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Fjällbacka, 1939

Laura observaba a su marido al otro lado de la mesa de la cocina. Llevaban casados un año. El mismo día que Laura cumplió los dieciocho, le dio el sí a Sigvard y, al cabo de unos pocos meses, contrajeron matrimonio en una sencilla ceremonia celebrada en el jardín. Sigvard tenía entonces cincuenta y tres años, y habría podido ser su padre. Pero era rico, y Laura sabía que ya no tendría que preocuparse por su futuro nunca más. Fríamente, fue anotando en una lista los argumentos a favor y en contra, y los primeros eran más. El amor era cosa de locos y un lujo que una mujer en su situación no podía permitirse.

–Los alemanes han entrado en Polonia –dijo Sigvard alteradísimo–. Este es solo el principio, si no, al tiempo.

–Me aburre la política.

Laura se preparó media rebanada de pan. No se atrevía a comer. Un hambre perpetua era el precio que tenía que pagar para ser perfecta, y a veces caía en la cuenta de lo absurdo que era. Se había casado con Sigvard por la seguridad, por la certeza de que siempre tendría qué comer. Aun así, pasaba tanta hambre como cuando era pequeña y Dagmar se gastaba el dinero en vino, en lugar de en comida.

Sigvard se rio.

–Aquí hablan también de tu padre.

Ella le dedicó una mirada fría. Podía aguantar muchas cosas, pero le había dicho infinidad de veces que no quería oír una palabra de nada que tuviera que ver con la loca de su madre. No le hacían falta recordatorios del pasado. Dagmar estaba a buen recaudo en el hospital de Sankt Jörgen, y con un poco de suerte, allí pasaría el resto de su triste vida.

–Ese comentario estaba de más –dijo.

–Lo siento, querida. Pero no hay nada de lo que avergonzarse. Al contrario. El tal Göring es el favorito de Hitler, y jefe de la Lufwaffe. No está nada mal –asintió pensativo, y volvió a concentrarse en el periódico.

Laura exhaló un suspiro. No le interesaba y no quería oír hablar más de Göring en su vida. Se había pasado años aguantando los desvaríos de su madre, y ahora la obligaban a oír y a leer sobre él a todas horas, solo porque era uno de los hombres de confianza de Hitler. Por Dios bendito, ¿qué les importaba a los suecos que los alemanes invadieran Polonia?

–Me gustaría redecorar un poco el salón, ¿te parece bien? –preguntó con el tono de voz más dulce de que era capaz. No hacía tanto que Sigvard le había permitido cambiarlo entero. Había quedado muy bonito, pero todavía no era perfecto. No era como el salón de la casa de muñecas. El sofá que había comprado no encajaba del todo y los cristales de la araña no eran tan brillantes y relucientes como esperaba antes de que estuviera colgada.



–Me dejarás en la ruina –dijo Sigvard, pero mirándola con devoción–. Haz lo que quieras, querida. Con tal de que estés feliz...

 

–Anna también estará, si no te importa. –Erica miró temerosa a Ebba. En el mismo momento en que le dijo a su hermana que vi-En el mismo momento en que le dijo a su hermana que viniera, se dio cuenta de que quizá no fuera muy buena idea, pero tenía la sensación de que Anna necesitaba compañía.

–Sí, no pasa nada. –Ebba sonreía, pero aún parecía agotada.

–¿Qué han dicho tus padres? A Patrik le pareció un poco injusto que tuvieran que enterarse así del incendio y los disparos, pero creía que tú se lo habrías dicho.

–Sí, debería haberlo hecho, pero lo iba dejando... Sé lo mucho que se preocupan. Y me habrían pedido que lo dejáramos todo y volviéramos a Gotemburgo.

–¿Y no os lo habéis planteado? –dijo Erica, mientras ponía un DVD de Lotta la traviesa. Los gemelos estaban durmiendo, exhaustos como habían quedado después de la excursión a casa de Gösta, y Maja estaba en el sofá esperando a que empezara la película.

Ebba reflexionó un instante, pero luego respondió:

–No, no podemos volver. Si esto no funciona, no sé qué vamos a hacer. Sé que es una locura quedarse, y tengo miedo, desde luego, pero al mismo tiempo... Lo peor que podía ocurrir ya ha ocurrido.

–¿Qué...? –comenzó Erica. Por fin se había armado de valor para preguntar qué le había sucedido a su hijo, pero en ese momento se abrió la puerta y apareció Anna.

–¡Hola!

–Pasa, estoy poniendo el DVD de Lotta, por enésima vez.

–Hola –dijo Anna mirando a Ebba. Sonrió débilmente, como si no supiera muy bien cómo tratarla después de la experiencia que habían compartido el día anterior.

–Hola, Anna –dijo Ebba con la misma cautela. La cautela era algo así como parte de su personalidad, y Erica se preguntaba si antes de la muerte de su hijo era una persona más abierta.

Por fin empezó la película, y Erica se levantó.

–Nos vamos a la cocina.

Anna y Ebba se adelantaron y se sentaron a la mesa.

–¿Has podido dormir? –dijo Anna.

–Sí, doce horas, pero me siento capaz de dormir otras doce.

–Seguro que es la conmoción.

Erica entró en la cocina con una montaña de papeles en los brazos.

–Lo que tengo no es exhaustivo ni mucho menos, y seguro que ya conoces buena parte –dijo, y dejó el montón encima de la mesa.

–No he visto nada de nada –dijo Ebba–. Puede que suene extraño, pero no había pensando en mis antecedentes familiares hasta que nos hicimos cargo de la casa y nos mudamos aquí. Supongo que mi vida era buena, y además, todo me parecía un poco..., absurdo. –Se quedó mirando la pila de documentos como si solo con verlos pudiera enterarse de su contenido.

–Pues estupendo. –Erica abrió un cuaderno y carraspeó un poco–. Tu madre, Inez, nació en 1951, y solo tenía veintitrés años cuando desapareció. En realidad, no he buscado mucho sobre su vida antes de que se casara con Rune. Nació y se crio en Fjällbacka, sacaba unas notas normales en el colegio y, bueno, a decir verdad, eso es todo lo que hay en los archivos. Se casó con tu padre, Rune Elvander, en 1970, y tú naciste en enero de 1973.

–El tres de enero –le confirmó Ebba.

–Rune era bastante mayor que Inez, como ya sabrás. Él había nacido en 1919 y tenía tres hijos de un matrimonio anterior: Johan, Annelie y Claes, que tenían nueve, dieciséis y diecinueve años respectivamente cuando desaparecieron. Su madre, Carla, la primera mujer de Rune, murió pocos años antes de que Rune e Inez se casaran y, según las personas con las que he hablado, a tu madre no le resultó del todo fácil que la familia la aceptara.

–Me pregunto por qué se casaría con alguien tan mayor –dijo Ebba–. Mi padre debía de tener... –comenzó calculando mentalmente–. Debía de tener cincuenta y uno cuando se casaron.

–Parece que tu abuela materna tuvo algo que ver. Al parecer era..., en fin, no sé cómo decirlo...

