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CAPÍTULO TRES

 

 

Tenía parte de razón, reconocería Leslie después. Necesitaba el amor de un hombre. Pero no sólo en el sentido físico en el que Oliver se lo ofrecía. Necesitaba algo más profundo. Amistad, eso era lo que estaba echando de menos en su vida. Deseaba amor. Un hombre, una familia, un hogar. Y Oliver Ames, cuyo cuerpo era un artículo con el que hacía negocio, no era el hombre ideal para darle todo aquello. Oh, sí, le encontraba atractivo. Su cuerpo respondía a las caricias de Oliver precisamente de la manera que él pretendía. Pero para hacer el amor, tendría que haber muchas más cosas aparte de deseo. Ya había hecho el ridículo una vez cegada por la pasión. ¡No lo haría nunca más!

—Me necesitas —repitió Oliver con voz ronca. Leslie negó con la cabeza.

—No, eso no es verdad —dijo entrecortadamente, luchando contra su atracción con todas sus fuerzas.

Oliver sujetó las manos de Leslie en la arena, a ambos lados de la cabeza de ella.

—Sí que lo es —insistió—. ¿No lo ves? ¿No lo sientes?

Lo que ella sentía era la audacia de su cuerpo, firme, ardiente y agresivo, imprimiendo su virilidad en el de ella. Lo que sentía era el estremecimiento con el que su propio cuerpo respondía, la acumulación de un calor intenso en su interior, un fuego impensado que comenzaba a arder.

—¡Sí que lo siento! —exclamó sofocadamente—, pero no puedo, Oliver, no puedo rendirme a ello. ¿No te das cuenta? —sus dedos apretaron con fuerza los de Oliver, su mirada daba señales de desesperación—. No puedo verlo del modo que tú lo ves. Tú puedes ser capaz de pasar de una relación a otra sin dificultad, pero yo no. Supongo que soy anticuada, pero así es como soy —el volumen de su voz disminuyó hasta convertirse en un murmullo tembloroso—. Lo siento.

Oliver sonrió abiertamente, se apartó y se sentó mirando hacia el mar.

—No lo sientas. En realidad es... maravilloso.

Leslie observó los músculos tensos de su espalda. Sin lugar a dudas, esa vez lo había conseguido. ¿Qué pensaría sobre ella ahora? Respirando irregularmente, se incorporó sobre sus rodillas. Un impulso la hizo acercarse a él con el fin de acariciarle para suavizar la dureza de sus últimas palabras, pero se contuvo a tiempo. Quería que se marchara, si lo hubiera hecho, le habría dado incentivos para quedarse.

Se levantó y se dirigió hacia las escaleras.

—¿Leslie?

Leslie se detuvo, sus pies descalzos estaban ya en el primer peldaño «Muévete, Leslie, muévete. Muéstrale tu entereza. Muéstrale que no te importa». Pero no podía. Porque sí que le importaba. A pesar de su modo de vivir, equivocado o no, no podía evitar sentir algo por Oliver Ames.



—¿Leslie?

La voz provino justamente de detrás de ella. Se volvió, y sintió cómo se estremecía todo su interior. Su expresión era tan vulnerable, tan parecida a la que tenía en el anuncio... Pero no podía ser una comedia, había algo mucho más profundo y suplicante en ella.

—Escúchame. Quiero hacerte una proposición.

—¿Una proposición?

Ante la expresión de temor de Leslie, su mirada se dulcificó todo lo posible.

—Nada comprometedor —dijo para calmarla, y curvó los labios en un gesto parecido a una sonrisa—. Simplemente práctico. Éstas son tus vacaciones. Esta semana tenía que ser algo especial para ti.

Levantó una mano hacia el hombro de Leslie, pero la detuvo el aire y la dejó caer de nuevo. Ella no pudo sino recordar su mismo gesto frustrado de hacía unos instantes.

—¿Qué te parece si hacemos un trato? Tú irás por tu camino y yo por el mío. Tú te instalas en el dormitorio principal y yo en el que he usado esta noche. Me gustaría explorar la isla, así que no me cruzaré en tu camino. Podrás hacer cualquier cosa que quieras hacer por tu cuenta... a menos que cambies de opinión. Si eso sucede —su mirada bajó hasta los labios de Leslie—, estaré aquí.

