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Fjällbacka, 1925 2 page

–Tus padres también tendrían recursos, ¿no?

–Tenían dinero, sí –respondió John, haciendo hincapié en el «tenían». Luego apretó los labios, para indicar que no era su intención seguir hablando del tema. Patrik lo dejó pasar, pero decidió que investigaría a la familia de John.

–¿Cómo le va? –dijo John de pronto.

A Patrik le llevó uno segundos comprender a quién se refería.

–¿A Ebba? Bueno, parece que le va bien. Como te decía, piensa arreglar el edificio y equiparlo.

John volvió la vista a Valö y Patrik deseó haber tenido la capacidad de leer el pensamiento. Se preguntaba qué le estaría pasando a John por la cabeza.

–Bueno, pues gracias por habernos concedido unos minutos – dijo, y se levantó. No sacarían mucho más en claro por el momento, pero la conversación le había despertado más aún la curiosidad por saber cómo había sido la vida en el internado.

–Sí, claro, gracias. Comprendo que estarás muy ocupado –dijo Mellberg–. Por cierto, un saludo de parte de mi pareja. Es chilena. Emigró a Suecia en los años setenta.

Patrik le tiró a Mellberg de la manga para apartarlo de allí. John cerró la verja con una sonrisa forzada.

Gösta trató de entrar disimuladamente en la comisaría, pero no tenía la menor posibilidad.

–¿Te has quedado dormido? Típico de ti –dijo Annika.

–Es que no ha sonado el despertador –dijo sin atreverse a mirar a Annika a la cara. Poseía la capacidad de verte por dentro, y a Gösta no le gustaba tener que mentirle–. ¿Dónde está todo el mundo?

No se oía el menor ruido en el pasillo y Annika parecía ser la única en toda la comisaría. Solo Ernst apareció al oír la voz de Gösta.

–Patrik y Mellberg se han ido a hablar con John Holm, pero Ernst y yo cuidamos del fuerte, ¿a que sí, campeón? –dijo acariciando al animal–. Por cierto, Patrik ha preguntado por ti. Así que será mejor que practiques un poco más lo de la historia del despertador.

Annika lo atravesó con la mirada.

–Dime ahora mismo qué te traes entre manos y quizá pueda ayudarte para que no te descubran.

–Pero qué puñetas... –dijo Gösta, aunque se sabía vencido–. Bueno, pero te lo cuento tomando café.

Echó a andar hacia la cocina, y Annika fue detrás.

–Venga –dijo Annika, una vez que los dos se sentaron.

Muy a su pesar, Gösta le contó el acuerdo con Erica, y Annika no pudo contener la carcajada.

–Pues sí que te has metido en un buen lío, ¿no? Ya sabes cómo es Erica. Si le das la mano, te toma el brazo. Patrik se pondrá hecho una furia si se entera.



–Ya lo sé –dijo retorciéndose. Sabía que Annika tenía razón, pero al mismo tiempo, aquello era tan importante para él... Y, desde luego, sabía por qué. Lo hacía por ella, por la niña a la que él y Maj-Britt dejaron en la estacada.

Annika había parado de reír y ahora lo miraba muy seria.

–Este caso significa mucho para ti, ¿verdad?

–Sí, mucho. Y Erica puede ayudarnos. Es buena. Sé que Patrik nunca aprobaría que la haya involucrado, pero lo cierto es que su trabajo consiste en recabar información del pasado, algo que, desde luego, necesitamos para este caso.

Annika guardó silencio un instante. Luego, dijo con un suspiro:

–De acuerdo. No le diré nada a Patrik. Con una condición.

–¿Cuál?

–Me mantendrás informada de lo que averigüéis Erica y tú y me dejaréis que os ayude en lo que pueda. A mí tampoco se me da mal recabar información.

Gösta la miró atónito. Aquello no era exactamente lo que él esperaba.

–Vale, quedamos en eso. Pero tú misma lo has dicho: cuando Patrik se entere, se nos va a caer el pelo.

–Ya veremos cuando llegue el momento. ¿Qué habéis conseguido por ahora? ¿Qué puedo hacer?

