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Fjällbacka, 1929

Ir al colegio era una tortura. Por las mañanas Laura trataba por todos los medios de retrasar el momento. En los recreos le llovían los insultos y los motes y, naturalmente, todo era por culpa de su madre. Toda Fjällbacka sabía quién era Dagmar, que estaba loca y que era una borracha. A veces se fijaba en ella cuando la veía al volver del colegio vagando por la plaza, gritándole a la gente y delirando sobre Göring, pero nunca se paraba. Más bien fingía no haberla visto, y apremiaba el paso.

Su madre rara vez estaba en casa. Se quedaba en la calle hasta tarde y se acostaba cuando Laura se iba al colegio. Luego, cuando ella volvía a casa, ya se había marchado. Lo primero que hacía era limpiarlo todo. No se sentía tranquila hasta haber eliminado las huellas de su madre. Recogía la ropa esparcida por el suelo y, cuando juntaba un montón lo bastante grande, la lavaba. Limpiaba la cocina, colocaba en su sitio la mantequilla y comprobaba si el pan aún se podía comer, a pesar de que su madre no se había molestado en guardarlo en la panera. Luego limpiaba el polvo y lo ordenaba todo. Cuando todo estaba en su lugar y los muebles se veían relucientes, podía ponerse a jugar tranquilamente con la casa de muñecas. Era su bien más preciado. Se lo había regalado la vecina, una señora muy buena que fue a verla un día que su madre no estaba en casa.

A veces ocurría que la gente se portaba bien con ella y le llevaba cosas: comida, ropa y juguetes. Sin embargo, la mayoría se la quedaban mirando y la señalaban, y desde aquella ocasión en que su madre la dejó sola en Estocolmo, había aprendido a no pedir ayuda. La Policía la recogió y la llevó con una familia donde tanto el padre como la madre la miraban con cariño. A pesar de que entonces solo tenía cinco años, recordaba perfectamente aquellos dos días. La madre preparó la pila más grande de tortitas que Laura había visto jamás, y la animó a seguir comiendo hasta que se sintió tan llena que pensó que no volvería a tener hambre en la vida. Sacaron de un cajón unos vestidos para ella, con estampados de flores y nuevos, ni rotos ni sucios, los vestidos más bonitos que uno pudiera imaginar. Laura se sentía como una princesa. Dos noches seguidas, se fue a la cama con un beso en la frente y se durmió en una buena cama con sábanas limpias. La madre de la mirada cariñosa olía tan bien... No a alcohol ni a mugre revenida como la suya. Y también la casa era bonita, con adornos de porcelana y tapices en las paredes. Desde el primer día, Laura rezó y rogó poder quedarse con ellos, pero la madre no dijo nada, simplemente la abrazó fuerte en sus brazos amorosos.



Dos días después estaban ella y su madre en casa otra vez, como si nada hubiera pasado. Y su madre estaba más furiosa que nunca. Le pegó tanto que apenas podía sentarse, y tomó una decisión: no se permitiría soñar más con aquella madre cariñosa. Nadie podía salvarla y no tenía sentido luchar por lo contrario. Pasara lo que pasara, al final siempre acabaría otra vez con su madre en aquel piso sin luz y sin espacio. Pero cuando fuera mayor, tendría una casa bonita, con gatitos de porcelana sobre tapetes de ganchillo, y tapices bordados en todas las habitaciones.

Se arrodilló delante de la casita de muñecas. La casa estaba limpia y ordenada, y Laura había doblado la ropa limpia. Luego se tomó un bocadillo que se había preparado ella misma, y ya podía permitirse, por unos minutos, entrar en otro mundo, un mundo mejor. Sopesó la muñeca mamá en las manos. Era tan ligera y tan bonita... Tenía un vestido blanco con encajes y el cuello alto, y llevaba el pelo recogido en un moño. A Laura le encantaba la muñeca mamá. Le acarició la cara con el dedo índice. Parecía buena, igual que aquella madre que olía tan bien.

Con mucho cuidado, colocó a la muñeca en el elegante sofá del salón. Era la habitación que más le gustaba. Todo era perfecto en ella. Incluso la araña de cristal diminuta que había en el techo. Laura podía pasarse las horas muertas contemplando los prismas minúsculos, y preguntándose cómo podían fabricar algo tan perfecto y tan pequeño. Entornó los ojos y observó la habitación con mirada crítica. ¿De verdad que era perfecta o cabía la posibilidad de mejorarla? Para probar, desplazó un poco la mesa hacia la izquierda. Luego fue trasladando una a una las sillas, y le llevó un buen rato colocarlas todas derechas alrededor de la mesa. Al final, quedó muy bien, pero tuvo que cambiar de sitio el sofá, porque de lo contrario quedaba un hueco raro en medio del salón, y eso no podía ser. Con la mamá en una mano, colocó en su sitio el sofá. Muy satisfecha, se puso a buscar a los dos niños. Si se portaban bien, podrían sentarse con la mamá. En el salón no se podía correr ni alborotar. Había que portarse bien y quedarse quietecito. Ella lo sabía de sobra.