Leslie le observó, tratando de anteponer lo que él era a lo que proponía.

—Me parece que te vas a aburrir mucho —le advirtió.

—Lo dudo —dijo Oliver mirando a su alrededor—. Con todo esto, un buen libro y una cocina a mi disposición ¿cómo podría aburrirme?

Leslie se preguntó qué tendría que ver la cocina con todo aquello. No había ni un gramo de grasa en aquel hombre, así que no debería ser muy glotón.

—No puedo prometerte nada...

—No te estoy pidiendo promesas.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué prefieres pasar una semana tranquila y sin jaleos a irte a un sitio más animado? Estoy segura de que habrá muchísimas mujeres...

Ante la mirada fulminante de Oliver, cerró la boca.

—No quiero montones de mujeres. Ni ningún jaleo. Puede que no lo creas, pero pasar una semana tranquila me parece ideal.

Oliver se pasó los dedos por el pelo, haciendo caer gotas de sudor sobre su frente. Leslie estaba contenta de que algo pudiera ponerlo nervioso.

—Tienes razón. No te creo —bromeó alegremente—. Estoy segura de que tu vida en Nueva York es un torbellino de placer sin fin.

—¿Placer? No siempre. A veces el torbellino parece más bien una tempestad. Lo cual es uno de los motivos por los que estaba encantado de poder vivir aquí. Necesitaba este descanso. Leslie, estoy cansado. Puede que tengas razón. Puede que me esté haciendo demasiado viejo para esta clase de… —una chispa de buen humor retornó a su mirada—, existencia desarraigada. Puede que una semana de... abstinencia me haga bien. Reconstruir mi personalidad, por decirlo de alguna manera. Reformarme. Devolverme al buen camino.

—Poco probable —musitó. Pero su resistencia había sido vencida.

Era cierto que esperaba haber tenido la villa para ella sola. Era cierto que la presencia de Oliver la mantendría en guardia. Pero había algo demasiado... atractivo en él. Puesta a compartir la villa, podría haber sido mucho peor.

—¿Qué respondes? —la empujó impacientemente.

—¿Qué puedo responder? Después de la conferencia sobre tus buenos propósitos me sentiría como una miserable si me negara —entornó los ojos—. Contabas con eso, ¿verdad?

Él simplemente se encogió de hombros y se dirigió con rapidez hacia las escaleras.

—¿Dónde vas? —gritó Leslie.

—Estoy desapareciendo, como prometí —respondió desde la terraza.

Seguro que en un instante habría desaparecido dentro de la casa. Sonriente, Leslie fue a la terraza más baja y se tumbó en una de las hamacas.

Una hora después, llegó hasta su nariz un delicioso olor. Muerta de hambre, cruzó el nivel superior de la terraza. Sólo cuando abrió la puerta y entró, comenzó a comprender el porqué de la atracción de Oliver hacia la cocina.

—¿Qué has hecho? —preguntó con la boca haciéndosele agua.

Oliver estaba sentado a la mesa, absorto en la lectura de un libro. Delante de él había un plato con restos de almíbar.

—Buñuelos al estilo belga. Quedan dos. Sírvete tú misma —dijo sin levantar la vista.

En un plato cubierto con papel de plata había dos enormes buñuelos todavía calientes. En otros platos había fresas, pasteles, almíbar y batido. Se sintió como si estuviera ante el mostrador de un restaurante. De no ser por la bandeja de los buñuelos, que después de haber sido bien fregada se estaba secando en el fregadero, hubiera sospechado que lo había traído todo de un restaurante.

Oliver dejó su plato vacío en el fregadero.

—Cuando hayas acabado —murmuró al oído de Leslie—, no toques nada. Yo lo recogeré todo más tarde.

Leslie alzó la vista a tiempo para verle marcharse. La siguiente cosa que supo era que estaba completamente sola.

Titubeó sólo un minuto antes de coger un plato limpio y hacer homenaje al banquete que Oliver había preparado. Estaba delicioso. Además, estaba muerta de hambre. Seguro que se estaba recuperando.

Sin pensárselo dos veces, Leslie limpió todo una vez que hubo terminado. Entonces subió las escaleras para coger un bañador, se equipó con un bote de crema bronceadora y una toalla y se marchó a la playa.