Claramente aliviado, Gösta le resumió la conversación que había mantenido con Erica aquella mañana.

–Tenemos que conseguir los datos de contacto de todos los alumnos y los profesores del internado. Yo tengo la lista antigua, pero la mayoría de las direcciones ya no son válidas. Aunque si partimos de esa lista, creo que podremos dar con casi todos. Algunos tienen un apellido poco común y quizá en la antigua dirección viva alguien que pueda indicarnos dónde se fueron.

Annika lo miró enarcando las cejas.

–¿No figura en la lista el número de identidad?

Gösta la miró con los ojos como platos. ¿Cómo podía ser tan tonto? Se sentía como un imbécil y no sabía qué decir.

–Con la cara que has puesto quieres decir que sí figura, ¿verdad? Pues entonces, ya está. Tendré una lista completa y actualizada para esta tarde o, a lo sumo, para mañana. ¿Te parece bien?

Annika sonrió y Gösta le devolvió la sonrisa de buena gana.

–Sí, me parece bien –dijo–. Entre tanto, había pensado que Patrik y yo podíamos ir a hablar con Leon Kreutz.

–¿Por qué con él precisamente?

–Por nada, en realidad, pero es el chico al que mejor recuerdo. Me dio la impresión de que era el jefe de la pandilla. Además, me he enterado de que él y su mujer han comprado la casa blanca que hay en la cima de la montaña, ya sabes. En Fjällbacka.

–¿La casa blanca de las vistas por la que pedían diez millones? –preguntó Annika.

Los precios de las casas con vistas al mar no dejaban de fascinar a la población permanente de la zona, y todos seguían con interés el precio de salida y el precio final. Pero diez millones provocaban la reacción hasta de los más curtidos.

–Por lo que tengo entendido, se lo pueden permitir. –Gösta recordaba a aquel chico guapo de ojos castaños. Ya entonces irradiaba riqueza, y algo más indefinible. Una especie de seguridad congénita en sí mismo; esa era la descripción más acertada que se le ocurría a Gösta.

–Bueno, pues manos a la obra y a trabajar –dijo Annika. Dejó la taza en el lavaplatos y, tras echarle una mirada a Gösta, este hizo lo mismo–. Por cierto, se me había olvidado recordarte que esta mañana tenías que ir al dentista.

–¿Al dentista? Yo no tenía ninguna... –Gösta se calló y sonrió–. Ah, sí, es verdad. Ayer te dije que iba a ir al dentista. Y fíjate: ni una caries. –Se señaló la boca y le lanzó un guiño.

–No estropees una buena mentira dando un montón de detalles –le advirtió Annika en broma con el dedo, y se dirigió a su puesto ante el ordenador.

 


Capítulo 10

Estocolmo, 1925

Por poco las echan del tren. El revisor le quitó la botella y se puso a desvariar diciendo que estaba demasiado borracha para viajar. Pero ella qué iba a estar borracha. Era solo que de vez en cuando necesitaba un trago para cobrar fuerzas, para poder tirar de la vida, algo que cualquiera podía comprender. Siempre tenía que andar pidiendo limosna y realizando las tareas más humillantes, que le concedían «por la niña» y, generalmente, la cosa terminaba con que no le quedaba más remedio que recibir en el dormitorio la visita de algún hipócrita putañero que llegaba jadeando a su puerta.

También el revisor se compadeció y las dejó seguir hasta Estocolmo «por la niña». Y menos mal, porque si las hubieran echado a mitad de camino, Dagmar no habría sabido cómo volver a casa después. Dos meses había tardado en ahorrar lo necesario para un billete de ida a Estocolmo, y ya no le quedaba un céntimo. Pero no pasaba nada, porque cuando llegaran y pudiera hablar con Hermann, no tendría que volver a preocuparse del dinero nunca más. Él se encargaría de todo. Cuando se vieran y él comprendiera lo mal que lo había pasado Dagmar, abandonaría enseguida a aquella mujer tan falsa con la que se había casado.