Sentó a las dos muñequitas a ambos lados de la mamá. Si ladeaba la cabeza, le parecía que la mamá estuviera sonriendo. Era tan perfecta y tan bonita... Cuando Laura fuera mayor, sería exactamente igual que ella.

 

Patrik llegó a la puerta jadeando. La casa tenía una situación espléndida en una elevación junto al mar, y dejó el coche junto al parque de bomberos para poder subir caminando. Se irritó al comprobar que sonaba como un fuelle después de haber subido la pendiente, mientras que Gösta parecía tan tranquilo.

–¿Hola? –dijo asomando por la puerta abierta. No era nada inusual en verano. Todo el mundo dejaba abiertas puertas y ventanas, y en lugar de tocar el timbre o llamar a la puerta, la gente llamaba dando una voz.

Al cabo de unos instantes apareció una mujer con una pamela, gafas de sol y algo así como una túnica de colores alegres. A pesar del calor, le cubrían las manos unos guantes muy finos.

–¿Sí? –dijo con cara de tener ganas de darse media vuelta otra vez.

–Somos de la Policía de Tanum. Queríamos hablar con Leon Kreutz.

–Es mi marido. Soy Ia Kreutz. –Les dio la mano y los saludó sin quitarse los guantes–. Estamos almorzando.

Era obvio que consideraba que estaban molestando, y Patrik y Gösta intercambiaron una mirada elocuente. Si Leon era tan reservado como su mujer, sería un reto sonsacarle algo. La siguieron hasta la terraza, donde vieron a un hombre sentado a la mesa en una silla de ruedas.

–Tenemos visita: la Policía.

El hombre asintió y los miró sin el menor rastro de sorpresa.

–Sentaos, solo estábamos tomando una ensalada. Mi mujer prefiere ese tipo de comida –dijo Leon sonriendo a medias.

–Y mi marido habría preferido saltarse el almuerzo y fumarse un cigarro –dijo Ia. Se sentó en su sitio y se extendió una servilleta en el regazo–. ¿Os importa que siga comiendo?

Patrik le indicó con un gesto que podía seguir con la ensalada mientras ellos hablaban con Leon.

–Supongo que queréis hablar de Valö, ¿no? –Leon había dejado de comer y tenía las manos sobre las rodillas. Una avispa aterrizó en el plato encima de un trozo de pollo, y la dejaron en paz.

–Pues sí.

–¿Qué es lo que está pasando, en realidad? Corren unos rumores de lo más extraño.

–Hemos hecho ciertos hallazgos... –dijo Patrik con prudencia–. ¿Hace poco que habéis vuelto a Fjällbacka?

Observó la cara de Leon. Una mitad aparecía lisa, sin rastro de lesiones, en tanto que la otra estaba plagada de cicatrices, y la comisura de los labios se había paralizado formando una curva hacia arriba, que dejaba los dientes al descubierto.

–Compramos la casa hace unos días y nos mudamos ayer – dijo Leon.

–¿Y por qué has vuelto, después de tantos años? –preguntó Gösta.

–Puede que la nostalgia aumente con el tiempo. –Leon giró la cabeza y contempló el mar. Así, Patrik veía solo el lado sano de la cara, y constató de manera clara y dolorosa lo atractivo que debió de ser Leon antes del accidente.

–Yo habría preferido que nos quedáramos en nuestra casa de la Riviera –dijo Ia, que intercambió una mirada extraña con su marido.

–Bueno, por lo general, Ia siempre se sale con la suya. –Leon volvió a sonreír con aquella mueca tan sorprendente–. Pero en esta ocasión, no he cedido. Quería volver.

–Tu familia tenía aquí una casa de veraneo, ¿verdad? –preguntó Gösta.

–Sí, un remanso estival, como lo llamaban ellos. Una casa en la isla de Kalvö. Por desgracia, mi padre la vendió. No me preguntéis por qué. A veces le daban esos prontos y, con la edad, se volvió un tanto excéntrico, supongo.

–Dicen que sufriste un accidente de coche –intervino Patrik.

–Sí. De no ser por Ia, que me salvó, hoy no estaría aquí. ¿Verdad, querida?

Los cubiertos de Ia hicieron un ruido espantoso al caer en el plato, y Patrik se sobresaltó en la silla. Ella se quedó mirando a Leon sin responder. Luego se le aplacó el semblante.