El día era completamente apacible. Tomó el sol durante un rato, regresó a la cocina en busca de una bebida fría y un libro y entonces se pasó varias horas en la playa en una silla cómoda, bajo la sombra de una palmera, dormitando a veces acunada por el suave murmullo de las olas.

Fiel a su palabra, Oliver había seguido su propio camino. O al menos así lo creía, pues no había vuelto a verle en todo el día. Se sentía relajada y libre, casi como si tuviera la villa para ella sola.

No le volvió a ver aquel día. Cuando abandonó la playa al final de la tarde, se encontró con un bolso marrón grande y una nota en la mesa de la cocina.

Leyó la nota: Cena si te apetece. He cogido la motocicleta para explorar. La puesta del sol es espectacular desde Castelets. Si no volviera al anochecer, te lego mi bolsa de libros. Considero especialmente interesante...

Dobló la nota y miró al cielo llena de consternación. Castelets era un lugar escarpado, y el camino de fuerte pendiente había hecho volverse atrás a más de un taxista en su día. Leslie frunció el ceño y estrujó la nota en su puño. Así que, en caso de fallecimiento, heredaría sus libros. Qué precavido. Sin lugar a dudas había pensado que su elección de libros la fascinaría.

Entonces se sorprendió a sí misma. ¿No había tenido pensamientos parecidos cuando Oliver seleccionó la música? Había quedado agradablemente sor prendida en aquella ocasión. Qué tal si... Muerta de curiosidad, estiró la nota arrugada y la acabó de leer: Considero especialmente interesante el último de Ludlum. ¿Por qué no echarle una ojeada?

Además, ella misma tenía todas las intenciones de hacerlo cuando había comprado el mismo libro y lo había metido en su bolso para llevarlo a St. Barts. Le gustaban los libros de aventuras, ¿no? Pero probablemente él después las vivía, mientras que ella se conformaba con leerlas. Con gesto irónico, comenzó a sacar, uno a uno, los pequeños paquetes que había dentro del bolso que había sobre la mesa. Crema de langosta, pastelillos de patata, pasteles recién hechos, sin duda eran de La Rôtisserie. Impresionada por su aparente conocimiento de las especialidades típicas de la isla, se preguntó por un instante si Oliver no habría estado allí antes. ¿Quizá por otro trabajo? ¿Con otra mujer?

El hambre, afortunadamente, era mucho más fuerte que los celos en aquel momento. Dejando a un lado todo pensamiento sobre Oliver y su turbulento y dudoso pasado, comenzó a comer. Después se quedó leyendo hasta dormirse y tan sólo se despertó una vez, al oír movimiento en el piso de arriba. Sonrió dulcemente y cerró los ojos de nuevo.

El domingo prometía ser un día tan agradable como lo había sido el sábado, pues la playa estaba radiante. Leslie pasó de nuevo la mañana allí. Esta vez, antes incluso de que hubiera podido levantarse de la arena en busca de una bebida y algo de comer, le llamó la atención el ruido de pasos en los escalones que bajaban desde la terraza. Levantó la mirada desde donde estaba tumbaba y vio a Oliver aproximándose, con una cesta enorme en una mano y una manta en la otra.

—Hola —dijo, dejó la cesta sobre la arena y extendió la manta—. ¿Qué tal estás?

—No muy mal —contestó intrigada, viéndole sacar paquetes de la bolsa—. ¿Qué llevas ahí?

—Algo de comer —la miró por un instante—, ¿tienes hambre?

—Algo...

—Eso es bueno.

En unos pocos segundos, la manta estuvo cubierta de platos. Había un gran pedazo de queso, frutas variadas, una hogaza de pan francés y una garrafa de vino blanco. Cuando Oliver sacó dos vasos, los llenó y le ofreció uno a Leslie; ella lo aceptó afablemente.

De nada —dijo en español.

Rien —le corrigió dulcemente.

—¿Cómo?

Rien. La isla es francesa —estirándose, tocó el pan con un dedo—. ¿Todavía caliente? No me digas que lo has hecho tú.

—No te lo diré —respondió. Sacó un cuchillo y comenzó a cortar la hogaza—. Realmente —hizo un corte perfecto y le pasó a Leslie la rebanada y un poco de queso—, lo han hecho en una pequeña panadería encantadora.

Leslie sonrió burlonamente.

