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CAPÍTULO SIETE

 

 

Oliver se quedó parado en el bordillo de la acera después de que el taxi de Leslie se hubiera marchado. Siguiéndolo con la mirada, vio cómo desaparecía al doblar una curva.

Una parte de él se iba en el taxi. No estaba seguro de cuándo o cómo había sucedido; si se había enamorado de su sonrisa sincera, de su talento avispado, de sus senos bajo el sol, o de sus tortillas de champiñón. Pero se había enamorado. Se había enamorado hasta la locura. ¡Y demonios, no sabía qué hacer!

Su capricho de intentar dar otra imagen y mostrarse simplemente como un hombre, había sido un fracaso. ¡Le había salido el tiro por la culata! Y se le había tomado por otra cosa.

Leslie sólo le conocía como modelo. El único problema era que ella le amaba. Estaba seguro de ello. Leslie, que necesitaba sinceridad sobre todas las cosas, que creía en él, se había enamorado de un hombre que la había engañado desde el primer momento.

—Eh, amigo, los otros taxis no pueden salir. ¿Quiere que le lleve, o no?

Sacado de su triste meditación, Oliver miró al taxista que asomaba la cabeza por la ventanilla del pasajero. Asintió con la cabeza secamente, abrió la puerta trasera, recogió su equipaje, y lo metió en el coche, entrando a continuación. Después de dar su dirección de Manhattan al taxista, se apoyó contra la puerta del coche, con el puño sobre la boca, mirando sin ver la hilera de luces de los faros que se sucedían.

¿Era mentira, o simplemente evasión? No le había mentido nunca, pero sólo le había dicho la mitad de la verdad. Él era modelo, pero aquello no era nada más que un hobby, y algo que hacía con mucha menos frecuencia de lo que había dejado creer a Leslie. ¡Si pudiera hacer de modelo con más frecuencia! Pero su profesión le exigía más tiempo que nunca, era todo un desafío... y le daba toda clase de compensaciones. Incluso entonces, se preguntaba qué mensajes extraños se encontraría esperándole en su casa. Entonces comenzó a pensar en Leslie otra vez, y perdió todo el interés que tenía en los mensajes extraños.

Ella había estado tan triste como él cuando se marcharon de St. Barts. No habían hablado demasiado. Él sabía que Leslie esperaba algo, pero no había podido hablar.

Lo había intentado. Lo intentó. Incluso si le rechazaba cuando supiera la verdad, ella tendría que admitir que lo había intentado. Y cada vez que lo había hecho, ella no le había dejado hablar, le había dicho que no quería saber nada, que no tenía importancia. ¿Pero por qué no se había atrevido? Siempre había sido enérgico y convincente, y nunca había dejado que una mujer le detuviera cuando había tenido algo que hacer o que decir. Pero... nunca antes había estado enamorado. Y Leslie era una mujer que no se parecía a ninguna de las que había conocido.



El coche hizo un movimiento brusco, y el taxista soltó un taco. Oliver también musitó algo, y se pasó una mano por el pelo. Nueva York parecía feo, oscuro, gris y, además, sucio por el barro de la nieve que debía haber caído recientemente. ¡Tan diferente del sol y del calor de St. Barts! ¡Demonios, sentía el frío dentro de sí!

Buscando calor, echó la cabeza hacia atrás cansadamente y evocó los recuerdos de la semana que acababa de pasar. Funcionó durante algún tiempo. Pensó en la villa, en la playa, en la encantadora ciudad de Gustavia... y Leslie aparecía en todos los lugares. Las veces que había estado solo, se le habían borrado misteriosamente de la memoria. Las imágenes que permanecían, eran las de los momentos que habían pasado juntos viviendo, riendo, amando...

Pero Oliver Ames, más que la mayoría de los hombres, sabía que uno no podía vivir de los recuerdos. Además del pasado, se necesitaban presente y futuro. Presente y futuro. El presente era un lóbrego taxi abriéndose camino a través de las congestionadas calles de Manhattan. El futuro era algo a lo que temía como nunca había temido a nada. Había mucho en juego. Demasiado.

El taxi avanzaba dando frecuentes bandazos debido al intenso tráfico de los domingos por la noche, hasta que, al final, frenó bruscamente frente a la puerta de su casa. Oliver sacó la cartera del bolsillo de los pantalones, extrañándose con la sensación de tenerla en la mano después de haber pasado una semana sin ella. Sacó varios billetes, pagó al taxista, y salió del coche con todo su equipaje.

El portero estaba allí.

—Buenas noches, doctor Ames. ¿Quiere que le eche una mano?

Hizo un gesto con la cabeza respondiendo al saludo, y levantó la mano para rechazar el ofrecimiento. Pasó por la puerta que el portero sostenía abierta. Dieciocho pisos después, estaba en su propia casa.

Dejó las bolsas junto a la puerta y avanzó a oscuras hasta el sofá.

Ya la estaba echando de menos. Había demasiado silencio allí. No es que ella armara mucho ruido, pero sólo saber que podría estar en otro cuarto, habría iluminado la atmósfera del lugar.

¿Qué iba a hacer? Hacía tres días que se había dado cuenta de la intensidad con que aquella mujer se le había metido en la cabeza, y entonces había estado intentando decidirse. Podría llamarla ya mismo y contarle toda la verdad, confiando en que su amor pudiera aplacar su enfado. O podría quedar con ella el lunes por la noche. También cabía la posibilidad de mandarle una carta de confesión, acompañada por un ramo de rosas de largos tallos. O pasarse por su casa y confesárselo todo en persona. Como último recurso, podría raptarla, comunicarle las noticias, y tenerla prisionera hasta que le perdonara.