–Cierto, cariño. De no ser por mí, hoy no estarías vivo.

–No, claro, y ya te encargas tú de que no se me olvide.

–¿Cuánto tiempo lleváis casados? –atajó Patrik.

–Cerca de treinta años, ¿no? –Leon se volvió hacia ellos–. Conocí a Ia en Mónaco, en una fiesta. Era la muchacha más bonita del lugar. Y además, difícil de conquistar. Tuve que esforzarme lo mío.

–Normal que me mostrara reacia, teniendo en cuenta la fama que te precedía...

Aquella riña parecía un baile cuyos pasos tuvieran bien aprendidos, se diría que les servía para relajarse, y Patrik creyó ver una sonrisa en los labios de Ia. Se preguntaba qué cara tendría debajo de aquellas gafas de sol enormes. Tenía la piel muy tirante en los pómulos, y los labios tan carnosos y poco naturales que sospechaba que los ojos completarían la imagen de quien ha pagado mucho dinero por mejorar su aspecto.

Se volvió otra vez hacia Leon.

–Queremos hablar contigo porque, como decíamos, hemos hecho ciertos hallazgos en Valö. Hallazgos que nos indican que a la familia Elvander la asesinaron.

–No me extraña –dijo Leon tras un instante de silencio–. Jamás me he explicado que una familia entera pudiera desaparecer así, sin más.

Ia soltó una tosecilla. Estaba pálida.

–Tendréis que perdonarme. Yo no tengo mucho que aportar en este asunto, creo que será mejor que me vaya a comer dentro, así podréis hablar tranquilamente.

–Claro. En realidad, veníamos a hablar con Leon, sobre todo. –Patrik encogió las piernas para dejarle paso. Ia pasó delante de él envuelta en la nube de un perfume caro.

Leon miró a Gösta entornando los ojos.

–Yo creo que te conozco. ¿No fuiste tú quien acudió a Valö en aquella ocasión? Tú nos llevaste a la comisaría, ¿no?

Gösta asintió.

–Así es.

–Recuerdo que tú fuiste amable con nosotros. Tu colega, en cambio, era más brusco. ¿Él también sigue en la comisaría?

–No, a Henry le dieron plaza en Gotemburgo a principios de los ochenta. Perdí el contacto con él, pero me enteré de que murió hace unos años –respondió Gösta, y se inclinó antes de añadir–: Yo a ti te recuerdo como el líder del grupo.

–Bueno, yo no puedo pronunciarme al respecto, pero en fin, es verdad que nunca me ha costado trabajo conseguir que la gente me haga caso.

–Los demás chicos parecían tenerte mucho respeto.

Leon asintió despacio.

–Sí, supongo que tienes razón. Menuda pandilla, ahora que lo pienso. –Soltó una carcajada–. Yo creo que una constelación así solo se encuentra en un internado para chicos.

–Bueno, en realidad, teníais bastantes cosas en común, ¿no? Todos procedíais de familias acomodadas –dijo Gösta.

–Menos Josef. Él estaba allí porque sus padres tenían grandes ambiciones. Se diría que le hubieran lavado el cerebro, la verdad. La herencia judía entrañaba una serie de obligaciones, y era como si esperasen que él llevara a cabo grandes hazañas para compensar todo lo que habían perdido durante la guerra.

–Pues no era una tarea simple para un muchacho –dijo Patrik.

–No, pero él se la tomó en serio. Y parece que sigue haciendo todo lo posible para cumplir las expectativas. Habréis oído hablar del museo judío, ¿no?

–Sí, algo he leído en el periódico –dijo Gösta.

–¿Por qué quiere construir un museo judío aquí? –preguntó Patrik.

–Bueno, esta zona tiene muchos vínculos con la Segunda Guerra Mundial. Y, además de la historia del pueblo judío, se supone que el museo mostrará el papel de Suecia durante la guerra.

Patrik recordó una investigación que habían llevado a cabo unos años atrás y comprendió que Leon tenía razón. La región de Bohuslän se encontraba cerca de Noruega, y los autobuses blancos habían transportado a antiguos prisioneros de guerra a los campos de concentración de Uddevalla. Además, allí cada uno tenía sus simpatías. La neutralidad era una construcción posterior a los hechos.

–¿Y cómo es que estás al corriente de los planes de Josef? – preguntó Patrik.

–Nos lo encontramos el otro día en el Café Bryggan. –Leon alargó el brazo en busca del vaso de agua.

–Y vosotros cinco, los que os quedasteis en la isla, ¿habéis mantenido el contacto?

