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CAPÍTULO SEIS

 

 

En realidad, no llegaron más allá de la terraza. Leslie tropezó con una de las sillas que la oscuridad le impidió ver, y necesitaba que la consolaran. Oliver diría mucho más tarde que lo que Leslie quería, era hacer el amor en todos los niveles de la villa. Pero en aquel momento no protestó. Al contrario, la intensidad con que hizo el amor esa vez sorprendió a Leslie, dada la satisfacción que habían tenido en la playa tan recientemente. Casi parecía que Oliver tenía miedo de lo que llegaría a saber cuando hablaran.

Pero aun así, no había renunciado. Después de haberse sentido como en el paraíso, disfrutando de placenteras sensaciones, se recobraron lo suficiente como para incorporarse lánguidamente de la hamaca y recoger sus ropas una vez más. Entonces Oliver la llevó hasta el estudio. La dejó sólo un momento para ir en busca de un par de albornoces. Cuando regresó, la cubrió dulcemente con uno de ellos, y después se sentó en una silla enfrente de la de Leslie. Se inclinó hacia delante mientras ella k observaba.

—Bueno, Les —comenzó resueltamente—. Vayamos al, grano.

—¿No estás agotado?

—No. ¿Quién fue?

Leslie dobló las piernas y cruzó los brazos.

—No tiene importancia.

—Yo creo que sí.

—Es mi pasado. Yo no te he preguntado nada acerca del tuyo.

Su rostro adoptó una expresión burlona que Leslie ya había visto antes en más de una ocasión.

—Eso es porque el mío es tan fantástico y tan absolutamente repleto de mujeres que no sabría por dónde empezar.

—Bien —dijo evasiva—, a lo mejor el mío es lo mismo. A lo mejor tengo un pasado oculto. Quizás no sea tan pura como aparento.

Él sonrió y se recostó. Le siguió el juego por unos instantes.

—Curioso, yo nunca te hubiera definido como simplemente «pura». Como pura miel, pura gracia, o pura sensualidad, sí. Pero nunca como... simplemente pura —entornó los ojos y volvió al tema—. Además, fuiste tú la que me informaste de que no te acostabas con todo el mundo, aunque el tono de tu voz era muy seductor, por cierto.

Leslie recordaba aquel momento con toda exactitud. Había sido el viernes pasado, cuando acababa de llegar de Nueva York. Se había sentido muy violenta a causa de su presencia. Qué lejos había llegado, reflexionó, pero repentinamente se dio cuenta de que no. Si se hubiera parado a pensarlo, se habría dado cuenta de que incluso entonces se sentía muy violenta, aunque por algo muy diferente en esta ocasión.

—Así que, Les —prosiguió, inclinándose hacia adelante para acariciar su mejilla— cuéntamelo. Háblame de la sinceridad. Demasiadas veces te he oído mencionarla con amargura y vehemencia. Dices que la necesitas. ¿Por qué?



Había un inconfundible indicio de cinismo en el tono de su voz. Intranquila, apartó la mirada.

—No tiene ninguna importancia, Oliver.

Aunque Oliver continuaba sentado con aspecto despreocupado, su mirada era muy aguda.

—Es importante para nosotros. Necesito saberlo... necesito comprenderte.

Fueron las últimas palabras las que lo consiguieron. «Necesito comprenderte... necesito comprenderte...» Las palabras volvían a su mente una y otra vez. Quizás tan sólo fuera la continuación de la ilusión que había nacido aquel día y que había llegado a su plenitud en la playa. Pero deseaba con tanta fuerza creer que a Oliver le preocupaba aquello, que por fin cedió y comenzó a hablar suave y lentamente, mirando al suelo.

—En realidad es muy sencillo. Fui educada como una Parish, siempre como una Parish. Vivía en una zona muy elegante, iba a un colegio privado... Mis amigos eran gente igual que yo, gente que tenía casi todo lo que deseaba —alzó la vista y miró a Oliver—. Oh, tengo amigos. Todavía tengo un par de buenos amigos de aquellos tiempos. Pero la mayoría de ellos me decepcionaron. Me parecían frívolos. Aburridos. Dispuestos a casi todo con tal de conseguir sus propósitos. Rebelarme fue algo natural. Era la más pequeña y sentía muchas ganas de independizarme de alguna manera. Habiendo tenido siempre todas las cosas materiales que había querido, y sabiendo que siempre estarían allí a mi disposición, fue muy fácil darles la espalda a todas ellas.

—¿Te hiciste «hippy»? —preguntó Oliver, algo divertido.

Leslie se sonrojó.

—No realmente. Hacía pequeñas cosas para demostrar mi personalidad, como por ejemplo volverme vegetariana, donar el dinero que me dieron por mi graduación a una asociación ecologista, o viajar con otros tres amigos por el campo.

—¿En bicicleta?

