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CAPÍTULO UNO

Argumento

 

 

Hombres como él no existían en la vida real

Viril, extremadamente atractivo, seductor... Así le pareció a Leslie Parish el modelo masculino de un anuncio de colonia. Su fuerte magnetismo sexual la hizo desfallecer, y ella se imaginó de pronto en sus brazos, perdiéndose en las profundidades de sus ojos... De modo que cuando su hermano Tony insistió en regalarle algo especial para su cumpleaños, Leslie dijo en broma, señalando el anuncio: "Como regalo, me gustaría él..."

 

Autora: Bárbara Delinsky

Título original: A Special Something

Año de primera edición original: 1984

Año de primera edición en español:1986

Género: Novela Romántica, Harlequín

 

 

CAPÍTULO UNO

 

 

—¿Sí?

—¿Qué tal está hoy mi «Miguel Ángel»?

—Sintiéndose más bien como un David destrozado.

—¿Desde anoche?

—Desde esta mañana. Estaba deseando despertar contigo entre mis brazos y... ¿Cuándo te marchaste?

—Poco después de amanecer. Dormías tan profundamente que pensé que sería mejor no molestarte.

—¡Vaya amante! Me deja más solo que la una ante un deprimente lunes por la mañana, con una sábana y los últimos restos de mi colonia Homme Premier como única compañía.

—Hum. Suena tentador.

—¿Cuándo regresas?

—Mañana por la noche. ¿Qué quieres que te traiga de Nueva Orleans?

—Simplemente a ti. Vestida de rosa y con tu camisón blanco de seda en el bolso.

—¡Pícaro!

—¡Ah! ¿Cariño?

—Dime.

—Y un frasco de Homme Premier. Ningún David puede pasar sin su colonia.

Leslie Parish contempló fascinada el anuncio. Aquel hombre, cuya amante le había abandonado al amanecer, estaba espléndido. Era un escultor, con sus utensilios de trabajo desparramados por encima de su mesa de trabajo, bajo una obra de arte inacabada. Su estudio era amplio y luminoso. Las sábanas de su espaciosa cama, provocativamente deshecha, apenas le cubrían una pierna. Suspirando llena de ansiedad, Leslie deslizó la mirada lentamente por toda la ancha y musculosa extensión de su pecho, no muy velludo, hasta llegar a la cara.

Su pelo moreno ondulado, alborotado tras la noche, le caía sobre la frente. Había una ligera sombra de barba en su mandíbula. La nariz era recta; sus labios firmes, algo separados. Pero lo que más le intrigaba a Leslie era la expresión profunda y soñadora que la cámara fotográfica había captado mientras él hablaba por teléfono. Un momento de vulnerabilidad, una exquisita mezcla de amor y soledad, que impresionaría a cualquier mujer.



—¡Es inadmisible!

La voz enfadada de Anthony Parish invadió el cuarto bruscamente, sacándola de su ensueño y haciéndole levantar la cabeza. Su hermano tenía el teléfono en la mano, y sus rasgos agradables le parecieron duros en comparación con los de la foto que ella tenía delante.

—¡No me importa cuánto tiempo lleve arreglar esos problemas. Estoy gastando mucho dinero y quiero resultados! —lanzó una mirada a Leslie y sacudió la cabeza—: ¡No, no de ese modo! Mire, póngase a ello inmediatamente. Llamaré más tarde.

Colgó el teléfono, se levantó de la silla y, rodeando la mesa, se sentó junto a Leslie. Era alto, delgado y a pesar de tener el pelo salpicado de canas, llevaba bien sus cuarenta años.

—Lo siento, Les —murmuró—, pero alguien debe estar siempre encima de ellos.

—Yo pensaba que tenías ayudantes para ocuparse de cosas como ésta.

Chasqueando los dedos, se incorporó y lanzó un suspiro de preocupación.

—Si quiero que la editorial funcione, tengo que dedicarle tiempo. La calidad es la clave. Al menos para mí lo es. Quiero que cada historia que publiquemos esté bien —echó una mirada a la revista que Leslie tenía abierta sobre las rodillas—. Man's Mode está funcionando bien precisamente porque está un punto por arriba —suspiró de nuevo—. Pero esto no es tu problema, a menos que cambies de opinión y te incorpores a la Compañía —dijo con sorna.

—No, gracias —respondió Leslie, alzando su mano alargada—. Prefiero seguir siendo la oveja negra de la familia. Lo que quiero decir es que tú tienes la editorial, Diana sus artículos deportivos, y Brenda sus computadoras, mientras papá se mantiene como presidente de la Corporación. No —dijo sonriendo—. Me quedo con mis niños.

La broma dio paso a la admiración.

—¿Adoras tu trabajo, verdad?

—Pues sí...

