasta que me había dado la mujer de Li, el del bazar chino.

—Pero ¡¿qué es ese mejunje?!

—No lo sé. Creo que es pasta de arroz mezclada con cera de abejas o algo así...

—¡Qué horror! Vaya asco. ¿Y no se te ocurre nada mejor que ponerte a untarte eso aquí, en nuestro coche?

—Qué remedio... No querrás que vaya a la boda así. Parezco el yeti.

Mi cuñada se dio la vuelta, suspirando.

—Bueno, pero ten cuidado con los asientos... Simon, apaga el aire acondicionado, que voy a bajar la ventanilla.

 

 

...por favor, añado yo por lo bajini.

 

 

La mujer de Li había envuelto el mazacote de pasta de arroz en un trapo húmedo y me había dicho: «Ven a velme la plóxima vez. Ven a velme, tengo algo pala ti. Pala tu jaldín de amol. Velás qué contento tu novio cuando yo te lo quite todo, contento contigo, le podlás pedil todo lo que quielas...», me aseguró, guiñándome un ojo.

Se me escapó una sonrisa. Pequeña, porque acababa de manchar el reposabrazos, y con una mano seguí untándome mientras con la otra trataba de quitar la mancha con unos kleenex. Qué desastre.

 

 

—¿Y también te vas a vestir en el coche?

—Pararemos antes un momento en algún sitio... ¿No, Simon? ¿A que me vas a encontrar un rinconcito escondido en algún lado, un senderito en el bosque o algo así?

—¿Que huela a avellanas?

—¡Por ejemplo, no espero menos de ti!

 

 

—¿Y Lola? —preguntó Carine.

—¿Qué pasa con ella?

—¿Va a venir?

—No lo sé.

—¿No lo sabes? —preguntó, dando un respingo, extrañadísima.

—No. No lo sé.

—Es increíble... Con vosotros, no se sabe nunca nada. Siempre igual. Siempre es todo como vago, todo queda como en el aire. ¿Es que no podéis organizaros un poco de vez en cuando? ¿Aunque sólo sea un poquitín de nada?

—Hablé ayer con ella por teléfono —contesté secamente—. No se encontraba muy allá y todavía no sabía si vendría o no.

—Vaya, qué raro...

Buf, qué poco me gustaba ese tonillo condescendiente...

—¿Qué es lo que te parece raro? —le espeté.

—¡Huy, nada! Nada de nada. ¡Con vosotros ya nada me parece raro! Y si Lola está así, también es culpa suya, ella misma se lo ha buscado, ¿no? Porque vamos, es que tiene el don de meterse en unos líos que para qué... A quién se le ocurre...

Veía a Simon fruncir el ceño en el retrovisor. —Aunque bueno, yo no digo nada, ¿eh...? Pues eso. Exactamente. No digas nada. —El problema que tiene Lo... —Calla —la interrumpí a tiempo—, calla. No he dormido lo suficiente... Otro día me lo cuentas.

 

 

Carine adoptó su aire hastiado de siempre:

—De todas formas, en esta familia nunca se puede decir nada. En cuanto haces el más mínimo comentario sobre alguno, los otros tres hermanos se te tiran a la yugular, vamos, es que es ridículo.

Simon buscaba mi mirada.

—¿Y encima te hace gracia? ¡Os hace gracia a los dos! Vamos, es que no tiene ningún sentido. Sois pueriles. Con vosotros no se puede ni opinar. Como no queréis oír nada, no se puede decir nada, y como nadie dice nunca nada, pues claro, sois intocables. Nunca os juzgáis. Pues yo os voy a decir lo que pienso...

¡Pero que nos trae al pairo lo que pienses, bonita mía!

—Pues pienso que esta especie de proteccionismo vuestro, esto de «somos una piña y los demás podéis iros al cuerno» no es sano para vosotros. No es en absoluto constructivo.

—Pero ¿y qué es constructivo en este pobre mundo, Carine?

—Buf, y eso también, basta ya, qué pesadez. Qué pelmas sois con vuestra filosofía de Sócrates desencantados. A vuestra edad resulta patético. Bueno, ¿y qué, has terminado ya con esa pasta pegajosa tuya? Porque vamos, es que da asco sólo de verla...

—Sí, sí —la tranquilicé, haciendo rodar la bola sobre mis pantorrillitas blancuzcas—, no me queda nada ya.