Leslie bajó la mirada.

—En moto.

—¿Y quiénes eran los otros tres amigos? —preguntó él.

—Mi mejor amigo del colegio... y sus primos gemelos.

Oliver apreció su vacilación y la interpretó correctamente.

—¿Chicos?

—Sí —le miró un poco a la defensiva y continuó rápidamente—: No había nada especial entre nosotros, simplemente éramos buenos amigos. Tampoco causábamos ningún problema. Nuestra idea de la aventura era vivir del modo más barato posible. Nos gustaba ir de acampada, y con sólo imaginarnos lo horrorizados que habrían estado nuestros padres si se hubieran enterado de las condiciones en que lo hacíamos, nos poníamos contentos —suspiró—. Tengo que admitir que conocimos el campo, todos habíamos visto antes el campo, pero nunca de aquella manera.

—Parece que te divertiste —aventuró Oliver irónicamente...

—¡Sí que me divertí! Realmente me divertí. Nos lo pasábamos en grande riéndonos de todo lo que siempre habíamos tenido. Pero entonces los otros tres volvieron a tener todo aquello cuando se acabaron las vacaciones.

—¿Y tú?

—Fui a la universidad de Berkeley —al mirar a Oliver extrañado, sonrió—. No estuvo tan mal. En realidad, ya no era tan rebelde, así que me mostraba muy receptiva a la enseñanza. Me sentía muy segura de mí misma y me encantaba estar a cinco mil kilómetros de distancia de los demás Parish.

—¿No te controlaban de ninguna manera?

—No. Confiaban en mí.

Oliver frunció el ceño.

—¿Y podían confiar en ti?

Pensó durante un momento y a continuación asintió con la cabeza.

—Mis intenciones eran buenas. Era idealista y estaba empeñada en ser independiente y abrirme camino por mí misma. Nunca habría hecho algo de lo que se pudieran sentir avergonzados. Al menos, no intencionadamente.

Hubo una pausa de silencio durante unos instantes, silencio roto por el suave murmullo de las olas del mar y por la suave brisa que se deslizaba a través de las puertas de cristal. Leslie descansó por un momento, pero impaciente como estaba por soltar lo peor, continuó enseguida.

—Mi primer año de universidad fue magnífico. Me gustaba la universidad y me iba bien —le miró tímidamente—. Fue una experiencia nueva encontrarme a mí misma entre tanta gente realmente seria e independiente. En muchos casos fue humillante. Creo que me eché un poco hacia atrás en mi revolución personal, y me dediqué a conocerme a mí misma. Me gustaba. Creía que había conseguido la mezcla adecuada de rebeldía y moderación...

Dejó de hablar, sus ojos reflejaron un lejano dolor.

—¿Qué pasó entonces?

Como si se hubiera olvidado de su presencia, se sobresaltó al oírle. Se encogió de hombros y se quedó mirando los pliegues de su albornoz.

—Conocí a un chico. Estudiaba Medicina —volvió la cabeza hacia un lado, para evitar la intensa mirada de Oliver—. Era alto y bien parecido, brillante y divertido, y en muy buena posición. Iba a ser médico. A curar al mundo...

—Conozco a esa clase —la interrumpió, pero Leslie estaba demasiado absorta en su propia historia como para oír la sequedad de su voz.

—El caso es que empezamos a salir juntos y... las cosas se pusieron muy difíciles. Casi no podíamos vernos. Yo estaba muy ocupada estudiando, y su horario era diez veces peor. Creo que era el tiempo que pasábamos separados lo que más nos unía. Yo era joven y estaba enamorada, me pasaba todo el tiempo que no estábamos juntos pensando en todas las cosas maravillosas que él haría. En todas las cosas maravillosas que haríamos juntos. A él le gustaba hablar de ir a naciones necesitadas. Eso encajaba perfectamente con mi manera de ver las cosas: era noble y altruista. Cuando estaba sola me pasaba todo el tiempo soñando en el día en que nos graduaríamos y nos iríamos a África o a Sudamérica, él como médico, yo como profesora. Era perfecto.

Hizo una pausa como recordando aquella ilusión. Después sacudió la cabeza, consternada.

—Las cosas no salieron como yo soñé.

—¿Por qué no?

Leslie le miró con expresión de dolor.

—Estaba casado.

—Oh. Y tú no lo sabías.

—¡Por supuesto que no! —exclamó, doblemente herida—. ¡Nunca me liaría con un hombre si supiera que estaba casado! ¡Después de aquello me volví muy cautelosa en todos los asuntos en los que el sexo estuviera relacionado! ¡He tenido bastante con tener aquella historia como primera experiencia amorosa! Estaba absolutamente convencida de que él estaba estudiando todo el tiempo. Lo que quiero decir —su voz ahora estaba llena de ironía—, es que un estudiante de medicina tiene que ser, entre clases, prácticas y demás, la persona más ocupada del mundo. No me extraña que luego tengan a sus pacientes en la sala de espera durante horas y horas. Estoy convencida de que lo hacen como venganza. Simple venganza.