Dagmar se detuvo junto a la ventanilla y se miró en el cristal. Bueno, sí, había envejecido un poco desde la última vez que se vieron. Ya no tenía una melena tan frondosa y, ahora que lo pensaba, llevaba un tiempo sin lavarse el pelo. Y el vestido, que había robado de una cuerda de tender antes de irse, le quedaba como un saco de tan delgada como estaba. Cuando escaseaba el dinero, ella prefería el vino a la comida, pero eso también se iba a terminar. Pronto volvería a tener el mismo aspecto de antes, y Hermann se compadecería de ella cuando supiera lo duramente que la había tratado la vida desde que la abandonó.

Con Laura de la mano, echó a andar de nuevo. La niña se resistía, y Dagmar tenía poco menos que arrastrarla.

–Venga, muévete –le decía furiosa. Que aquella cría tuviera que ser siempre tan lenta...

Después de preguntar varias veces, llegaron por fin a la puerta que buscaba.

Fue fácil encontrar la dirección. Figuraba en la guía de teléfonos: Odengatan, 23. La casa era tan alta e imponente como ella la había imaginado. Dagmar tiró de la puerta. Estaba cerrada. Frunció el entrecejo contrariada. En ese preciso momento se acercó a ellas un señor, sacó una llave y abrió la puerta.

–¿Adónde van?

Ella se irguió orgullosa.

–A casa de los Göring.

–Vaya, pues sí, seguro que necesitan ayuda –dijo, y las dejó entrar.

Por un instante, Dagmar se preguntó a qué se refería, pero luego se encogió de hombros. No tenía importancia. Ya estaban cerca. Miró el tablón de la entrada, comprobó en qué piso vivían los Göring y fue tirando de Laura escaleras arriba. Le temblaba la mano cuando llamó al timbre. Muy pronto estarían los tres juntos. Hermann, ella y Laura. La hija de Hermann.

 

Ypensar que fuera tan sencillo..., se decía Anna mientras gobernaba el timón del barco que tenían Dan y ella. Cuando llamó a Mårten, este le propuso que se pasara por Valö en cuanto tuviera tiempo, y desde entonces, no había pensado en otra cosa. Toda la familia notó que le había cambiado el humor, y la noche anterior, la casa entera se llenó de una atmósfera de esperanza.

Pero en realidad, no era tan sencillo. Aquel era su primer paso hacia una nueva independencia. Se había pasado la vida dependiendo de otros. De pequeña, se apoyaba siempre en Erica. Luego empezó a depender de Lucas, lo que condujo a la catástrofe que aún arrastraban ella y los niños. Y luego, de Dan, que era cálido y protector y que los había acogido a ella y a sus hijos bajo sus alas. Fue perfecto poder ser pequeña otra vez y confiar en que otro arreglaría las cosas...

Pero el accidente le había enseñado que ni siquiera Dan podría arreglarlo todo. Para ser sinceros, fue eso lo que más le afectó. La pérdida del hijo que esperaban supuso un dolor inconcebible, pero la sensación de soledad y de vulnerabilidad había sido casi peor.

Para que Dan y ella pudieran seguir viviendo juntos, tenía que aprender a desenvolverse por sí misma. Aunque lo hiciera algo más tarde que la mayoría de las personas, sabía que, en el fondo, tenía la fuerza necesaria para conseguirlo. Un primer paso era aceptar aquel encargo de decoración de interiores. Ahora solo quedaba comprobar si tenía talento para ello y si sería capaz de venderse lo bastante bien.

Con el corazón bombeándole en el pecho, llamó a la puerta de la casa. Oyó pasos que se acercaban y, poco después, se abrió la puerta. Un hombre más o menos de su edad, con un mono y las gafas protectoras encajadas en la frente, la miraba extrañado. Era tan guapo que Anna por poco pierde la compostura.

–Hola –dijo al fin–. Soy Anna, hablamos por teléfono ayer.

–¡Ah, sí, Anna! Perdona, no quería ser maleducado. Estaba tan concentrado en el trabajo que se me había ido de la cabeza. Pero pasa, pasa, bienvenida al caos.

El joven se apartó y la dejó pasar. Anna miró a su alrededor. Caos era, sin duda, la palabra exacta para definir el estado de la casa. Pero al mismo tiempo, no podía por menos de apreciar el potencial que tenía. Era una habilidad que siempre había poseído, como si tuviera un par de gafas mágicas que pudiera ponerse en cualquier momento para ver a través de ellas el resultado final.