—La conozco —había ido muchas veces allí—. ¿Pero cómo la encontraste? ¿Habías estado aquí antes?

—¿En St. Barts? —se metió una uva en la boca y cuando le iba a lanzar otra a Leslie, vio que ésta tenía las manos ocupadas; se inclinó hacia delante y la dejó entre sus labios—. No. Pero yo leo... y pregunto. Incluso las guías pueden ser muy informativas.

Oliver estiró las piernas y bebió un sorbo de vino.

Llevaba un bañador negro esta vez, con una raya blanca a cada lado. Su piel tenía un tono más brillante incluso que el día anterior. Más brillante, más cálido, y absolutamente tentador. Daban ganas de acariciarlo. Leslie se metió un pedazo de pan en la boca y lo masticó enérgicamente.

—Las guías revelan todos los secretos que sería mejor guardar. De hecho, cuando comenzamos a venir aquí, el mismo St. Barts era un secreto. Al menos para los norteamericanos. Ahora, Gustavia está mucho más atestada de gente. Las cosas han cambiado.

—Todavía es muy hermoso —su mirada se deslizó hacia el trecho de playa cercano—. Y bastante aislado todavía.

Leslie apartó la mirada de Oliver.

—Sí. Tenemos suerte.

Oliver le ofreció una loncha de queso antes de servirse otra.

—¿No te gustan las multitudes? —preguntó, dando un mordisco mientras esperaba su respuesta.

—No me molestan. Lo que quiero decir, es que supongo que son inevitables en Nueva York. Si quieres disfrutar de las ventajas de una gran ciudad, tienes que aceptar los inconvenientes.

—¿Vives en el centro?

—No. En la isla.

—¿Es allí donde das clase?

—Sí.

—¿Cómo comenzaste?

—¿En la enseñanza?

—Sí.

—Comencé en el centro de la ciudad en realidad. Sabía que quería trabajar en el nivel preescolar y, como la cantidad de mujeres que trabajaban aumentaba, había centros preescolares surgiendo por todas partes. Aunque después de un año me di cuenta de que... bueno... quería irme un poco más lejos.

—¿Lejos de tu familia?

Había dado en el clavo.

—Sí.

—¿No te gusta tu familia?

—Adoro a mi familia —replicó rápidamente—. Sólo que... necesitaba distanciarme un poco. Y además había otros incentivos...

—¿Tales cómo...?

—Tales como enfrentarse con el problema de los suburbios, que todavía está sin solucionar. Ya había unos cuantos centros establecidos allí, que cuidaban de los niños durante todo el día. Pero aquellos centros hacían sólo eso: responder a las necesidades de las mujeres trabajadoras, más que a las que tenían los niños por sí mismos. Lo que hacía falta era algo más que el simple cuidado, un ambiente en el que los niños pudieran aprender en vez de tan sólo pasar el tiempo.

Leslie hizo una pausa para beber un sorbo de vino. Oliver levantó la garrafa con presteza y añadió más a su vaso.

—¿Así que encontraste algo allí?

—Hice algo allí. Otra mujer y yo organizamos un pequeño centro en un local que alquilamos en una iglesia, hicimos los planteamientos de enseñanza adecuados, encontramos una chica formidable para enseñar con nosotras, y funcionó. Nos asociamos un año después, y al año siguiente abrimos otros dos centros más en barrios vecinos. El otoño pasado abrimos el cuarto y tenemos dos más en proyecto.

—No está mal... para una maestra.

—Hum. A veces lo dudo. Hay veces en las que los asuntos de dirección no me dejan tiempo para lo demás. Pero me gusta. Las dos cosas, enseñar y organizar.

—¿Quieres a los niños?

—Son unas pequeñas criaturas absolutamente sinceras. Tienen algo en la cabeza y lo dicen. Algo les molesta y lloran. Sin ninguna afectación. Es maravilloso.

—No es decir mucho a favor de nosotras, las criaturas grandes, ¿verdad?

—No —alcanzó otra uva, se puso de cara al sol y cerró los ojos mientras se deleitaba con su dulce sabor—. Esto es formidable. Gracias. Me encantan los picnics.

—Es bonito.

Leslie abrió los ojos para encontrarse con la mirada de Oliver.

—¿El qué?

—Tu color.

—Debe ser el vino. O el sol —dijo sin admitir que su presencia tal vez tuviera algo que ver en el asunto.