¡Maldito Joe Durand! Daba la impresión de que Leslie ya odiaba la hipocresía antes de conocer a Joe, y por lo mal que se había portado con ella había consolidado sus sentimientos. Y ahora Oliver había ocupado el lugar en la farsa que Joe había dejado, y sentía que no podía moverse. ¡Se sentía como un canalla! ¡Un canalla!

Echó la cabeza hacia atrás, después saltó impetuosamente del sofá. Encendió las luces, recogió las bolsas y se dirigió furioso hacia el dormitorio. Allí arrojó las bolsas encima de la cama, y se quedó mirándolas.

Cruzó el cuarto hasta llegar a la mesilla de noche, cogió el teléfono, sostuvo el auricular durante unos instantes, y después lo volvió a colgar violentamente. Volvió a pasar por el vestíbulo, y se quedó observando la sala de estar con el ceño fruncido y las manos en las caderas.

Vivía en el mayor de los lujos en la elegante zona Este de Nueva York. Tal vez Leslie no se sorprendería; al fin y al cabo pensaba que él era un modelo importante, y los modelos no vivían nada mal. Frotándose los tensos músculos de la nuca con una mano cansada, descendió lentamente los peldaños que llevaban a la sala de estar y se apoyó en el brazo de un sillón.

El sonido del teléfono le sorprendió. Sus pensamientos volaron hacia la cocina. Era la línea particular la que estaba sonando, no el teléfono del despacho, que utilizaba para los asuntos de trabajo. En dos zancadas cubrió la distancia que le separaba del teléfono y lo cogió.

—¿Diga?

—¡Oliver, has vuelto! Soy Tony. ¿Cómo te fue?

—¿Qué tal estás, Tony? —preguntó Oliver, intentando disimular su decepción. Esperaba que fuera Leslie.

—No muy mal... pero cuéntame acerca de ti —comenzó a hablar con cautela—. ¿Se enfadó?

—De hecho —comenzó con un suspiro—, al principio no estaba muy emocionada que se diga. Pero se le pasó.

—Sabía que lo conseguirías —dijo sonriendo—. Tienes atractivo, amigo. Sabía que podrías hacerte con la situación. ¿Entonces, fue una buena semana?

—Magnífica. Tenías razón. La villa es fabulosa. Lo mismo que la isla. El sol brillaba siempre. No llovió ni una sola vez.

—Venga, Oliver, que soy el tío con el que juegas al tenis dos veces al mes. No me cuentes de qué color eran las hojas de las palmeras. Quiero que me cuentes las cosas interesantes de la semana. Cuenta...

—Fue una semana magnífica.

—¿Y?

—Todo lo demás es privado.

—Es mi hermana, Oliver. No te habría dicho que fueras si no hubiera tenido esperanzas de que pudierais hacer buenas migas.

—Buenas migas... —Oliver sonrió, bastante divertido por la impaciencia de su amigo—. ¿Te refieres... a hacerlo?

—Me refiero a gustaros el uno al otro. Esta mujer es imposible. Le he presentado una y otra vez hombres que pensaba que le gustarían, pero nunca se interesó por ninguno. El que yo conociera al hombre del anuncio de Homme Premier fue un regalo caído del cielo.

—Así que al final era un plan en realidad. Es extraño, pensé que se suponía que era una broma —remarcó irónicamente. Por supuesto que Oliver sabía más que todo eso. Tony Parish jugaba limpio, al menos cuando sudaban jugando al tenis en la pista. Pero no le importaba liar a Tony en el asunto. Necesitaba alguien al que culpar de todo el lío en el que estaba metido.

—No le hiciste daño —respondió Tony más sosegado.

—No. Al menos, todavía no.

—¿De qué estás hablando?

—Hemos pasado juntos una semana maravillosa. Fue... increíble.

—¿Así qué?

—Así que —suspiró—, creo que tu hermana se ha enamorado de ese hombre que ella cree que es un modelo muy famoso.

—¿Un modelo? ¿No le dijiste b verdad?

—Esa es la verdad... aunque sólo una pequeña parte.

—¿Y no le dijiste la verdad? —la voz de Tony estaba ahora llena de incredulidad.

—No.

Tony soltó alguna palabra fuerte entre dientes y comenzó a pasear dentro de lo que le permitía el cable del teléfono.

—Has elegido a la persona más adecuada para engañar.

—No la he engañado.

—Entonces has elegido a la persona más adecuada para ser evasivo con ella. Cielos, no puedo creerlo. Estaba convencido de que le contarías todo en los dos primeros días. ¡Eres casi tan remilgado como ella! ¿Tienes idea de lo que mi hermana piensa de la falsedad? Es muy sensible respecto a ese tema. ¿Lo sabías?

—Al principio no. Ahora sí que lo sé.

Tony había hecho una parada en su enfadada alocución lo suficientemente larga como para percibir el abatimiento que denotaba la voz de Oliver.

—¿Estás bien? —le preguntó, cauteloso de nuevo.

—¡Oh, no lo estoy! —estalló Oliver, pues necesitaba desahogarse—. Tengo que encontrar alguna manera de decirle lo que hago sin que me desprecie por no habérselo dicho antes. No estoy bien. Esta historia se ha convertido en algo emocional; tal vez me odie después de esto.

—¿Y eso te preocupa?

—¡Por supuesto que me preocupa! No es que me atraiga la idea de tener como cuñado al tipo que tramó toda esta comedia, pero...

Tony se sentó lleno de satisfacción.

—Ella fue la que tuvo la idea, Oliver. Yo me limité a ponerla en movimiento.

—Es igual. Demonios, es duro.

—¿Puedo ayudarte?

