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Hospital de Långbro, 1925

Tenía que tratarse de un error, o si no, era todo culpa de aquella mujer horrible. Pero Dagmar podía ayudarle. No importaba lo que hubiera ocurrido, todo se arreglaría en cuanto volvieran a estar juntos.

Había dejado a la niña en una pastelería de la ciudad. Allí no le pasaría nada. Si alguien le preguntaba qué hacía allí sola, debía decir que su madre había ido a los servicios.

Dagmar contempló el edificio. No le había sido difícil dar con él. Después de varios intentos, preguntó por fin a una mujer que supo indicarle exactamente cómo llegar al hospital de Långbro. Su gran problema era ahora cómo entrar. Por la parte delantera, donde se encontraba la entrada principal, había muchos empleados y podían descubrirla fácilmente. Se había planteado presentarse como la señora Göring, pero si Carin ya había ido a verlo, se desvelaría el engaño enseguida y se acabarían sus oportunidades.

Con sumo cuidado, evitando que la vieran desde alguna ventana, bordeó el edificio hasta la parte trasera. Allí había una puerta que parecía una entrada para el personal sanitario. Se quedó un buen rato vigilando y vio que por ella entraban y salían mujeres de todas las edades vestidas con uniformes almidonados. Algunas llenaban un carrito de ropa sucia que había a la derecha de la puerta, y a Dagmar se le ocurrió una idea. Muy despacio y bien alerta, se acercó al carro sin apartar la vista de la puerta por ver si salía alguien. Pero la puerta permanecía cerrada, y Dagmar rebuscó a toda prisa entre el contenido del carrito. La mayoría eran sábanas y toallas, pero tuvo suerte. En el fondo había un uniforme exactamente igual al que llevaban las enfermeras. Lo sacó de un tirón y dobló la esquina para cambiarse.

Cuando terminó, se estiró y se colocó el gorrito tapándose el pelo a conciencia. El bajo del vestido estaba un poco sucio, pero por lo demás, no parecía muy usado. Esperaba que no todas las enfermeras se conocieran, y se dieran cuenta de la llegada de una nueva.

Dagmar abrió la puerta y asomó la cabeza a lo que parecía el vestuario del personal. Estaba vacío, y siguió presurosa hacia el pasillo, sin dejar de mirar furtivamente a uno y otro lado. Continuó pasillo arriba, sin separarse mucho de la pared, y dejó atrás una larga hilera de puertas cerradas. No había placas con el nombre en ninguna, y pronto comprendió que no conseguiría dar con Hermann. Empezaba a desesperarse, y se tapó la boca con la mano para ahogar un lamento. No podía rendirse aún.

Dos enfermeras jóvenes aparecieron por el pasillo en dirección contraria. Iban hablando bajito, pero cuando se acercaron, Dagmar pudo oír la conversación. Aguzó el oído. ¿Verdad que habían dicho Göring? Aminoró el paso, tratando de captar sus palabras. Una de las enfermeras llevaba en la mano una bandeja, y parecía que se estuviera lamentando.



–La última vez que entré, me tiró encima toda la comida –dijo con un gesto de preocupación.

–Ya, por eso ha dicho la jefa que a partir de ahora tenemos que ser dos para entrar en la habitación de Göring –dijo la otra, a la que también le temblaba la voz.

Se detuvieron en medio del pasillo delante de una puerta, y allí se quedaron dudando un poco. Dagmar comprendió que era el momento. Tenía que actuar ya, así que se aclaró un poco la garganta y dijo con tono autoritario:

–Chicas, me han dicho que de Göring me encargo yo, así que por esta vez os vais a librar –dijo alargando el brazo en busca de la comida.

–¿De verdad? –dijo desconcertada la joven que llevaba la bandeja en la mano, aunque se le veía en la cara el alivio que era para ella.

–Yo sé cómo tratar a tipos como Göring. Anda, venga, ya podéis iros a hacer algo de provecho, yo me encargo de esto. Pero antes, ayudadme con la puerta.

–Gracias –dijeron las jóvenes con una reverencia. Una de ellas sacó del bolsillo un llavero enorme y metió en la cerradura una de las llaves sin vacilar. Sujetó la puerta y, en cuanto Dagmar entró en la habitación, se alejaron de allí las dos, contentas de haberse librado de tan desagradable tarea.