—Se te ve bien. Tu voz suena mejor. La verdad es que estás mejorando del resfriado.

—Sí, doctor —se burló y contuvo el aliento ante el brillo de su mirada tranquila.

Leslie sentía penetrar el calor de Oliver dentro de ella, agitando su sangre y acelerando su pulso. Se preguntaba si alguna mujer podría ser inmune a aquella orden silenciosa. Una orden tan clara en sus ojos como en la larga y sinuosa tensión de su cuerpo. Se mordió los labios y miró hacia otra parte. Pero Oliver se había levantado y se dirigía hacia la orilla.

—Necesito bañarme —murmuró a la carrera, dejando a Leslie admirando su gracia al correr y zambullirse en el agua.

—Te dará un calambre —susurró, pues Oliver no la podía oír, absorto como estaba dando brazadas y alejándose de la orilla.

Leslie miró de nuevo la comida extendida sobre la manta y después hacia la casa. Era difícil acabar con los viejos hábitos, pero él lo estaba intentando. La verdad era que la había dejado sola la mayor parte del tiempo. De pronto se le ocurrió la idea de que podría desaparecer y dejarla en paz; obviamente, él tendría unos planes para sus vacaciones muy diferentes de la inocente convivencia que ella había aceptado. Pero fue él quien lo sugirió, y podría marcharse cuando quisiera, razonó, aunque encontró el pensamiento vagamente perturbador.

Lo que necesitaba, meditó, era un antídoto contra Oliver, algo que diera el máximo placer y minimizara el riesgo de sucumbir ante un hombre tan poderoso y viril como él. ¿Existiría tal cosa? Soltó una carcajada. Era el vino. Se le había subido a la cabeza. El vino...

Poco después, Oliver salió del mar. Oyó, con los ojos todavía cerrados, cómo se dirigía jadeante hacia la manta, cómo sacaba la toalla que había llevado en la cesta y cómo se frotaba con ella la cara y el pecho. Después se sentó en la arena junto a ella. Durante un breve instante, Leslie sintió un hormigueo en la piel y supo que estaba mirándola.

—¿Todo bien? —le preguntó Oliver.

—Todo bien —respondió, tranquilizándose cuando él cerró los ojos.

Estuvieron tumbados juntos y en silencio, levantándose a cada rato para picar algo, o para darse un baño y refrescarse. Fue Leslie la que se excusó primero, recogió sus cosas y regresó a la casa. Telefoneó para que le llevaran un coche de alquiler y se duchó. Se puso un vestido de verano amarillo a rayas y unas sandalias. Fue en coche hasta la ciudad y se dirigió hacia un pequeño restaurante que había junto al puerto.

La puesta de sol era maravillosa, los reflejos rojizos caían sobre la multitud de pequeños botes anclados en el puerto. Una y otra vez, la mirada de Leslie se dirigía hacia las parejas que había a su alrededor en las otras mesas de la terraza al aire libre. Todos parecían felices. Se preguntaba de dónde vendrían, si estarían casados, si la felicidad que parecían haber conseguido era tan sólo fruto del escenario romántico o si el escenario había intensificado algo que ya existía desde el principio.

Se marchó sin tomar postre y regresó a la villa, pero se la encontró vacía. Vagó de cuarto en cuarto durante un tiempo, valiéndose del pretexto de admirar la nueva decoración, antes de instalarse por fin en el dormitorio, con el libro que había dejado antes. Eso era lo que quería, recordó intencionadamente. Paz y soledad.

Tres veces tuvo que leer la misma página antes de lograr por fin asimilar las palabras.

 

* * *

 

El lunes por la mañana, no quedaba nada más que el recuerdo del resfriado. Se levantó a tiempo de descubrir a Oliver nadando bajo los primeros rayos de sol de la mañana y, como no le apetecía reunirse con él, se retiró a la cocina y preparó un desayuno a base de huevos fritos, bacón y tortitas. Había más que suficiente para los dos. Se comió a toda prisa su parte, dejó el resto en el horno y regresó a su cuarto. Entonces, cogió una toalla, un sombrero de paja y un libro, y se fue a la ciudad. Compró un periódico y se quedó leyéndolo en una terraza, antes de dirigirse hacia la playa pública.