—No te preocupes. ¡Y no se te ocurra repetirle a Leslie una sola palabra de esta conversación! Puede que yo haya armado todo este lío, pero es mi lío, y yo seré el que lo aclare.

—Leslie es puro carácter. ¿Crees que podrás convencerla?

—La convenceré.

—De acuerdo, Oliver.

Tony estaba sonriendo de oreja a oreja.

—¡Por cierto! ¿Oliver?

—¿Sí?

La sonrisa se hizo algo maliciosa.

—Buena suerte.

Si alguien podía hacerse con Leslie Parish, reflexionó su hermano, era Oliver Ames. A pesar del malentendido de poca importancia y seguramente temporal, las cosas habían salido a pedir de boca.

Oliver no era tan optimista como Tony cuando colgó el teléfono. El amor hacía comportarse de modo extraño a personas que para otras cosas eran sensatas. Les cegaba y les hacía perder la objetividad. Esto era lo que Oliver quería evitar.

De vuelta a la sala, se acercó a la barra, y se preparó una bebida. Cuando la saboreó, sintió calor por primera vez desde... desde que había hecho el amor con Leslie aquella mañana al amanecer. Aquella mañana, era difícil de creer. Recordaba la dulzura de cada instante; incluso ahora podía sentir la fragilidad de Leslie en sus manos. Había sido tan sincera y se había dado de tal manera al hacer el amor... Vivía de acuerdo con su palabra. Ni por un minuto, aunque no lo hubiera dicho en voz alta, le había ocultado el hecho de su amor. Y ni por un minuto había pensado Oliver que fueran imaginaciones suyas. No había pedido amor, tampoco había ido buscándolo. Pero sintiendo la necesidad vital que tenía de estar con ella, compartir con ella, y darse a ella, y viendo siempre en el rostro de Leslie escrito un idéntico deseo, lo supo. Leslie le quería. Él la quería. Lo único que faltaba por hacer, era decirle lo que había hecho y por qué.

Movido en parte por la determinación, y en parte por la pura necesidad de oír su voz, regresó a la cocina y descolgó el teléfono. En información le dieron su número enseguida. Marcó el número rápidamente y la señal sonó dos veces.

—¿Diga? —su voz sonaba sofocada, como si hubiera ido corriendo.

—¿Leslie?

—Hola —dijo dulcemente, con el rostro iluminado por una sonrisa.

—¿Llegaste sin problemas a tu casa?

—Sí. ¿Y tú?

—También.

El sonido de su voz fue una medicina de efecto instantáneo. Apoyado sobre un taburete de la cocina, sintió que comenzaba a tranquilizarse.

—¿Qué tal estás? —prosiguió.

—Bien. Tengo... frío.

—Conozco esa sensación —sólo en parte se refería al brusco cambio de temperatura que sus organismos acababan de experimentar en las últimas horas—. ¿Estaba tu casa en su sitio? ¿Sin problemas?

Le había dicho que vivía en una pequeña casita de madera. Le preocupaba que estuviera tan sola.

—Estoy tranquila —su voz se convirtió en un susurro—. Y sola.

—Te echo de menos —murmuró, deseando tenerla entre sus brazos, besarla, y hacer desaparecer así aquel sentimiento de soledad.

—Yo también —hizo una pausa y, sintiendo que quería decir algo más, Oliver le dio tiempo—. Oliver —comenzó tímidamente—, ¿cuándo te veré?

Aquel finísimo hilo de voz le hirió en lo más profundo. Se podía imaginar lo que tendría que haberse esforzado para preguntar. Había pretendido parecer sofisticada, fría e independiente. Estaba molesto consigo mismo por haberla forzado a ello, aunque se consoló pensando en esta nueva evidencia de su amor.

—Esa es la razón por la que te llamaba, cariño. Me gustaría que pasáramos juntos el próximo fin de semana. Solos los dos en mi casita de campo. Podría recogerte el viernes por la noche y regresaríamos el domingo. ¿Qué te parece?

—Me encantaría, Oliver.

—Me gustaría verte antes. Me parece que falta mucho tiempo, demasiado, para que sea viernes. Pero esta semana estaré muy ocupado.

La risa de Leslie fue un sonido ligero y diáfano, que le hizo flotar.

—¿Qué vas a hacer... dime, qué más cosas haces aparte de anunciar colonia?

Oliver estuvo a punto de estallar.

—Oh, ropa y alguna cosilla más. ¿Has hablado con Tony?

—Todavía no. Tendré que llamarle para darle las gracias por... mi regalo de cumpleaños —el volumen de su voz disminuyó—. Gracias de nuevo.

—¿Por qué?

—Por... cuidarme cuando estaba enferma, por hacer el resto de la semana tan maravilloso, por el collar...

—¿Lo tienes puesto ahora?

Cerró los ojos y se la imaginó como estaba la noche anterior, desnuda bajo la luz de la luna, con la línea dorada reluciendo alrededor de su cuello.

—Sí. Lo llevo puesto —murmuró tímidamente.

—Me alegro. Estoy contento —sonrió al darse cuenta de que podría estar allí sentado hablando de pequeñas cosas con ella horas y horas. Pero lo que quería decirle era que la amaba, y tenía miedo de hacerlo—. Bueno, ¿qué te parece el viernes a las seis? Podemos parar a cenar por el camino.

—Perfecto.

—Estoy deseando que llegue ese momento.

—Yo también.

—Cuídate, Les.

—Tú también. Y, ¿Oliver?

—¿Sí?

—Yo... esto... gracias por llamarme.

—No tienes por qué darlas, encanto. Hasta el viernes.