Mårten le siguió la mirada.

–Todavía nos queda alguna que otra cosa por hacer, como ves.

Estaba a punto de responder cuando una mujer rubia y delgada apareció escaleras abajo.

–Hola, yo soy Ebba –dijo mientras se limpiaba con un trapo.

Tenía las manos y la ropa manchadas de pintura blanca, y la cara y el pelo salpicados de gotitas diminutas. A Anna se le saltaron las lágrimas con el olor a disolvente.

–Perdona, tenemos una pinta... –añadió Ebba con la mano en el aire–. Más vale que nos saltemos el paso de estrecharnos la mano.

–No pasa nada, estáis en plena reforma, es normal. Es más preocupante..., bueno, todo lo demás que os está pasando.

–¿Te lo ha contado Erica? –dijo Ebba, más como una constatación que como una pregunta.

–Me he enterado del incendio y de lo demás –dijo Anna. Encontrar sangre bajo el entarimado de tu casa era algo tan disparatado que no era capaz ni de formularlo.

–Bueno, estamos intentando seguir adelante con el trabajo, en la medida de lo posible –dijo Mårten–. No podemos permitirnos el lujo de parar la obra.

Dentro se oían voces y el ruido que hacían al levantar los tablones.

–Los técnicos siguen aquí –explicó Ebba–. Están levantando todo el suelo del comedor.

–¿Estáis seguros de que no es peligroso que os quedéis aquí? –Anna se dio cuenta de que era un tanto entrometido por su parte preguntar algo así, pero había un no sé qué en aquella pareja que despertaba su instinto protector.

–Aquí estamos bien –dijo Mårten sin entusiasmo. Fue a rodear a Ebba con el brazo pero, como si lo hubiera adivinado, ella se retiró antes y el brazo cayó en el vacío.

–Bueno, buscabais ayuda con la decoración, ¿no? –dijo Anna por centrarse en otra cosa. Había tanta tensión en el ambiente que resultaba difícil respirar.

Mårten pareció alegrarse de poder cambiar de tema.

–Sí, ya te dije por teléfono lo que queremos hacer una vez que hayamos terminado el grueso de la reforma. No tenemos mucha idea de decoración.

–Desde luego, os admiro. No es poca cosa vuestro proyecto, pero quedará precioso cuando esté terminado. Yo me lo imagino con un estilo más o menos antiguo y rústico, con muebles desgastados pintados de blanco, tonos claros, un toque romántico de rosas, hermosos tejidos de hilo, alpaca, algún que otro objeto poco común en el que fijarse... –Se lo iba imaginando mientras hablaba–. No estoy pensando en antigüedades caras, sino más bien una mezcla de objetos de segunda mano y muebles nuevos con estilo antiguo que podremos envejecer. Solo necesitamos estropajo de aluminio y unas cadenas y...

Mårten se echó a reír y se le iluminó la cara. Anna se sorprendió pensando que le gustaba.

–Bueno, está claro que sabes lo que quieres. Pero tú sigue hablando, por favor, creo que tanto Ebba como yo estamos de acuerdo en que suena de maravilla.

Ebba asintió.

–Sí, es precisamente lo que yo me imaginaba, solo que no tenía ni idea de cómo llevarlo a la práctica. –Frunció el ceño–. El presupuesto que tenemos es casi inexistente, y puede que tú estés acostumbrada a gastar grandes sumas de dinero y a cobrar una...

Anna la interrumpió.

–Sé cuáles son las circunstancias. Mårten me lo explicó por teléfono. Pero vosotros sois mis primeros clientes. Si os gusta el resultado, puedo mencionaros en mi currículo. Estoy segura de que nos pondremos de acuerdo en un precio asequible para vosotros. Y en cuanto a la decoración en sí, la idea es una mezcla de objetos familiares antiguos y chollos del mercado de segunda mano. Me impondré el reto de conseguirlo por el mínimo precio posible.