Oliver esperó a que Leslie se calmara antes de hablar.

—No todos los médicos son así, Les. Están los que sirven por un tiempo en los Cuerpos de Pacificación, los que trabajan en los hospitales con horarios inverosímiles, o los que se hacen médicos particulares y se fijan como meta el ver a todos sus pacientes cuanto antes. Cómo son como médicos puede ser muchas veces muy diferente de cómo son en la vida privada.

—Yo no estoy tan segura de eso —replicó secamente—, aunque te daré la razón, pues por lo que sé, Joe se convirtió en un excelente médico. Y respecto al otro asunto, puede ser que yo tuviera tanta culpa como él.

Ante la mirada perpleja de Oliver, Leslie le aclaró lo que acababa de decir:

—Yo era una joven muy idealista y algo ingenua, y me creía todo lo que me decían. Me explicaba que cuando no tenía ninguna obligación, quería olvidarse de todo. Así que siempre era él quien venía a verme, y no al revés. Estúpida de mí, que le creí.

—¿Le querías?

—Por las cosas que conocía de él, sí. Era verdaderamente encantador. Un estupendo médico de cabecera. Estuvimos saliendo juntos durante casi seis meses, hasta que un día se me ocurrió la idea de darle una sorpresa. Había cocinado unas cuantas cosas en casa, las metí en unas tarteras y salí con ellas hacia su apartamento. Sabía su dirección, vivía en la zona de Palo Alto, aunque yo no había ido nunca allí.

Leslie tragó saliva, como tratando de aceptar de nuevo lo que sucedió aquel día.

—Era un apartamento precioso; además, no estaba muy lejos de la Facultad de Medicina. Más bonito que la mayoría, muy acogedor. Cuando pasé al vestíbulo para sorprenderle, lo comprendí todo. Era un apartamento para matrimonios de estudiantes. «Doctor y señora Durand», ponía en la placa de la puerta. Giré sobre mis talones con el corazón destrozado, y me fui a casa.

Oliver cogió la mano de Leslie, tratando de consolarla, pero ella estaba absorta en la historia y no reaccionó a las suaves caricias.

—¿Le volviste a ver?

—Por supuesto —contestó Leslie sonriendo irónicamente—. Él no se había enterado de que yo había ido a su casa, por lo tanto ignoraba lo que yo sabía. Se imaginaba que la farsa podría continuar indefinidamente. Cuando vino a mi casa varios días después, yo ya había tenido tiempo suficiente para calmarme y ordenar mis ideas. Realmente estuve muy... bien.

—Estoy seguro de ello —remarcó Oliver gravemente.

—Lo estuve —insistió, levantando la mirada en un estallido de coraje—. La verdad es que fue muy gracioso. Me eché a sus brazos diciéndole lo mucho que le había echado de menos, lo mucho que le amaba. Le dije que se me había ocurrido la idea de que podría venirse a vivir conmigo. De este modo, se ahorraría un montón de dinero, y yo podría cuidarle, cocinar para él, lavarle la ropa... Después de todo, por qué no, ¿no estábamos tan enamorados el uno del otro?

—Eso no estuvo bien —la reprendió Oliver, aunque sin poder ocultar del todo el brillo de admiración que había en su mirada.

—Estuvo perfecto, aunque tú puedas pensar que tal vez fue algo... rencoroso —replicó Leslie implacablemente—. En aquel momento estaba hecha polvo. Me sentía utilizada y engañada. Tenía que equilibrar un poco la balanza, me conformé con hacerle sufrir un poquito.

—¿Y lo conseguiste?

—Oh, sí —contestó, sin el menor asomo de orgullo o alegría en sus palabras—, comenzó a poner pegas con voz lastimera, argumentando que nunca podría estudiar, que se sentiría de lo más culpable cuando tuviera que decirme que me marchara cuando él tuviera que trabajar... Yo insistí, replicándole que a mí aquello no me molestaría y que prefería observarle estudiando a no verle nunca.

—¿Cómo reaccionó él ante eso?

—La verdad es que de manera muy previsible. Pretendió hacerme creer que estaba emocionado por mi propuesta, me abrazó e intentó acabar con la discusión haciendo el amor.

—¿Y lo hicisteis?

—No. Levanté la rodilla con fuerza y le dije que «probara» a hacer el amor con su mujer.

Oliver se incorporó bruscamente hacia delante, como si hubiera sentido el golpe en su propia carne.

—¿De verdad hiciste eso?

—Tenlo por seguro. Y nunca he sentido remordimientos. Estaba dolida y furiosa. ¡La cara que puso! Primero su expresión fue de sorpresa; después, de incredulidad, y al final, de puro terror. Eso fue lo que saqué del asunto. Aquella pequeña satisfacción... y la determinación de no volver nunca más a hacer el ridículo.