Durante varios minutos se quedó sentado donde estaba, con la dulce voz resonando todavía en sus oídos. Era maravillosa... absolutamente adorable. Y era más valiente que él. Casi se lo había dicho. «Te amo». ¿Por qué no podía pronunciar esas palabras? Se las decía, y las admitía él mismo, incluso se lo había insinuado a Tony. ¿No sería que se sentiría como un impostor diciéndole a Leslie que la amaba mientras sabía que no había sido sincero en otros asuntos? ¿No sería que le daba miedo de que no le creyera cuando finalmente le confesara su engaño?

La sensación de bienestar había desaparecido cuando se levantó, sustituida por una sensación de preocupación. Se lo diría el fin de semana, cuando estuvieran en su casa. Estarían solos y, aparte de su propio coche, más o menos aislados. Ella no tendría otro remedio que permanecer con él. Tendría que escucharle. Y él tendría todo el fin de semana para demostrarle que la quería.

Estaba decidido. Regresó al vestíbulo y recogió el grueso montón de cartas pendientes. Una hora después se metió en su despacho, apretó varios botones de la instalación telefónica, y se tumbó en el sofá de cuero negro para escuchar los mensajes telefónicos que había recibido durante la semana.

Una hora después estaba listo para regresar a los recuerdos de St. Barts.

 

* * *

 

Leslie también había leído su correspondencia y escuchado los mensajes telefónicos, pero de manera más activa.

—¿Tony?

—¡Les! ¿Cómo estás?

—Estupendamente —ella estaba sonriendo como una niña—. Gracias, Tony. Fue un regalo maravilloso.

—¿Te gustó? —preguntó con aire de suficiencia.

—Sí.

—Pensé que te gustaría. Es todo un carácter.

—Sí.

—Así que, ¿le volverás a ver?

—Sí. Tiene una casa en Berkshires. Iremos este fin de semana.

—¡Magnífico! —exclamó.

—¿Cómo va todo por aquí, Tony?

—Bien. Mucho trabajo. Papá está todavía en Phoenix.

—¿Todavía? Creía que tenía que volver la semana pasada.

—Tenía...

Leslie sonrió.

—Pero se lo está pasando muy bien jugando al golf.

—Algo así.

—¿Y los niños están bien?

—Caín a su lado era un santo. ¡No me digas que no puedes oír la que están armando!

—¿Por qué no están acostados?

—Porque mañana es día de vuelta al colegio. Y la ley de la adolescencia dice categóricamente que uno no puede estar despierto y consciente la mañana siguiente a un día de vacaciones. Está prohibido estar en condiciones para aprender.

Leslie se rió.

—Pequeñas criaturas perversas, ¿verdad? ¿Y su padre, por qué no está imponiendo la ley de los padres?

—Porque está hablando contigo.

—Oh. Buen motivo. Bueno, no quiero entretenerte más. Además quiero saludar a Brenda y a Diane. ¿Están ellas bien?

—Brenda está bien. Los niños se entretienen esquiando. Larry y ella las pasan canutas cargando con los esquíes, los palos y las botas de un sitio para otro, pero de todos modos están muy a gusto en Vail —hizo una pausa y frunció el ceño—. Diane es la que me tiene preocupado.

—¿Qué es lo que le pasa?

—No estoy seguro. Se ha estado comportando de manera muy extraña. Desapareció el lunes y el martes, teniendo a Brad totalmente preocupado hasta que por fin encontró una nota entre las cartas del buzón.

Leslie también estaba preocupada. Diane había sido siempre un poco nerviosa, y era obvio que no había sido feliz últimamente, pero nunca había desaparecido.

—¿Dónde estaba?

—En un hotel.

—¿En la ciudad?

—Sí. Estaba sola. Pensando, decía. No he podido sacarle mucho más. Cuando vino a casa el martes por la noche, estaba muy deprimida.

—¿Y en la oficina, qué tal le han ido las cosas?

Tony suspiró.

—Según Gaffney, ha habido bastantes problemas. Es difícil trabajar con ella, y cada vez más. Es exigente e impredecible. Muy temperamental. ¿Por qué no hablas con ella, Les? Quizás tú puedas averiguar lo que le ocurre.

—Yo sé lo que le ocurre. Es Brad.

—Venga ya, Les. Brad no es tan malo.

—Tony, él sale a divertirse por ahí, ¡y tú lo sabes!

—No hay nada de nuevo en ello.

—Diane lo sabe también. La discreción no ha sido nunca una de las cualidades de Brad.

—Sí, pero hay muchas ocasiones en que no son nada más que habladurías.

—Las cuales pueden hacer casi el mismo daño.

—Vamos, Les. No puedo creer que a Diane le afecten las habladurías hasta ese extremo. Brad no sería capaz de hacer algo que la humillara intencionadamente.

—¿Estás seguro? —preguntó escépticamente.

Tony vaciló por un momento. Después dio rienda suelta a su propia preocupación.

—¡Por supuesto que no estoy seguro! Ese tipo puede ser un excelente hombre de negocios, pero no le conozco demasiado bien como persona. No puedo saber de lo que es capaz. Lo único que sé, es que si Di hace cosas como esta, Brad tiene motivos para... buscar la diversión en otra parte.

—Eso que acabas de decir es una barbaridad, Tony, especialmente cuando es precisamente Brad el que la hace actuar de este modo. De acuerdo, no te niego que Diane puede tener otros defectos. Pero ¿te puedes imaginar cómo se debe sentir cuando oye algo relacionado con las pequeñas... diversiones de Brad? Tu mujer te hizo algo parecido. ¿Cómo te sentiste?

—Eso ha sido un golpe bajo, Les.

—Y bien dirigido. ¿Cómo te sentiste?

Tony reflexionó por un instante, después habló con una seriedad poco característica en él.

—Enfadado. Dolido. Confundido. Avergonzado. Inseguro.

