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Fjällbacka, 1925 4 page

–Pues lo siento, pero es que no sé dónde está. Tiene el móvil apagado, y en el hotel dicen que él y su mujer ya se han ido. Seguramente estarán instalándose en la nueva casa. ¿Por qué no esperamos hasta mañana, cuando ya estén allí y podamos hablar con ellos tranquilamente?

–De acuerdo, haremos eso. Entonces, ahora podríamos ir a hablar con Sebastian Månsson y Josef Meyer, ¿no? Ellos siguen viviendo aquí.

–Claro. Espera que recoja un poco todo esto.

–Ah, y no se nos puede olvidar lo del tal G.

–¿G?

–Sí, la persona que ha estado enviándole a Ebba tarjetas para su cumpleaños.

–¿Tú crees de verdad que eso será una pista? –Gösta empezó a recoger los documentos.

–Nunca se sabe. Como tú acabas de decir: por algún sitio habrá que desenredar la madeja.

–Pero si tiramos de demasiados hilos al mismo tiempo, puede que se nos enrede otra vez –murmuró Gösta–. A mí me parece un trabajo inútil.

–Qué va –dijo Patrik, y le dio una palmadita en el hombro–. Te propongo...

En ese momento le sonó el móvil, y miró la pantalla.

–Tengo que atender esta llamada –dijo, y dejó a Gösta en el despacho.

Unos minutos después volvió con una expresión triunfal en la cara.

–Bueno, pues puede que tengamos esa pista que tanta falta nos hacía. Era Torbjörn. No había más sangre debajo del suelo, pero han encontrado algo mucho mejor.

–¿El qué?

–Incrustada bajo los tablones había una bala. En otras palabras, en el comedor donde se encontraba la familia antes de desaparecer se efectuó un disparo.

Patrik y Gösta se miraron muy serios. Hacía un minuto estaban desanimados, pero aquella investigación acababa de cobrar vida, por fin.

Había pensado ir a casa directamente para relevar a Anna, pero la curiosidad pudo con ella, así que continuó y cruzó Fjällbacka hacia Mörhult. Después de dudar un instante si tomar a la izquierda, a la altura del minigolf, y bajar hasta las cabañas de pescadores, decidió probar suerte y ver si estaban en casa. Ya estaba entrada la tarde.

Habían dejado la puerta abierta y sujeta con un zueco estampado de flores, y Erica asomó la cabeza.

–¿Hola? –gritó.

Se oyó ruido dentro y al cabo de unos instantes apareció John Holm con un paño de cocina en las manos.

–Perdón, ¿he llegado en plena cena? –dijo.

Holm miró el paño de cocina.

–No, en absoluto. Es que acabo de lavarme las manos. ¿Qué querías?

–Soy Erica Falck, en estos momentos estoy trabajando con un libro...

–Ah, así que tú eres la famosa escritora de Fjällbacka, ¿no? Pasa, vamos a la cocina, te invito a un café –dijo sonriéndole afablemente–. ¿Y qué te trae por aquí?



Se sentaron a la mesa de la cocina.

–He pensado escribir un libro sobre los sucesos de Valö. – Creyó ver un destello de preocupación en los ojos azules de Holm, pero se esfumó tan rápido que pensó que se lo había imaginado.

–Vaya, de repente, todo el mundo anda interesado por Valö. Si no he interpretado mal las habladurías locales, el que vino a verme esta mañana era tu marido, ¿verdad?

–Sí, mi marido es policía, Patrik Hedström.

–Venía con otro personaje que me pareció bastante..., bueno, interesante.

No hacía falta ser una eminencia para comprender a quién se refería.

–O sea, que has tenido el honor de conocer a Bertil Mellberg, el mito, la leyenda.

John se echó a reír y Erica se dio cuenta de que su encanto personal no la dejaba indiferente. Se irritó consigo misma. Odiaba todo lo que defendían él y su partido, pero en aquella situación, parecía agradable e inofensivo. Atractivo.

–No es la primera vez que me cruzo con alguien como él. En cambio tu marido sí sabe hacer su trabajo.

–Bueno, yo no soy imparcial, pero creo que es buen policía. Profundiza hasta que averigua lo que quiere saber. Igual que yo.

–Ya, pues juntos debéis de ser peligrosísimos. –John volvió a sonreír y se le formaron dos hoyuelos perfectos.