–No tengo ninguna relación con mi abuela materna, así que por mí no te cortes. Mi familia está en Gotemburgo. Esta parte de mi vida es más bien una curiosidad.

–Bueno, entonces, espero que no te lo tomes a mal si digo que a tu abuela la conocía todo el mundo por lo bicho que era.

–¡Pero Erica, mujer! –exclamó Anna, reprobando a su hermana con la mirada.

Por primera vez desde que la conocieron, vieron reír a Ebba con todas sus ganas.

–No pasa nada. –Se volvió a Anna–. No me molesta. Quiero oír la verdad, o por lo menos, toda la verdad que se pueda conocer.

–Ya, pero en fin... –dijo Anna, algo descontenta.

Erica continuó:

–Tu abuela se llamaba Laura y nació en 1920.

–Es decir, que mi abuela tenía la misma edad que mi padre – concluyó Ebba–. Pues me parece más extraño todavía.

–Ya te digo que fue cosa de Laura. Ella fue quien obligó a tu madre a casarse con Rune, pero no tengo pruebas fehacientes de ello, así que no te lo tomes al pie de la letra.

Erica empezó a bucear en el montón de documentos y le mostró a Ebba una copia de una foto.

–Aquí tienes una foto de tus abuelos maternos, Laura y Sigvard.

Ebba se inclinó.

–Desde luego, no parece una persona muy jovial –dijo observando la expresión severa de la dama de la foto. El hombre que había a su lado no parecía mucho más alegre.

–Sigvard murió en 1954, poco después de que hicieran la fotografía.

–Parecen adinerados –dijo Anna inclinándose también para ver mejor.

–Lo eran –asintió Erica–. Al menos, lo fueron hasta la muerte de Sigvard. Entonces se supo que había hecho una serie de negocios ruinosos. Perdió casi todo el dinero y, dado que Laura no trabajaba, el capital fue menguando poco a poco hasta agotarse. Laura se habría quedado desahuciada si Inez no se hubiera casado con Rune.

–Entonces, ¿mi padre era rico? –preguntó Ebba, inspeccionando la foto de cerca para no perderse ningún detalle.

–Bueno, yo no diría tanto, pero sí era un hombre acomodado. Lo bastante como para que Laura, una vez viuda, pudiera costearse en la península una vivienda más que digna.

–Pero ella ya no vivía cuando mis padres desaparecieron, ¿verdad?

Erica hojeó un cuaderno que tenía delante.

–No, exacto. Laura murió de un infarto en 1973. Y de hecho, murió en Valö. Claes, el hijo mayor de Rune, la encontró en la parte posterior de la casa. Y ya estaba muerta.

Erica se humedeció el pulgar, empezó a revisar las pilas de papeles y pronto encontró la fotocopia que buscaba, de un artículo del periódico.

–Aquí lo dice, en este número del Bohusläningen.

Ebba leyó la fotocopia.

–Vaya, parece que mi abuela era una mujer conocida en la zona.

–Sí, todo el mundo sabía quién era Laura Blitz. Sigvard había conseguido su fortuna con el tráfico naviero, y se rumoreaba que había hecho negocios con los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial.

–¿Eran nazis? –preguntó Ebba mirando a Erica horrorizada.

–Bueno, no sé lo implicados que estaban... –dijo con prudencia–. Pero todo el mundo sabía que tus abuelos simpatizaban con ellos en cierto modo.

–¿Y mi madre? –preguntó Ebba con los ojos como platos, y Anna lanzó a Erica una mirada de advertencia.

–Pues yo no he oído nada en ese sentido –dijo negando con un gesto vehemente–. Era amable y un tanto ingenua. Así describe a Inez la mayoría de las personas. Y sometida a la voluntad de tu abuela.

–Ya... Eso puede explicar el matrimonio con mi padre. –Ebba se mordía el labio pensativa–. ¿No era él también un hombre muy autoritario? ¿O es un prejuicio mío, solo porque era director de un internado?

–No, todo indica que era autoritario. Dicen que era muy severo, un hombre muy estricto.

–¿Sabes si mi abuela había nacido en Fjällbacka? –Ebba se puso a mirar de nuevo la foto de aquella mujer tan seria.

–Sí, tu familia por parte de madre llevaba aquí varias generaciones. Tu bisabuela se llamaba Dagmar, nació en Fjällbacka en 1900.

–O sea que tuvo a mi abuela a la edad de... Veinte años, ¿no? Pero claro, en aquel entonces no era nada extraordinario tener hijos tan joven. ¿Quién era el padre de mi abuela?

–En el registro dice «padre desconocido». Y parece que Dagmar era de armas tomar. –Erica volvió a humedecerse el dedo y siguió hojeando hasta que encontró un papel de los últimos del montón–. Esto es una copia del archivo de sentencias.

–¿Condenada por vagabunda? ¿La abuela de mi madre era prostituta? –Ebba la miraba atónita.

–Era madre soltera con una hija ilegítima, y hacía lo que podía para sobrevivir. Seguro que no tuvo una vida fácil. También tiene varias condenas por hurto. A Dagmar la consideraban un poco loca, y se daba a la bebida. Existen documentos que demuestran que pasó largos periodos ingresada en un manicomio.

–¡Qué vida más horrible la de mi abuela! –dijo Ebba–. Así se explica que se volviera una mala persona.

–Sí, la infancia con Dagmar no debió de ser fácil. Hoy en día se consideraría un escándalo que le permitieran vivir con alguien como ella. Pero entonces no se había avanzado tanto, y existía un desprecio generalizado por las madres solteras. – Erica se imaginaba perfectamente a la madre y a la hija. Había dedicado tantas horas a investigar la historia de esas dos mujeres que se le antojaban completamente reales. En realidad, no sabía por qué se había retrotraído tanto en el tiempo mientras trataba de desentrañar el misterio de la desaparición de la familia Elvander. Pero el destino de aquellas dos mujeres la fascinó desde el principio, y continuó investigando.

–¿Qué fue de Dagmar? –preguntó Ebba.

Erica le mostró otro documento: una copia de una foto en blanco y negro que parecían haber hecho durante un juicio.

–¡Madre mía! ¿Es ella?

–A ver –dijo Anna, y Ebba se la enseñó.

–¿Cuándo hicieron esta foto? Se la ve vieja y ajada.

Erica miró sus notas.

–Es una foto de 1945. Ahí tenía cuarenta y cinco años. Se la hicieron en Gotemburgo, cuando estaba ingresada en el psiquiátrico de Sankt Jörgen.

Erica hizo una pausa de efecto.

–Por cierto, eso fue cuatro años antes de que Dagmar desapareciera.

–¿Que desapareció? –dijo Ebba.

–Sí, parece que es de familia... Las últimas referencias de Dagmar son de 1949. A partir de ahí, es como si se hubiera esfumado.

–¿Y Laura no sabía nada?

–Por lo que yo sé, Laura interrumpió el contacto con su madre mucho antes. A aquellas alturas, ella estaba casada con Sigvard y llevaba una vida totalmente distinta de la que tuvo que vivir con Dagmar.