—Me alegro, Les. ¡Por cierto! —los pensamientos de Tony dieron un giro de ciento ochenta grados—. ¡Pronto será tu cumpleaños!

—Hum...

—Sí, uno muy especial además.

Ella había estado intentando no recordarlo.

—¿Qué quieres que te regale?

—Nada. De verdad —dijo arrugando la nariz.

—Venga. No todos los días se cumplen treinta años.

—¡Gracias a Dios!

—Leslie —la reprendió su hermano—, no te estarás preocupando por eso, ¿verdad? ¡Caramba con la mujer independiente, lo estás haciendo mejor que nunca!

—Supongo que tienes razón.

Estaba en la plenitud. Aunque sentía una creciente sensación de preocupación en su interior.

—Bien, ¿qué desea la señora? —él se reclinó en la silla y la miró con ojos escrutadores—. ¿Un reloj? ¡Mejor todavía! ¿Un abrigo de pieles?

—De verdad, Tony. No quiero nada...

Tony respondió frunciendo el ceño:

—No aceptaré un no por respuesta. Tú puedes ser una próspera profesional, pero sigues siendo mi hermana pequeña. Y mi código particular me concede el derecho de dote —así que afirmó como dando la discusión por concluida—, ¿qué quieres? Tendrá que ser algo especial...

Leslie meditó unos instantes. Su mirada cayó sobre el anuncio de la revista que todavía estaba abierta sobre sus rodillas. Con el índice recorrió el perfil de aquel cuerpo de piel bronceada. Se mordió los labios y luego esbozó una sonrisa.

—Lo que realmente me gustaría —anunció calurosamente—, sería tener la casa de St. Barts durante una semana... y él.

 

* * *

 

Tres semanas más tarde, llegó a St. Barts. Estaba agotada, pues se había levantado a las cuatro y media de la mañana para hacer las maletas y coger el avión. Como llevaba puesta la ropa de abrigo que había necesitado para combatir el frío glacial que hace cuando va a amanecer en Nueva York durante el invierno, en aquel momento estaba sudando. En contraste con la belleza del Caribe, ella estaba hecha una ruina. Para colmo, el taxi que la llevaba había pinchado unos cuantos cientos de metros antes de llegar a la villa y ella, desesperada por llegar para descansar y recuperarse, había cogido sus maletas y había dejado al taxista liado con el «gato».

Avanzando lentamente subió la carretera estrecha que serpenteaba en dirección a la cima de la colina. Aunque iba pegada al borde de la carretera, donde una hilera de palmeras la protegía del fuerte sol caribeño, las gotas de sudor se deslizaban una tras otra por sus sienes.

Cuando, por fin después de doblar una curva, las paredes blancas de estuco y el tejado rojo de la casa surgieron entre la frondosa vegetación tropical, lanzó un suspiro de alivio. Aquello fue incentivo más que suficiente para que acelerara el paso. Le pesaban los pies como si fueran de plomo, pero no le importaba. Dos minutos más y estaría allí.

Una vez en la puerta, se revolvió en su bolso para sacar la llave y abrió. Sonrió aliviada al sentir el aire fresco del interior. «Gracias, Martine», murmuró, prometiéndose repetir aquellas palabras cuando viera a la mujer. Había sido una suerte que Martine hubiera estado allí por la mañana. El plan de Leslie era haber llegado por la noche, pero una cancelación de última hora hizo que cogiera el vuelo anterior.

Cerró la puerta tras de sí y se inclinó para dejar caer los bultos de sus cansados brazos. El bolso y el jersey siguieron el mismo camino. Secándose con la manga el sudor de la frente, se quitó los zapatos de piel y comenzó a bajar las escaleras.

Como su familia llevaba diez años pasando las vacaciones allí, a ella no le llamaba la atención la increíble villa. Sólo un visitante se sentiría cautivado por tan peculiar construcción. Estaba edificada en una zona de peligrosos acantilados y se erigía majestuosamente por encima de las playas de la punta oeste de la pequeña isla. Tenía tres plantas de grandes dimensiones. La planta más alta, que estaba al nivel de la carretera, estaba formada por el vestíbulo, cuya pared posterior era de cristal, con vistas al mar; los laterales daban a un par de dormitorios. El nivel más bajo estaba algo abuhardillado por la parte de la derecha, ya que la casa había sido adaptada a la forma del acantilado, y contenía la sala de estar y una cocina espaciosa, que daba a una terraza con dos niveles, el más bajo de los cuales estaba pocos metros por encima de la playa.

Fue al piso central al que Leslie se dirigió sin vacilar. Estaba comunicado con los otros dos por una escalera al aire libre, y era el más codiciado por todos los miembros de la familia. El que llegaba primero se instalaba allí, aunque frecuentemente y por desgracia para Leslie, era para aquél que necesitara más espacio. Constaba de un estudio grande y fresco y un elegante dormitorio principal, del que Leslie tenía intención de apoderarse durante toda la semana.