—¿Y después no te vas a poner crema? Ese mejunje te ha soliviantado los poros, ahora tienes que rehidratarlos, si no te van a salir puntos rojos y ya no te los quitas hasta mañana.

—Mierda, no me he traído ninguna...

—¿No tienes una crema de acción fuerte?

—No.

—¿Ni una crema de día?

—No.

—¿Ni una crema de noche?

—No.

—¿No tienes nada?

Estaba horrorizada.

—Sí, tengo un cepillo de dientes, pasta de dientes, mi perfume L'Heure Bleue, preservativos, rímel y una barra de brillo de labios rosa.

Carine no se lo podía creer.

—¿Eso es todo lo que llevas en el neceser?

—Bueno... Lo llevo en el bolso. Es que no tengo neceser.

Suspiró, se puso a rebuscar como una loca en su Vanity y me tendió un gran tubo blanco.

—Anda, échate esto...

Le di las gracias con una enorme sonrisa. Se puso contenta. Mi cuñada es una pesada de tres pares de narices, es verdad, pero es muy atenta con la gente. Eso al menos hay que reconocérselo...

Y no le gusta dejar que los poros sigan soliviantados. Le parte el corazón.

Un momento después añadió:

—Garance...

—¿Mmmm...?

—¿Sabes qué es lo que me parece de verdad súper injusto?

—El margen de beneficios de Marionnaud...

—Pues que aun así estarás muy guapa. Con nada más que una sombrita de brillo de labios y un poquito de rímel, estarás guapa. Me duele decírtelo, pero es la verdad...

 

 

No me lo podía creer. Era la primera vez en años que me decía algo amable. Casi me dieron ganas de darle un beso, pero ella se encargó de quitármelas enseguida:

—¡Eh! ¡Que te estás echando todo el tubo! Y no es una crema L'Oréal de andar por casa, mira tú por dónde...

 

 

Qué típico de Carine... Por miedo a que alguien pueda pensar que es débil, te suelta sistemáticamente una pullita después de la caricia.

Es una pena. Se pierde muchos momentos buenos. Habría sido un momento bueno para ella si me hubiera tirado a su cuello sin avisar. Un beso sonoro entre dos camiones... Pero no. Siempre tiene que estropearlo todo.

Me digo a menudo que tendría que invitarla unos días a mi casa para enseñarle a vivir.

Enseñarle a que baje de una vez la guardia, a que se relaje, a que se quite la bata blanca y olvide los miasmas de los demás.

Me da lástima saber que es así, que está encerrada en sus prejuicios y que es incapaz de sentir ternura. Y entonces recuerdo que la criaron los alegres y encantadores Jacques y Francine Molinoux en un callejón sin salida de un barrio periférico de Le Mans, y que, habida cuenta de todo ello, podría haber sido mucho peor...

 

 

La tregua no duró, y fue Simon quien pagó el pato:

—No conduzcas tan deprisa. Cierra los pestillos, estamos llegando al peaje. ¿Qué emisora es ésta? Tampoco hace falta que vayas a veinte por hora. ¿Por qué has bajado el aire? Cuidado con las motos. ¿Estás seguro de que ese mapa es el bueno? Oye, ¿te importa que nos dé tiempo a leer los carteles? Qué tontería, allí seguro que la gasolina era más barata... ¡Cuidado en las curvas, ¿no ves que me estoy pintando las uñas?! Pero... ¿lo haces aposta o qué?

 

 

Veo la nuca de mi hermano sobre el reposacabezas. Su bonita nuca recta y su pelo cortito.

Me pregunto cómo lo soporta y si no sueña alguna vez con dejarla atada a un árbol y marcharse a toda velocidad.

¿Por qué le habla con tan poco respeto? ¿Sabe siquiera a quién se dirige de ese modo? ¿Sabe siquiera que el hombre sentado a su lado era un dios de las maquetas? Un as del Mecano. Un genio del Lego System.

Un niño paciente que se tiró varios meses construyendo un planeta increíble con musgo seco para hacer el suelo y unos horribles animalillos moldeados con miga de pan y envueltos en telarañas.

Un chavalín tenaz y perseverante que participaba en todos los concursos y los ganaba casi todos: los de Nesquick, Danone, Babybel, Caran d'Ache, Kellogg's y el club Mickey.