De manera muy parecida a como Leslie se había sentido cuando descubrió que Joe Durand estaba casado. De manera muy parecida a como no podría evitar sentirse, si pensara que Oliver estaba con... otra mujer...

—Gracias por ser tan sincero —dijo más dulcemente—. Ahora intenta pensar en Diane viviendo con, o intentando vivir, con esos mismos sentimientos.

Hubo un momento de silencio lleno de significado.

—Eso es algo que tendría que arreglar con Brad. Nosotros no podemos darle mucho más aparte de apoyo emocional.

—Exactamente. Déjame llamarla. Puede que me hable. A veces, el tener simplemente la posibilidad de airear las cosas, ayuda.

—Sabes, Les —murmuró Tony—, eres una buena persona.

—Soy su hermana.

—Hace algún tiempo no querías saber nada de los Parish —le recordó suavemente—. Creíamos que te habíamos perdido en la Costa Oeste.

—Necesitaba respirar, Tony. Todavía lo necesito. Supongo que soy afortunada porque, de alguna manera, lo he conseguido.

Leslie oyó un montón de sonidos diferentes por el teléfono, después la voz de Tony, que no se dirigía al auricular:

—¡Deja de molestarle, Jason! Como no paréis de... ¡Mark, vete arriba!

Tony volvió a hablar por el auricular.

—Leslie, tengo que darme prisa.

—Ya lo he oído. Bueno, Tony. Llamaré a Di. Y... gracias otra vez por Oliver.

Su hermano sonrió.

—Ha sido un placer. Espero que seas muy feliz.

Leslie colgó el teléfono. Los recuerdos de Oliver la animaron por el momento. Pero poco después, incapaz de librarse de su preocupación, Leslie llamó a Diane. Brad, que estaba malhumorado, le dijo que Diane estaba leyendo en su cuarto y que había dejado órdenes de no ser molestada. Poco dispuesta a forzar el asunto y posiblemente aumentar la tensión entre marido y mujer, Leslie dejó el recado de que llamaría al día siguiente.

Fue más fácil de decir que de hacer. Cuando su propia actividad se lo permitió, intentó localizar a Diane en su oficina tres veces. Todas las veces estaba fuera. Hasta después de cenar aquella noche, no pudo por fin hablar con ella. Lo que resultó, fue la conversación más inútil que jamás hubiera sostenido con otro ser humano adulto.

—¿Di? —al no recibir respuesta alguna, se identificó—, Soy yo. Leslie.

—Sí.

—¿Qué tal estás? —cuando el silencio reinó de nuevo, prosiguió—: Intenté localizarte anoche, cuando regresé de St. Barts, pero estabas leyendo.

—Estoy bien.

—¿Estás segura? No lo pareces...

—Gracias.

—No he dicho eso para ofenderte. Es sólo preocupación —hubo un silencio—. ¿Está todo bien ahí?

—Sí.

—¿Brad está bien?

—Sí.

—Oye, ¿no estarías cenando, verdad?

La sequedad de su hermana tenía que estar motivada por alguna causa. Quizás estuvieran en medio de una discusión y Brad estuviera de pie justo allí.

—No.

—Escucha, podríamos comer juntas algún día de esta semana.

—Puede ser. Ya te llamaré.

—¿Qué te parece el miércoles? —le preguntó Leslie. Decir mañana hubiera sido demasiado obvio.

—No lo sé. Ya te llamaré.

—¿Seguro? —insistió, pensando que Diane nunca había sido muy dada a devolver llamadas.

—Sí.

—Haz lo posible para que sea el miércoles.

—Te llamaré.

—Por favor, Di. Realmente me gustaría hablar contigo.

Leslie intentaba hacerle creer que era ella la que tenía el problema.

—Ya te he dicho que te llamaré —contestó Diane impacientemente.

—De acuerdo, Di. Ya hablaremos entonces.

Diane colgó sin decir una palabra más. Inmediatamente, Leslie llamó a Brenda. Tampoco entre las dos supieron qué hacer respecto a Diane.

—Puede ser que haya ocurrido algo en la oficina —sugirió Leslie, intentando explicar el repentino cambio de Diane.

Brenda suspiró.

—Posible. No probable.

Lo mismo que con Tony, sacó a relucir el tema del agitado estado emocional de su hermana con Brenda.

—¿Qué hacemos entonces? —preguntó.

De sus tres hermanos, a Brenda era a la única a la que alguna vez había pedido consejo o apoyo. Eficiente y seria en los asuntos de negocios, Brenda tenía una inteligencia fuera de lo común. Irónicamente, las equivocaciones que había cometido en su vida personal eran atribuidas a su ordenada y sistemática manera de ser.

—Estaremos en contacto. Tú comerás con ella el miércoles.

—Espera un segundo. Fui yo la que propuso el miércoles. Diane no quiso comprometerse. Me apuesto lo que quieras a que no llamará.

—Entonces la llamarás tú otra vez. Prueba mañana por la noche. Insiste hasta que ceda.

—Ya te lo estoy diciendo, Bren, parecía dura como una piedra.

—Lo sé. Pero se le pasará.

—Tal vez necesite... ayuda médica —se aventuró a decir Leslie con cautela, aunque supiera cuál iba a ser la respuesta de Brenda.

Ninguno de los Parish era partidario de la psiquiatría, aunque Brenda era peor que los demás. Al ser una especie de computadora humana, creía que tenía que haber una explicación sensata, sistemática y física para todo lo que sucedía en la vida. Cuando fracasó su primer matrimonio, lo atribuyó a que era una madre que trabajaba a plena jornada. Lo único que había sucedido era que no había tenido tiempo suficiente para satisfacer a un marido exigente. Larry, su segundo marido, era un hombre más dulce y acomodadizo, que estaba muy satisfecho de poder salir con Brenda cuando ésta disponía de tiempo libre. A su vez, Brenda daba la impresión de tener más tiempo libre, aunque nunca admitiera la profunda necesidad emocional que tenía de Larry. Él, que era un santo, tenía la suficiente confianza como para no exigir tales confesiones.