–Sí, puede. Pero a veces nos atascamos. Yo empecé a documentarme sobre la desaparición hace años, lo tomaba y lo dejaba, y ahora lo he retomado.

–Ya, entonces, ¿piensas escribir una novela sobre esa historia? –Una vez más, asomó a la mirada de John un destello de inquietud.

–Eso tenía pensado. ¿Te importa que te haga unas preguntas? –Erica sacó papel y lápiz.

Por un instante, pareció que John dudaba.

–No, adelante –dijo luego–. Pero, tal y como le dije a tu marido y a su colega, no creo que tenga mucho que aportar.

–Tengo entendido que había ciertos conflictos en el seno de la familia Elvander.

–¿Conflictos?

–Sí, al parecer, los hijos de Rune no apreciaban a su madrastra.

–Bueno, los alumnos no nos inmiscuíamos en los asuntos de la familia.

–Ya, pero era un internado muy pequeño. Es imposible que os pasara inadvertida la situación de la familia.

–No nos interesaba. No queríamos tener nada que ver con ellos. Bastante nos molestaba tener que lidiar con Rune. –John puso cara de haberse arrepentido de acceder a la entrevista. Encogía los hombros y se retorcía en la silla, lo que aumentó la motivación de Erica. Era obvio que había algo que lo incomodaba.

–¿Y qué me dices de Annelie? Una chica de dieciséis años y una pandilla de muchachos también adolescentes... ¿Cómo encajaba eso?

John rio resoplando.

–Annelie estaba como loca por los chicos, loca de más, pero no le hacíamos caso. Hay chicas de las que es mejor mantenerse alejado, y Annelie era una de ellas. Además, Rune nos habría matado si hubiéramos rozado a su hija.

–¿Qué quieres decir con que era una de esas chicas de las que más vale mantenerse alejado?

–Iba siempre detrás de nosotros haciéndose la interesante, y creo que lo que quería era ponernos en un aprieto. Una vez se puso a tomar el sol sin la parte de arriba del biquini exactamente delante de nuestra ventana, pero el único que miró fue Leon. Siempre ha sido un temerario.

–¿Y qué pasó? ¿No la descubrió su padre? –Erica se sentía arrastrada a otro mundo.

–Claes siempre la defendía. Aquella vez la vio y se la llevó de allí con tanta brusquedad que creí que le arrancaría el brazo.

–¿Y le interesaba alguno de vosotros en particular?

–Pues claro, ya te imaginarás quién –dijo John, aunque comprendió enseguida que era imposible que Erica supiera a quién se refería–. Leon, naturalmente. Él era el chico perfecto. Tenía una familia asquerosamente rica, era escandalosamente guapo y tenía tal seguridad en sí mismo que los demás ni la soñábamos.

–Ya, pero a él no le interesaba ella, ¿no?

–Como te decía, Annelie era una chica que creaba complicaciones, y Leon era demasiado listo para liarse con ella. –Un móvil sonó en la sala de estar y John se levantó bruscamente–. ¿Me perdonas?

Sin esperar respuesta, se dirigió a donde estaba el teléfono, y Erica lo oyó hablar en voz baja. No parecía haber nadie más en la casa, y se puso a curiosear mientras esperaba. El montón de papeles que había en una silla llamó su atención, y echó una ojeada por encima del hombro antes de empezar a hojearlos. La mayoría eran actas parlamentarias e informes de reuniones, pero de pronto se quedó extrañada. Entre los documentos había uno manuscrito lleno de garabatos que no entendía. Oyó que John se despedía en la sala de estar, así que se lo guardó rápidamente en el bolso. Cuando lo vio acercarse, le sonrió con cara inocente.

–¿Algún problema?

Él negó con la cabeza y volvió a sentarse.

–Es lo malo de este trabajo: nunca estás de vacaciones, ni siquiera durante las vacaciones.

Erica asintió. No quería entrar en los detalles de la tarea política de John. No podría ocultar sus ideas y existía el riesgo de que él se enfadara, entonces no podría seguir preguntando. Volvió a sus notas.

–¿Qué me dices de Inez? ¿Cómo era con los alumnos?

–¿Inez? –John evitó la mirada de Erica–. No la veíamos mucho. Tenía trabajo de sobra con la casa y con su hija.

–Ya, pero alguna relación tendríais con ella, ¿no? Conozco bien el edificio, y no es tan grande como para que no os cruzarais con ella varias veces al día.