–¿Y no hay ninguna teoría acerca de lo que le pasó? –preguntó Anna.

–Pues claro, la principal es, según parece, que se mató a borracheras y que se ahogó en el mar. Pero nunca encontraron el cadáver.

–¡Socorro! –dijo Ebba, mirando otra vez la foto de Dagmar–. Una abuela ladrona y prostituta que, además, luego desaparece sin dejar rastro. No sé cómo voy a digerir esto.

–Pues lo que viene es peor. –Erica echó una ojeada a los papeles de la mesa, disfrutando de la atención curiosa que le dispensaba el auditorio–. La madre de Dagmar...

–¿Qué? –dijo Anna impaciente.

–Espera, yo creo que será mejor que comamos primero, luego veremos el resto –dijo Erica, sin la menor intención de esperar tanto para revelar el secreto.

–¡Venga ya! –protestaron a coro Anna y Ebba, casi gritando.

–¿A alguna de vosotras le suena familiar el nombre de Helga Svensson?

Ebba se paró a pensar un momento, pero acabó reconociendo que no. Anna hacía memoria con el ceño fruncido. Luego miró a Erica con un destello de triunfo en los ojos.

–La partera de ángeles –dijo al final.

–¿Cómo? –preguntó Ebba.

–Fjällbacka no solo es conocida por la quebrada de Kungsklyftan y por Ingrid Bergman –intervino Anna–. También tenemos el dudoso honor de ser el pueblo natal de la partera de ángeles, Helga Svensson, decapitada en 1909, si no me equivoco.

–En 1908 –dijo Erica.

–¿Que la decapitaron? ¿Por qué? –Ebba las miraba desconcertada.

–Mataba a los niños que le dejaban en acogida. Los ahogaba en un barreño. No se descubrió hasta el día en que una de las madres se arrepintió de haber dejado a su hijo y volvió para recuperarlo. Al ver que no estaba, a pesar de que Helga se había pasado un año hablándole de él en sus cartas, la madre empezó a sospechar y fue a la Policía. Los agentes la creyeron, y un día, muy de mañana, irrumpieron en casa de Helga, que vivía con su marido y con los niños, tanto la hija de Helga como aquellos niños que estaban allí en acogida y que, por suerte, aún seguían con vida.

–Y cuando excavaron el suelo de tierra del sótano, encontraron ocho cadáveres, todos ellos de niños –remató Anna.

–Madre mía, ¡es horrible! –dijo Ebba con cara de querer vomitar–. Pero no entiendo qué tiene eso que ver con mi familia –añadió señalando el montón de documentos que había en la mesa.

–Helga era la madre de Dagmar –dijo Erica–. La partera de ángeles, Helga Svensson, era la madre de Dagmar y tu tatarabuela.

–¿Te estás quedando conmigo? –Ebba la miraba incrédula.

–No, es la pura verdad. Comprenderás que, cuando Anna me contó que hacías colgantes de plata en forma de ángel, me llamó la atención.

–Vaya, tengo la sensación de que no debería haber removido este tema –dijo Ebba, aunque no parecía muy convencida.

–¡Qué va! ¡Con lo emocionante que es! –exclamó Anna, y enseguida se arrepintió de haberse expresado de ese modo. Se volvió a Ebba y se disculpó:– Lo siento, no quería decir...

–No, si a mí también me parece muy emocionante –confesó Ebba–. Y también me parece que es una ironía el que mis colgantes sean ángeles. Muy extraño. Se plantea uno si existe el destino.

Se le ensombreció la mirada, y Erica se imaginó que estaría pensando en su hijo.

–Ocho niños –dijo luego muy despacio–. Ocho niños pequeños enterrados en un sótano...

–Figúrate, ¿de qué pasta hay que ser para hacer algo así? –dijo Anna.

–¿Qué fue de Dagmar después de la ejecución de Helga? –Ebba cruzó los brazos; parecía más frágil que nunca.

–El marido de Helga, el padre de Dagmar, también murió decapitado –continuó Erica–. Él era el que enterraba los cadáveres y lo consideraron cómplice, aunque la que ahogaba a los niños era Helga. Así que Dagmar se quedó huérfana y fue a parar a casa de un granjero, y allí vivió unos años, a las afueras de Fjällbacka. No sé cómo lo pasó con esa familia, pero puedo imaginar que muy mal, puesto que era la hija de una asesina de niños. No creo que la gente de la comarca se lo perdonara así como así

Ebba asintió. Parecía extenuada, y Erica pensó que sería mejor dejarlo por el momento. Era la hora del almuerzo y, además, quería ver si Gösta la había llamado. Cruzó los dedos con la esperanza de que la visita a Olle el Chatarrero hubiese dado resultado. Ya era hora de que la suerte les sonriera.

Una mosca zumbaba volando contra la ventana. Una y otra vez se abalanzaba sobre el cristal, en una lucha inútil. Seguramente, estaría extrañada. No había ningún obstáculo visible y, aun así, algo se interponía en su camino. Mårten comprendía perfectamente cómo debía de sentirse. Estuvo observándola un rato, hasta que alargó la mano despacio hacia la ventana, formó una pinza con el índice y el pulgar y la atrapó. La examinó fascinado mientras apretaba los dedos. La aplastó todo lo que pudo y se luego se limpió en el marco de la ventana.

Una vez que cesó el zumbido, la habitación quedó en silencio absoluto. Se había sentado en la mesa de trabajo de Ebba y tenía delante las herramientas con las que trabajaba. Había allí un ángel de plata a medio terminar y se preguntó qué dolor podría curar aquella joya. Claro que no tenía por qué ser así, no todos los colgantes eran encargo en recuerdo de alguien que hubiese fallecido, muchas personas los compraban simplemente porque eran bonitos. Pero aquel, precisamente, intuía que sí era para alguien que estaba de luto. Desde que murió Vincent, era capaz de sentir el dolor de los demás aunque no estuvieran presentes. Con el ángel a medio hacer entre las manos, sintió que era para una persona que experimentaba el mismo vacío, la misma sensación de absurdo que ellos dos.

Apretó el colgante fuertemente en la mano. Ebba no comprendía que ellos dos juntos podrían llenar parte de ese vacío. Lo único que tenía que hacer era dejar que se le acercara otra vez. Y tenía que reconocer su culpa. Él se había pasado mucho tiempo cegado por sus propios remordimientos, pero estaba empezando a comprender que era culpa de Ebba. Si ella lo reconociera, él la perdonaría y le daría otra oportunidad. Pero Ebba no decía nada, sino que lo miraba con expresión acusadora, buscando la culpa en su mirada.

Lo rechazaba, y él no se explicaba por qué. Después de todo lo ocurrido, debería dejar que él la cuidara, apoyarse en él. Antes era ella la que lo decidía todo. Dónde iban a vivir, adónde irían de vacaciones, cuándo iban a tener hijos, en fin, hasta aquella misma mañana, fue ella quien dispuso lo que había que hacer. La gente se dejaba engañar por los ojos azules de Ebba, por su fragilidad. La veían como a una persona tímida y complaciente, pero eso no era verdad. Ella fue quien decidió lo que había que hacer aquella mañana, pero desde ahora, le tocaba a él decidir.