Hubo un año en que su castillo de arena era tan, tan bonito que el jurado lo descalificó, acusándolo de que lo habían ayudado a hacerlo. Lloró toda la tarde, y nuestro abuelo tuvo que llevarlo a una créperie para consolarlo. Se tomó tres vasos de sidra seguidos.

Su primera borrachera.

 

 

¿Es consciente siquiera de que el encanto de su maridito llevó día y noche durante meses una capa de Supermán de satén rojo que doblaba con mucho cuidado y guardaba en su cartera antes de franquear la verja del colegio? Era el único niño que sabía arreglar la fotocopiadora del ayuntamiento. Y el único también que le vio las bragas a Mylène Carois, la niña de la carnicería Carois e hijos. (No se atrevió a decirle que no le interesaba demasiado...)

Simon Lariot, el discreto Simon Lariot, que siempre ha llevado una vida tranquila y feliz, sin molestar a nadie.

 

 

Que jamás cogió una rabieta, que jamás le exigió nada a nadie, que jamás se quejó de nada. Que aprobó con notazas los cursos de preparación para el examen de ingreso en la Escuela de Minas y luego se sacó la carrera con un expediente brillante, y lo hizo sin agobios y sin tener que doparse con Ténormine. Que no quiso celebrar su triunfo y se sonrojó hasta la raíz del pelo cuando la directora del instituto Stendhal lo besó en plena calle para felicitarlo.

El mismo niño grande capaz de reírse como un tonto durante veinte minutos de reloj cuando se fuma un porro y que se sabe todas las trayectorias de todas las naves de La Guerra de las Galaxias.

No digo que sea un santo, lo que digo es que es mejor aún que un santo.

 

 

Entonces ¿por qué? ¿Por qué se deja pisotear así? Misterio. Mil veces me han entrado ganas de sacudirlo, de abrirle los ojos y pedirle que diera un puñetazo en la mesa. Mil veces.

Un día Lola lo intentó. Simon la mandó a paseo y le contestó que era su vida.

Es verdad. Es su vida. Pero a quienes nos da pena es a nosotros.

Por otra parte, es una tontería. Como si no tuviéramos ya bastante con nuestros propios problemas...

 

 

Con Vincent es con quien más habla. Gracias a Internet. Se escriben todo el rato, se mandan chistes malos y direcciones de páginas web para encontrar discos de vinilo, guitarras de segunda mano o forofos de las maquetas. Así, Simon se ha hecho un súper amigo en Massachusetts con el que se intercambia fotos de sus respectivos barcos teledirigidos. Se llama Cecil (Sésil) W. (Dóbelyu) Thurlington y vive en una casa muy grande en la isla de Martha's Vineyard.

A Lola y a mí nos parece de lo más chic... Martha's Vineyard... «La cuna de los Kennedy», como dicen en las revistas del corazón.

Soñamos con tomar un avión y acercarnos a la playa privada de Cecil, gritando: «Yuuhuu! We are Simon's sisters! Darling Cécile! We are so very enchantées!»

Nos lo imaginamos con un blazer azul marino, un jersey de algodón rosa sobre los hombros y un pantalón de lino color crema. Como en los anuncios de Ralph Lauren.

Cuando amenazamos a Simon con tamaño deshonor, pierde algo de su flema británica.

 

 

—¡Ni que lo hicieras aposta! ¡Otra vez me he salido!

—Pero ¿cuántas capas te pones? —preguntó Simon, inquieto.

—Tres.

—¿Tres capas?

—La base, el color y el fijador.

—Ah...

—Cuidado, pero ¡avísame cuando vayas a frenar!

Enarcó las cejas. No, perdón. Sólo una ceja.

¿En qué piensa cuando levanta así la ceja derecha?

 

Nos tomamos un bocata reseco en una área de servicio. Estaba asqueroso. Yo me inclinaba más por un menú del día en un restaurante de camioneros, pero en esos sitios «no saben lavar la lechuga». Es verdad. Se me olvidaba. De modo que tuvimos que conformarnos con tres bocadillos envasados al vacío. (Mucho más higiénico.)

«No está muy bueno, pero, al menos, ¡uno sabe lo que come!»

Es una manera de verlo.

 

 

Estábamos sentados fuera, junto a los cubos de basura. Se oían «brrrrrrrums» cada dos segundos, pero yo quería fumarme un cigarrillo, y Carine no soporta el olor a tabaco.