–Hombre, sí, claro que veíamos a Inez. Pero era taciturna y apocada. No nos prestaba mucha atención, ni nosotros a ella.

–Creo que su marido tampoco le prestaba mucha atención, ¿no?

–Pues no. Era incomprensible que un hombre como él hubiera podido tener cuatro hijos. Nosotros siempre andábamos especulando si no habrían sido embarazos virginales –dijo con una sonrisa socarrona.

–¿Y los profesores? ¿Qué te parecían?

–Eran dos piezas de lo más originales. Seguramente eran buenos profesores, pero Per-Arne había sido militar y era más rígido que Rune, si cabe.

–¿Y el otro?

–Sí, Ove... Tenía algo raro. Según la teoría general, era un marica encubierto. Me pregunto si llegó a salir del armario.

A Erica le dieron ganas de echarse a reír al recordar a Liza, con sus pestañas postizas y su bata de seda.

–Quién sabe –dijo sonriendo.

John la miró extrañado, pero ella no añadió nada más. No era cosa suya informar a John de la vida de Liza y, además, sabía muy bien cuál era la opinión que los Amigos de Suecia tenían sobre la homosexualidad.

–Bueno, ¿pero no recuerdas nada en particular de ellos?

–No, nada. Las fronteras entre los alumnos, los profesores y la familia estaban bien claras. Cada uno a lo suyo. Cada grupo con los suyos.

Más o menos lo que propone vuestro programa político, se dijo Erica, que tuvo que morderse la lengua para no hablar. Se dio cuenta de que John empezaba a impacientarse, así que le hizo una última pregunta:

–Según una de las personas con las que he hablado, en la casa se oían ruidos extraños por las noches. ¿Tú recuerdas algo?

John se sobresaltó.

–¿Quién ha dicho eso?

–Quién lo haya dicho no importa.

–Tonterías –dijo John, y se puso de pie.

–O sea que tú no tienes noticia de nada parecido, ¿no? –insistió mirándolo fijamente.

–Para nada. Y lo siento, pero tengo que hacer unas llamadas.

Erica comprendió que no conseguiría nada más, al menos por esta vez.

–Gracias por concederme unos minutos –dijo, y guardó sus cosas.

–De nada. –Otra vez volvía a irradiar amabilidad, pero prácticamente la echó de allí.

Ia le subió a Leon los calzoncillos y los pantalones y le ayudó a pasar del váter a la silla de ruedas.

–Venga, hombre, deja de refunfuñar.

–Es que no comprendo por qué no tenemos una cuidadora que haga este trabajo –dijo Leon.

–Porque quiero encargarme de ti personalmente.

–Ya, te estalla el corazón de lo buena que eres –replicó Leon irónico–. Te destrozarás la espalda si sigues así. Tendríamos que traer a alguien que te ayude.

–Eres muy amable al preocuparte de mi espalda, pero soy fuerte y no quiero que venga nadie a..., bueno, a husmear. Seremos tú y yo. Hasta que la muerte nos separe. –Ia le acarició el lado sano de la cara, pero él la apartó y ella retiró la mano.

Leon se alejó en la silla y ella fue a sentarse en el sofá. Habían comprado la casa amueblada, y ese día habían podido entrar por fin, después de que el banco de Mónaco hubiera aprobado la transacción. La habían pagado íntegra al contado. Al otro lado de la ventana se extendía toda Fjällbacka, e Ia disfrutaba mucho más de lo que había imaginado con tan espléndidas vistas. Oyó que Leon soltaba un taco en la cocina. No había nada adaptado a minusválidos, de modo que le costaba llegar a los sitios y todo el rato se iba dando golpes con las esquinas y los muebles.

–Ya voy –dijo Ia, pero siguió sentada. A veces era bueno que tuviera que esperar un poco. Para que no diera por supuesto que le ayudaría. Igual que había dado por supuesto que lo querría siempre.