Se levantó y arrojó el ángel sobre la mesa. Cubierto de algo rojo y pringoso, cayó encima del desorden. Mårten se miró la palma de la mano, asombrado al ver los cortes. Se limpió despacio en el pantalón. Ebba tenía que volver a casa. Había unas cuantas cosas que debía explicarle.

Liv limpiaba los muebles del jardín con movimientos bruscos. Había que hacerlo a diario para que las sillas se mantuvieran limpias, y continuó frotando hasta que el plástico estuvo reluciente. Tenía la espalda empapada de sudor bajo el ardiente sol de mediodía. Después de tantas horas tomando el sol en la cabaña, tenía un moreno precioso, pero se le notaban las ojeras.

–Pues yo creo que no deberías ir –dijo–. ¿Por qué vas a ir a esa especie de reencuentro? Ya sabes lo delicada que es la situación del partido ahora. Tenemos que hacer poco ruido hasta que... – guardó silencio de pronto.

–Ya lo sé, ya lo sé, pero hay cosas que uno no puede controlar –dijo John, y se encajó las gafas en la frente.

Estaba sentado a la mesa, revisando los periódicos. Leía a diario los periódicos nacionales, y una selección de la prensa local. Hasta ahora no había conseguido leer el montón de periódicos sin que lo invadiera la repulsión por la simpleza que impregnaba las páginas. Todos esos periodistas liberales, cronistas y sabiondos que creían que comprendían cómo funcionaba el mundo. Juntos contribuían, lento pero seguro, a conducir al pueblo sueco a la perdición. Era responsabilidad suya conseguir que todos abrieran los ojos. El precio era muy alto, pero no había guerra sin pérdidas. Y aquello era una guerra.

–¿Estará también el judío ese? –Liv empezó a limpiar la mesa, una vez que comprobó que las sillas ya estaban bastante limpias.

John asintió.

–Sí, seguramente, Josef también estará.

–Imagínate que te ven y os fotografían juntos. ¿Qué crees que pasará si sale en los periódicos? Ya te puedes figurar lo que dirían tus seguidores. Pondrían en duda tu lealtad y tendrías que dimitir. Y no podemos arriesgarnos a que eso suceda, ahora que estamos tan cerca.

John tenía la mirada perdida en el puerto, y evitaba la de Liv. Ella no sabía nada. ¿Cómo iba a hablarle de la oscuridad, el frío y el terror que, momentáneamente, borraba todas las fronteras raciales? En aquel entonces era una cuestión de supervivencia, y para bien o para mal, él y Josef estaban vinculados para siempre. Pero a Liv no podría contárselo nunca.

–Tengo que ir –dijo con un tono terminante que daba a entender que no cabía más discusión. Liv sabía que no debía insistir, pero continuó murmurando entre dientes. John se la quedó mirando con una sonrisa, contemplando la cara tan bonita que tenía, cuya expresión revelaba una voluntad de hierro. La quería, y habían compartido muchas cosas, pero aquel suceso espantoso solo podía compartirlo con quienes habían participado en él.

Por primera vez en todos aquellos años, volverían a reunirse. Sería la última. La tarea que tenía ante sí era demasiado importante y no le quedaría otro remedio que detener el pasado. Lo que ocurrió en 1974 había vuelto a suceder, pero bien podía volver a desaparecer, siempre y cuando ellos se pusieran de acuerdo. Lo mejor que podían hacer los secretos antiguos era permanecer en las tinieblas en las que se habían engendrado.

El único que lo preocupaba era Sebastian. Ya en el pasado disfrutaba al verse en una posición de superioridad, y podía causar problemas. En cualquier caso, si no quería entrar en razón, había otras salidas.

Patrik respiró hondo. Annika hacía lo que podía por organizar los últimos detalles antes de la rueda de prensa, y los periodistas, venidos incluso desde Gotemburgo, ya estaban reunidos en la sala. Varios de ellos informarían también a los diarios nacionales así que, al día siguiente, la noticia aparecería en las páginas de los grandes dragones. A partir de aquel momento, la investigación sería un circo, Patrik lo sabía por experiencia, y en mitad del jaleo, Mellberg se dedicaría a jugar a ser el jefe. Eso también lo sabía por experiencia. Mellberg no cabía en sí de felicidad cuando supo que tendrían que convocar una rueda de prensa de urgencia. Seguramente, en aquellos momentos estaría en los servicios peinándose la calva.

Patrik, por su parte, estaba tan nervioso como siempre que reunía a la prensa. Sabía que, además de informar sobre la investigación sin desvelar demasiado, tendría que paliar los daños causados por Mellberg. Al mismo tiempo, tenía que dar las gracias porque aquello no hubiera estallado en la prensa dos días atrás. Todo lo que ocurría en la zona se difundía, por lo general, a la velocidad del viento, y los sucesos de Valö habrían llegado ya a oídos de todos los habitantes de Fjällbacka. El hecho de que nadie lo hubiera filtrado a los medios hasta el momento era puro azar. Pero el azar había cambiado y no existía la menor posibilidad de parar a la prensa.

Unos golpecitos discretos lo sacaron de tan oscuros razonamientos. La puerta se abrió y allí estaba Gösta. Sin preguntar siquiera, se sentó enfrente de Patrik.

–Bueno, pues ya están las hienas reunidas –dijo Gösta mirándose los pulgares, que no paraba de girar en el regazo.

–Ya, en fin, solo están haciendo su trabajo –dijo Patrik, a pesar de que él estaba pensando lo mismo hacía tan solo unos minutos. No tenía ningún sentido ver a los periodistas como adversarios. Había ocasiones en que la prensa podía incluso ser de ayuda.

–¿Cómo os ha ido en Gotemburgo? –preguntó Gösta, aún sin levantar la vista.

–Bueno... Resultó que Ebba no les había dicho a sus padres ni una palabra del incendio ni de los disparos.

Gösta levantó la vista.

–¿Y por qué no?

–Porque no querría preocuparlos, supongo. Y me imagino que se abalanzaron sobre el teléfono en cuanto nos fuimos de su casa, sobre todo la madre, que quería ir a Valö a todo correr.

–Quizá no sea mala idea. Y mejor aún sería que Ebba y Mårten se fueran de la isla hasta que hayamos resuelto el caso.

–Pues sí, yo no me habría quedado ni un minuto más de lo necesario en un lugar donde hubieran intentado acabar conmigo no una, sino hasta dos veces.

–La gente es muy rara.

–Desde luego, pero bueno, los padres de Ebba son muy agradables.

–Y te han parecido buenas personas, ¿no?

–Sí, yo creo que con ellos tuvo una buena vida. Y parece que tiene muy buena relación con sus hermanos. Además, la zona es muy bonita. Casas antiguas rodeadas de montones de rosales.

–Vaya, pues sí parece un buen sitio para vivir.

–De todos modos, no nos proporcionaron ninguna pista sobre quién le ha estado enviando las felicitaciones.

–¿No me digas? ¿No habían guardado ninguna?