—¿Un problema mental? —respondió con evidente aversión—. Lo dudo. Tiene que ser algo más inmediato lo que la hace negarse a hablar y comportarse de esa manera tan extraña. Tienes razón. Siempre ha sido nerviosa. Lo cual es una razón más para darse cuenta de que algo debe haberla hecho estallar ahora.

—Bueno —Leslie suspiró, descorazonada—, intentaré hablar con ella. Te llamaré para contarte lo que pase.

Como si la computadora de su cerebro hubiera archivado un documento y sacado otro, la voz dé Brenda se animó.

—Oye, no me has comentado nada de tu viaje.

Su viaje. La sola mención trajo instantáneamente calor a su corazón y color a sus mejillas.

—Fue estupendo.

¿Qué sabría Brenda del viaje? ¿Le habría contado Tony algo acerca de su «bromita»?

—¿Mucho sol?

El tono de su voz se lo puso muy claro. No sabía nada. Y Leslie no quería sacar el tema a relucir hasta que no se sintiera más segura respecto a Oliver. En St. Barts había sido de lo más atento. Pero de vuelta aquí, a pesar de la cita para el fin de semana, faltaba por ver si su interés por ella continuaría. Cuando estuviera de vuelta a su mundo trepidante, deslumbrante, y vertiginoso...

—Sí —contestó con alegría fingida—. Mucho sol. Estoy muy morena.

—¿Y todo lo demás?

—Estupendo también.

—Me alegro. De acuerdo entonces. ¿Me llamarás cuando sepas algo de Di?

—Claro. Adiós, Bren.

Leslie colgó el teléfono pensando en Oliver. Se había emocionado al oírle, después de haberse pasado organizando la primera hora en su casa, convencida de que nunca llamaría. La vida en St. Barts había sido muy sencilla. La vida en Nueva York era otro problema. Teóricamente, si ella amaba a Oliver, y él la amaba, nada podría ser más simple. Si pudiera saber cuáles eran los sentimientos de Oliver... Era modelo, y, por lo tanto, actor hasta cierto punto. En St. Barts podría haber jurado que la quería, pero eso había sido parte de la ilusión que había elegido vivir. Aquí ya no lo sabía.

El fin de semana sólo sería algo revelador. Él tendría cinco días completos para compararla con su otra vida. Si el jueves llamaba poniendo alguna excusa poco convincente para cancelar la cita, lo sabría. Pero incluso si todo salía como estaba previsto y él se mostraba tan encantador como en St. Barts, ¿podría ella saber seguro que Oliver no estaba simplemente prolongando la diversión de las vacaciones?

 

* * *

 

Para Leslie, la semana fue difícil, llena de altibajos. Mientras que por un lado fue maravilloso volver a trabajar y distraerse con ello, por el otro, su tiempo libre fue lo contrario. Pensó en la inquietud que había sentido con tanta fuerza antes de irse de vacaciones y se dio cuenta, al igual que en St. Barts, de lo que la provocaba. En su casa reinaba el silencio. Las comidas en soledad no eran comidas en absoluto. Y a pesar del trabajo pendiente que llevaba a casa para distraerse, las noches eran aburridísimas. Y una cama vacía, una cama vacía era fría y lúgubre. Aun así, sus pensamientos sobre Oliver fluctuaban vertiginosamente. A veces estaba llena de esperanza, ilusionada y enamorada. Otras, estaba tan baja de moral como Diane parecía estar.

Irónicamente, la depresión de Diane era lo único que la consolaba de sus propias aflicciones amorosas. Como suponía, Diane no dio señales de vida. Leslie le concedió el beneficio de la duda hasta el miércoles por la mañana. En la oficina no estaba, pero consiguió localizarla en su casa. Le dijo que no estaba enferma, pero que no podía ir a comer con ella, y no podía hablar en ese momento. Leslie colgó el teléfono más convencida que nunca de que algo malo estaba sucediendo. La noche del miércoles, recordando tristemente a Oliver, y con nada mejor que hacer, subió a su coche y partió en dirección a la casa de Diane.

Brad abrió la puerta. Era un hombre de altura normal, de aspecto normal, con una perspicacia para los negocios mayor que la normal, y de un narcisismo bastante más acentuado de lo normal. Aparte de eso, era un hombre encantador, de una manera absolutamente artificial.

Sonrió jovialmente.

—¡Leslie! ¡Qué sorpresa! No te esperábamos. ¿Qué tal estás? —se apartó para dejar pasar a Leslie, pero dejó la puerta visiblemente abierta.

—Estoy bien. ¿Y tú qué tal estás?

—Muy bien. Oye, estás muy morena. ¿Dónde has estado?

Diane no se lo había dicho. Bueno, razonó Leslie, no había nada de extraño en ello. Diane no tenía por qué tener informado a Brad de los detalles de las idas y venidas de su familia.

—Estuve la semana pasada en la villa. Fue estupendo. ¿Está Diane?

—Está durmiendo —le contestó, sonriendo con aparente pesar.

—¿Durmiendo? Es muy pronto. ¿Está bien?

—Sí. Está bien. Sólo que ha trabajado mucho y se encuentra cansada. Ha estado muy ocupada preparando algunos diseños nuevos para la temporada de invierno.