Anna los miró esperanzada. Tenía tantas ganas de que le hicieran aquel encargo..., y era verdad lo que acababa de decirles a Ebba y a Mårten. Tener vía libre para convertir la colonia infantil en una perla del archipiélago sería un proyecto fantástico que, además, atraería clientes a su nueva empresa.

–Yo también tengo mi propia empresa, así que sé perfectamente a qué te refieres: el boca a boca es lo más importante de todo. – Ebba la miraba casi con timidez.

–Vaya, ¿y a qué te dedicas? –preguntó Anna.

–Joyería. Hago cadenas de plata, con colgantes en forma de ángel.

–Qué bonito, ¿y cómo se te ocurrió?

Ebba se puso rígida y volvió la cara. Mårten parecía turbado, pero rompió el silencio enseguida.

–No sabemos exactamente cuándo habremos terminado con las reformas. La investigación de la Policía y los daños que ha provocado el fuego en el recibidor nos han alterado el calendario, así que es difícil decir cuándo podrás empezar a trabajar.

–No importa, me adaptaré a vosotros –dijo Anna, sin poder olvidar la reacción de Ebba–. Si queréis, podemos hablar ya de los colores para las paredes y ese tipo de cosas. Entre tanto, yo iré haciendo algún boceto, quizá incluso empiece a visitar las subastas de la zona.

–A mí me parece muy bien –dijo Mårten–. Nuestro plan era abrir para la Pascua del año que viene, más o menos, y poder explotarlo a pleno rendimiento en verano.

–Entonces tenéis tiempo de sobra. ¿Os importa que antes de irme dé una vuelta por la casa y vaya tomando notas?

–En absoluto. Haz como si estuvieras en tu casa en medio de este lío –dijo Mårten. Y añadió–: Pero tendrás que evitar el comedor.

–No pasa nada, ya vendré más adelante a echarle un vistazo.

Ebba y Mårten volvieron a lo que estaban haciendo cuando llegó Anna y la dejaron recorrer la casa a su antojo. Anna iba tomando notas con un cosquilleo de expectación en el estómago. Aquello acabaría divinamente. Acabaría siendo el principio de una nueva vida.

A Percy le temblaba la mano cuando iba a firmar los documentos. Respiró hondo para calmarse y el abogado Buhrman lo miró con preocupación:

–¿De verdad estás seguro de que quieres hacerlo, Percy? A tu padre no le gustaría.

–¡Mi padre está muerto! –le soltó, aunque casi acto seguido le susurró una disculpa, y continuó–: Puede parecer una medida drástica, pero o esto, o tengo que vender el palacio.

–¿Y por qué no pedir un préstamo al banco? –dijo el abogado. También había sido abogado de su padre, y Percy se preguntaba qué edad tendría Buhrman en realidad. Después de tantas horas como pasaba en el campo de golf de su casa de Mallorca, se lo veía, además, prácticamente momificado, y se hallaba en tal estado que podrían haberlo expuesto en un museo.

–Comprenderás que ya he hablado con el banco, ¿qué te creías? –Una vez más, levantó la voz, y tuvo que hacer un esfuerzo para bajar el tono. El abogado de la familia aún le hablaba a veces como si fuera un chiquillo, como si olvidara que, ahora, el conde era Percy–. Y me comunicaron con toda la claridad deseable que no tenían intención de seguir ayudándome.

Buhrman parecía desconcertado.

–Con la buena relación que siempre hemos tenido con el Svenska Banken. Tu padre y el antiguo director estudiaron juntos en Lundsberg. ¿Estás seguro de que has hablado con la persona adecuada? ¿Quieres que haga unas cuantas llamadas? Debería...

–Hace mucho tiempo que el antiguo director dejó el banco –lo interrumpió Percy, cuyos buenos modales estaba poniendo a prueba aquel anciano–. Por lo demás, hace tanto que dejó también esta vida terrenal que de él solo quedarán ya los huesos, seguramente. Son nuevos tiempos. En el banco no hay más que contables y mocosos de la Escuela Superior de Económicas que no saben cómo moverse en este mundo. El banco está gobernado por gente que se quita los zapatos para entrar en casa, ¿no lo entiende, señor Buhrman? –Firmó furioso el último documento y se lo dio al anciano, que estaba perplejo, junto con el resto.