–No, las habían tirado todas. Claro que no eran más que felicitaciones de cumpleaños, ninguna amenaza, como esta última. Y todas tenían matasellos de Gotemburgo.

–Qué raro. –Gösta volvió a centrar su atención en los pulgares.

–Y más raro todavía es el hecho de que a Ebba le estuvieran ingresando dinero en una cuenta hasta que cumplió los dieciocho.

–¿Cómo? ¿Un ordenante anónimo?

–Exacto. Así que, si podemos averiguar de dónde venía el dinero, quizá saquemos algo en claro. O al menos, eso espero. No sería muy rebuscado pensar que se trata de la misma persona que le enviaba las tarjetas. En fin, tengo que irme –dijo Patrik poniéndose de pie–. ¿Querías algo más?

–No, qué va. Nada de nada.

–Pues entonces... –Patrik abrió la puerta, y no acababa de salir al pasillo cuando Gösta lo llamó.

–¿Patrik?

–Sí, ¿qué pasa? La rueda de prensa empieza dentro de nada.

Hubo unos minutos de silencio.

–No, nada, olvídalo –dijo Gösta.

–Vale.

Patrik se encaminó a la sala de reuniones, al fondo del pasillo, con la desazón carcomiéndolo por dentro: debería haberse quedado un momento y haberle sonsacado a Gösta lo que quería decirle.

Enseguida entró en la sala, se olvidó del asunto y se concentró en lo que tenía que hacer. Todas las miradas se clavaron en él. Mellberg ya estaba sentado en primera fila, sonriendo satisfecho. Al menos había una persona en la comisaría que estaba preparada para enfrentarse a la prensa.

Josef concluyó la conversación. Le flaqueaban las piernas, y se fue sentando despacio en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Se quedó mirando el estampado del papel, el mismo desde que compraron la casa. Rebecka llevaba tiempo queriendo cambiarlo, pero Josef nunca se explicó por qué gastar dinero en algo así, cuando el papel seguía en buen estado. Cuando las cosas funcionaban, no había por qué sustituirlas por otras nuevas. Había que dar las gracias por tener techo y comida, y en la vida había cosas mucho más importantes que el papel pintado de la pared.

Ahora acababa de perder lo más importante de todo, y Josef se dio cuenta con sorpresa de que no podía apartar la vista del papel. Era espantoso, la verdad, y se preguntó si no debería haberle hecho más caso a Rebecka y haber dejado que lo cambiara. ¿No debería haberle hecho más caso en general?

Era como si, de repente, se viera a sí mismo desde fuera. Un hombre insignificante y presuntuoso. Un hombre que se había creído que los sueños podían cumplirse, y que estaba destinado a llevar a cabo grandes hazañas. Y sin embargo, allí estaba ahora, un loco ingenuo declarado, y él era el único culpable. Desde el día en que se vio rodeado por la oscuridad, desde el día en que la humillación le endureció las entrañas, había conseguido engañarse a sí mismo con la idea de lograr el desagravio en el futuro. Naturalmente, no había sido así. El mal era más poderoso. Había existido en vida de sus padres y, a pesar de que nunca habían hablado de ello, él sabía que los había obligado a cometer acciones impías. Y él también estaba contaminado del mal, pero en su soberbia, había creído que Dios le daría una oportunidad de quedar limpio.

Josef apoyó la cabeza en la pared con un golpe. Primero, débil; luego cada vez más fuerte. Era agradable, y de pronto recordó cómo encontraba en aquel entonces algún modo de sortear el dolor. Para sus padres no fue ningún consuelo compartir el sufrimiento con otras personas, y para él tampoco. Más bien, esa circunstancia había incrementado la vergüenza. También había sido lo bastante necio como para creer que podría librarse de ella si la penitencia era lo bastante grande.

Se preguntaba qué dirían Rebecka y los niños si lo supieran, si se descubriera todo. Leon quería que se vieran, quería devolver a la vida el sufrimiento que debería quedar en el olvido. Cuando llamó el día anterior, Josef quedó casi paralizado de miedo. Porque la amenaza se haría realidad, y nada podría hacer para evitarlo. Hoy ya no tenía la menor importancia. Era demasiado tarde. Se sentía ahora tan impotente como entonces, y no le quedaban fuerzas para pelear. Tampoco serviría de nada. Aquel sueño solo había existido en su cabeza desde el primer momento, y lo que más se reprochaba era no haber tomado conciencia de ello mucho antes.

 


Capítulo 19

Karinhall, 1949

Dagmar lloraba con una mezcla de dolor y felicidad. Por fin había llegado al lugar donde se encontraba Hermann. Estuvo dudando un tiempo. El dinero que Laura le había enviado solo dio para un trecho del viaje. Gastaba más de la cuenta cuando la sed se apoderaba de ella y había días de los que no tenía el menor recuerdo, pero siempre se levantaba y seguía adelante. ¡Su Hermann la estaba esperando!

Ya sabía ella que no estaba enterrado en Karinhall, como alguna persona cruel, con ánimo de herirla, le había dicho en uno de los muchos viajes en tren, cuando ella contaba adónde se dirigía. Pero poco importaba dónde estuviera enterrado su cadáver. Ella había leído los artículos y había visto las fotos. Aquel era su hogar. Allí estaba su alma.

También Carin Göring estaba enterrada en aquel lugar. Incluso después de su muerte, aquella descarada seguía ejerciendo su poder sobre Hermann. Dagmar apretó los puños en los bolsillos del abrigo y respiró jadeando mientras contemplaba los prados. Aquel había sido el reino de Hermann, pero ahora todo estaba destruido. Notó que, una vez más, se le llenaban los ojos de lágrimas. ¿Cómo había podido suceder? La propiedad estaba en ruinas y el jardín, que seguramente era precioso, estaba asilvestrado y devastado. El bosque frondoso que antaño rodeaba la hacienda amenazaba con apoderarse de todo.

Tardó varias horas en llegar allí a pie. Desde Berlín fue parando coches, y luego caminando hasta la zona boscosa al norte de la ciudad donde sabía por los periódicos que se encontraba Karinhall y, finalmente, un señor mayor la llevó a regañadientes en su coche. Allí donde el camino se bifurcaba, le indicó que él iba por el otro lado y ella tuvo que bajarse. Recorrió el último tramo con los pies doloridos, pero sin parar. Lo único que quería era estar cerca de Hermann.

Fue buscando entre las ruinas. Las dos garitas de la entrada eran testimonio de lo suntuoso que debió de ser el conjunto de edificios en su día, y aquí y allá se veían aún restos de muros y piedras decorativas que le permitían reconstruir mentalmente la magnificencia de la hacienda. De no haber sido por Carin, habría llevado su nombre.

Se adueñaron de ella el odio y el dolor, y cayó de rodillas entre sollozos. Le vino a la memoria la maravillosa noche estival en que sintió en la piel el aliento de Hermann, que la cubrió con sus besos. La vida de Hermann habría sido mucho mejor si la hubiera elegido a ella. Dagmar se habría ocupado de él, no como Carin, que permitió que se convirtiera en el despojo humano que ella vio en el hospital. Ella habría tenido fuerza de sobra por los dos.