—Ya veo —no valía la pena contarle que Diane no había estado en la oficina ninguna de las veces que la había llamado—. ¿Estás seguro de que no está enfadada conmigo? He estado intentando hablar con ella desde que regresé y ella me rehúye.

Brad se rió en voz alta.

—Esa es Diane —dijo, y aparentó estar conspirando—. Es la diva que hay en ella. Estoy seguro de que no está enfadada. Te llamará tan pronto como las cosas se aclaren un poco.

En principio, las palabras eran inocentes. Pero viniendo de Brad, que permanecía con la mano en la puerta abierta, tenían un significado más profundo. Leslie sintió inconfundiblemente que no era bien recibida. Cambió de postura y manoseó distraídamente las llaves.

—Bien, entonces no te molestaré. Me llamarás si surge algún problema, ¿verdad?

—¿Qué problema podría surgir? —respondió Brad, poniendo un brazo sobre los hombros de Leslie en una fingida muestra de cariño que, casualmente, la llevó hacia la calle.

«No está siendo tan disimulado como de costumbre», reflexionó Leslie, recordando que nunca había sido una gran admiradora de Brad.

—Bueno, si hay algo...

—Estará bien. Te doy mi palabra.

La despidió besándola fraternalmente en la mejilla. Una vez en el coche, Leslie arrancó rápidamente, sacando de mala gana la conclusión de que había hecho lo que había podido. Sí, todavía estaba preocupada por Diane. Pero si Diane no quería su ayuda, y Brad tampoco, no podía hacer nada más. Además, le apeteció pensar en Oliver de repente.

Mientras conducía, pensaba en lo distinto que era de Brad. Mientras permaneció en el sofá de la sala de estar tomando una taza de té, pensó en su manera de ser, mucho más sincera. Cuando se metió en la cama, con un libro, pensó en cómo él y sólo él, electrizaba sus sentidos. Finalmente incapaz de concentrarse, apagó la luz y, dejando a un lado las dudas, se abandonó a soñar en lo hermoso que sería el siguiente fin de semana.

 

* * *

 

Por desgracia, sus sueños no iban a hacerse realidad. Acababa de llegar a su casa después de trabajar el jueves, cuando sonó el teléfono. El pánico se apoderó de ella. El alivio que sintió al ver que no era Oliver duró muy poco.

Era Brad y estaba aterrorizado.

—¡Tienes que venir, Leslie! ¡No sé qué hacer!

Leslie sintió que los pies no la sostenían.

—¿Qué pasa, Brad? ¿Qué ha sucedido?

—Pasó el día encerrada en su cuarto. Cuando llegué a casa hace un rato descubrí que había armado un desastre silenciosamente.

—¿De qué estás hablando?

—Las tijeras. Ha destrozado las sábanas, las almohadas, las cortinas, los vestidos... ¡es un desastre!

Las imágenes de la destrucción comenzaron a formarse en la mente de Leslie.

—Cálmate, Brad —dijo, intentando permanecer tranquila a su vez—. ¿Qué está haciendo ahora?

—Ese es el problema. Ahora está en el comedor rompiendo platos. Está allí, tirándolos al suelo. ¡Cuándo intento pararla me los tira a mí! ¡Tienes que venir, Leslie! No puedo pararla. Nada de lo que digo funciona. ¡No sé qué hacer!

—De acuerdo, Brad. Tú quédate ahí, no te muevas. Llegaré enseguida. ¿Has llamado a Tony?

—¿Qué podría hacer? ¡Él es tan comprensivo como una roca!

Aunque aparentemente el hermano y el cuñado siempre se habían llevado bien, Leslie podía entender que, a su manera, Brad estaba intimidado por Tony.

—De acuerdo. Yo me encargaré de ello. Vigila a Diane y asegúrate de que no se haga daño. Ya me pongo en camino.

Llamó a Tony, marcando rápidamente su número. Él no sólo había tomado el cargo de presidente de la compañía, se había convertido en cabeza de familia. Era el paso del poder de, una generación a otra, con el viejo Parish feliz de no tener responsabilidad nada más que en el papel.

Leslie daba golpes con el pie impacientemente mientras el teléfono sonaba una y otra vez. Por fin lo cogieron, mientras una voz enfadada terminaba una frase.

—... siempre tienes que ser tú —la voz cambió de tono—. ¿Diga?

—¿Mark?

—Soy Jason.

—Jason. Soy la tía Leslie. ¿Está tu padre en casa?

—Sí. Espera un momento.

—Gracias.

Leslie miró al techo, rezando para que se diera prisa. Cuando oyó un sonido al otro lado de la línea, se preparó.

—¿Leslie?

—¡Tony! Gracias a Dios que estás ahí.

—Estás muy nerviosa, Les. ¿Qué es lo que pasa?

—Es Di. Brad acaba de llamarme. Ha empeorado.

—¿A qué te refieres?

—Está actuando de forma violenta.

—¿Violenta? ¿Diane?

Con toda la calma que pudo, le contó lo que Brad le había dicho.

—Brad no tiene la más mínima idea de lo que pueda hacer. No es que yo la tenga, pero Diane necesita algo —prosiguió al permanecer Tony en silencio—. ¿Qué piensas? ¿Deberíamos llamar a alguien? No me haría ninguna gracia, pero estoy preocupada. Está bien el no conceder importancia a una conducta extraña cuando se tienen esperanzas de que pasará, pero cuando lo extraño se convierte en violento, es otra cosa.

Tony vaciló sólo un instante.

—Estoy de acuerdo. Mira, vete para allá, y a ver lo que puedes hacer. Yo llegaré tan pronto como pueda.

—Gracias, Tony.

Colgó, cogió el abrigo que había dejado momentos antes y salió rápidamente. Tony era bueno para este tipo de cosas. Estaba segura de que llegaría con un profesional de primera para examinar a Diane.