–Pues no, ¿por qué? Nos perdimos la pista cuando los Elvander desaparecieron. Mi padre me mandó a un colegio en Francia. Era un hombre bastante sobreprotector, y supongo que a los demás también los mandaron a algún sitio. En realidad, ya digo, no teníamos mucho en común, y no hemos estado en contacto desde entonces. Aunque, claro, yo puedo hablar por mí. Según Josef, Sebastian sí tiene negocios tanto con él como con Percy.

–¿Y contigo no?

–No, Dios me libre. Antes preferiría bucear entre tiburones. Cosa que, por cierto, he hecho.

–¿Y por qué no quieres hacer negocios con Sebastian? –preguntó Patrik, aunque creía conocer la respuesta. Sebastian Månsson era más que famoso en la zona, y la visita que le hicieron el día anterior, no cambió la idea que tenía de él.

–Pues porque, si sigue siendo el mismo de siempre, vendería a su propia madre si fuera necesario.

–Ya, ¿y los demás no lo saben? ¿Por qué hacen negocios con él?

–Ah, yo no tengo ni idea. Tendrás que preguntarles a ellos.

–¿Tienes alguna teoría de lo que le pudo ocurrir a la familia Elvander? –preguntó Gösta.

Patrik miró de reojo hacia el salón. Ia había terminado de comer y había dejado el plato en la mesa, pero no se la veía por allí.

–No –dijo Leon meneando la cabeza–. Lógicamente, he pensado en ello montones de veces, pero de verdad que no puedo imaginar quién habría querido matarlos. Debieron de ser ladrones, o unos pirados, como Charles Manson y sus secuaces.

–Pues, en ese caso, tuvieron una suerte loca cuando se les ocurrió aparecer precisamente en el momento en que vosotros estabais pescando –dijo Gösta con tono seco.

Patrik trató de captar su atención. Aquello era una conversación de tanteo, no un interrogatorio. Y no ganarían nada indisponiéndose con Leon.

–No se me ocurre otra explicación –dijo Leon con un gesto de impotencia–. ¿Quizá por algo que hubiera en el pasado de Rune? O puede que una o varias personas hubiesen estado vigilando la casa y aprovecharon al ver que nos íbamos... Fue en las vacaciones de Pascua, así que los únicos que sobrábamos éramos nosotros cinco. El resto del tiempo había muchos más alumnos, o sea, si querían hacerle daño a la familia, eligieron bien el momento.

–¿No había nadie en el internado que quisiera hacerles daño? ¿No notaste nada sospechoso antes de la desaparición? Ruidos extraños por la noche, por ejemplo –dijo Gösta, y Patrik lo miró extrañado.

–Pues no, no recuerdo nada de eso. –Leon frunció el entrecejo–. Todo estaba como siempre.

–¿Podrías hablarnos un poco de la familia? –Patrik espantó una avispa que zumbaba incansable delante de sus narices.

–Rune dirigía el internado con mano de hierro, o al menos, eso creía él. Al mismo tiempo, cerraba los ojos a los defectos de sus hijos. Sobre todo, de los dos mayores, Claes y Annelie.

–¿A qué defectos se supone que tenía que cerrar los ojos? Me ha parecido que te referías a algo en concreto.

Leon tenía la mirada perdida.

–No, eran insoportables, como todos los adolescentes. A Claes le gustaba ensañarse con los alumnos más débiles cuando Rune no lo veía. Y Annelie... –Hizo una pausa, como para reflexionar sobre cómo expresarse–. Si hubiera sido un poco mayor, habríamos podido decir que los hombres la volvían loca.

–Y qué me dices de Inez, la mujer de Rune, ¿qué vida llevaba allí?

–Pues no lo tenía muy fácil, diría yo. Se suponía que debía encargarse de la casa y cuidar de Ebba, pero Claes y Annelie siempre estaban haciéndole la vida imposible. Después de pasarse el día lavando como una esclava, se encontraba con que la ropa se había caído rodando por la cuesta, casualmente...; o alguien subía el fuego sin darse cuenta y quemaba la carne de la olla que ella llevaba varias horas preparando. Cosas así ocurrían continuamente, pero Inez nunca se quejaba. Sabía que no conseguiría nada yéndole con el cuento a Rune.

–¿Y no podríais haberle ayudado vosotros? –preguntó Gösta.

–Por desgracia, esas cosas ocurrían cuando nadie miraba. Que fuera fácil figurarse quién era el culpable no era lo mismo que ir a Rune sin pruebas. –Leon los miró extrañado–. Pero ¿de qué forma os ayudan estas preguntas a conocer sus relaciones familiares?

Patrik reflexionó un instante sobre cómo responder. La verdad era que no lo sabía a ciencia cierta, pero algo le decía que la clave de lo ocurrido se encontraba en las relaciones entre las personas que convivían en el internado. No se creía para nada la hipótesis de una pandilla de ladrones sedientos de sangre. ¿Qué iban a robar allí?