Dagmar fue dejando caer un puñado de tierra entre las manos. La luz del sol le calentaba la nuca y, en la distancia, se oían los aullidos de los perros salvajes. A unos metros había una estatua volcada en el suelo. Le faltaban la nariz y un brazo, y sus ojos de piedra miraban invidentes al cielo. De repente, notó lo cansada que estaba. El sol le calentaba la piel, y decidió ir a descansar a la sombra. Había sido un viaje tan largo y tenía tantas ganas de llegar que necesitaba tumbarse un rato y cerrar los ojos. Miró a su alrededor en busca de un lugar adecuado. Al lado de una escalinata que ya no conducía a ninguna parte había una gruesa columna volcada, apoyada en el último peldaño, y allí encontró la sombra que buscaba.

Estaba demasiado agotada para levantarse, de modo que se arrastró por la tierra hasta la escalera, se encogió todo lo que pudo, se tumbó con un suspiro de alivio en la estrechura del hueco que quedaba y cerró los ojos. Llevaba en camino desde aquella noche lejana de junio. En camino adonde se encontraba Hermann. Y ahora necesitaba descansar.

 

Hacía unas horas que había terminado la rueda de prensa y se habían reunido en la cocina. Habían dejado salir a Ernst, al que, entre tanto, habían dejado en el despacho de Mellberg; el animal estaba ahora, como siempre, aparcado a los pies de su dueño.

–Bueno, pues ha ido muy bien, ¿verdad? –dijo Mellberg con una amplia sonrisa–. ¿No sería mejor que te fueras a casa a descansar, Paula? –vociferó de tal modo que Patrik saltó de la silla.

Paula lo miró furiosa.

–Muchas gracias, pero yo decido cuándo tengo que descansar.

–Mira que andar por aquí cuando estás de baja... ¡Y meterte en el coche y hacer un viaje hasta Gotemburgo! Si las cosas se tuercen, recuerda que yo...

–Pues sí –lo interrumpió Patrik para apagar el fuego de la discusión que estaba a punto de comenzar–, yo diría que lo teníamos todo bajo control–. A los chicos se les va a caer el pelo.

En realidad, era absurdo llamar «chicos» a unos hombres que debían de tener ya más de cincuenta años; pero cuando pensaba en ellos, los veía como a los cinco muchachos de la foto, ataviados con aquella ropa de los setenta y con un destello de alerta en la mirada.

–Bien merecido lo tienen. Sobre todo, el tal John –dijo Mellberg, rascando a Ernst detrás de las orejas.

–¿Patrik? –Annika asomó la cabeza y le hizo una seña para que se acercara. Él se levantó y la siguió por el pasillo, donde Annika le dio el teléfono inalámbrico–. Es Torbjörn. Parece que han encontrado algo.

Patrik notó que se le aceleraba el pulso. Con el teléfono en la mano, fue a su despacho y cerró la puerta. Estuvo escuchando a Torbjörn durante más de un cuarto de hora, y le hizo unas cuantas preguntas. Cuando terminó la conversación, volvió enseguida a la cocina, donde Paula, Mellberg y Gösta, a los que se había unido Annika, lo estaban esperando.

–¿Qué ha dicho? –dijo Annika.

–Tranquilidad. Primero voy a ponerme un poco de café. –Con una lentitud exagerada, Patrik se alejó y alargó el brazo en busca de la cafetera, pero Annika se le adelantó, prácticamente le quitó la cafetera de las manos, le sirvió el café, que salpicó, y plantó la taza en la mesa, delante del sitio vacío de Patrik.

–Ahí lo tienes. Y ahora, siéntate y cuéntanos qué te ha dicho Torbjörn.

Patrik sonrió, pero le hizo caso. Carraspeó un poco.

–Torbjörn ha conseguido aislar una huella muy clara en el reverso del sello que llevaba la tarjeta de G. Con lo que tenemos la posibilidad de compararla con los posibles sospechosos.

–Estupendo –dijo Paula, y subió las piernas hinchadas para descansarlas en una silla–. Pero tú has puesto la misma cara que un gato que se hubiera tragado un canario, así que tiene que haber algo más.

–Has dado en el clavo. –Patrik tomó un trago del café, que estaba ardiendo–. Es la bala.

–¿Cuál de ellas? Preguntó Gösta inclinándose hacia delante.

–Ese es el caso. La bala que encontraron incrustada bajo los listones de madera del suelo y las que, en contra del reglamento, se sacaron de la pared de la cocina después del intento de asesinato de Ebba...

–Ya, ya... –Mellberg hizo un gesto de cansancio con la mano–. Lo he pillado.

–Lo más probable es que se hayan disparado con la misma arma.

Cuatro pares de ojos se lo quedaron mirando atónitos. Patrik asintió.

–Sé que suena increíble, pero es verdad. En 1974, cuando mataron a un número desconocido de miembros de la familia Elvander, usaron, seguramente, la misma pistola que ayer, cuando dispararon contra Ebba Stark.

–Pero ¿de verdad puede tratarse del mismo agresor, después de tantos años? –Paula no daba crédito–. A mí me parece increíble.

–Yo he tenido todo el tiempo la corazonada de que los intentos de asesinato contra Ebba y su marido guardan relación con la desaparición de la familia. Y esto lo demuestra.

Patrik subrayó sus palabras con un gesto de la mano. Le resonaban en la cabeza algunas de las preguntas formuladas en la rueda de prensa. Solo pudo responder que se trataba de una teoría. Hasta ahora no habían contado con pruebas que dieran peso a la investigación y que apoyaran las sospechas que él había tenido desde el principio.

–Además, el técnico del laboratorio ha podido establecer de qué arma se trata, a partir de los orificios de bala –añadió–. Es decir, tenemos que comprobar si alguien de la zona tiene o ha tenido un revólver Smith & Wesson del calibre 38.

–Si miramos el lado positivo, eso implica que el arma con que asesinaron a la familia Elvander no se encuentra en el fondo del mar –dijo Mellberg.

–Bueno, eso vale para ayer, cuando le dispararon a Ebba, pero de ayer a hoy puede haber ido a parar allí –observó Patrik.

–No lo creo –dijo Paula–. No creo que quien quiera que sea se deshaga del arma ahora, después de haberla guardado tantos años.

–Sí, en eso puede que tengas razón. Incluso puede que la vea como un trofeo y la conserve como una especie de recuerdo de lo sucedido. En cualquier caso, los nuevos datos indican que debemos concentrarnos más aún en averiguar lo que sucedió en 1974. Habrá que interrogar a los cuatro hombres con los que ya hemos hablado e insistir en los acontecimientos del día en cuestión. Y tenemos que ver cuanto antes a Percy von Bahrn. Desde luego que deberíamos haberlo hecho ya, pero ha sido culpa mía. Lo mismo puede decirse del profesor que sigue con vida, ¿cómo se llamaba? El que se fue de vacaciones aquella Pascua... –Patrik chasqueaba los dedos, tratando de recordarlo.