Impaciente por desnudarse y ducharse, se había desabrochado ya la falda y la tenía a medio quitar cuando llegó al pie de las escaleras. Se deshizo de la gruesa falda de lana rápidamente y la arrojó sobre el respaldo de una silla del estudio mientras se dirigía hacia el dormitorio.

La puerta estaba abierta. Se sacó el suéter de cuello alto por la cabeza y dando traspiés cruzó el umbral de la puerta; cuando luchaba por liberar sus brazos sudorosos de la ajustada prenda, dio un grito y se detuvo bruscamente, contemplando la cama.

Tendría que estar vacía. Tendría que estar recién hecha y esperándola. Tendría que ser toda suya.

Pero no. La colcha estaba quitada y las arrugadas sábanas apenas cubrían un cuerpo que indudablemente pertenecía a un hombre, el cual, indudablemente también, dormía profundamente.

Se apoyó en la puerta con el suéter aplastado contra su sujetador de encaje sintiendo que la ira la invadía. ¡Tony había prometido que hablaría con todos los demás de modo que sólo ella estuviera en la villa durante aquella semana! ¿Sería amigo de Tony? ¿O de Brenda... o de Diana? ¡No había derecho! La única vez que lo había querido...

Pero su enfado disminuyó al contemplar el espectáculo que se le ofrecía. El cuarto relucía bajo el sol de mediodía, cuyos rayos se deslizaban por entre las hojas de las esbeltas palmeras, creando una atmósfera de ensueño. El ventilador giraba silenciosamente en el techo, aumentando el efecto reconfortante de la brisa marina, que silbaba a través de las puertas corredizas de cristal, que estaban abiertas. Pero la vista de Leslie se clavó en la cama. En la cama... y en la figura que plácidamente dormía allí.

Había algo familiar en ella, pensó, y de pronto sintió ganas de estornudar y se puso la mano en la nariz con la esperanza de evitarlo, mientras contemplaba extasiada el cuerpo de aquel hombre. La longitud de sus piernas, ligeramente bronceadas, daba fe de su altura considerable. La firmeza de sus muslos y su cintura delgada atestiguaba su buena forma física, digna de admiración. La robusta musculatura de sus espaldas no tenía nada que envidiar a la de un atleta. Era, en una palabra, deslumbrante.

Estaba tumbado boca arriba, con la cabeza echada hacia un lado. Una mano, con los dedos extendidos, yacía sobre su vientre. No pudo evitar pensar lo atractivo que resultaba, con su tersa piel cubierta por una suave capa de vello, que se iba estrechando desde el pecho hacia abajo. La otra mano colgaba fuera de la cama, en un ademán que Leslie podría haber considerado como de provocativa invitación, a no ser porque, obviamente, aquel hombre estaba dormido.

Apretando el suéter contra su cuerpo, Leslie se acercó hasta él sigilosamente. Le miró con ojos llenos de incredulidad. Esa cara la había visto antes. Incluso en reposo tenía cierta expresión de vulnerabilidad que inmediatamente relacionó con otra cama en otro escenario. El pelo moreno, alborotado tras la noche... la nariz recta, casi aristocrática... la sombra de la barba, sensualmente atractiva... Cuando su mirada recorrió aquella figura una vez más, el corazón comenzó a latirle con más fuerza. Sí, había visto antes aquel rostro. Y aquel cuerpo. Esta vez no había ni mesa de trabajo, ni utensilios de escultor, ni obra inacabada. Esta vez la cama no estaba en el estudio de un fotógrafo, sino en la mismísima villa propiedad de su familia.

Sin darse cuenta de lo que hacía, comenzó a olfatear el aire en busca del inconfundible aroma de la colonia Homme Premier, pero como su nariz estaba muy congestionada, lo único que consiguió fue provocarse un ataque de tos. Horrorizada observó cómo el hombre que había en la cama comenzaba a moverse. Leslie tragó saliva cuando la sábana comenzó a descender lentamente sobre su vientre.

Volvió la vista hacia su cara a tiempo de ver cómo abría un ojo y la miraba sin comprender. Cuando abrió el otro, vio que eran de tono castaño y muy cálidos. El hombre parpadeó, frunció el ceño, volvió a parpadear y la miró. Finalmente, se incorporó con brusquedad, como si hubiera recordado algo en aquel preciso instante.

—¡Dios mío! —exclamó, pasándose los dedos por entre su ensortijado pelo—. ¡Lo siento! ¡Tenía la intención de estar levantado, duchado y vestido mucho antes de que llegaras! —miró al cielo y cogió el reloj de pulsera que había en la mesilla de al lado de la cama—. ¿La una menos veinte? ¿Pero no se suponía que ibas a llegar a las siete de la tarde?