–¿Y cómo fue que, precisamente vosotros cinco, os quedasteis solos aquella Pascua? –dijo, sin responder a la pregunta de Leon.

–En el caso de Percy, de John y en el mío propio, porque nuestros padres estaban de viaje. En cuanto a Sebastian, fue más bien como castigo: lo habían vuelto a pillar haciendo algo. Y el pobre Josef, porque le daban clases extra. Sus padres no veían motivo para que se tomara unas vacaciones innecesarias, así que acordaron con Rune un precio por unas clases particulares.

–Pues no habría sido extraño que hubieran surgido conflictos también entre vosotros, ¿no?

–¿Por qué? –preguntó Leon mirando a Patrik.

Fue Gösta quien respondió:

–Cuatro de vosotros erais niños ricos, acostumbrados a conseguir todo lo que se os antojaba. Me figuro que habría mucha competitividad. Josef, por su parte, tenía una procedencia muy distinta y, además, era judío. –Gösta hizo una pausa–. Y todos sabemos en qué anda metido John hoy por hoy.

–En aquella época, John no era así –dijo Leon–. Sé que a su padre no le gustaba que su hijo fuera al mismo internado que un chico judío, pero, por irónico que pueda parecer, ellos dos estaban más unidos que nadie.

Patrik asintió. Se preguntó fugazmente qué habría movido a John a cambiar sus ideas. ¿Se contagiaría de las de su padre al hacerse mayor? ¿O existiría otra explicación?

–¿Y los demás? ¿Cómo los describirías?

Leon pensó unos segundos. Luego se irguió un poco y dijo en voz alta, mirando hacia el salón:

–¿Ia, estás ahí? ¿Nos preparas un café? –Volvió a hundirse en la silla de ruedas.

–Percy es de la nobleza sueca hasta la médula. Era un consentido y un arrogante, pero no era mala persona. Simplemente, le habían grabado a fuego que él era más que el resto, y le gustaba contar las batallas en las que habían luchado sus antepasados. Él, en cambio, le tenía miedo hasta a su sombra. En cuanto a Sebastian, ya digo, siempre andaba a la caza de un buen negocio. Lo cierto es que llevaba uno muy lucrativo en la isla. Nadie sabía exactamente cómo se las arreglaba, pero yo creo que le pagaba a un pescador para que le trajera la mercancía, que luego vendía a precio de usura. Chocolate, tabaco, refrescos, pornografía y, en alguna que otra ocasión, alcohol, aunque lo dejó el día en que Rune estuvo a punto de pillarlo.

Ia apareció con una bandeja y puso las tazas en la mesa. No parecía sentirse a gusto en el papel de ama de casa solícita.

–Espero que el café esté bebible. No me aclaro con esos aparatos.

–Seguro que está bueno –dijo Leon–. Ia no está acostumbrada a vivir de un modo tan espartano. En Mónaco tenemos personal para preparar el café, así que esto supone un gran cambio para ella.

Patrik no sabía si era su imaginación, pero le pareció oír un tonillo de malevolencia en la voz de Leon. En cualquier caso, desapareció enseguida y volvió a ser el anfitrión impecable de antes.

–Yo aprendí a llevar una vida sencilla durante los veranos que pasábamos en Kalvö. En la ciudad teníamos todas las comodidades habidas y por haber, pero allí... –Miró hacia el mar–. Allí mi padre colgaba el traje y se pasaba la vida en camiseta y pantalones cortos, pescando y recogiendo fresas silvestres, bañándose... Un puro lujo.

Se interrumpió cuando Ia llegó con el café y empezó a servirlo.

–Ya, pero no puede decirse que hayas llevado una vida sencilla desde entonces –dijo Gösta, antes de tomar un sorbito de café.

–Touché –dijo Leon–. No, no mucho. Me atraían más las aventuras que la vida apacible.

–Por los subidones, ¿no? –preguntó Patrik.

–Esa es una manera muy sencilla de describirlo, pero bueno, sí, quizá se les pueda llamar «subidones». Me imagino que es, en cierto modo, como los estupefacientes, aunque jamás se me ha ocurrido intoxicarme con drogas; desde luego, eso también crea adicción. Una vez que empiezas, es imposible dejarlo. Te pasas las noches despierto preguntándote: ¿Podré escalar más alto todavía? ¿A cuánta profundidad seré capaz de descender buceando? ¿A qué velocidad llegaré conduciendo? Y son preguntas que, al final, hay que contestar.

–Pero todo eso ya se ha acabado –dijo Gösta.

Patrik se preguntó para sus adentros por qué no habría enviado a Gösta y a Mellberg a un curso de técnicas de interrogatorio hace ya mucho tiempo, pero Leon no pareció tomárselo a mal.