Leslie levantó la mirada y se sorprendió al ver la expresión de tristeza de Oliver.

—Todo está bien, Oliver —forzó una sonrisa—. Aquello ya pasó, y he sobrevivido. Mirándolo desde aquí, creo que estaba más decepcionada conmigo misma por haber sido tan idiota como para no darme cuenta de nada. Realmente le quería. Pensaba que había encontrado a alguien diferente, alguien que se preocupaba más por vivir y por hacer cosas que por llegar más alto en la escala social. Me equivoqué. Que yo me fuera a dedicar o no a difundir la historia era lo que a él más le preocupaba. Podría dañar su imagen y hacer que las oportunidades que tenía de ir a Boston en un futuro disminuyeran. No a Kenia. A Boston. Chico, me equivoqué.

Durante un rato, Oliver permaneció sentado mirándola lleno de consternación. Cuando Leslie no pudo soportar por más tiempo el silencio, se levantó de la silla y fue hasta la ventana.

—Así que ya sabes lo inteligente que es la chica con la que estás. Ya sabes por qué soy desconfiada.

Como la alfombra amortiguó el sonido de sus pasos, Leslie no le oyó aproximarse. Cuando sus brazos la rodearon con la intención de hacerla volverse, se resistió. Pero él insistió y lo consiguió.

—Lo siento —murmuró Oliver, con una voz tan triste que la estremeció.

—¿Que lo sientes? —inquirió, aturdida por su expresión casi angustiada—. ¡Tú no tuviste la culpa!

—Pero aun así... en algunos detalles, me identifico con... tu Joe.

—No es mi Joe, y eso es ridículo. Aparte de que los dos lleváis pantalones, no os parecéis en nada. Él era un mentiroso canalla. Tú no lo eres. No me has prometido nada y tampoco has dicho ninguna cosa que no pudieras explicar. Nunca has intentado dulcificar la imagen de lo que haces, incluso cuando yo pensaba lo peor.

Las ardientes palabras de Leslie no aliviaron el dolor de Oliver.

—Pero sabes tan pocas cosas de mí —comentó con voz profunda.

—Conozco lo esencial. Y Tony te conoce. Si hubiera habido algo inadecuado en ti, él nunca te habría sugerido que vinieras. Además, acabas de ser lo suficientemente amable como para no reírte de mí ahora mismo.

—¿Se ha reído alguien? —preguntó Oliver frunciendo el ceño en gesto desafiante.

—No se ha reído nadie, porque nadie lo sabe. Y si alguien se entera —le amenazó bromeando—, yo personalmente me encargaré de derribarte de tu blanco corcel de caballero andante.

—Prefiero caer de un caballo a que me den una patada en cierta parte. Demonios, eres una mujer peligrosa.

—Sólo cuando me obligan a serlo. Yo no quiero ser peligrosa.

El rostro de Oliver adquirió una expresión de ternura mientras la abrazaba con fuerza.

—Oh, Leslie. Desearía... desearía...

Un dedo de Leslie se posó en sus labios para silenciarle.

—Por favor, no digas nada. Aquí la vida es tan... simple. Tan sencilla. Es como estar desnudo: natural y maravilloso.

—Pero luego está Nueva York.

—La semana que viene —el volumen de su voz aumentó—. No ahora.

—¿Y la sinceridad que afirmabas necesitar?

—Nueva York es Nueva York y esto es esto. Ahora sólo quiero disfrutar de lo que hay aquí —le miró algo suplicantes—. ¿No puedes entenderlo, Oliver?

—Demasiado bien, encanto —murmuró con repentina furia.

Entonces la besó apasionadamente. El beso fue prolongado, posesivo, perduraba incluso cuando la llevó en brazos hacia el dormitorio. Sólo cuando la dejó sobre la cama, Oliver retiró sus labios. Murmuró su nombre varias veces, mientras se ponía sobre ella, tembloroso.

—Leslie, Leslie, déjame quererte como te mereces...

Asombrada por la pasión de su súplica, Leslie no encontró palabras que pudieran expresar lo que sentía. Oliver Ames debía ser el hombre más dulce y compasivo de la tierra. Abriendo los brazos, se aferró a él. Él la sostuvo, abrazándola con la misma intensidad con que la había besado, y después aflojó su abrazo. Con dedos nerviosos, desató el nudo del albornoz de Leslie, extendiéndolo a ambos lados. Entonces procedió a adorar cada centímetro de su cuerpo desnudo, primero con las manos, luego con la boca, luego con la lengua. Sin poderlo evitar, Leslie se retorció ante la oleada de placer y ternura que él estaba provocando. Era como si con aquella adoración desenfrenada tratara de compensarla de todo el daño que otro hombre le había hecho.