Se miró las manos. Las tenía tan llenas de cicatrices como Leon. Cuando salía, siempre llevaba guantes para ocultarlas, pero en casa le gustaba dejarlas al descubierto para que él viera cómo se las lesionó cuando lo sacó del coche en llamas. Gratitud: era lo único que le pedía. Al amor ya había renunciado. Ni siquiera sabía si Leon estaba ya en condiciones de querer a nadie. Antes, mucho tiempo atrás, creía que sí. Mucho tiempo atrás, el amor de Leon era lo único que contaba. ¿Cuándo se convirtió ese amor en odio? No lo sabía. Durante años trató de encontrar el fallo en sí misma, se esforzó por corregir lo que él criticaba, hizo todo lo posible por darle lo que parecía que él quería. Montes, mares, desiertos, mujeres. No importaba. Todos eran sus amantes. Y a ella le resultaba insufrible la espera hasta que él volvía a casa.

Se llevó la mano a la cara. La piel estaba tirante, sin expresión. De pronto recordó el dolor después de las intervenciones quirúrgicas. Él no estaba a su lado para darle la mano cuando despertó. Ni cuando llegó a casa. Y la recuperación fue tan lenta... Ahora no se reconocía cuando se miraba al espejo. Su rostro era el de una extraña. Pero ya no necesitaba esforzarse. A Leon se le habían acabado las montañas que escalar, los desiertos que atravesar en coche, las mujeres por las que abandonarla. Ahora era suyo, solo suyo.

Mårten se estiró con una mueca de dolor. Le dolía el cuerpo de tanto trabajo físico y ya casi había olvidado cómo era no sentir los agujazos en algún sitio. Sabía que a Ebba le ocurría lo mismo. Cuando ella creía que él no estaba mirando, la veía frotarse los hombros y las articulaciones, con la misma mueca.

Aunque el dolor del corazón era infinitamente peor. Vivían con él día y noche, y era tal la añoranza que sentían que resultaba imposible saber dónde empezaba y dónde acababa. Pero él no solo echaba de menos a Vincent, sino también a Ebba. Y todo lo empeoraba el hecho de que, a lo mucho que lo echaba de menos, se sumaran una rabia y un sentimiento de culpabilidad de los que no era capaz de librarse.

Se sentó en la escalera de la entrada con una taza de té en la mano y se puso a contemplar el mar, con Fjällbacka al fondo. A la luz dorada del atardecer la vista era inigualable. Sin tener muy claro por qué, siempre supo que volverían allí. Aunque se creía lo que le decía Ebba de que había llevado una vida feliz con sus padres de adopción, él intuía a veces que sentía un deseo de saber que no desaparecería hasta que no hubiera hecho algún intento serio de hallar respuestas. Si se lo hubiera dicho tiempo atrás, antes de que sucediera aquello, ella lo habría negado. Pero a Mårten no le cupo nunca la menor duda de que volverían allí donde comenzó todo.

Cuando las circunstancias terminaron por obligarlos a huir a un lugar conocido y desconocido a la vez, a refugiarse en una vida en la que Vincent no había existido, abrigó ciertas esperanzas. Confiaba en que volverían a encontrar un canal de comunicación y que la ira y la culpa quedarían atrás. Pero Ebba le hacía el vacío y rechazaba todas sus tentativas de acercamiento. Y, en realidad, ¿tenía derecho a hacer algo así? El dolor y la pena no eran solo cosa de ella, él también sufría y también merecía que ella se esforzara.

Mårten apretaba la taza más y más, mientras contemplaba el horizonte. Se imaginaba a Vincent allí mismo. El niño se le parecía muchísimo. Se dieron cuenta ya en el hospital. Recién nacido y arropadito en la cuna, Vincent parecía una copia de su padre. El parecido había ido en aumento con los años, y Vincent lo adoraba. Cuando tenía tres años, iba pisándole a Mårten los talones como un perrito faldero, y siempre lo llamaba a él en primer lugar. Ebba se lamentaba a veces, decía que, después de haberlo llevado en su seno nueve meses y después de un parto doloroso, era una ingratitud por parte de Vincent. Pero lo decía en broma. Se alegraba de la relación tan íntima que tenían Mårten y su hijo, y estaba totalmente satisfecha con tener un segundo puesto nada despreciable.

Las lágrimas le afloraban a los ojos y se las secó con el dorso de la mano. No tenía fuerzas para llorar más y tampoco servía de nada. Lo único que quería era que Ebba volviera. No se rendiría nunca. Seguiría intentándolo hasta que ella comprendiera que se necesitaban el uno al otro.

Se levantó y entró en la casa. Subió la escalera y aguzó el oído para ver dónde estaba Ebba. En realidad, ya lo sabía. Como siempre que descansaban del trabajo, ella se sentaba ante su mesa y se concentraba en el último colgante que le hubieran pedido. Entró en la habitación y se colocó detrás de ella.