Dagmar notaba los latidos del corazón. Allí estaba su Hermann, tumbado en una simple camilla y de espaldas a ella.

–Todo se va a arreglar, Hermann –dijo, y dejó la bandeja en el suelo–. Ya estoy aquí.

Él no se movió. Dagmar se quedó mirando aquella espalda ancha y se estremeció de placer ante la sola idea de estar tan cerca de él, por fin.

–Hermann –repitió, y le puso la mano en el hombro.

Él se apartó y, con un movimiento rápido, se volvió y se sentó en la cama.

–¡¿Qué es lo que quiere?! –vociferó.

Dagmar se asustó. ¿De verdad que aquel era Hermann? ¿El guapo aviador que la hacía temblar entera? Aquel hombre altivo de espalda ancha cuyo cabello rubio brillaba al sol como el oro. No podía ser.

–Dame las pastillas, zorra asquerosa. ¡Te lo exijo! ¿Es que no sabes quién soy? Soy Hermann Göring, y tengo que tomarme las pastillas. –Hablaba con un acento alemán muy marcado, e iba haciendo pausas, como si estuviera buscando la palabra adecuada.

A Dagmar se le hizo un nudo en la garganta. El hombre que le gritaba de aquel modo estaba gordo y tenía la piel ajada con una palidez enfermiza. Había perdido mucho pelo, el que le quedaba, parecía pegado en la coronilla. El sudor le corría a chorros por la cara.

Dagmar respiró hondo. Tenía que asegurarse de que no se había equivocado.

–Hermann, soy yo, Dagmar. –Se mantenía a cierta distancia, preparada por si se abalanzaba sobre ella. Le palpitaban las venas de la frente y ya no estaba pálido, un color rojo empezaba a subirle por el cuello.

–¿Dagmar? ¡Y a mí qué más me da cómo os llaméis las putas! Quiero mis pastillas. Los que me han encerrado aquí son los judíos, y tengo que ponerme bien. Hitler me necesita. ¡Que me des las pastillas!

Siguió vociferando y salpicándole a Dagmar la cara de saliva. Ella estaba horrorizada, pero hizo un nuevo intento:

–¿No te acuerdas de mí? Nos conocimos en una fiesta en casa del doctor Sjölin. En Fjällbacka.

El ataque cesó de pronto, Hermann parecía extrañado y la miraba con el desconcierto en la cara.

–¿En Fjällbacka?

–Sí, en la fiesta del doctor Sjölin –repitió ella–. Pasamos aquella noche juntos.

A él se le iluminó la mirada y Dagmar se dio cuenta de que acababa de recordarlo. Por fin. Ahora se arreglarían las cosas. Ella se encargaría de organizarlo todo y Hermann volvería a ser su apuesto capitán.

–Eres la criada –dijo secándose el sudor de la frente.

–Me llamo Dagmar –repitió ella. Se le estaba haciendo un nudo en el estómago. ¿Por qué no corría a abrazarla, tal y como se había imaginado en sueños?

De repente, él se echó a reír; le temblaba la barriga a cada carcajada.

–Dagmar, sí. –Volvió a reírse, y Dagmar cerró los puños.

–Tenemos una hija. Laura.

–¿Una hija? –Él la escrutó con los ojos entornados–. Ya, no es la primera vez que me lo dicen. De esas cosas no puede uno estar seguro. Sobre todo, con una criada.

Pronunció las últimas palabras con un tono de desprecio, y Dagmar sintió que la rabia le crecía por dentro. En aquella sala blanca y esterilizada cuyas ventanas no dejaban entrar ni un rayo de sol, acababan de hacerse añicos sus esperanzas. Todo lo que había creído hasta entonces sobre su vida era una mentira, los años que había pasado añorando, deseando y aguantando el llanto de aquella cría, su hija, que no paraba de exigir, habían sido en vano. Se abalanzó sobre él con los dedos como garras, gruñendo sonidos guturales como una fiera con un único deseo: el de hacerle tanto daño como él le había causado a ella. Le clavó los dedos y empezó a arañarle la cara, mientras lo oía gritar en alemán como en la distancia. Se abrió la puerta y notó unos brazos que tiraban de ella apartándola de aquel hombre al que tanto tiempo había querido.

Luego, todo se desvaneció.