Extendió la toalla sobre la arena, se quitó el albornoz, y, mirando alrededor para asegurarse de que la gente también lo hacía, se quitó la parte de arriba del bikini y se puso a tomar el sol.

Era extraño que pudiera hacer eso con tanta facilidad en una playa pública, mientras se empeñaba en llevar el bañador de una pieza en la intimidad de la villa. Pero la villa no era totalmente íntima esa vez.

Allí estaba Oliver. Recordó cómo le había visto esa mañana, con el sol reluciendo en su cuerpo mientras nadaba. Recordó cómo estaba el día anterior, tumbado junto a ella en la playa. A Leslie le gustaba la suave capa de vello que hacía más ásperas sus piernas, la capa que había sobre su pecho, la línea que estrechándose bajaba hasta su vientre.

Consternada, sintió cómo se le endurecían los senos. Se volvió bruscamente boca abajo y se reprochó en silencio la estupidez de sus pensamientos. ¿Se estaba muriendo de ganas de que la tocara un hombre? Era cierto que había pasado mucho tiempo desde que por última vez había sido lo suficientemente temeraria como para confiar en uno hasta el punto de hacer el amor. Pero nunca había sentido hasta ahora esa especie de frustración que había hecho que su cuerpo respondiera a la pura imaginación.

Desafiante, se volvió a poner boca arriba una vez más y se concentró en pensar en su vida en Nueva York. Los centros de preescolar estaban prosperando. Seis el próximo otoño... todo un éxito. ¿Qué haría ahora? Quizá debería dejar un poco la enseñanza y ponerse a estudiar para intentar conseguir algún título relacionado con la dirección de empresas. Eso supondría centrarse en las técnicas de dirección que había ido adquiriendo sin darse cuenta. Había también otras posibilidades, y aceptar la oferta de Tony e incorporarse a la Corporación no era la menos importante de ellas. A pesar de la distancia que había puesto a propósito entre la Corporación y ella misma, no era ni ciega ni sorda. ¿No había oído hablar en reuniones familiares del crecimiento de la Corporación? Había nuevos sectores formándose todo el tiempo, y podría dirigir cualquiera de ellos si demostraba el más mínimo interés.

Pero no lo mostraba. Ni lo mostraría. Había algo en el poder de las altas esferas y en el todopoderoso dólar que le revolvía las tripas. Valores equivocados, lealtades inmerecidas, matrimonios por conveniencia más que por amor...

Como Tony. Se había casado con Laura porque prometía ser la esposa que cualquier ejecutivo desearía. El único problema fue que todos los demás ejecutivos también la necesitaban, o la querían... o sencillamente la tomaban; o al menos eso parecía.

Al sentir las piernas resecas, Leslie se incorporó y se echó crema en abundancia. Después volvió a tumbarse de nuevo. Y Brenda, siguió pensando. Iba ya por el número dos. El número uno había sido el amor de su colegio que, desafortunadamente, había adquirido el hábito de perder en el juego cada centavo que ella ganaba. Pobre Brenda, John había sido una decepción. Quizá Larry fuera mejor para ella.

Y después venía Diane. La delgada y pequeña Diane, que tan sólo anhelaba ser una número uno de la gimnasia, hasta que descubrió que todo el dinero del mundo no podía comprarle la medalla de oro. Incapaz de conformarse con la plata o el bronce, abandonó. Como consolación, se le concedió la dirección del sector deportivo de la Corporación.

No había estado a la altura del cargo desde el comienzo. Incluso Tony se había dado cuenta. Cuando se enamoró de Brad Weitz, vicepresidente de la empresa de su propia familia, las cosas parecieron mejorar. Con la habilidad para los negocios de Brad y de su equipo de ejecutivos, Diane prosperó un poco. Ella pudo entonces centrar sus atenciones en los gustos de la familia Parish, más que en la dirección de alto nivel.

Desafortunadamente, mientras el negocio florecía, su matrimonio se iba a pique. Brad desaparecía a veces, pero volvía siempre para tratar de solucionar la situación de Diane. Aunque inevitablemente, volvía a las andadas antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo. Más de una vez Diane había mirado a Leslie con envidia por su situación de libertad sentimental.

«Si ella lo supiera», reflexionó irónicamente Leslie mientras se volvía a poner boca abajo.