–¿Te ha llegado un encargo?

Ebba se sobresaltó en la silla.

–Sí –respondió, y continuó trabajando la plata.

–¿Quién es el cliente? –Se le desató la rabia ante su indiferencia y tuvo que controlarse para no estallar.

–Se llama Linda. Su niño murió de muerte súbita a los cuatro meses de nacer. Era su primer hijo.

–Vaya –dijo Mårten, y apartó la vista. No se explicaba cómo era capaz de escuchar todas aquellas historias, el dolor de tantos padres desconocidos. ¿No tenía bastante con el suyo? Ella también llevaba una cadena con un ángel. Fue la primera que hizo, y no se la quitaba nunca. Le había grabado en el reverso el nombre de Vincent, y había ocasiones en que le entraban ganas de arrancársela, porque pensaba que no se merecía llevar al cuello el nombre de su hijo. Pero también había momentos en que no deseaba otra cosa que el que llevara a Vincent cerca del corazón. ¿Por qué tenía que ser tan difícil? ¿Qué pasaría si él se rindiera, asumiera lo ocurrido y reconociera que los dos tuvieron la culpa?

Mårten dejó la taza de té en un estante y dio un paso hacia Ebba. Al principio dudó, pero luego le puso las manos en los hombros. Ella se quedó rígida. Él empezó a darle un masaje, y notó que estaba tan tensa como él. Ebba no dijo nada, se quedó mirando al frente. Había dejado las manos sobre la mesa y lo único que se oía era su respiración. Aquello reavivó en él la esperanza. Empezó a tocarla, a sentir su cuerpo en las manos; quizá hubiera una salida.

De repente, Ebba se levantó. Sin decir nada, salió de la habitación y Mårten se quedó con las manos en el aire. Permaneció allí un rato contemplando la mesa atestada de cosas. Luego, como si sus brazos tuvieran voluntad propia, barrieron la superficie de golpe y todo cayó al suelo con un estruendo. Por el silencio que siguió, supo que solo existía un camino. Tenía que jugárselo todo.

 


Capítulo 12

Stockholm, 1925

–Mamá, tengo frío. –Laura se quejaba, pero Dagmar no le hacía caso. Esperarían allí hasta que Hermann llegara a casa. Tarde o temprano tendría que volver, y se alegraría tanto de verla... Se moría de ganas de ver la luz prender en sus ojos, ver el deseo y el amor, mucho más fuerte después de tantos años de espera.

–Mamá... –A Laura le castañeteaban los dientes.

–¡Cállate! –le riñó Dagmar. Aquella cría tenía que estropearlo todo siempre. ¿Es que no quería que llegaran a ser felices? No pudo controlar la ira y levantó la mano para atizarle.

–Yo en su lugar no lo haría. –Una mano fuerte le agarró la muñeca, y Dagmar se volvió asustada. Detrás de ella había un señor con sombrero, bien vestido, con abrigo y pantalón oscuro.

Ella irguió la cabeza con altanería.

–El señor no debe meterse en cómo educo a mi hija.

–Si le pega, yo le pegaré a usted con la misma fuerza. Y así verá cómo duele –dijo el hombre tranquilamente, con un tono que no admitía objeciones.

Dagmar sopesó la posibilidad de decirle lo que pensaba de la gente que se inmiscuía en lo que no iba con ella, pero comprendió que esa actitud no le favorecería.

–Lo siento –dijo–. La niña lleva todo el día comportándose de un modo imposible. No es fácil ser madre y a veces... –Se encogió de hombros, como disculpándose, y miró al suelo para que él no advirtiera el brillo de rabia en sus ojos.

–¿Y qué hace delante de mi portal?

–Estamos esperando a mi padre –dijo Laura mirando al extraño con expresión suplicante. No estaba acostumbrada a que nadie se atreviera a oponerse a su madre.

–Ajá, ¿y tu padre vive aquí? –El hombre examinó a Dagmar.

–Estamos esperando al capitán Göring –dijo, y atrajo a Laura hacia sí.

–Ah, pues entonces, ármese de paciencia –dijo el hombre sin dejar de examinarlas con curiosidad.

A Dagmar se le aceleró el corazón en el pecho. ¿Le habría ocurrido algo a Hermann? ¿Por qué no se lo había dicho aquella arpía?