El estado en que estaba la casa era impresionante.

—¿Dónde está? —preguntó al alicaído Brad cuando abrió la puerta.

Estaba pálido y despeinado. Parecía conmocionado, Leslie no pudo evitar preguntarse cómo podía haberle pasado desapercibido el estado mental de Diane tanto como para no ver venir eso. Entonces se reprendió a sí misma por su insensibilidad. La esposa de aquel hombre estaba deshecha. Por sinvergüenza que fuera, tenía derecho a estar trastornado.

—Está en el despacho —dijo de mala gana.

Leslie echó una ojeada al comedor. Incluso desde donde estaba, podía ver fragmentos de porcelana blanca esparcidos por el suelo.

—¿Está tranquila?

—Se le acabaron los platos. Creo que se calmó un poco. Está sentada allí, llorando.

Lanzó su abrigo hacia Brad y se dirigió hacia el despacho sin decir una palabra. Cuando llegó al umbral de la puerta, titubeó. Diane estaba sentada, era una pequeña silueta envuelta en una larga bata blanca, hecha un ovillo en un rincón de un enorme sillón. Era patético.

—Di —murmuró atormentada, cruzando rápidamente el cuarto.

Se arrodilló ante el sillón de su hermana y le acarició los hombros para consolarla.

—Di, ¿qué te pasa? ¿Di?

El llanto de Diane era tranquilo, su conducta muy diferente de la violenta que había demostrado hacía poco. Cuando continuó llorando, Leslie intentó calmarla.

—Diane, soy yo. Leslie. Quiero hablar contigo. Vamos. Dime algo.

Muy lentamente, Diane levantó los ojos rebosantes de lágrimas. El tiempo parecía haber retrocedido hasta el día en que perdió la competición más importante de toda su vida, cuando tenía dieciocho años. Parecía destrozada.

—¿Leslie? —murmuró con voz aguda.

Como si Diane fuera uno de sus alumnos, más que la mujer dos años mayor que ella que era, Leslie se inclinó para apartar un mechón de pelo moreno de sus mejillas.

—¿Qué te pasa, Di? ¿Qué es lo que te está haciendo sufrir?

—Oh, Les —comenzó con un nuevo torrente de lágrimas—. Yo... realmente he... estallado. Lo he... destrozado todo.

Leslie le cogió la mano y se la apretó con fuerza.

—No pasa nada, Di. Todo tiene arreglo.

Diane movía la cabeza negativamente mientras Leslie hablaba.

—No. No. No lo entiendes. Me siento fatal en la oficina. Todos ignoran las decisiones que tomo. Me siento fatal aquí. El se divierte siempre fuera de casa.

—No, Di.

—¡Es verdad! —exclamó Diane, con los ojos encendidos—. ¡Le odio! ¡Los odio a todos!

—Shhh. Sabes que eso no es verdad.

—¡Sí que lo es!

Durante unos minutos, Leslie se limitó a acariciar la mano de su hermana. Si Diane tuviera cuatro años, sabría qué decir. Incluso en ese instante tenía la intención de reconocer únicamente que acababa de pasar una mala rabieta, y ahora sólo necesitaba hablar un poco y arreglado. Pero no era tan sencillo. Diane no tenía cuatro años, tenía treinta y dos. Y en la rabieta había actuado de forma que se podía haber hecho daño con facilidad. También estaban los días depresivos por los que había pasado antes de estallar... ¿Dónde estaría Tony? ¿Y la ayuda?

—Puede que te sientas así ahora, Di, pero estás enfadada.

—No... estoy... enfadada... —comenzó a llorar de nuevo.

Leslie se levantó y se coloco sobre el brazo del sillón para intentar poner el brazo alrededor de su hermana. Como se resistió, hundiéndose más profundamente entre los cojines, Leslie buscó su mano otra vez.

—¿Te traigo algo? ¿Un vaso de vino? ¿Leche caliente?

Llorando en voz baja, Diane sacudió la cabeza como respuesta.

—¿Qué tal si te acuestas?

—No... puedo. El cuarto está destruido.

—Te puedes tumbar en este sofá —comenzó a levantarse—. Traeré una manta.

—¡No! ¡No quiero tumbarme!

Sintiéndose totalmente incapacitada para hacer de terapeuta, volvió junto a ella.

—De acuerdo. Nos quedaremos aquí.

—No tienes... que quedarte...

—Lo sé.

—Soy... una carga. Ahora para ti también.

—No eres una carga —argumentó Leslie de modo apremiante.

En su rostro había una terrible expresión de dolor. Nunca había visto tanta desdicha, tanta desesperación, como la que ahora veía en la cara de su hermana.

Entonces levantó la vista y, aliviada, vio cómo Tony pasaba por la puerta. Miró de nuevo a Diane, y se preguntó cuál sería su reacción cuando le viera.

—¿Diane? —dijo Tony, arrodillándose ante ella de manera parecida a como había hecho Leslie al principio—. ¿Estás bien?

Diane le miró sobresaltada.

—¡Tony! ¡Tú no... deberías estar... aquí! —exclamó entre sollozo y sollozo y apartó su mano de la de Leslie para taparse la cara con ella—. No quiero... que me veas...

—Diane, he traído a alguien conmigo. A él le gustaría hablar contigo.

Sólo entonces alzó la mirada Leslie, llena de esperanza en medio de la desesperación. Pero se quedó helada. Sus ojos se abrieron más. De la esperanza pasó a la confusión y la cabeza comenzó a darle vueltas. Apenas pudo oír las palabras de Tony.

—Éste es el doctor Ames, Diane. Va a ayudarte.


 


Date: 2015-12-18; view: 573


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