Luego, él se apartó para quitarse el albornoz y Leslie separó las piernas para recibirle. El fuego subsiguiente fue como un bálsamo para su espíritu y les impulsó hasta llegar a un éxtasis en el que daba la impresión de que sus almas serían una sola eternamente. Cuando, tras las continuas oleadas de placer que obligaban a sus cuerpos a mantenerse en tensión, se enfriaron, el agotamiento se apoderó de ellos inevitablemente. Leslie se durmió entre los brazos de su amante, loca de felicidad y satisfecha, y no se despertó hasta que ya estuvo bien entrada la mañana.

 

* * *

 

—Feliz cumpleaños, encanto.

Leslie se apretó contra él con los ojos cerrados todavía y sonriendo.

—Mmm. Te has acordado.

Los brazos que la rodeaban la estrecharon con más fuerza.

—Por supuesto que me he acordado. Treinta años... pero... ¿qué es esto?

Leslie sintió cómo le apartaba el pelo del cuello.

—¿Qué es el qué?

—Esta arruga.

—¿Qué arruga?

Un dedo recorrió su garganta.

—Esta. Debe ser la edad. Dicen que el cuello es donde primero se deja ver, cariño.

Leslie echó la cabeza hacia atrás, arqueó las cejas y abrió los ojos.

—¿En serio? —preguntó vivamente.

Oliver asintió, haciendo todo lo posible para mostrarse serio.

—Tengo que entender un poco de este tema... En mi oficio, la cara lo es todo. Nos preocupamos de cosas muy importantes, como las arrugas en las comisuras de los labios, el pelo que comienza a desaparecer en ciertas zonas…

—¿Y a ti te preocupan esas cosas ahora? —se burló Leslie—. ¿Qué harás cuando comiencen a sucederte?

—Oh, no me preocupa en absoluto. Los hombres no envejecen; simplemente parecen más duros y respetables. Son las mujeres las que se tienen que preocupar. Oye, Les, yo no frunciría el ceño de esa manera. Así sólo conseguirás que tu frente se llene de arrugas.

Oliver se agachó justo a tiempo de evitar la mano que con intenciones no demasiado pacíficas se dirigía hacia su cara. Agarró a Leslie y la besó con fuerza. Ella se resistió tan sólo un instante, antes de rendirse al placer.

—De todas maneras —dijo dulcemente, acariciando la delicada piel de su cara— no creo que tengas que preocuparte por las arrugas. Puedes tener por seguro que no parece que tengas treinta años. Yo no sé cómo eras hace cinco o diez años, pero me parece que eres del tipo de mujer que mejora con la edad, y no envejece.

—Oliver Ames —le reprendió pausadamente— eso parece un anuncio de la tele. Lo único que falta es que los cámaras surjan de detrás de las cortinas.

—No hay ninguna cortina.

—Entonces... de debajo de la cama.

—El cielo tenga compasión de cualquiera que hubiera estado esta noche debajo de la cama. El pobrecillo seguro que habría sufrido una conmoción cerebral.

Leslie sacudió la cabeza y suspiró, sonriendo con resignación.

—Eres incorregible.

—Más vale ser incorregible que no desayunar a tiempo. Vamos —anunció, dejándola sobre las sábanas y saltando de la cama— tengo hambre. Pensándolo mejor, tú quédate en la cama. Desayuno en la cama para la chica que cumple años.

La chica que cumplía años de repente fije absolutamente consciente de que era la primera vez que veía a Oliver desnudo a la luz del día. Bajo los brillantes rayos de sol que pasaban a través de las ventanas, su cuerpo se veía fuerte y muy masculino.

—¿Les? —se inclinó sobre ella, que le miró sorprendida—. ¿Quieres desayunar, verdad?

Ella tragó saliva y se dio cuenta de lo tonta que él pensaría que era si le dijera que lo único que deseaba era mirarle, tocarle...

—Claro.

Como leyendo sus pensamientos, se sentó en la cama. Cogió su mano y la llevó hasta su cadera, moviéndola sobre la mismísima línea que todo el mundo había visto en el anuncio.

—Puede que me esté haciendo viejo después de todo —se burló—. Me hiciste hacer muchísimo ejercicio anoche —se inclinó y la besó en la frente—. Desayunaremos y nos iremos... a explorar. ¿Qué te parece?

Su voz aterciopelada y la tersura de su piel la hacían estremecerse llena de excitación. Sonrió.

—Me parece muy bien.

Resbaló bajo las sábanas y observó cómo Oliver dejaba el cuarto. Cerró los ojos esperando su regreso.

Oliver regresó con una bandeja llena de toda clase de manjares. Comieron hasta saciarse y se dedicaron a explorar, como él había prometido. Era casi mediodía cuando finalmente se decidieron a salir de la cama, se ducharon juntos, y se dirigieron hacia la playa, llevando puesto nada más que un par de toallas, de las cuales se desprendieron para extenderlas sobre la arena y tumbarse encima.