–¿Por qué?

El hombre se cruzó de brazos.

–Vino a llevárselo una ambulancia. Con la camisa de fuerza.

–No entiendo...

–Está en el manicomio de Långbro. –El hombre del abrigo elegante se adelantó hacia la puerta, como si, de repente, tuviera prisa por terminar la conversación con Dagmar. Ella lo agarró del brazo y él lo retiró asqueado.

–Por favor, señor, ¿dónde está el hospital?

Todo él expresaba aversión, abrió la puerta y entró sin responder. Cuando se cerró el pesado portón, Dagmar se vino abajo y se sentó en el suelo. ¿Qué iba a hacer ahora?

Laura lloraba inconsolable, tiraba de ella, tratando de conseguir que se pusiera de pie. Dagmar la apartó de un empujón. ¿No podía aquel demonio de cría largarse y dejarla en paz? ¿Para qué la quería, si no podía conseguir a Hermann? Laura no era hija de ella. Era hija de los dos.

 

Patrik entró corriendo en la comisaría, pero se detuvo ante la ventanilla de recepción. Annika estaba absorta en algo y tardó unos instantes en levantar la vista. Al ver que era Patrik, sonrió y volvió a concentrarse en lo suyo.

–¿Martin sigue de baja? –preguntó Patrik.

–Sí –dijo Annika, sin apartar la vista del ordenador.

Patrik la miró extrañado y se dio media vuelta. Ya sabía lo que tenía que hacer.

–Oye, voy a salir un momento a hacer un recado –dijo, y volvió a salir. Vio que Annika hacía amago de hablar pero, si dijo algo, no lo oyó.

Patrik miró el reloj. Eran casi las nueve de la mañana. Un poco temprano, quizá, para presentarse en una casa ajena, pero ya estaba tan preocupado que le daba igual despertarlos.

No le llevó más de unos minutos llegar en coche al apartamento donde Martin vivía con su familia. Una vez ante la puerta, dudó un segundo. ¿Y si no era nada? ¿Y si Martin estaba enfermo y en cama, y él lo despertaba sin necesidad? Puede que hasta se lo tomara a mal y pensara que había ido a controlarlo. Pero su sexto sentido le decía que no. Martin lo habría llamado, aun estando enfermo. Patrik llamó al timbre.

Aguardó un buen rato y ya estaba pensando si insistir, pero sabía que el apartamento no era muy grande y que lo habrían oído a la perfección. Por fin oyó unos pasos que se acercaban.

Patrik se llevó un susto cuando se abrió la puerta. Desde luego, Martin estaba enfermo. Iba sin afeitar, despeinado, y olía un poco a sudor, pero sobre todo, tenía la mirada muerta y estaba irreconocible.

–Ah, eres tú –dijo.

–¿Puedo pasar?

Martin se encogió de hombros, se dio la vuelta y entró en casa.

–¿Pia está trabajando? –dijo Patrik mirando a su alrededor.

–No. –Martin se había parado delante de la puerta del balcón de la sala de estar y se quedó allí mirando por los cristales.

Patrik frunció el ceño.

–¿Estás enfermo?

–Estoy de baja por enfermedad, ¿no? ¿Es que no te lo ha dicho Annika? –respondió con tono irascible, y se volvió hacia Patrik–. Pero igual quieres un certificado médico. ¿Has venido para comprobar que no estoy mintiendo y que, en realidad, me dedico a tomar el sol en la playa?

Por lo general, Martin era la persona más tranquila y bondadosa que conocía. Jamás lo había visto reaccionar de forma tan violenta, y notó que su preocupación iba en aumento. Era obvio que algo iba mal.

–Ven, vamos a sentarnos –le dijo, y señaló la cocina.

La ira de Martin se extinguió igual que había estallado y recuperó la mirada mortecina de hacía un instante. Asintió sin ganas y echó a andar detrás de Patrik. Se sentaron a la mesa. Patrik lo miró inquieto.

–¿Qué ha pasado?

Estuvieron unos minutos en silencio.

–Pia se va a morir –dijo Martin, y bajó la vista hacia la mesa.

Aquello era incomprensible y Patrik no quiso dar crédito a lo que acababa de oír.

–Pero ¿qué dices?

–Empezó el tratamiento anteayer. Al parecer, tuvo suerte de que la admitieran tan rápido.


Date: 2015-12-17; view: 413


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