—Tengo que ir al baño —anunció, con una expresión de sumo agobio—. Aquí los aseos no deben de ser los de un hotel de cinco estrellas...

—¿Por qué no haces pis en la hierba? —le pregunté.

—¿Delante de todo el mundo? ¡Estás loca!

—Pues te alejas un poco y ya está. Voy contigo, si quieres...

—No.

—¿Por qué no?

—Se me van a manchar los zapatos.

—Ah... Bueno, pero, por tres gotitas, ¿qué más da?

Se levantó sin dignarse contestarme.

—Sabes, Carine —declaré yo con voz solemne—, el día en que te guste hacer pis en la hierba serás mucho más feliz.

Cogió sus toallitas desinfectantes.

—Soy todo lo feliz que quiero ser, muchas gracias.

 

 

Me volví hacia mi hermano. Miraba fijamente los campos de maíz como si quisiera contar cada mazorca. No parecía muy animado.

—¿Estás bien?

—Sí —contestó, sin volverse a mirarme.

—Pues no lo parece.

Se frotó la cara.

—Estoy cansado.

—¿De qué?

—De todo.

—¿Tú? No me lo creo.

—Pues es la verdad...

—¿Es por tu trabajo?

—Mi trabajo. Mi vida. Todo.

—¿Por qué me lo dices?

—¿Y por qué no habría de decírtelo?

 

 

Otra vez me había vuelto la espalda.

—¡Eh, Simon! ¿Qué dices? Oye, no tienes derecho a hablar así. ¡Te recuerdo que tú eres el héroe de la familia!

—Pues a eso me refiero precisamente... El héroe está cansado.

 

 

Yo flipaba. Era la primera vez que le veía perder pie.

Si Simon empezaba a dudar, entonces ¿qué iba a ser de nosotros?

En ese momento —y digo que es un milagro y añado que no me extraña y me inclino ante el santo patrón de los hermanos que vela por nosotros desde hace casi treinta y cinco años y, desde luego, no ha sido tarea fácil, pobre hombre— sonó su móvil.

Era Lola, que por fin se había decidido a venir y llamaba para preguntarle si podía pasar a recogerla a la estación de Châteauroux.

 

 

Enseguida se animó. Se guardó el móvil en el bolsillo y me pidió un cigarrillo. Carine volvió, frotándose hasta los codos con sus toallitas desinfectantes. Le recordó el número exacto de víctimas de cáncer de... Él esbozó un gestito con la mano, como para ahuyentar una mosca, y ella se alejó tosiendo.

 

 

Lola iba a venir. Lola iba a estar con nosotros. Lola no nos había abandonado, así que podían darle morcilla al resto del mundo.

 

 

Simon se puso las gafas de sol.

Sonreía.

Su Lola iba de camino en un tren...

 

 

Hay algo especial entre ellos. Para empezar son los que menos tiempo se llevan, dieciocho meses, y han compartido la infancia.

La de travesuras que habrán hecho los dos... Lola tenía una imaginación desbordante, y Simon era dócil (ya entonces...), se escapaban de casa, se perdían, se peleaban, se martirizaban y se reconciliaban. Cuenta mamá que Lola siempre lo estaba chinchando, que siempre iba a incordiarlo a su habitación, le arrancaba de las manos el libro que estuviera leyendo en ese momento o le destruía de una patada lo que tuviera montado con los Playmobil. A mi hermana no le gusta que le recuerden esas cosas (¡se siente como si la metieran en el mismo saco que a Carine!), así que mi madre se cree obligada a rectificar y añade que Lola era un culo de mal asiento, que siempre estaba dispuesta a invitar a todos los niños del barrio y a inventar montones de juegos nuevos. Que era una especie de monitora de campamento con mil ideas por minuto, y que cuidaba de su hermano mayor como una leona de sus cachorros. Que le hacía bizcochos de chocolate y que lo sacaba de sus Legos cuando ponían por la tele los dibujos animados que le gustaban.

 

 

Lola y Simon conocieron la Gran Época: la de Villiers. Cuando vivíamos todos en pleno campo, y nuestros padres todavía eran felices juntos. Para Lola y Simon el mundo empezaba delante de casa y terminaba en el otro extremo del pueblo.

Juntos, corrieron delante de toros que no eran toros en realidad y exploraron casas encantadas con fantasmas de verdad.