–Pues sí, todo eso se terminó.

–¿Cómo fue el accidente?

–Un accidente de tráfico normal y corriente. Iba conduciendo Ia; como seguramente sabréis, las carreteras en Mónaco son muy estrechas y sinuosas y, de vez en cuando, empinadas. Nos encontramos de frente con otro vehículo, Ia hizo un giro demasiado brusco y nos salimos de la carretera. El coche se incendió. –El tono no era ya tan relajado, y Leon se quedó mirando al vacío como si estuviera viendo la tragedia–. ¿Tenéis idea de lo raro que es que los coches empiecen a arder después de una colisión? No es como en las películas, donde los coches explotan en cuanto chocan con algo. Tuvimos mala suerte. Ia salió más o menos bien parada, pero a mí se me quedaron las piernas atrapadas y no podía salir. Notaba cómo me empezaban a arder las manos y los pies y la ropa... Luego, la cara. A partir de ahí, perdí el conocimiento. Ia me sacó del coche. Así fue como se quemó las manos. Por lo demás, solo se hizo unas cuantas heridas y se fracturó dos costillas, un milagro. Ella me salvó la vida.

–¿Cuánto hace de eso? –preguntó Patrik.

–Nueve años.

–¿Y no hay la menor posibilidad de que...? –comenzó Gösta, señalando la silla de ruedas.

–No. Estoy paralizado de cintura para abajo y tengo suerte de poder respirar por mí mismo. –Lanzó un suspiro–. Una de las secuelas es que me canso enseguida, y a esta hora normalmente me echo un rato. ¿Tenéis alguna otra pregunta? Si no es así y me permitís la impertinencia, ¿puedo pediros que os vayáis?

Patrik y Gösta se miraron. Luego, Patrik se levantó.

–Bueno, yo creo que hemos acabado por el momento, pero puede que tengamos que volver.

–Cuando queráis, por supuesto. –Leon fue tras ellos rodando en la silla hacia el interior de la casa.

Ia bajaba del piso de arriba y extendió el brazo con elegancia para despedirse.

Cuando estaban a punto de salir, Gösta se volvió hacia Ia, que parecía ansiosa por cerrar la puerta.

–Estaría bien que nos dierais la dirección de vuestra casa en la Riviera.

–¿Por si nos fugamos? –preguntó con un amago de sonrisa.

Gösta se encogió de hombros, Ia se volvió hacia la consola de la entrada y anotó una dirección en una libreta. Con un movimiento brusco, arrancó la hoja y se la dio a Gösta, que se la guardó en el bolsillo sin el menor comentario.

Ya en el coche, Gösta trató de hablar de la entrevista con Leon, pero Patrik apenas le prestaba atención. Estaba ocupadísimo buscando su móvil.

–He debido de dejarme el móvil en casa –dijo al fin–. ¿Me prestas el tuyo?

–Lo siento. Como tú siempre llevas el tuyo, no pensé en traer el mío.

Patrik sopesó si dedicar unos minutos a explicarle a Gösta por qué era fundamental para un policía llevar siempre el móvil encima, pero comprendió que no había elegido bien el momento. Giró la llave de encendido.

–Pasaremos por mi casa de camino a la comisaría. Tengo que recoger el teléfono.

Recorrieron en silencio los pocos minutos que tardaron en atravesar Salvik. Patrik no podía quitarse de encima la sensación de que se les había escapado algo durante la conversación con Leon. No sabía si era de lo dicho o de lo no dicho, pero allí había algo que no encajaba.

Kjell estaba deseando que llegara la hora de la comida. Carina tenía turno de noche y lo había llamado para preguntar si no podían comer juntos en casa. Resultaba difícil coincidir cuando uno hacía turnos y el otro tenía horario de oficina. Cuando ella tenía varias guardias nocturnas seguidas, podían pasar días sin verse. Pero Kjell estaba muy orgulloso de ella. Era una luchadora y trabajaba mucho, y los años que estuvieron separados había mantenido su casa y al hijo de ambos sin refunfuñar. Después, Kjell comprendió que tenía problemas con el alcohol, pero lo había dejado por sí sola. Curiosamente, fue su padre, Frans, quien la animó. Una de las pocas cosas buenas que había hecho, pensó Kjell con una mezcla de amargura y de cariño involuntario.

En cambio, Beata... Ella prefería no trabajar. Cuando vivían juntos no paraban de discutir por el dinero. Ella se quejaba de que él no ascendiera de puesto para así poder ganar tanto como los jefes, pero, al mismo tiempo, no hacía nada por contribuir a la economía común. «Es que yo me encargo de la casa», le decía.