 

Fue su padre quien le enseñó cómo se hace un buen negocio. LarsÅke «Barlovento» Månson había sido una leyenda y Sebastian lo admiró siempre de niño y de adolescente. Le habían puesto aquel apodo por lo bien que le iban los negocios, siempre salía airoso incluso de los peores aprietos. «Lars-Åke puede escupir a barlovento sin que le caiga una gota de saliva en la cara», decían.

Según él, era muy fácil convencer a la gente de que hiciera lo que uno quería. El principio básico era el mismo que en boxeo: había que identificar el punto débil del adversario y luego atacar ahí una y otra vez, hasta alzarse con la victoria. O, en su caso, sacar una buena tajada. Su forma de hacer negocios no le granjeaba ni la aceptación ni el respeto popular pero, tal y como él solía decir, «con el respeto no se come».

Y ese era también el lema de Sebastian. Sabía perfectamente que muchos lo odiaban y que muchos más lo temían; sin embargo, sentado al lado de la piscina con una cerveza fría en la mano pensaba que eso no le importaba lo más mínimo. Tener amigos era algo que no le interesaba. Tener amigos implicaba verse obligado a ceder y a renunciar a una parte del poder.

–¿Papá? Los chicos y yo estábamos pensando en irnos a Strömstad, pero no tengo dinero. –Jon se le acercó tranquilamente, llevaba puesto el bañador y lo miraba suplicante.

Sebastian se hizo sombra en la cara con la mano y observó a su hijo, aquel joven de veinte años. Elisabeth se quejaba a veces de que lo estaba malcriando, tanto a él como a Jossan, su hermana, dos años menor, pero él no le hacía ningún caso. Una educación estricta llena de normas y cosas así era apropiada para los suecos normales, no para ellos. Los chicos aprenderían lo que la vida tenía que ofrecerles y a tomar lo que les apeteciese. Llegado el momento, emplearía a Jon en la compañía y le enseñaría todo lo que él había aprendido de su padre; mientras tanto, el chico podía dedicarse a pasarlo bien, se decía.

–Llévate la tarjeta oro. Está en mi cartera, en la entrada.

–Guay, ¡gracias, tío! –Jon entró corriendo en la casa, como si temiera que Sebastian pudiera arrepentirse.

Cuando le prestó la tarjeta para la semana de tenis en Båstad, la cuenta ascendió a setenta mil coronas. No era más que calderilla, dadas las circunstancias; sobre todo, si con eso ayudaba a Jon a mantener su posición entre los amigos que había hecho en el internado de Lundsberg. El rumor de la fortuna de su padre se había extendido rápidamente por allí, y le había procurado enseguida un grupo de compañeros que se convertirían en hombres influyentes.

Naturalmente, fue su padre quien le enseñó la importancia de poseer los contactos adecuados. Los contactos eran algo mucho más valioso que los amigos, y su padre lo matriculó en el internado de Valö en cuanto supo el apellido de algunos de los muchachos que estudiarían allí. Lo único que lo irritaba era que «el espécimen judío», como él lo llamaba, también fuera al mismo colegio. Era un chico que no tenía ni dinero ni abolengo, y con su presencia reducía el estatus del centro. Al pensar en aquella época extraña y lejana, Sebastian recordó que Josef era su compañero preferido. Tenía una ambición, una fijación que reconocía como suya.

Ahora que volvían a verse gracias a aquella idea tan loca de Josef, no podía sino reconocer que admiraba la voluntad del viejo compañero de hacer cualquier cosa por alcanzar sus objetivos. El que sus objetivos fueran totalmente distintos no tenía la menor relevancia. Tenía muy claro que el despertar sería terrible, pero intuía que Josef, en el fondo, sabía que, por lo que a él se refería, aquello no podía acabar bien. En cualquier caso, la esperanza es lo último que se pierde, y Josef era consciente de que tendría que hacer lo que dijera Sebastian. Como todo el mundo.

Los sucesos de las últimas semanas eran, sin duda, muy interesantes. Los rumores acerca del hallazgo efectuado en la isla se habían difundido enseguida. La cosa empezó, naturalmente, en cuanto Ebba se mudó a Valö. La gente agradecía cualquier cosa que pudiera prender la llama de aquella vieja historia. Y ahora, hasta la Policía había empezado a hurgar en el asunto.