Llamaron tantas veces al timbre de la vieja Margeval para esconderse después que a la pobre mujer tuvieron que llevársela a un asilo, destruyeron trampas para animales, hicieron pis en los lavaderos, encontraron las revistas porno del maestro de escuela, robaron petardos, encendieron cohetes y rescataron gatitos que una mala bestia había tirado vivos al río dentro de una bolsa de plástico.

Hala, siete gatitos de una vez. ¡Qué contento se puso nuestro Pop!

Y el día en que el Tour de Francia pasó por el pueblo... Fueron a comprar cincuenta barras de pan y vendieron bocatas como rosquillas. Con lo que ganaron se compraron artículos de broma, sesenta chicles Malabar, un saltador para mí, una trompetita para Vincent (¡ya entonces!) y el último cómic de Yoko Tsuno.

Sí, era otra infancia... Ellos sabían lo que era un escalmo, cazaban grillos y saltamontes, y conocían el sabor de las bayas de la uva crespa. El acontecimiento que más los marcó quedó grabado en secreto detrás de la puerta del cobertizo:

«Hoy dia 8 de ar avril hemos visto al cura en calzoncillos.»

 

 

Y también vivieron juntos el divorcio de nuestros padres. Vincent y yo éramos muy pequeños todavía. Nosotros no nos dimos cuenta del engaño hasta el día de la mudanza. Ellos, en cambio, tuvieron ocasión de disfrutar a tope del espectáculo. Se levantaban por la noche e iban a sentarse juntos a lo alto de la escalera para oírlos «regañarse». Una noche, Pop tiró al suelo el armario grande de la cocina, y mamá se marchó con el coche.

Mientras todo eso ocurría, Simon y Lola se chupaban el dedo diez peldaños más arriba.

 

 

Es una tontería contar todo esto, su complicidad está hecha de muchas más cosas aparte de esos momentos difíciles. Pero bueno...

 

 

En cambio, la infancia de Vincent y mía fue muy distinta. A nosotros nos pilló en la ciudad. Menos montar en bici y más ver la tele... No teníamos ni idea de cómo poner un parche para arreglar una rueda pinchada, pero sí de cómo engañar a los acomodadores para colarnos en el cine por la salida de emergencia o cómo arreglar un monopatín.

 

 

Pero entonces Lola se fue interna a un colegio, y ya no había nadie para darnos ideas de travesuras y para perseguirnos por el jardín...

Nos escribíamos todas las semanas. Era mi adorada hermana mayor. Yo la idealizaba, le mandaba dibujos y le escribía poesías. Cuando volvía a casa, me preguntaba si Vincent se había portado bien durante su ausencia. Pues claro que no, le contestaba yo, claro que no. Y le contaba con pelos y señales todas las infamias de las que había sido víctima la semana anterior. Entonces, para mi gran satisfacción, Lola lo arrastraba hasta el cuarto de baño para darle una buena tunda.

Cuanto más gritaba mi hermano, más contenta estaba yo.

Y un día, para que mi satisfacción fuera completa, quise presenciar su sufrimiento. Y entonces, horror, vi que mi hermana golpeaba una almohada, mientras Vincent chillaba al compás de los golpes enfrascado en un tebeo. Fue una decepción terrible. Aquel día, Lola se cayó de su pedestal.

Lo que resultó ser positivo. A partir de ese día, estuvimos a la misma altura.

 

 

Actualmente es mi mejor amiga. La nuestra es una amistad como la de Montaigne y La Boétie... Ya sabéis, algo absoluto y difícil de explicar. Y el hecho de que esta joven de treinta y dos años sea mi hermana es puramente anecdótico. Digamos que la única diferencia es que no hemos tardado mucho tiempo en conocernos.

 

 

A ella le van los Ensayos de Montaigne, las súper teorías del filósofo tales como que la cabezonería encuentra su castigo en esta vida y que filosofar es aprender a morir. A mí me va el Discurso de la servidumbre voluntaria de La Boétie, los abusos infinitos y todos esos tiranos que si son grandes es sólo porque nosotros nos arrodillamos ante ellos. A ella le va el conocimiento verdadero, lo mío son más los tribunales. Y las dos sentimos que somos la mitad de todo y que la una sin la otra no estaría más que a medias.