—Cogí un avión que salía antes —respondió monótonamente Leslie. Sacudió la rubia cabeza con una expresión de dolor—. ¡Increíble!

—¿El qué es increíble?

—Tú.

Al instante la expresión de su cara se hizo cariñosa, como si el único propósito de su vida fuera complacerla, y no habiéndolo conseguido, se sintiera consternado.

—¿He hecho algo mal ya?

—Estás aquí. Es... increíble.

Desaparecido todo vestigio de insolencia, el hombre miró su cuerpo inocentemente, antes de esbozar una dulce sonrisa y afirmar:

—Pues sí, sí que estoy aquí.

Leslie observó cómo se incorporaba y se apoyaba en el respaldo de la cama. Parecía el dueño y señor y no sólo de la cama, sino de todo el cuarto. En cambio, Leslie estaba consternada.

—Él se ha atrevido a hacerlo...

El significado de sus palabras estaba claro.

—¿Tu hermano? Por supuesto que se ha atrevido. Me dio la impresión de que te adoraba. Seguramente te daría cualquier cosa que pidieras.

—Pero... ¿un hombre? ¿Tú? Se suponía que iba a estar sola —susurró.

Repentinamente cayó en la cuenta de que aquel hombre, aparte de ser una maravilla, era un modelo, al que se pagaba por su tiempo. ¡Y en este caso había sido pagado por su hermano, su propio hermano, para que pasara una semana con ella! Sintió las mejillas más calientes que nunca.

—Una persona sola no se lo puede pasar bien —contestó él.

Sus ojos se deslizaron desde la cara de Leslie hasta su pelo, cubierto torpemente por el suéter, y luego se detuvieron en las medias moradas que cubrían sus esbeltas piernas. Ella pensó que debía parecer un payaso e instintivamente dio un paso hacia atrás.

—Una persona sola se lo puede pasar pero que muy bien —replicó, recordando sus planes de pasar una semana tranquila—. Estás en mi cama, ¿sabes? —añadió intentando sin éxito dar una imagen de agresividad.

No sólo estaba horrorizada de que su hermano se hubiera tomado en serio lo que ella había dicho nada más que bromeando, sino que también se sentía más enferma por momentos.

—Creía que éste era el cuarto del dueño.

—Lo es, pero resulta que esta vez yo soy la dueña.

El hombre de la cama arqueó las cejas, estudiando su pose defensiva.

—Ahora mismo no pareces demasiado autoritaria que se diga. De hecho, tienes mal aspecto. ¿Te encuentras bien?

Leslie se limitó a mover la cabeza negativamente.

—Me levanté antes del amanecer para coger el avión y luego tuve que esperar el barco de la isla una eternidad, abrasada de calor. Todavía tengo mucho calor y estoy sudando. Lo único que quiero es desnudarme y darme una ducha fría. Además, tengo un fuerte dolor de cabeza y un principio de constipado. En resumen, ¡me siento fatal!

Cuando el hombre se levantó de un salto de la cama, ella cerró los ojos. Demasiado bien recordaba la tersa piel de su cintura.

—¿Eso quiere decir que tu voz normalmente no es tan nasal? —oyó que decía una voz llena de diversión a poca distancia. Simultáneamente, un brazo rodeó sus hombros y la impulsó hacia delante.

Sintiéndose como una tonta, abrió los ojos con cuidado de mantenerlos en la puerta del baño, hacia la que se vio dirigida.

—No, no lo es.

—¡Qué pena! Así es sexy, profunda y... cálida. Eso es, cálida.

—Será cálida porque tengo fiebre y estoy empapada de sudor —respondió, pensando que parecía todo menos sexy en aquel momento.

Ya en la puerta del baño, él deslizó la mano hacia su frente y le dijo que esperara un momento. Agotada se apoyó contra la puerta y cerró los ojos. Entonces, invadida por una sensación de vértigo, renunció incluso a la idea de darse una ducha refrescante. Repentinamente, lo único que quería era estar tumbada. Dio la vuelta y se dirigió tambaleándose hasta la cama. El pensamiento de que aquel hombre había calentado las sábanas pocos momentos antes, no le importó lo más mínimo. Sencillamente, no se podía tener en pie ni un segundo más.

Se hizo un ovillo en la cama y lanzó un débil gemido. Olvidándose de que no estaba sola, se puso boca arriba y se sujetó el suéter con una mano sobre el estómago, mientras se tapaba los ojos con el otro brazo. Cuando, momentos después, el mismo brazo que la había conducido hasta el baño la incorporó a medias, profirió un quejido de protesta.

—Déjame descansar —susurró; pero su protector tenía otros planes.