—Esto es indecente —remarcó Leslie, admirando la solidez del cuerpo desnudo de Oliver, que estaba tumbado junto a ella—, pero me encanta.

Él abrió un ojo.

—Eres muy atrevida para ser una señorita conservadora. Oye, nunca acabaste de contarme la historia de la chica rebelde.

Cerró los ojos que había abierto y se puso boca abajo, apoyando la barbilla sobre las manos a tiempo de verla levantarse.

—Espera —dijo Leslie—, si quieres excitarme, necesitas más loción —estaba arrodillada sobre las caderas de Oliver, con el frasco de loción en la mano. Él se estremeció cuando Leslie dejó caer la crema a lo largo de su columna—. No me gustaría que se te achicharrara el culito.

—¡No, por Dios! —murmuró Oliver, escondiendo la cara entre los brazos para resistir los escalofríos que le producían las manos que, tan delicadamente, vagaban sobre su piel.

Un minuto después de que ella hubiera terminado y se hubiera tumbado de nuevo, Oliver levantó la cabeza. Se estiró en un vano intento de ponerse cómodo y se aclaró la garganta.

—Tu historia.

Ella estaba boca arriba con los ojos cerrados. Se incorporó para echarse la crema que le quedaba en las manos sobre el vientre y los senos, y se volvió a quedar inmóvil.

—No hay mucho más que contar.

—¿Regresaste al este para acabar tus estudios?

—¿Y poner en peligro mi independencia? De ninguna manera.

—¿Y no te molestó quedarte allí con los recuerdos de aquel individuo tan cercanos?

—Estaba tan furiosa por aquel entonces que sólo pensaba en lo incómodo que él se sentiría sabiendo que yo estaba allí. Cuando mi enfado fue disminuyendo poco a poco, me di cuenta de que la historia tampoco había sido tan terrible. Sí, estaba herida, avergonzada y bastante desilusionada. Pero sabía que sería peor regresar a casa con el rabo entre las piernas. Además, me gustaba Berkeley, y con los estudios, siempre estaba ocupada. Me gradué y me quedé enseñando allí durante seis meses. Por aquella época ya había asimilado lo que me había sucedido con Joe.

—¿Y después?

—Regresé a casa. Había madurado mucho durante aquellos tres años y medio. No sólo por lo que había aprendido de lo ocurrido con Joe, sino también porque me había dado cuenta de que tenía el suficiente carácter como para seguir mi propio camino entre los Parish. Además, a mí me encanta Nueva York.

Con los ojos cerrados, Oliver tanteó buscando la mano de Leslie. Cuando la encontró, la envolvió en la suya.

—¿Quién habla como si fuera un anuncio ahora? Y yo que pensaba que no te gustaban las multitudes.

—Y no me gustan... cuando tengo que ir a trabajar, al supermercado, al banco, o a la tintorería. Pero me gustan los museos y el teatro. Y no hay nada como pasear entre el tumulto que se organiza en la Quinta Avenida en Navidad. Esta es la razón por la que vivo fuera de la ciudad, pero cerca de ella. Si no me apetece ir, pues no voy. Puedo elegir. ¿Y a ti, no te molesta vivir en medio de todo el jaleo?

Oliver le había dicho antes que vivía en el centro de la ciudad, aunque no había dado muchas explicaciones más.

—Por la conveniencia de la zona, soporto casi todos los inconvenientes. Además, tengo una casita en Berkshires. Fabulosa para los fines de semana.

Leslie se preguntó qué haría Oliver los fines de semana, si tendría alguien con quien jugar a las palabras cruzadas y... con quien hacer otras cosas. Pero no preguntó. No creía que tuviera derecho a hacerlo. Al fin y al cabo, no había habido ni grandilocuentes palabras de amor ni proclamaciones de amor eterno. Y no las deseaba. Podrían ser muy superficiales. No, reflexionó, era preferible no dar nada por hecho, no hacerse ilusiones de algo que quizás nunca se materializaría. Así era más seguro. Más seguro, aunque desalentador...

—Estás muy callada.

—Estaba... pensando.

—¿En qué?

—En... lo hermoso que es esto y en lo que me gustaría poderme quedar otra semana.

—¿No puedes? —se incorporó apoyándose sobre el codo.

—Los centros esperan —suspiró exageradamente—. Ah, el precio del éxito. Para nosotras las ejecutivas, la jornada nunca acaba. Ellos dependen de nosotras, nos necesitan. Oh, ¡quien fuera una humilde chica de los recados! ¡Oye! ¿Qué estás haciendo? —abrió los ojos y vio a Oliver en cuclillas junto a ella.

—Echarte crema —sus manos ya estaban extendiéndola.