Adormecida por el sol, siguió tumbada durante un buen rato, disfrutando del anonimato y de la total ausencia de responsabilidades. Cuando tuvo calor, se levantó y se dirigió hacia la orilla. Nadó cerca de ella durante unos minutos y regresó a la toalla. Se tumbó boca arriba y cerró los ojos. Era divino. Absolutamente divino. Se sentía perfectamente integrada en la paz y la quietud de aquella isla.

Los bañistas iban y venían, mientras el sol iba lentamente acercándose a su punto más alto. Leslie se echaba crema frecuentemente, pensando que comenzaba a armonizar con los cuerpos bronceados que había por todas partes. Suspiró, cerró los ojos y volvió a su adoración al sol. Una vez, puede que dos veces al año, iba a St. Barts. Si fuera más, no sólo se aburriría, sino que también su cuerpo se arrugaría como una pasa. Una vez... puede que dos veces al año... era agradable...

Con una sonrisa de complacencia, dobló la cabeza levemente hacia un lado y miró a los bañistas. Entonces se le heló la sonrisa y su satisfacción se desvaneció. Un hombre se había tumbado muy cerca en una toalla, con la cabeza vuelta hacia el otro lado. Su pelo moreno con unas leves canas en las sienes era inconfundible. ¡Él! ¿Cuándo había llegado? ¿Cómo había logrado encontrarla? Su espalda estaba cubierta de crema bronceadura; su respiración era regular. Daba la impresión de que ya llevaba allí algún tiempo, mientras ella había estado tumbada medio desnuda, ajena a todo.

Por segunda vez durante aquel día, se tuvo que poner boca abajo, avergonzada. La primera vez tan sólo se lo había imaginado y su cuerpo había reaccionado. Ahora estaba allí, junto a ella. ¿Qué podía hacer? Podía ponerse la parte de arriba del bikini tranquilamente y volverse a tumbar igual de tranquila. Pero él se daría cuenta y entonces se sentiría mucho más cobarde por ello. Podía sencillamente vestirse y marcharse, pero entonces se vería privada de un tiempo de playa. Podía seguir allí tumbada hasta que él se cansase y se marchara. Pero él no haría eso sin antes dirigirle la palabra. Además, tampoco iba a estar todo el tiempo tumbada boca abajo.

Había otra alternativa, y era lo que iba a tomar. Había ido a la playa por su cuenta y estaba a gusto. Con Oliver o sin Oliver, se quedaba. Al sol. Y boca arriba, si así le venía en gana.

En un impulso de rebeldía, volvió a doblar la cabeza como lo había hecho cuando vio a Oliver por primera vez. Cuando le miró, lanzó una exclamación; él estaba mirándola fijamente.

—¡Oliver! —susurró, respirando entrecortadamente. Leslie había esperado contar con el tiempo suficiente para adaptarse al hecho de su presencia.

—Lo siento. No pretendía asustarte.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—No mucho. Puede que quince o veinte minutos.

—Oh.

—Es una playa agradable.

—Sí.

Leslie apretó los labios y negó con la cabeza, sintió que se le endurecían los senos y perdió su coraje. Con toda la calma y naturalidad que pudo, volvió a ponerse de nuevo boca abajo. Aunque el movimiento la había acercado a Oliver, se sintió menos apurada.

—Es agradable venir aquí de vez en cuando —murmuró, y logró aparentar un suspiro de tranquilidad.

—No me imaginaba que tú harías esto, Les.

Leslie sabía perfectamente lo que había querido decir.

—¿Por qué no?

—Pareces más... Me parecías una persona más... cohibida.

—Normalmente lo soy —confesó, en un susurro; había algo muy íntimo en aquella conversación. Leslie encontró agradable la sensación.

Oliver cruzó los brazos bajo la barbilla.

—¿Qué es lo que hace que las cosas sean diferentes aquí?

De haber habido el más mínimo indicio de burla en sus palabras, Leslie se habría puesto a la defensiva instantáneamente. Pero su voz continuaba siendo suave y llena de curiosidad, su mirada alegre y dulce.

—No lo sé. Puede que la demás gente. Son desconocidos.

—¿Y eso te da seguridad?

—Supongo.

—Y es impersonal.

—Hum...

—¿Cómo... ir al ginecólogo?

—Vamos, Oliver. ¿Qué es esto?