—Primero la aspirina —dijo con voz suave—. ¿Quieres alguna otra cosa?

Negando con la cabeza, se tragó la pastilla y se bebió el vaso de agua que le había llevado.

—Eso es —dijo él cogiendo el vaso y acomodándola en la cama de nuevo. Entonces, alargó la mano hasta el elástico de las medias y comenzó a quitárselas.

—¿Pero qué haces? —exclamo Leslie revolviéndose.

Cuando intentó levantarse, una mano firme se lo impidió. Lo único que logró con su esfuerzo fue reparar en que quedaban al descubierto sus bragas.

—¿Mejor?

—Sí, algo mejor.

—¿Te apetece ducharte ahora?

—Todavía no. Prefiero descansar un rato.

Se dio la vuelta y agarró una de las almohadas para ponerse más cómoda.

—Entonces me ducharé yo. ¿Dónde está tu equipaje?

Cerró los ojos, la voz de él le llegaba distante. Si aquel hombre quería robarla, no lo podría evitar. Su única preocupación era encontrar alivio a los dolores y pinchazos que sentía por todo el cuerpo.

—Arriba...

Ni siquiera oyó el ruido de las pisadas subiendo y luego bajando las escaleras. Ni volvió la cabeza cuando el zumbido casi imperceptible de una máquina de afeitar invadió el cuarto. Tampoco se alteró con el sonido de la ducha. Sólo cuando la aspirina comenzó a hacer efecto y disminuyó su fiebre y su dolor de cabeza, abrió los ojos nuevamente.

Sentado en una silla, al lado de la cama, estaba el hombre que le habían regalado por su cumpleaños. Un pantalón corto de color caqui era lo único que llevaba puesto. Se sintió otra vez atormentada por una sensación de humillación. Él estaba tan fresco y ella, en cambio, se sentía como si acabara de salir del infierno.

—¡No puedo creerlo! —se lamentó.

Él esbozó una sonrisa que la hizo sentirse de lo más insegura. Apoyó los codos sobre los brazos de la silla y juntó las manos.

—Creo que eso ya lo has dicho antes.

—¡Me trae sin cuidado! ¡Esto es increíble!

—¿El qué?

—Esto... —dijo, abriendo los brazos en un gesto que quería subrayar la situación en que se encontraba—. ¡No puedo creer que Tony me haya hecho esto a mí!

—Según me dijeron, tú se lo pediste específicamente.

—¡Por hacer una gracia! ¡Estaba bromeando! Tony debería haberlo sabido.

Cuando el hombre que estaba frente a ella movió con lentitud la cabeza, prosiguió rápidamente:

—Además, el hombre al que señale era un personaje ficticio.

—Sí, pero con una cara y un cuerpo. Sabías que era real.

—¡Un modelo pagado! ¡Nunca imaginé que Tony fuera capaz de alquilarlo para que me entretuviera durante una semana!

«Dios mío, me siento asquerosa», pensó. «Puede que me lo tomara a broma si me encontrara bien, pero apenas puedo respirar, y menos aún poner en orden mis pensamientos».

El colchón se hundió un poco de pronto y ella se puso tensa, no tenía fuerzas ni para moverse, ni siquiera lo hizo cuando una mano llena de frescura comenzó a apartar los rubios mechones que le caían sobre la frente. Muy a su pesar, encontró el gesto reconfortante.

—¿Desde cuándo estás así?

La intensidad de su voz denotaba tal preocupación, que lo único que pudo hacer fue responder.

—Desde anoche.

—¿Te duele la garganta?

Leslie movió la cabeza negativamente, abrió los ojos y le miró. Él la estaba observando con detenimiento.

—Mira, no puedes quedarte aquí.

—¿No? —contesto maliciosamente.

—No.

—¿Y por qué no?

—Porque estoy yo aquí.

El hombre miró a su alrededor.

—No se está tan mal aquí.

Anticipándose a sus movimientos, puso una mano sobre su hombro para impedir que pudiera levantarse de la cama.

—Además, soy tu regalo. No puedes tirarme a la calle con la envoltura.

—¿Qué envoltura? —bromeó Leslie—. Me parece que no estás muy «envuelto» que se diga.

—Llevo algo puesto...

—No demasiado.

—Así que te has fijado. Estaba empezando a pensar que había perdido gancho.

Leslie suspiró y cerró los ojos.

—No, no has perdido gancho —asintió.

Sus dedos se movían lentamente en círculo sobre las sienes de Leslie.

—Muy eficaz contra los dolores de cabeza... —prosiguió.

—¿Y...?

—Eso es todo —respondió rápidamente—. Lo que quería decir es que no puedes... —paró de hablar porque sintió ganas de estornudar—. ¡Demonios! —susurró.