Aparcó a la entrada de la casa y trató de respirar hondo. Aún lo invadía el sentimiento de aversión cada vez que pensaba en la mujer con la que estuvo casado, y en gran parte se debía a un profundo desprecio por sí mismo. ¿Cómo pudo malgastar en ella varios años de su vida? Naturalmente, no se arrepentía de tener los niños, pero sí de haberse dejado embaucar. Ella era joven y muy mona, y él era mayor y se sintió halagado.

Salió del coche y apartó los recuerdos de Beata. No podía permitir que estropeasen el almuerzo con Carina.

–Hola, cariño –dijo ella al verlo entrar–. Siéntate. La comida ya está lista. He preparado tortitas de patata.

Carina le puso un plato en la mesa, y Kjell aspiró el aroma: le encantaban las tortitas de patata.

–¿Qué tal en el trabajo? –preguntó ella, y se sentó enfrente.

Kjell la miró con ternura. Había envejecido bien. Las finas arrugas que tenía alrededor de los ojos le favorecían, y el bronceado que había adquirido después de pasarse horas trabajando en el jardín, su entretenimiento favorito, le otorgaba un aspecto saludable.

–Regular. Estoy investigando un asunto del que me he enterado, es sobre John Holm, pero no sé cómo seguir adelante.

Se llevó a la boca un trozo de tortita: estaba tan buena como prometía.

–¿No hay nadie que pueda echarte una mano?

Kjell estaba a punto de decir que no cuando cayó en la cuenta de que, en realidad, a Carina no le faltaba razón. Aquel tema era tan importante que bien podía tragarse el orgullo. Todo lo que había averiguado sobre John Holm indicaba que detrás había algo de tal envergadura que debía salir a la luz y, la verdad, le daba lo mismo no ser él quien sacara la noticia. Por primera vez en toda su carrera de periodista, se encontraba en una situación que, hasta entonces, solo conocía de oídas: le había echado el guante a una historia que estaba por encima de él.

Se levantó rápidamente de la mesa.

–Perdona, tengo que hacer una cosa.

–¿Ahora? –dijo Carina, mirando el plato a medio comer.

–Sí, lo siento. Ya sé que has estado cocinando y preparándolo todo, y yo también tenía muchas ganas de que pasáramos un rato juntos, pero...

Al ver la desilusión en los ojos de Carina, estuvo a punto de sentarse otra vez. Ya la había decepcionado bastante y prefería no repetir. Pero entonces a ella se le iluminó la cara con una sonrisa.

–Anda, ve y haz lo que tengas que hacer. Ya sé que no te dejarías a medias unas tortitas si no estuviera en juego la seguridad del reino.

Kjell se echó a reír.

–Sí, más o menos. –Se inclinó y le dio un beso en los labios.

De nuevo en la redacción, pensó en lo que iba a decir. Seguramente, necesitaría algo más que un mal presentimiento y unos números de teléfono garabateados para suscitar el interés de uno de los analistas políticos más destacados de la prensa nacional. Se estaba rascando la barbilla cuando, de repente, cayó en la cuenta. La sangre de la que le había hablado Erica. Ningún periódico había sacado aún la noticia del hallazgo en Valö. Él ya tenía el artículo casi listo y, naturalmente, había pensando que el Bohusläningen fuera el primero en sacarlo a la luz; pero, al mismo tiempo, el rumor habría llegado a todos los rincones de la comarca a aquellas alturas. Solo era cuestión de tiempo que los otros periódicos se enterasen. Por tanto, se dijo, no importaba si cedía la noticia. El Bohusläningen, que tan bien conocía la zona, podría hacer el seguimiento con artículos mucho más serios y detallados que los grandes dragones de la prensa, aunque perdiera la primicia.

Se quedó unos segundos delante del teléfono, ordenó sus pensamientos y anotó unas cuantas ideas en un bloc. Se trataba de estar bien preparado antes de llamar a Sven Niklasson, reportero político del Expressen, para que le ayudara a averiguar algo más sobre John Holm. Y sobre Gimlé.

Paula bajó del barco con cuidado. Mellberg había ido protestando todo el trayecto hasta Valö, primero en el coche, luego en el MinLouis, uno de los barcos de Salvamento Marítimo. Pero protestaba sin mucha convicción. A aquellas alturas, la conocía tan bien que sabía que jamás la convencería de que cambiara de opinión.

–Ten cuidado. Tu madre me mata si te caes al agua. –La sujetó de un brazo, mientras Victor hacía lo propio por el otro lado.

–Llamadme si necesitáis que os lleve de vuelta –dijo Victor, y Mellberg asintió.

–No me explico por qué te has empeñado en venir –dijo Mellberg mientras subían hacia la casa–. Quién sabe si el tirador no seguirá aquí. Puede que sea peligroso, y no estás arriesgando tu vida solamente.