—Sólo trato de comprender por qué te desnudas para ellos... pero no para mí.

—¡Oliver!

Oliver parecía casi herido. Cuando Leslie le miró a los ojos alarmada, se encontró con aquella expresión de vulnerabilidad que a veces tenía su mirada. Se mordió los labios. Rápidamente, Oliver alargó la mano.

—No hagas eso —murmuró, frotando el labio con la yema de su dedo índice, hasta que Leslie lo soltó. Continuó durante un momento más acariciando sus suaves labios, que estaban algo separados. Entonces puso la mano sobre la espalda de Leslie. La sutil incursión le había llevado unos cuantos centímetros más cerca de ella.

—Cielos, tienes la piel muy caliente. Te vas a achicharrar.

—Estoy bien.

Se sentía extrañamente tranquila y no puso ninguna objeción cuando Oliver comenzó a acariciarla dulce, pero intensamente. Durante unos cuantos segundos, sólo se miraron.

—¿Oliver?

—¿Qué?

—¿Cómo es la profesión de modelo?

Su mano se detuvo un instante antes de proseguir su movimiento tranquilizador.

—Es... divertida.

—Eso ya lo dijiste antes. Pero... he oído decir que es algo muy cansado, ya sabes, muchas horas haciendo la misma cosa una y otra vez. ¿Es así?

—No lo sé —respondió—. Nunca he tenido que hacer lo mismo una y otra vez.

—¿Tan bueno eres?

Sonrió acentuando su tono burlón, pero había una total ausencia de arrogancia por parte de Oliver.

—No. Simplemente... funciona.

Leslie recordó el escenario del anuncio de Homme Premier.

—¿Es a veces... violento?

—¿Qué quieres decir?

—Cuando tú... bueno... tú estás desnudo a veces, ¿verdad?

—Sí —dijo Oliver esbozando una sonrisa.

—¿Te molesta?

—Me gusta la desnudez.

—Así que si estuvieras en una playa nudista, tú...

—No —respondió sin vacilar.

—¿Por qué no?

—Porque sería embarazoso.

—¿Embarazoso? ¡Pero si tienes un cuerpo magnífico!

De nuevo esbozó una sonrisa algo burlona.

—¿Y cómo lo sabes? No lo has visto todo.

—No hay demasiado sin cubrir.

—Algunos hombres se ofenderían por eso —dijo él, y frunció el ceño.

—Vamos —protestó—. Sabes lo que quería decir. ¿De verdad te sentirías violento sin el bañador?

—En esta playa... junto a ti... sí.

—¿Por mí?

Así que no era la única neurótica, pensó.

—Sí —se acercó un poco más. Sus labios estaban a un suspiro de los de Leslie—. No creo que pudiera estar tumbado tan impasiblemente como la mayoría de estos hombres. Ya fue lo suficientemente malo cuando llegué aquí y vi tu coche entre los demás. Había estado antes en esta playa y sabía cuál era el estilo.

Su mano se detuvo justo bajo su axila. Leslie sintió sus senos estremeciéndose ante la cercanía, pero no se podía mover. Los ojos de Oliver estaban fijos en los suyos con una expresión de cariño que se lo impedía.

—Hay montones de mujeres hermosas aquí, Les, pero yo era totalmente inmune... hasta que te vi.

—Suena como la letra de una canción —se burló para tranquilizarse.

Entonces, recordando lo descaradamente que había estado tumbada, con los pechos desnudos, se puso colorada.

—Estoy hablando en serio —dijo, acariciando el lateral de uno de sus senos. Ella se puso seria también.

—Lo sé —murmuró ella.

Oliver no dijo nada más, sólo miró a Leslie como aprisionado por el encanto que ella irradiaba. Sólo su mano se movía, deslizándose muy suavemente por el borde de su seno, haciendo que el pulso de Leslie fuera desigual, haciéndola perder la serenidad. Leslie sentía su presencia en cada poro de su piel. Su mirada bajó hasta los labios de Oliver.

—Tu piel es tan suave... —musitó Oliver.

Leslie contuvo la respiración, entonces, rendida por la mágica sensualidad de aquel instante, se relajó y susurró su nombre. Era como si toda su vida hubiera estado a la deriva... y ahora por fin tomara un rumbo.


 


Date: 2015-12-18; view: 529


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