Se tapó la boca y soltó un estornudo. Se incorporó al mismo tiempo que estornudaba por segunda vez.

—Me siento fatal...

La misma mano que había despejado su frente, le echó las trenzas hacia atrás.

—¿Por qué no te duchas mientras te preparo una bebida fría?

—Te tienes que marchar...

—¿Has comido?

—¿Comido? ¡No he desayunado! Tengo fiebre y estoy acatarrada. ¿Qué puedo hacer? —preguntó, y cuando alzó la mirada se encontró con unos ojos llenos de confianza y serenidad.

—No te preocupes, encanto. Yo sé lo que hay que hacer. Tú no te muevas.

Se levantó de la cama y se acercó a la bolsa de Leslie. La abrió y comenzó a revolver en su interior.

—¿No hay ningún camisón aquí dentro?

Leslie recordó el anuncio que había dado pie a esa situación absurda y preguntó, con tono sarcástico:

—¿Lo prefieres blanco y de seda? —movió la cabeza—. Lo siento.

El hombre levantó la vista y la miró extrañado durante un instante. Entonces, al comprender, le lanzó una dura mirada y volvió a centrar su atención en la bolsa.

De repente, Leslie cayó en la cuenta de que estaba prácticamente desnuda y acompañada por alguien completamente desconocido.

—Deja que yo haga eso —dijo secamente, al mismo tiempo que se levantaba.

No tardó nada en sacar la enorme camiseta que había llevado para hacer las veces de camisón. Era de un azul muy descolorido por muchos lavados pero, por otra parte, era cómoda y suave. Le llegaba unos quince centímetros por encima de las rodillas, y no era muy provocativa, como podría requerir la situación.

—Si lo que buscas son provocaciones, te has equivocado de sitio —musitó entre dientes.

Toda orgullosa, cogió de un tirón su bolsa de aseo y se dirigió hacia el baño, totalmente ajena a lo incitante que realmente resultaba. El que sí se dio cuenta fue el hombre que la observaba. Se quedó recordando su imagen durante largo rato después de que se cerrara la puerta del baño.

Al otro lado de la puerta, Leslie se detuvo ante el espejo, con las manos puestas en las mejillas. Un desastre. Ella era un desastre. Todo era un desastre.

Con furia dejó caer ruidosamente la bolsa sobre el neceser y metió la mano en busca de crema limpiadora. ¿De qué le servía llevar maquillaje? Parecía un cadáver a pesar de todo. En Nueva York era otra cosa y una no mostraba su cara en público a menos que estuviera adecuadamente arreglada. ¡Qué falso era todo!

Se retiró la crema con movimientos violentos y se inclinó para aclararse la cara. Así permaneció largo rato, disfrutando de la sensación de frescura en sus ojos y en sus mejillas. Por fin se enderezó y se secó, esta vez con más suavidad.

Debería haberlo sabido... haber sabido que no tenía que hablar con Tony, ni siquiera en broma, acerca de su situación amorosa. Había estado siempre detrás de ella para que se casara o tuviera alguna aventura amorosa, o se corriera una juerga de vez en cuando. ¿No era al fin y al cabo todo eso lo que él mismo había estado haciendo desde que se había divorciado, seis años atrás? No es que le criticara. Se había casado muy joven y había sido absolutamente fiel a Laura. Al final fue ella la que se marchó con otro, dejándole con tres niños pequeños. Era muy trabajador y un padre amante de sus hijos; Leslie no era quién para criticar su manera de vivir.

Por otro lado, razonó, mientras abría el grifo de la ducha y se metía bajo el chorro, no debería haberle regalado algo tan... tan absurdo como aquel chico guapo. ¿No se había pasado ella diez años mostrándole al mundo lo diferente que era? Ya había tenido su ración de alta sociedad en la escuela superior. Y en la universidad, bueno, Joe Durand le enseñó lo que eran los hombres y la desencantó ya en aquella época.

«Pálida, Leslie. Demasiado pálida», pensó y le sobrevino un estornudo. Cuando se volvió a mirar, el vapor había comenzado a desaparecer, y, pudo contemplarse mejor. Sí, los rasgos tomados uno a uno estaban bien: los ojos de color amatista, grandes y expresivos; una nariz que era lo suficiente pequeña como para armonizar con la delicadeza de la boca y la barbilla; el pelo de un tono rubio envidiable, cortado a capas y con un largo flequillo. Sí, los rasgos estaban bien por separado. Todos juntos, en cambio, le daban la imagen de una niña desamparada y sola.

Sopló para apartarse el flequillo de los ojos. ¿Qué iba a hacer? Era una pena que la cama que había elegido para pasar sus vacaciones fuera estropeada por un constipado. Aunque eso lo podía aguantar. Pero aquel hombre, aquel modelo... aquel modelo tan guapo... eso era otro problema. Nunca jamás habría pretendido tener un hombre como aquél. Además, parándose a pensar, se horrorizó al imaginar todas las mujeres a las que habría prestado sus servicios durante años y años. Ella no era de ésas.