Sebastian giraba el vaso de cerveza entre los dedos con aire pensativo, y se lo llevó al pecho para refrescarse. Se preguntaba qué estarían pensando los demás de estos sucesos y si también a ellos les habían hecho una visita. Oyó en la entrada el ruido del motor del Porsche. Así que el mocoso de su hijo se había llevado las llaves del coche, que estaban al lado de la cartera. Sebastian sonrió. Iba por el buen camino. Si estuviera vivo, su abuelo se habría sentido orgulloso de él.

Desde que se fue de Valö, Anna no había parado de dar vueltas a varias ideas sobre la decoración, y aquella mañana casi saltó de la cama. Dan se rio al verla tan ansiosa, pero se le notaba en la cara cuánto se alegraba por ella.

Todavía faltaba mucho para que pudiera empezar en serio, pero Anna no podía esperar. Había algo en aquel lugar que la atraía, quizá el hecho de que Mårten hubiese aceptado sus propuestas con verdadero entusiasmo. La miró con algo que se parecía a la admiración y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió como una persona interesante y capaz. Cuando llamó para preguntar si podía volver para tomar medidas y hacer fotos, le dijo que por supuesto que sí.

Anna no podía evitar echarlo de menos mientras medía la distancia entre las ventanas del dormitorio que compartía con Ebba, en el piso de arriba. El ambiente de la casa no era el mismo cuando él no estaba. Echó una ojeada a Ebba, que estaba pintando el marco de la puerta.

–¿No crees que estaréis muy aislados aquí?

–Bueno, no sé, a mí me gusta la tranquilidad.

Ebba respondió como sin querer. Reinaba un silencio tan opresivo que Anna se sintió obligada a decir algo más.

–¿Tienes contacto con alguien de tu familia? De tu familia biológica, quiero decir. –Tendría que haberse mordido la lengua. Aquella pregunta podía interpretarse como una insolencia, y hacer que Ebba se mostrara más reservada aún.

–No queda nadie.

–Pero ¿has investigado la historia de tu familia? Supongo que tendrás curiosidad por saber quiénes eran tus padres, ¿no?

–Pues, hasta ahora, no. –Ebba dejó de pintar y se quedó con el pincel en el aire–. Pero desde que llegué aquí, la verdad, he empezado a pensar...

–Erica tiene bastante material.

–Sí, eso me dijo. Estaba pensando ir a visitarla un día para que me lo enseñara, solo que todavía no me he decidido. Aquí me siento tan segura... Es como si estuviera anclada a la isla.

–Antes me he cruzado con Mårten. Iba al pueblo.

Ebba asintió.

–Sí, el pobre tiene que andar yendo y viniendo para hacer la compra, recoger el correo y hacer todo tipo de recados. Voy a ver si me espabilo un poco, pero...

Anna estuvo a punto de preguntarle por el niño que, según tenía entendido, habían perdido Mårten y Ebba. Pero no fue capaz. La muerte del suyo aún le dolía demasiado como para poder hablar con otra persona de una pérdida así. Al mismo tiempo, sentía curiosidad. A simple vista, no había en toda la casa ni rastro de ningún niño. Ni fotos ni ningún otro objeto que indicara que hubieran sido padres alguna vez. Tan solo una mirada que Anna reconocía. La misma mirada que ella veía en el espejo por las mañanas.

–Erica me dijo que quería ver si averiguaba dónde habían ido a parar las pertenencias de tu familia. Puede que haya algunos objetos personales –dijo, y empezó a medir el suelo.

–Pues sí, y estoy de acuerdo con ella en que es un tanto extraño que todo se esfumara. Si vivían aquí, debían de tener todo tipo de cosas. Y me gustaría encontrar objetos de cuando yo era pequeña, por ejemplo. Ropa, juguetes... Las cosas que coleccionaba... –Se calló y siguió pintando; el ruido regular de las pinceladas llenó la habitación. De vez en cuando, se agachaba a mojar el pincel en una lata en la que ya quedaba muy poca pintura blanca.

Al oír la voz de Mårten en el piso de abajo, se puso rígida.

–¿Ebba?

–¡Estoy arriba!

–¿Necesitas algo del sótano?

Ebba salió al rellano para responder.

–Sí, por favor, tráeme una lata de pintura blanca. ¡Ah, Anna está aquí!

–Ya, he visto el barco –gritó Mårten–. Voy por la pintura, mientras pon el café, ¿vale?