–Ove Linder –dijo Gösta, con un desánimo repentino.

–Eso es, Ove Linder. Ahora vive en Hamburgsund, ¿no? Hablaremos con él mañana a primera hora. Puede que tenga información valiosa sobre lo que pasaba en el internado. Iremos a verlo tú y yo –dijo mirando a Gösta. Alargó la mano en busca de papel y lápiz, que siempre tenían en la mesa, y empezó a organizar las tareas por las que debían empezar cuanto antes.

–Pues... –dijo Gösta rascándose la barbilla.

Patrik continuó escribiendo.

–A lo largo de mañana debemos interrogar a los cinco muchachos. Tendremos que repartírnoslos. Paula, tú podrías seguir indagando en el asunto de las transferencias que han estado haciendo a favor de Ebba.

A Paula se le iluminó la cara.

–Cuenta con ello, de hecho, ya me he puesto en contacto con el banco para pedirles información.

–Pues, oye, Patrik –dijo Gösta, pero Patrik continuó dando órdenes sin prestarle atención–. ¡Patrik!

Todas las miradas se volvieron hacia él. Gösta no era de los que levantaban la voz así, sin más.

–Sí, dime, ¿qué pasa? ¿Qué es lo que quieres decirme? –Patrik escrutó a su compañero y, de pronto, tuvo la certeza de que no le agradaría nada lo que su colega quería contarle aunque, obviamente, no se atrevía.

–Pues sí, verás, es que resulta que el profesor ese, Ove Linder...

–¿Sí?

–Pues es que ya han ido a hablar con él.

–¿Que han ido? –dijo Patrik, esperando a que continuara.

–Sí, pensé que no era mala idea que fuéramos más los que participáramos en el caso. No se puede negar que a ella se le da muy bien conseguir información, y no tenemos muchos recursos que digamos. Así que pensé que no estaría mal que nos echaran una mano. Como tú mismo acabas de decir, hay cosas que ya deberíamos haber hecho a estas alturas, y así hemos adelantado en algo. O sea que, en realidad, es algo positivo. –Gösta se paró para tomar aire.

Patrik lo observó con atención. ¿Es que se había vuelto loco? ¿Estaba tratando de buscar una excusa al hecho de haber trabajado a espaldas de sus colegas? ¿Quería convertir esa actitud en algo positivo? Y empezó a abrigar una sospecha que esperaba no ver cumplida.

–«Ella», ¿es mi mujer? ¿Quieres decir que ella ha estado hablando con el profesor?

–Pues..., sí –dijo Gösta mirando al suelo.

–Pero, Gösta, hombre... –dijo Paula, como si le hablara a un niño pequeño que hubiera metido la mano sin permiso en la bandeja de las galletas.

–¿Alguna otra cosa que deba saber? –preguntó Patrik–. Será mejor que me lo cuentes todo. ¿Qué ha estado haciendo Erica? Y tú también, por cierto.

Gösta soltó un suspiro y empezó a contarle lo que Erica le había dicho sobre su visita a casa de Liza y de John, lo que había averiguado a través de Kjell acerca del pasado de John y lo del papel que había encontrado. Tras dudar unos instantes, le habló también del intento de robo en su casa.

Patrik se quedó de piedra.

–¿Qué coño estás diciendo?

Gösta estaba avergonzado y clavó la vista en el suelo.

–Pues esto se tiene que terminar. –Patrik se levantó bruscamente, salió a toda prisa de la comisaría y entró en el coche. Notó cómo le hervía la sangre. Cuando giró la llave y encendió el motor, se obligó a respirar hondo unas cuantas veces. Luego, pisó a fondo el acelerador.

Ebba no podía apartar la vista de las fotos. Le había pedido a Erica unos minutos a solas, se llevó todo el material sobre su familia y subió al despacho. Tras una ojeada a la mesa, que estaba atestada, optó por sentarse en el suelo y esparció las fotos como un abanico. Aquella era su familia, aquellos eran sus orígenes. Aunque había llevado una buena vida con sus padres adoptivos, a veces sentía envidia al pensar que ellos tenían una familia de la que formaban parte. Ella, en cambio, formaba parte de un misterio. Recordaba todas las veces en que se quedaba mirando las fotos enmarcadas que había en el gran aparador del salón: abuelos maternos y paternos, tías, primos, en fin, personas gracias a las cuales uno se sentía como un eslabón de una larga cadena. Ahora, al contemplar las imágenes de sus parientes, experimentaba un sentimiento maravilloso y extraño a la vez.

Entresacó la foto de la partera de ángeles. Qué nombre tan bonito para una actividad tan espantosa. Se acercó la fotografía y trató de ver si había algo en la mirada de Helga que desvelase el mal que había hecho. No sabía si la instantánea era anterior o de la misma época en que mató a los niños, pero la niña que había a su lado debía de ser Dagmar y era tan pequeña que la foto sería de 1902, más o menos. Dagmar llevaba un vestido de volantes en color claro, una niña inconsciente del destino que el futuro le depararía. ¿Dónde acabaría? ¿Se habría ahogado en el mar, como creían todos? ¿No sería su desaparición el final lógico de una vida arruinada en el mismo momento en que se descubrió el crimen de sus padres? ¿Llegó a arrepentirse Helga? ¿Llegó a pensar en las consecuencias que tendría para su hija que se descubriera lo que hacía, o estaba convencida de que nadie echaría de menos a los pequeños asesinados? Las preguntas iban agolpándose y Ebba sabía que jamás encontraría las respuestas. Aun así, se sentía claramente emparentada con aquellas mujeres.

Examinó la foto de Dagmar. Tenía el semblante marcado por los reveses de la vida que había llevado, pero también se veía que había sido guapa. ¿Qué pasaba con su abuela, Laura, cuando la Policía se llevaba a Dagmar, o cuando la ingresaron en el psiquiátrico? Laura no tenía más parientes, según aquella información. ¿Tendrían algunos amigos que se ocuparan de ella o acabó en un orfanato o en una casa de acogida?

De repente, Ebba recordó que, cuando estaba embarazada de Vincent, se le despertó un vivo interés por su pasado. Lo cual era lógico, dado que también sería el pasado de su hijo. Curiosamente, abandonó todos aquellos pensamientos en cuanto nació Vincent. Por un lado, no tenía tiempo de pensar en nada, por otro, el recién nacido ocupaba sus días y ella se dedicaba en exclusiva a su aroma, a la pelusilla de la cabeza y los hoyuelos de las manitas... Todo lo demás se le antojaba carente de interés. Mårten y ella habían quedado reducidos, o quizá elevados, a la categoría de extras en la película de Vincent. A ella le encantaba el nuevo papel, aunque acentuó el vacío que dejó la muerte del pequeño. Ahora era una madre sin hijo, una actriz de reparto insignificante en una película sin protagonista. Pero las fotos que tenía delante volvían a proporcionarle un contexto en el que vivir.

Abajo, en la cocina, se oían el trajinar de Erica y los gritos y las risas de los niños. Y allí estaba ella, rodeada de sus parientes. Todos estaban muertos, pero le infundía un consuelo indecible saber que habían existido.