Salió del baño, que por un rato había sido su refugio, y se encontró el dormitorio perfectamente limpio y recogido. La cama estaba recién hecha, con el borde de la sábana vuelto, realmente apetecible. Fue al lavabo pequeño, se asomó a su interior y dio la vuelta. No había señales de aquel hombre.

¡Al fin sola! ¡Era estupendo! Bajó las escaleras en dirección a la cocina, mientras sentía el deseo apremiante de meterse en la cama. Quizá estuviera preparándole algo de beber.

Al llegar comprobó que se encontraba allí, aunque no estaba preparando ninguna bebida. Estaba mirando por la ventana, de espaldas, con los brazos cruzados, y descalzo.

Le observó durante un buen rato. Aunque su pelo era espeso y más bien largo, lo tenía bien cortado. Parecía aseado de la cabeza a los pies. También parecía mayor de lo que Leslie había imaginado, a pesar de su excelente forma física. Desde donde estaba, captó sombras plateadas siguiendo la suave curva de sus oídos, y más que empeorar su aspecto, estas ligeras canas le daban un aire distinguido que la impresionó.

En resumen, no había nada desagradable en él. No estaba segura de lo que esperaba de un «gigoló». Pero evidentemente no era eso.

Dejó de pasar inadvertida al estornudar repentinamente. El hombre se volvió y sus rasgos se liberaron de la tensión que los había mantenido crispados.

—¡Aquí estás por fin! —se acercó hasta ella—. ¿Te encuentras mejor?

Lo había estado, creía. Aunque ahora, mirando hacia arriba y viendo la enorme distancia que la separaba de aquella cara de expresión tan dulce y tan interesante a la vez, se sintió de pronto pequeña y completamente insignificante.

—Un poco —murmuró.

«Un poco cohibida», pensó. ¿Qué le había hecho pensar que una camiseta la protegería de la mirada de un amante profesional? Cuando aquella mirada comenzó a deslizarse desde su pecho hacia abajo, Leslie se alejó en busca de refugio hacia el taburete que había junto a la ventana.

—¿Por qué no estás en la cama? —preguntó él.

—Quería ver hasta dónde serías capaz de llegar —respondió a la defensiva.

Leslie se volvió para respirar el aire fresco que llegaba del mar.

—¿Dónde está la bebida fresca que me habías prometido?

Incluso a ella misma le molestó el tono arrogante de sus propias palabras. No le hacía ninguna gracia que la ayudaran por dinero. ¡Y menos aún una «ayuda» de aquella clase!

—¡Marchando!

Sólo cuando Leslie oyó la puerta de la nevera abriéndose se molestó en volverse. Encontró a su acompañante en cuclillas, metiendo la mano por los compartimentos de la nevera, que estaban llenos hasta los topes.

—Parece ser que alguien estaba mucho más preparado que yo para tu llegada —dijo, sacando una lechuga y un cartón de huevos—. Nunca me hubiera imaginado que tendrían verduras tan frescas por esta zona.

—Algunas las cultivan aquí, pero la mayoría son importadas. Y fue Martine la que hizo la compra. Es un encanto. Viene a limpiar una o dos veces mientras estamos aquí y se encarga de venir de vez en cuando, cuando no estamos. La llamamos por teléfono antes de venir y la casa está abierta, ventilada y con la despensa a rebosar cuando llegamos.

—¿No alquiláis nunca la casa?

—No. Se la dejamos a amigos de vez en cuando. Pero normalmente la utilizamos nosotros —trataba por todos los medios de ser discreta—. Tuvimos mucha suerte de dar con esta parcela. Está en una parte privilegiada de la isla. La mayor parte de la zona pertenece a pequeños hoteles. De hecho, hay uno muy pintoresco nada más doblar la curva. Probablemente podrías conseguir una habitación allí...

Ignorando su proposición, añadió una botella de leche y un pedazo de queso cuidadosamente envuelto al creciente surtido que sostenía entre sus brazos.

—Buen queso. ¿Hay limón? Ah, ahí está.

Cuando al fin se puso de pie cargado de cosas, sus rodillas crujieron. Las flexionó cautelosamente cuando dejó su carga sobre la mesa. Leslie fijó la atención en sus rodillas.

—¿Cuántos años tienes?

—Treinta y nueve.

—¿De verdad? —incluso con rodillas que crujían y unas pocas de canas, no le habría echado más de treinta y cinco—. ¿No eres un poco mayorcito para... este tipo de cosas?

—¿Para cocinar?