–Vale. –Ebba se volvió hacia Anna–. Te tomas un café con nosotros, ¿verdad?

–Pues sí, gracias –dijo Anna, y empezó a plegar el metro.

–No, sigue si quieres, te aviso en cuanto esté listo.

–Gracias, pues entonces me quedo un rato más. –Anna volvió a desplegar el metro y continuó con lo suyo. Fue anotando las medidas en un boceto; le facilitaría mucho la planificación.

Continuó trabajando muy concentrada mientras oía a Ebba trajinar abajo en la cocina. Desde luego, una taza de café le sentaría divinamente. A ser posible, en un lugar a la sombra. En el piso de arriba estaba empezando a hacer un calor insoportable, y ya hacía un buen rato que tenía la camiseta pegada a la espalda por el sudor.

De repente, se oyó un fuerte golpe seguido de un grito. Anna se sobresaltó y se le cayó el metro de las manos. Entonces se oyó otro golpe y, sin pensarlo, echó a correr escaleras abajo, tan rápido que estuvo a punto de resbalar y caer en los peldaños desgastados.

–¿Ebba? –gritó al entrar en la cocina.

Cuando llegó a la entrada, se paró en seco. El cristal de la ventana que daba a la parte trasera de la casa estaba hecho añicos, y debajo, en el suelo, había un montón de fragmentos. Los había por toda la habitación. En el suelo, delante de la encimera, vio a Ebba agachada, cubriéndose la cabeza con los brazos. Había dejado de gritar, pero respiraba entrecortadamente.

Anna entró en la cocina y notó los trozos de vidrio crujiendo al pulverizarse bajo sus pies. Abrazó a Ebba y trató de ver si estaba herida, pero no había sangre. Inspeccionó rápidamente la cocina en busca de la causa de la rotura del cristal. Cuando se fijó en la pared del fondo, se le cortó la respiración. Se veían claramente dos agujeros de bala.

–¿Ebba? ¿Qué coño ha pasado? –Mårten llegó corriendo desde la escalera del sótano y entró en la cocina–. ¿Qué es lo que ha pasado?

Miró a Ebba y el cristal y se acercó enseguida a su mujer.

–¿Está herida? No estarás herida, ¿verdad? –La abrazó y la meció en sus brazos.

–Creo que no, aunque parece que han intentado pegarle un tiro.

A Anna se le salía el corazón por la boca, de pronto cayó en la cuenta de que podían estar en peligro. ¿Y si el tirador seguía allí fuera?

–Tenemos que irnos de aquí –dijo señalando la ventana.

Mårten comprendió enseguida lo que quería decir.

–No te pongas de pie, Ebba. Tenemos que apartarnos de la ventana –le dijo como si le hablara a un niño.

Ebba asintió e hizo lo que le decía su marido. Los tres corrieron agachados hacia el recibidor. Anna miró aterrada a la puerta. ¿Y si el tirador entraba por allí, si cruzaba la puerta y les disparaba? Mårten comprendió lo que pensaba, se abalanzó sobre la puerta y cerró el pestillo.

–¿Hay otra forma de entrar? –preguntó, con el corazón aún martilleándole en el pecho.

–Está la puerta del sótano, pero está cerrada.

–Pero ¿y la ventana de la cocina? Como está rota...

–Está demasiado alta –dijo Mårten, que sonaba más tranquilo de lo que parecía.

–Voy a llamar a la Policía. –Anna echó mano del bolso, que estaba en el vestíbulo, en un estante. Sacó el móvil con las manos temblándole de miedo. Mientras oía los tonos de llamada, miró a Mårten y a Ebba. Estaban sentados en el último peldaño. Él, abrazando a su mujer; ella, con la cabeza apoyada en su pecho.

–¡Eh, hola! ¿Dónde os habéis metido?

Erica dio un salto, aterrada al oír la voz desde la calle.

–¿Kristina? –Se quedó mirando a su suegra, que salía de la cocina con un trapo en las manos.

–No había nadie y he entrado. Menos mal que todavía tenía la llave de cuando venía a regar las plantas aquella vez que estuvisteis en Mallorca, si no habría venido para nada de Tanumshede –dijo alegremente, y volvió a la cocina.

Sí, ya, o podrías haber llamado para preguntar si me venía bien que te pasaras, pensó Erica. Les quitó los zapatos a los niños, sacó fuerzas de flaqueza y se dirigió a la cocina.