 

 

Y eso que somos muy distintas... Ella tiene miedo hasta de su sombra, yo me río del miedo.

Ella copia sonetos en cuadernos, y yo me bajo música de Internet. Ella admira la pintura, yo prefiero la fotografía. Ella no dice jamás lo que piensa, y yo digo todo lo que se me pasa por la cabeza. A ella no le gustan los conflictos, a mí me gusta que las cosas queden muy claritas. A ella le gusta estar «un poco piripi», yo prefiero beber. A ella no le gusta salir, a mí no me gusta volver a casa. Ella no sabe divertirse, yo no sé irme a la cama. A ella no le gusta jugar, a mí no me gusta perder. Ella tiene unos brazos inmensos para abarcarlo todo, yo tengo la bondad un poco escaldada. Ella no se pone nunca nerviosa, a mí se me cruzan los cables y exploto.

Dice que a quien madruga Dios le ayuda, yo le suplico que no hable tan fuerte que quiero seguir durmiendo. Ella es romántica, yo soy pragmática. Ella se ha casado, yo aún voy de flor en flor. Ella no se puede acostar con un chico sin estar enamorada, yo no puedo acostarme con un chico sin preservativo. Ella... Ella me necesita, y yo la necesito a ella.

 

 

Ella no me juzga. Me acepta tal como soy. Con mi mala cara y mis ideas negras. O con mi buena cara y mis ideas de color de rosa. Lola sabe lo que es morirse por comprarse un chaquetón marinero o unos zapatos de tacón de aguja. Comprende la gozada que es quemar la tarjeta de crédito aunque luego te sientas súper culpable al ver las cenizas. Lola me mima. Me sostiene la cortina cuando estoy en un probador, siempre me dice que estoy muy guapa y que no, qué va, ese pantalón no me hace nada de culo. Siempre me pregunta qué tal mis amores y se disgusta un poquito cuando le hablo de mis amantes.

Cuando hace tiempo que no nos vemos, me lleva a un buen restaurante, al Bofinger o al Balzar, para mirar a los chicos. Yo me concentro en los de las mesas de alrededor, y ella, en los camareros. Le fascinan esos chavales con sus chalecos ceñidos. Los sigue con la mirada, les inventa destinos dignos de una película de Sautet y analiza sus modales tan como es debido, tan de escuela de hostelería. Lo divertido es que siempre llega un momento en que vemos a alguno pasar al otro lado de la barrera una vez terminado su trabajo. Ya no tiene nada de fascinante. Ha cambiado el gran delantal blanco por un vaquero o un pantalón de chándal y se despide de sus compañeros sin ninguna elegancia:

 

¡'Taluego, Bernard!

'Taluego, Mimi. ¿Nos vemos mañana? —Ya te gustaría a ti, gilipollas. Lola baja la mirada y rebaña el plato. Vaya chasco, adiós a las fantasías...

 

Nos habíamos perdido un poco de vista. Su internado, sus estudios, su lista de boda, sus vacaciones con los suegros, sus cenas...

La ternura seguía intacta, pero ya no teníamos tanta confianza. Lola había cambiado de bando; o más bien de equipo. No es que jugara contra nosotros, jugaba en una liga que nos aburría un poco. A una especie de cricket tonto con un montón de reglas que no hay quien entienda, un deporte en el que corres detrás de una cosa que nunca ves y que encima te hace daño... Una cosa de cuero con el corazón de corcho. (¡Anda, Lolita mía, sin comerlo ni beberlo lo he resumido todo en un párrafo!)

Mientras que nosotros, los «pequeños», todavía estábamos en cosas mucho más básicas. Para nosotros, un césped bonito equivalía a ¡yupi!, revolcones y volteretas. Los chicos altos vestidos con polos blancos y manejando un bate nos sugerían otro tipo de cosas... Para nosotros el bate era un símbolo fálico clarísimo... Bueno, tonterías así, ya me entendéis... Vamos, que no estábamos todavía maduros para sentar la cabeza, fundar un hogar y pasear los domingos con la familia por el parque...

Así que eso. No estábamos en la misma onda, pero nos seguíamos queriendo a distancia. Me pidió que fuera madrina de su primer hijo, y yo, que fuera depositaría de mi primer desengaño amoroso (que me hizo llorar a lágrima viva...), pero entre ambos grandes acontecimientos no ocurr


Date: 2015-12-18; view: 657


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