—Para trabajar de modelo y... —hizo un gesto con el brazo para indicar su dudoso papel como supuesto regalo de cumpleaños—. Pensaba que tendrías que ser más joven...

—¿Para complacer?

—Para complacer... de esta manera...

El calor en las mejillas de Leslie aumentó vertiginosamente cuando la miró con ojos burlones.

—¿Estás intentando decirme algo, Leslie?

—Sí —respondió, sintiendo un sudor frío por todo el cuerpo—. ¡No puedes quedarte aquí! Tienes que marcharte; así de sencillo.

El hombre cogió una sartén, la puso en la cocina, añadió un poco de mantequilla y encendió el gas.

—¿Estando tú mal? De ningún modo. Tengo que expiar mi falta por no haber estado levantado v a punto cuando llegaste.

—No te disculpes —dijo alzando la mano—. Estoy segura de que alguien de tu... profesión estará acostumbrado a dormir mucho.

Era muy tarde cuando ella había llegado. No podía recordar la última vez que había dormido hasta esa hora. Aunque por fin logró acordarse. Había sido el pasado verano y fue porque se quedó leyendo hasta muy tarde para terminar un libro. No había sido porque la estuviera apasionando, sino porque tenía la costumbre de no dejar nunca un libro a medias, y estaba muriéndose de ganas por comenzar otro.

—Supongo que pasarás noches sin acostarte hasta muy tarde y todo lo demás...

—Y todo lo demás —contestó el hombre con frialdad.

—Así que —le miró acusadoramente—, ya te has dado una vueltecita por la isla. Hay sitios muy animados. ¿Cuándo has dicho que llegaste?

—Ayer. Y no he estado en ningún sitio excepto en el aeropuerto y aquí. En realidad, estuve leyendo hasta muy tarde. Estaba en la mitad de un libro que no me gustaba y quería empezar otro, así que me quedé hasta las cinco de la mañana para terminarlo, pues tengo la costumbre de no dejar nunca un libro a medias.

Leslie tragó saliva, estornudó una vez más, y se puso la mano en la frente. Las cosas no estaban saliendo en absoluto como había planeado.

—¿Pero qué estás haciendo? —exclamó al sentir que sus pies se elevaban del suelo.

—Te llevo a la cama. No te preocupes. Estos huesos viejos y cansados no dejarán que te caigas.

—No se trata de eso.

—¿De qué entonces? —subió las escaleras de dos en dos, llevándola como si no pesara más que un niño de tres años.

Ni ella misma sabía de qué estaba hablando. Se sentía muy mal otra vez. Cuando sintió la frescura de las sábanas, suspiró aliviada y, haciéndose un ovillo, cerró los ojos.

Debía haber estado durmiendo durante un buen rato. Cuando se despertó, el sol ya estaba mucho más al oeste. Algo atontada todavía, parpadeó y, siguiendo la dirección de los rayos del sol con la vista, se encontró con la figura que estaba tranquilamente recostada en una silla, junto a la cama.

Estaba tan pensativo, que no se dio cuenta de que se había despertado. Tenía las piernas cómodamente extendidas, los codos doblados sobre los brazos almohadillados de la silla, las manos entrelazadas sobre los labios. Leslie se preguntó qué pensamientos le harían estar tan distante, entonces se estremeció al comprender el gran abismo que había entre ellos. Un ligero movimiento bastó para traerlo al presente. La miró y esbozó una sonrisa.

—¡Hola!

—Hola.

Se acercó a la mesilla, cogió una aspirina y un vaso de limonada con hielo y se lo dio. Sin decir una palabra, Leslie se tragó la aspirina, bebió unos cuantos sorbos de limonada y se recostó de nuevo sobre las almohadas que él acababa de arreglar.

—No está mal... la limonada.

En realidad, lo que estaba pensando era lo agradable que era que alguien la cuidara. Un pequeño lujo... un regalo de cumpleaños.

—De pequeña me encantaban esos perritos de peluche —se llevó las manos a la cabeza—, con las orejas muy, muy puntiagudas, ¿sabes? Solían venderlos con su nombre puesto en el collar.

Se acarició la garganta y, entonces, mirándole con timidez, le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

Durante un instante lleno de tensión, se miraron. A Leslie la atraía aquel hombre. Le atraía en aquel instante, lo mismo que la había atraído antes, cuando bajó a la cocina en vez de irse a la cama. Tenía poder. Lo había sentido cuando lo vio por primera vez en las revistas; cuando lo vio de espaldas en la cocina; y momentos antes, con su expresión distante. Era una especie de poder de fascinación misterioso y profundo que la aturdía.

Él entornó los ojos de un modo de lo más encantador y sonrió.

—Oliver Ames, a tu disposición.

Oliver Ames. A Leslie le dio un vuelco el corazón.


 


Date: 2015-12-18; view: 468


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