—¡Pero si ya me he echado!

Oliver se montó sobre sus caderas para hacerla estarse quieta.

—Oliver... —le advirtió, mientras sus manos se deslizaban sobre la piel de Leslie en círculos llenos de sensualidad.

—Luego —susurró con voz apremiante:

—¡Esto es ridículo! ¡El truco más viejo, intentar seducirme con la excusa de la crema!

—Supongo que no seré muy original entonces —murmuró, mientras dejaba resbalar sus manos sobre las puntas de sus senos una y otra vez.

—¡Dios mío! —gimió. Se mordió los labios y se arqueó sin poderlo evitar ante los movimientos de Oliver.

—No, encanto, no te muevas. Déjame hacer a mí.

Apoyando las manos a los lados de los hombros de Leslie, se puso sobre ella. Sus ojos tenían la ternura que Leslie había llegado a conocer tan bien, la profundidad que había llegado a adorar, la vulnerabilidad que siempre la impresionaba.

—Déjame... amarte otra vez.

Leslie rodeó su cuello con los brazos.

—No sabía yo que los modelos fueran tan insaciables.

—Sólo contigo —murmuró, buscando la miel de sus labios y abriéndose camino entre sus muslos.

Y ella le volvió a creer. Le creyó porque tenía que ser así, porque el intenso amor que sentía en su interior estaba lleno de confianza. Si se equivocaba, lo sentiría después. Pero ahora no tenía posibilidad de elección. Ninguna posibilidad en absoluto.

 

* * *

 

—Esto es absolutamente decadente —remarcó Leslie—. Creo que llevamos ya dos días sin vestirnos.

Era sábado por la mañana y acababan de salir de darse un baño en el mar. Se secó la cara con la toalla, y cuando miró, se encontró con Oliver todo mojado, de pie, mirándola. La toalla de Oliver pendía olvidada, de su mano, pero ella también se olvidó de la suya ante la extraña e incierta expresión del rostro de Oliver. Ya había visto aquella expresión más de una vez durante los dos últimos días. No era una expresión obsesionada, ni de dolor, ni preocupada, ni asustada, pero tenía un poco de todas estas emociones y algo más, y todo ello unido le producía a Leslie una fuerte inquietud.

—¿Te ocurre algo? —le preguntó dulcemente.

Dio un paso hacia adelante y se detuvo, como si acabara de tener un presentimiento. Sacudió la cabeza, y comenzó a avanzar de nuevo.

—¿Oliver?

—Lo siento, Les. ¿Qué decías? —preguntó, parpadeando.

—Nada especial. Sólo intentaba ser amable.

—¿Otra vez?

Su sonrisa fue un alivio, lo mismo que la mirada llena de malicia que le lanzó.

—Oye, creo que deberíamos vestirnos —sugirió, llevándola hasta él—. Hace ya casi dos días que no lo hacemos. ¿Crees que nos acordaremos de cómo se hace?

Al principio pensó que se estaba burlando de ella. Después de todo, ¿no había hecho ella hacía poco un comentario sobre lo mismo? Pero él parecía tan sincero y tan inocente... ¿En qué habría estado pensando? Había notado la tensión en que estaba últimamente, una tensión que le invadía en momentos extraños, tales como el que acababa de pasar.

Las cosas se estaban poniendo más difíciles. Cada día de felicidad que pasaba, empeoraba el asunto. Intentaba disfrutar del presente. Pero no funcionaba. Pensaba en el día siguiente, y en el día que vendría después de aquél... y así hasta llegar al día en que tendría que regresar a Nueva York. ¿Le seguiría viendo entonces? ¿Podrían conciliar dos maneras de vivir tan diferentes? ¿Quería ella intentarlo? Lo único que sabía, era que quería a Oliver. Desesperadamente.

—Oye, ¿pero qué es esto? —preguntó con exquisita ternura mientras hada desaparecer una lágrima, que se deslizaba por la mejilla de Leslie. Sin esperar a que le respondiera, la rodeó entre sus brazos y la abrazó con fuerza.

—Me parece que no me agrada la idea de vestirme —dijo con voz triste.

—A mí tampoco, pero es algo que tendremos que hacer más tarde o más temprano. ¿Lo sabes, no, Les?

El significado de sus palabras estaba más claro que el agua.

—Oh, sí.

Echó la cabeza hacia atrás para mirarla.

—También sabes que no voy a dejar que te vayas, ¿no?

La vehemencia de sus palabras la sorprendió tanto que le agradó.

—No, eso no lo sabía —murmuró.

—¿Te importa?

Leslie negó con la cabeza. ¿Importarle? La primera insinuación de que quería verla en Nueva York... ¿cómo le iba a importar? Cierto, habría que superar muchos obstáculos. Cierto, podría tropezar y caer. ¿Pero... qué tal si también allí viviera día por día como había hecho, o al menos había intentado, en St. Barts? ¿No sería mejor que nada?