–Se me ha ocurrido que podía haceros una visita y echaros una mano unas horas. Sé cómo lo tenéis todo y, la verdad, en mis tiempos yo no habría tenido la casa así en la vida. Nunca se sabe quién puede presentarse aquí de visita, y una no quiere que lo vean todo de esta manera –dijo Kristina mientras limpiaba frenéticamente la encimera.

–No, claro, quién sabe cuándo se dejará caer el rey para tomar un café, ¿no?

Kristina se volvió a mirarla con cara de perplejidad.

–¿El rey? ¿Por qué iba a venir el rey a vuestra casa?

A Erica casi se le quedan los dientes encajados de tanto apretarlos, y no dijo nada. La mayoría de las veces, era lo mejor.

–¿Dónde habéis estado? –preguntó Kristina otra vez, abalanzándose ahora con el trapo sobre la mesa de la cocina.

–En Uddevalla.

–¿Qué dices? ¿Se han tragado los niños un viaje de ida y vuelta a Uddevalla? Pobrecitos míos. ¿Por qué no me has llamado para que me quedara con ellos? Habría cancelado la cita que tenía con Görel para tomar café, una hace cualquier cosa por sus hijos y sus nietos. Para eso estamos. Ya lo comprenderás cuando seas un poco mayor y los niños crezcan.

Hizo una pausa para tomar impulso y restregar a fondo un pegote de mermelada reseca que había en el hule.

–Claro que llegará un día en que no pueda ayudar más, esas cosas van que vuelan. Ya tengo más de setenta años, quién sabe cuánto tiempo aguantaré.

Erica asintió y se esforzó por responder con una sonrisa de agradecimiento.

–¿Han comido los niños? –preguntó Kristina, y Erica se quedó de piedra. Se le había olvidado darles de comer. Debían de estar muertos de hambre, pero no pensaba decírselo a su suegra bajo ninguna circunstancia.

–Nos hemos tomado un perrito por el camino, pero seguro que ya quieren comer.

Y se fue con paso firme al frigorífico, para ver qué podía prepararles. Enseguida comprendió que lo más rápido sería un yogur con cereales, así que colocó el cartón en la mesa y sacó de la despensa un paquete de cereales.

Kristina dejó escapar un suspiro de horror.

–En mis tiempos no se nos habría pasado por la cabeza dar a los niños otra cosa que una comida casera. Patrik y Lotta nunca probaron un plato precocinado y mira qué sanos se criaron. La base de una buena salud es la alimentación, siempre lo he dicho, pero claro, ya nadie hace caso de la sabiduría de los mayores. Los jóvenes lo sabéis todo, y ahora todo tiene que ser rápido. –. En este punto, Kristina tuvo que hacer una pausa para respirar, y Maja apareció en la cocina.

–Mamá, tengo muchísima hambre, y Noel y Anton también. Tengo el estómago vacío –dijo frotándose la barriguilla.

–Pero si os habéis comido un perrito por el camino, cariño –dijo Kristina, y le dio una palmadita en la mejilla.

Maja sacudió la cabeza y la melena rubia le revoloteó alrededor de la cara.

–Qué va, nada de perritos. Solo el desayuno. Y tengo muuucha hambre. ¡Muchísima hambre!

Erica fulminó con la mirada a aquella traidora, y notó en la nuca la mirada condenatoria de Kristina.

–Anda, voy a hacerles unas tortitas –dijo Kristina, y Maja se puso a saltar de alegría.

–¡Bien! ¡Las tortitas de la abuela! ¡Queremos tortitas!

–Gracias. –Erica metió el yogur en el frigorífico–. Entonces voy a cambiarme y miro una cosa de trabajo.

Kristina estaba de espaldas sacando los ingredientes para las tortitas. Ya tenía la sartén calentándose en el fuego.

–Claro, vete, yo me encargaré de que estos pobres niños coman algo.

Erica subió al piso de arriba contando hasta diez muy despacio. En realidad, no tenía nada de trabajo pendiente, pero necesitaba unos minutos para calmarse. La madre de Patrik actuaba con buena intención, pero sabía exactamente qué teclas tocar para sacarla de quicio. Curiosamente, a Patrik no le molestaba como a ella, con lo que Erica se irritaba más aún. Siempre que trataba de hablar con él de Kristina, de algo que hubiera hecho o que hubiera dicho, decía: «Bah, no le hagas caso. Mi madre exagera un poco a veces, pero tú déjala».