Ebba se abrazó las piernas flexionadas, como queriendo protegerse. Se preguntaba cómo estaría Mårten. Apenas había pensado en él desde que llegó a casa de Erica y, en honor a la verdad, no se había preocupado por él desde la muerte de Vincent. ¿Cómo podría, si ya tenía bastante con su propio dolor? Sin embargo, toda aquella información y el nuevo contexto que le ofrecía habían contribuido a que, por primera vez en mucho tiempo, se diera cuenta de que Mårten también era una parte de ella. Gracias a Vincent, siempre habría un vínculo entre los dos. ¿Con quién, si no con Mårten, podría compartir los recuerdos? Él había estado siempre a su lado, le había acariciado la barriga mientras crecía, vio el corazón de Vincent latiendo en el monitor de las ecografías... Él le había limpiado el sudor de la frente, le había dado masajes en la espalda y le había dado de beber durante el parto: aquellas veinticuatro horas terribles y, al mismo tiempo, maravillosas, durante las que luchó para que Vincent viniera al mundo. Se había resistido, pero cuando por fin abrió los ojos a la luz y los enfocó bizqueando a medias, Mårten le apretó la mano y se la sujetó fuerte un buen rato. No trató de ocultar las lágrimas, que se secó en la manga de la camisa. A partir de ahí, compartieron noches de llanto, la primera sonrisa, los dientes que empezaban a apuntar... Los dos animaron a Vincent cuando vacilaba tratando de aprender a gatear, y Mårten filmó la torpeza de sus primeros pasos. Las primeras palabras, la primera frase y el primer día de guardería; risas y llantos; días buenos y días malos. Mårten era el único que la comprendería de verdad cuando hablara de todo eso. No había nadie más.

Y allí, sentada en el suelo, sintió que se le caldeaba el corazón. Aquel fragmento que, hasta ahora, había permanecido helado y duro empezaba a derretirse despacio. Se quedaría en casa de Erica esa noche, pero luego volvería a casa. Con Mårten. Era hora de ir dejando atrás el sentimiento de culpa y empezar a vivir.

Anna salió del puerto con el bote y miró al sol. Estar sola, sin marido y sin niños le infundía una inesperada sensación de libertad. Erica y Patrik le habían prestado su barco, porque el suyo, el Bustern, estaba sin combustible, y disfrutaba gobernando el bote que tan bien conocía. La luz del atardecer arrancaba destellos de oro a las rocas que rodeaban el puerto de Fjällbacka. Oyó las risas del Café Bryggan y, a juzgar por la música, pensó que tendrían baile aquella noche. Nadie parecía haberse atrevido a salir a la pista aún, pero después de un par de cervezas, se llenaría, seguro.

Echó una ojeada al bolso donde llevaba las muestras de tapicería. Lo había dejado en medio de la cubierta y comprobó que la cremallera estuviera bien cerrada.

Ebba ya las había visto y enseguida se decantó por sus favoritas, pero quería que Mårten las viera también, así que a Anna se le ocurrió ir a Valö esa misma tarde. Al principio dudó un poco. La isla no era un lugar seguro, de eso ya se había dado cuenta el día anterior, y seguir el impulso de ir allí parecía más propio de su vida anterior, en la que rara vez pensaba en las consecuencias de sus actos. Pero por una vez, decidió dejarse llevar por la inspiración del momento. En realidad, ¿qué podía pasar? Era solo ir, enseñarle a Mårten las muestras y volver a casa. Una forma de pasar el tiempo, simplemente, se decía. Y quizá Mårten agradeciera un rato de compañía. Ebba había decidido quedarse en casa de Erica una noche más para revisar a fondo los documentos sobre su familia. Anna sospechaba que no era más que una excusa. Ebba parecía resistirse a volver a la isla, lo cual era lógico.

Cuando se acercaba, vio que Mårten estaba esperándola en el embarcadero. Lo había llamado para avisar de su visita, y estaría allí oteando el horizonte mientras aguardaba.

–O sea que te atreves a volver al salvaje oeste –dijo entre risas mientras sujetaba la proa.

–Pues sí, siempre me ha gustado retar al destino. –Anna le echó el cabo y Mårten lo amarró sin problemas–. Te veo ya hecho un auténtico lobo de mar –dijo señalando el nudo que había hecho alrededor de uno de los mástiles del embarcadero.

–Bueno, si te vienes a vivir al archipiélago, no queda otra. – Alargó la mano para ayudarle a bajar a tierra. En la otra mano, llevaba una venda.

–Gracias. ¡Oye! ¿Qué te ha pasado?

Mårten se miró el vendaje como si no hubiera reparado en él hasta ese momento.

–Bah, cosas que pasan cuando estás de reformas. Las lesiones son parte del trabajo.

–Vaya, qué machote –dijo Anna, que se sorprendió respondiendo con una sonrisa bobalicona. Sintió un punto de remordimientos al verse más o menos ligando con el marido de Ebba, pero era de broma, totalmente inofensivo, aunque no podía negar que era guapísimo.

–Dame, te ayudo con eso. –Mårten se encargó de la pesada bolsa que contenía las muestras de tapicería que Anna llevaba al hombro, y los dos se encaminaron a la casa.

–En condiciones normales te habría propuesto que nos sentáramos en la cocina, pero ahora hay mucha corriente –dijo Mårten una vez dentro.

Anna se echó a reír. Se sentía feliz. Hablar con una persona que no tenía en mente sus desdichas todo el tiempo era una liberación.

–El comedor también es complicado, porque no hay suelo – continuó Mårten con un guiño.

Aquel Mårten sombrío al que había conocido el principio se había esfumado, pero quizá no fuese tan extraño. También Ebba parecía más tratable cuando Anna la vio en casa de Erica.

–Si no tienes nada en contra de que nos sentemos en el suelo, creo que lo mejor será que vayamos al dormitorio, en el piso de arriba –dijo Mårten subiendo las escaleras sin aguardar respuesta.

–La verdad es que me resulta un tanto extraño ponerse a mirar telas ahora, teniendo en cuenta lo que pasó ayer –dijo Anna con tono de disculpa.

–No pasa nada. La vida sigue. En ese sentido, Ebba y yo somos iguales, los dos somos personas prácticas.

–Pero ¿cómo os atrevéis a seguir aquí?

Mårten se encogió de hombros.

–A veces uno no tiene más remedio –dijo, y plantó la bolsa en medio de la habitación.

Anna se puso de rodillas y empezó a sacar las muestras y a extenderlas a su alrededor en el suelo. Con mucho entusiasmo, le fue explicando cuáles podrían utilizarse para cada cosa, muebles, cortinas y cojines, y qué iba con qué. Al cabo de un rato, guardó silencio y miró a Mårten. No estaba mirando las telas, sino a ella, y con insistencia.

–Ya veo lo mucho que te interesa el tema –dijo Anna con ironía, aunque sonrojándose. Un tanto nerviosa, se pasó el pelo por detrás de la oreja. Mårten no apar


Date: 2015-12-17; view: 778


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