–Ya ha pasado casi una hora desde que Annika llamó. El tirador se habrá ido hace rato. Y doy por hecho que estará intentando localizar a Patrik y a Gösta, así que ellos dos también se habrán puesto ya en camino.

–Sí, pero... –comenzó Mellberg, aunque cerró el pico enseguida. Ya habían llegado a la puerta y dijo en voz alta:

–¿Hola? Somos de la Policía.

En ese momento apareció un hombre rubio con la cara descompuesta. Paula supuso que sería Mårten Stark. Durante la travesía en barco había conseguido que Mellberg la pusiera un poco al corriente del caso.

–Nos hemos refugiado arriba, en el dormitorio. Creímos que sería lo más... Lo más seguro... –El hombre echó un vistazo hacia el final de la escalera que conducía a la planta de arriba, donde aparecieron dos personas.

Paula se sorprendió cuando reconoció a una de ellas.

–¡Anna! Pero ¿qué haces tú aquí?

–Había venido a tomar las medidas para un encargo de decoración que me han hecho. –Estaba un poco pálida, pero parecía serena.

–¿Estáis todos bien?

–Sí, menos mal –dijo Anna, y los otros dos asintieron.

–Y desde que llamasteis, ¿ha pasado algo? –preguntó Paula mirando a su alrededor. Aunque estaba convencida de que el tirador ya no estaba allí, no podía correr el riesgo de darlo por hecho y estaba atenta a cualquier ruido.

–No, no hemos oído nada más. ¿Queréis ver los agujeros de los disparos? –Anna parecía haber tomado el mando, mientras Mårten y Ebba se mantenían en segundo plano. Mårten estaba abrazado a Ebba, que tenía la mirada perdida y los brazos cruzados.

–Claro que sí –dijo Mellberg.

–Es aquí, en la cocina. –Anna se adelantó y, al llegar al umbral, se detuvo y señaló los agujeros de bala–. Como veis, los disparos atravesaron el cristal de la ventana.

Paula observó el desastre. El suelo entero estaba lleno de cristales, sobre todo debajo de la ventana.

–¿Había alguien aquí cuando se efectuaron los disparos? Por cierto, ¿estáis seguros de que no fue un solo disparo, sino varios?

–Ebba estaba en la cocina –dijo Anna, y le dio con el codo a Ebba, que levantó la vista despacio y miró a su alrededor como si fuera la primera vez que veía aquella cocina.

–De pronto, oí un estallido –dijo–. Sonó tan atronador... No sabía qué lo había provocado. Luego se oyó otro.

–O sea, dos disparos –dijo Mellberg, y entró en la cocina.

–Bertil, yo creo que no deberíamos andar pisando por aquí – dijo Paula. Cómo le habría gustado que Patrik hubiera llegado ya... No estaba segura de poder detener el avance de Mellberg ella sola.

–No pasa nada. Yo he estado en más escenarios de un delito de los que tú podrás acumular en toda tu carrera, y sé lo que se puede hacer y lo que no. –Y dicho esto, pisó un gran fragmento de vidrio que se rompió en pedazos bajo su peso.

Paula soltó un largo suspiro.

–Sí, pero de todos modos, yo creo que deberíamos procurar que Torbjörn y sus chicos se encuentren con un escenario intacto.

Mellberg no le hizo el menor caso y se encaminó a la pared del fondo, donde estaban los orificios de bala.

–¡Ajá! ¡Ahí tenemos a estos granujas! ¿Tenéis bolsas de plástico?

–En el tercer cajón –dijo Ebba ausente.

Mellberg abrió el cajón y sacó un rollo de bolsas para congelar. Arrancó una y se puso un par de guantes de fregar que había colgados en el grifo. Luego volvió a la pared.

–Vamos a ver. No son muy profundos, así que es fácil extraerlos. Esto será pan comido para Torbjörn –dijo, y metió el dedo para sacar una de las balas.

–Pero hay que hacer fotos y... –objetó Paula.

Obviamente, Mellberg no oyó una sola palabra de lo que le decía. Simplemente, les mostró la bolsa muy ufano y la guardó luego en el bolsillo del pantalón corto. Se quitó los guantes, que se desprendieron con un estallido, y los dejó en el fregadero.

–Hay que pensar en el tema de las huellas dactilares –continuó, con gesto de preocupación–. Es fundamental para la obtención de pruebas, y después de tantos años en la profesión, lo lleva uno grabado a fuego.

Paula se mordió la lengua tan fuerte que notó el sabor a sangre. «No tardes en venir, Hedström», se decía. Pero nadie atendió su súplica, y por allí siguió Mellberg campando a sus anchas, tan tranquilo, pisando los restos de la ventana hecha añicos.

 


Capítulo 15


Date: 2015-12-17; view: 458


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