Quizá fuera cosa de la relación madre e hijo, y puede que ella misma llegara a ser una suegra igual de difícil para la mujer de Noel y Anton, pero en el fondo, no lo creía. Ella sería la mejor suegra del mundo, una suegra con la que sus nueras querrían relacionarse como con una amiga, y a la que no dudarían en confiarse. Querrían que Patrik y ella los acompañaran en todos los viajes que hicieran, y ella les ayudaría con los nietos, y si tenían mucho trabajo, ella iría a su casa y les echaría una mano con la limpieza y con la comida. Seguramente, tendría su propia llave y... Erica se quedó de una pieza. Igual no era tan fácil ser la suegra perfecta, después de todo.

Entró en el dormitorio a cambiarse de ropa y se puso unos vaqueros cortos y una camiseta. El blanco era su jersey favorito. Tenía la idea de que la hacía más delgada. Cierto que su peso había ido oscilando bastante a lo largo de los años, pero antes tenía siempre una treinta y ocho. Ahora, en cambio, llevaba varios años usando la cuarenta y dos; bueno, desde que nació Maja. ¿Cómo había llegado a esa situación? A Patrik no le había ido mejor. Decir que era musculoso cuando se conocieron sería una exageración, pero no tenía barriga. Ahora, en cambio, le colgaba bastante y, por desgracia, tenía que reconocer que un tío con barriga era lo menos atractivo que podía imaginar. Lo cual la llevaba a preguntarse si Patrik no pensaría lo mismo de ella, que tampoco tenía el mismo tipo que cuando se conocieron.

Echó una ojeada al espejo de cuerpo entero del dormitorio, se sobresaltó y se dio la vuelta. Allí había cambiado algo. Miró a su alrededor tratando de recordar cómo había dejado el dormitorio aquella mañana. Le costaba recrear la imagen exacta de ese día en concreto y, aun así, podría jurar que había algo distinto. ¿Habría estado Kristina husmeando en su dormitorio? No, porque habría subido a limpiar y a hacer la cama, que seguía igual. Edredón y almohadones estaban hechos un lío, y la colcha, como de costumbre, enrollada a los pies. Erica inspeccionó la habitación una vez más, pero al final se encogió de hombros. Serían figuraciones suyas.

Se fue al despacho y se sentó al ordenador, que le pidió la contraseña. Se quedó perpleja mirando la pantalla. Alguien había intentado entrar en su ordenador. Después de tres intentos, le pedía la respuesta a la pregunta de seguridad: «¿Cómo se llamaba tu primera mascota?».

Con una creciente sensación de malestar, recorrió el despacho con la mirada. No cabía duda, allí había entrado alguien. Podía parecer que en su caos no reinaba ningún orden, pero ella sabía exactamente dónde lo tenía todo, y ahora se daba cuenta de que alguien había trasteado en sus cosas. Pero ¿por qué? Estarían buscando algo, pero ¿qué? Dedicó un buen rato a comprobar que no faltara nada, y parecía que no.

–¿Erica?

Kristina la llamaba desde el piso de abajo y, con esa sensación tan desagradable, se levantó para ir a ver qué quería.

–¿Sí? –preguntó asomándose por la barandilla.

–Tienes que acordarte de cerrar bien la puerta de la terraza cuando salgas. La cosa podía haber terminado en tragedia. Menos mal que he visto a Noel por la ventana de la cocina. Ya estaba fuera y a punto de echar a correr hacia la calle. Por suerte he salido y he podido pararlo a tiempo, pero desde luego, no puede ser, dejar las puertas abiertas con unos niños tan pequeños... Cuando quieras darte cuenta, se te han perdido, deberías saberlo.

Erica se quedó helada. Estaba totalmente segura de que había cerrado la puerta de la terraza antes de irse. Tras unos segundos de duda, marcó el número de Patrik. No tardó en oírlo sonar en la cocina, donde se lo había dejado olvidado. Erica colgó el teléfono.

Paula se levantó del sofá con un lamento. Habían terminado de comer y, aunque solo de pensar en comida le daban náuseas, sabía que no le quedaba otro remedio. En condiciones normales, le encantaban los platos de su madre, pero el embarazo le había hecho perder el apetito y, de haber sido por ella, habría sobrevivido con helado y galletitas saladas.