—Por supuesto que no me importa —respondió, con los ojos lacrimosos y una sonrisa en los labios.

—Estupendo. Entonces, ¿qué te parece si nos vestimos y nos vamos a la ciudad? Hay algo que quiero recoger.

—Suena interesante.

—¿Y una comida en el puerto, un paseo en coche alrededor de la isla y pasar la tarde en la playa?

—Hummm.

—Y la cena... ¿Y salir a cenar por última vez?

Leslie tragó saliva para deshacerse del nudo que tan rápidamente se le había hecho en la garganta.

—No lo dudes.

Oliver le besó entonces los ojos, la punta de la nariz, los labios... Respirando lleno de agitación, la abrazó con fuerza; después, con la cabeza inclinada, se echó hacia atrás y tomó su mano. Leslie podría haber jurado que estaba tan emocionado como ella en aquel instante, pero cuánto de lo que vio era producto de lo que quería ver, eso no lo sabía. Tener deseos era peligroso. Peligroso... pero irresistible.

 

* * *

 

Ese día, que era efectivamente el anterior a su marcha, fue muy movido. Como de mutuo acuerdo, fue también silencioso, mantuvieron sus mentes ocupadas con la hermosura de todo lo que vieron, dijeron e hicieron. Era como si tuvieran miedo de los pensamientos que pudieran venirles a la cabeza si no estuvieran distraídos.

Gustavia parecía más animada que nunca. Pasearon, comieron y después, para sorpresa de Leslie, pararon en una joyería que Oliver obviamente debía haber visitado con anterioridad. Allí recogieron el collar de oro que él había encargado. Era una cadena de forma trenzada, con una gran amatista en el centro. La piedra hace juego con los ojos de Leslie a la perfección.

—No puedo aceptarlo, Oliver. ¡Es... es demasiado!

—Nada de demasiado. Está simplemente bien. Fue hecho para ti, tu regalo de cumpleaños. Lo siento, pero me parece que ya es demasiado tarde para negarte a aceptarlo.

Oliver enganchó el cierre con habilidad, colocó el collar adecuadamente, y se echó hacia atrás para contemplar cómo quedaba sobre su piel. Leslie insistió.

—No tenías que haberlo hecho. No había necesidad... —entonces, avergonzada, frunció el ceño—. ¿No te daría Tony la idea, eh?

Durante unos instantes pensó que Oliver iba a pegarla.

—No, Tony no me dio la idea. Lo pensé yo sólito.

—Lo siento —le dijo presurosamente, se acercó hasta él y le cogió del brazo—, no quería decir eso. Sólo que es tan hermoso... y lo que significa... Yo... yo necesitaba saber que era tuya la idea, sólo tuya... Creo que no se me da muy bien aceptar regalos.

—Oh, amor —se quejó Oliver, la volvió hacia él, puso las manos sobre sus hombros y bajó la cabeza para mirarla—. Quiero que tengas esto sólo porque...

—¿Sólo porque...? —repitió tímidamente.

—Sólo porque tú eres tú y yo soy yo, y juntos hemos pasado una semana verdaderamente maravillosa. Quiero que tengas esto para que cuando regresemos a Nueva York, puedas tocar tu garganta y recordar lo que hemos compartido.

—Yo nunca podría olvidarlo —murmuró, emocionada por sus palabras—. Nunca, Oliver.

—Espero que no —dijo con voz áspera y la estrechó contra él, con una desesperación que les iba a acompañar durante el resto de su estancia en la isla.

Aquella noche hicieron el amor más lenta e intensamente que en las otras ocasiones. Fue la expresión de todo lo que habían significado el uno para el otro durante aquella semana. Y cuando se despertaron al amanecer para desearse, había una gran desesperación en sus movimientos: se buscaban, se abrazaban, se aferraban a algo que tal vez no volverían a tener. Y esto era precisamente lo que temía Leslie. Con el norte vendría el frío, el mundo real, y todas las diferencias que ella pensaba que existirían entre ella misma y aquel hombre al que amaba.

Cuando cogieron el barco que les llevaría hasta St. Martin al mediodía, estaban deprimidos. En el jet que les llevó hasta Nueva York, estaban algo inquietos. Y cuando llegaron, reinando ya la oscuridad y con temperatura glacial, estaban visiblemente en tensión. Cuando Oliver la dejó en el taxi que la llevaría hasta su casa, Leslie estaba a punto de estallar.

—¿Oliver? —le miró frenéticamente, preparada para decirle cuánto le quería, preparada para suplicar, para hacer lo que fuera para retrasar la separación.

—Shh. Te llamaré. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Le sonrió como pudo, tragó saliva y dejó que el conductor la llevara hasta su casa.


 


Date: 2015-12-18; view: 655


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