–Hombre, aquí viene la foca –dijo Mellberg, y le ofreció una silla.

Paula no se molestó en comentar aquella broma, que ya había oído infinidad de veces.

–¿Qué hay de comer?

–Estofado de carne. En la olla de hierro. Es importante que tomes hierro –dijo Rita; metió bien hondo el cucharón y sirvió una ración enorme que le plantó delante a Paula.

–Gracias, es estupendo poder comer aquí. Últimamente no tengo ninguna gana de cocinar. Sobre todo, cuando Johanna está trabajando.

–Pero hija, por supuesto que puedes venir a comer –dijo Rita con una sonrisa.

Paula dio un hondo suspiro antes de meterse en la boca la primera cucharada. Se le hizo una bola, pero siguió masticando. Tenía que alimentar al niño.

–¿Cómo van las cosas en el trabajo? –preguntó–. ¿Habéis avanzado algo en el caso Valö?

Mellberg se llevó la cuchara a la boca antes de responder.

–Muy bien, vamos avanzando. Claro que tengo que estar encima como una lapa, pero así al menos obtenemos algún resultado.

–Ya, ¿y qué habéis averiguado hasta ahora? –preguntó Paula. Sabía perfectamente que, a pesar de ser el jefe de la comisaría, Bertil no sabría responder a esa pregunta.

–Pues... –respondió desconcertado–. Es que todavía no hemos ordenado ni puesto por escrito los resultados.

En ese momento le sonó el móvil y, aliviado por la interrupción, se levantó para responder.

–Aquí Mellberg... Hola, Annika... ¿Y dónde coño está Hedström, si puede saberse? ¿Y Gösta? ¿Cómo que no los localizas?... ¿Valö? Bueno, pero de eso puedo encargarme yo... ¡Te he dicho que yo me encargo! –Concluyó la conversación y, murmurando entre dientes, se dirigió al recibidor.

–¿Adónde vas? ¡Que no has terminado de quitar la mesa! –le gritó Rita desde la cocina.

–Un asunto policial importante. Un tiroteo en Valö. No tengo tiempo que perder en tareas domésticas.

Paula notó que volvía a la vida y se puso de pie tan rápido como le permitía su estado.

–¡Espera, Bertil! ¿Qué has dicho? ¿Han disparado a alguien en Valö?

–Todavía no conozco los detalles, pero ya le he dejado claro a Annika que iré y me encargaré del asunto personalmente.

–Voy contigo –dijo Paula, y se sentó jadeando en un taburete, para ponerse los zapatos.

–Ni hablar del caso –dijo Bertil–. Además, estás de vacaciones.

Rita, que acababa de salir de la cocina, le dio la razón inmediatamente.

–¿Estás loca? –le dijo a Paula dando tales gritos que fue un milagro que no despertara a Leo, que estaba durmiendo en la cama supletoria que Bertil y Rita tenían en su dormitorio–. No vas a ir a ninguna parte en tu estado.

–Eso, haz que tu hija entre en razón –dijo Mellberg al tiempo que ponía la mano en el picaporte, dispuesto a salir.

–No vas a ir a ninguna parte sin mí. Y si te largas, haré autoestop hasta Fjällbacka y llegaré a la isla yo sola.

Paula lo tenía más que decidido. Estaba harta de no hacer nada, cansada de la inactividad. Su madre siguió protestando, pero ella no le hizo el menor caso.

–Qué desgraciado soy, mira que estar rodeado de mujeres chifladas... –dijo Mellberg.

Vencido, se encaminó al coche, y para cuando Paula terminó de bajar la escalera, él ya había encendido el motor y puesto en marcha el aire acondicionado.

–Prométeme que no harás ninguna tontería y que te mantendrás apartada si hay jaleo.

–Te lo prometo –dijo Paula, y se acomodó en el asiento del copiloto. Por primera vez en varios meses, se sentía otra vez la Paula de siempre, en lugar de como una incubadora ambulante. Mientras Mellberg llamaba a Victor Bogesjö, de Salvamento Marítimo, para que los llevara a la isla, ella se preguntaba qué panorama se encontrarían allí.

 


Capítulo 14


Date: 2015-12-17; view: 463


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