–Ya, pues a mí me parece de lo más extraño –dijo meneando la cabeza–. ¿Qué pasará después? ¿Eliminarán los fideicomisos y dejarán que las antiguas casas señoriales se dividan de cualquier manera? Por cierto, ¿no sería mejor que hablaras con tus hermanos? Mary se ha casado con un hombre rico y Charles gana mucho dinero con sus restaurantes, por lo que yo sé, ¿no? Quizá ellos se presten a ayudarte. Después de todo, son tu familia.

Percy se lo quedó mirando sin dar crédito. Aquel viejo no estaba en sus cabales. ¿Había olvidado tantos años de juicios y discusiones después de la muerte de su padre, quince años atrás? Los hermanos de Percy habían sido lo bastante temerarios como para tratar de oponerse al fideicomiso, según el cual él tenía derecho a heredar el palacio íntegro por su condición de primogénito. Pero, por suerte, la ley era bien clara. Fygelsta le correspondía por derecho y él era el único propietario. Si lo compartía con sus hermanos era porque estaba bien visto y porque quería, pero después de los repetidos intentos de arrebatarle lo que era suyo por ley y derecho, no se sentía muy generoso. Así que se fueron con las manos vacías después de la lectura del testamento y, además, tuvieron que pagar las costas judiciales. Tal y como decía Buhrman, no les iba nada mal, y Percy solía consolarse pensando en eso cuando le remordía la conciencia. Pero no conseguiría nada acudiendo a ellos a pedir limosna.

–Esta es mi única posibilidad –dijo señalando los documentos–. Tengo suerte de contar con amigos dispuestos a ayudarme, y les pagaré en cuanto haya aclarado este asunto con la Agencia Tributaria.

–Bueno, tú haz lo que quieras, pero te juegas mucho.

–Confío en Sebastian –dijo Percy. Y deseó sentirse tan seguro como parecía.

Kjell colgó con tal violencia que el golpe se le propagó por el brazo. El dolor aumentó su rabia y soltó un taco mientras se frotaba.

–¡Mierda! –dijo, y tuvo que cruzar las manos para no arrojar algo duro contra la pared.

–¿Qué pasa? –Rolf, su mejor amigo y colega, asomó la cabeza por la puerta.

–¿Tú qué crees? –Kjell se pasó la mano por el pelo oscuro que, desde hacía unos años, ya tenía algunas canas plateadas.

–¿Es Beata? –Rolf entró en la habitación.

–¡Pues claro! Ya has oído que, de repente, no puedo llevarme a los niños el fin de semana, aunque me tocaba a mí. Y ahora me llama diciéndome a gritos que no pueden venirse a Mallorca. Se ve que una semana es mucho tiempo.

–Pero si ella se los llevó a Canarias dos semanas en junio, ¿no? Y, si no recuerdo mal, fue un viaje que reservó sin consultarlo contigo siquiera. ¿Por qué no iban a poder irse una semana con su padre?

–Porque son sus hijos. Eso es lo que dice siempre: mis hijos. Al parecer, yo solo puedo llevármelos prestados.

Kjell se esforzaba por respirar pausadamente. Detestaba que consiguiera alterarlo de ese modo. Que no mirase por el bien de los niños, sino que quisiera amargarle la vida a él.

–Tenéis la custodia compartida, ¿no? –dijo Rolf–. Podrías incluso conseguir que los niños se quedaran contigo más tiempo, si quisieras.

–Ya, ya lo sé. Lo que pasa es que también quiero que tengan un sitio fijo de referencia. Pero eso implica que no me boicotee cada vez que me toca tener a los niños. Una semana de vacaciones con ellos, ¿es mucho pedir? Soy su padre, tengo el mismo derecho que ella.

–Ya crecerán, Kjell. Y terminarán comprendiéndolo. Trata de ser mejor persona, mejor padre. Necesitan tranquilidad. Si se la das cuando están contigo, verás que todo se arregla. Pero desde luego, no dejes de luchar por verlos.

–Descuida, no pienso rendirme –dijo Kjell con amargura.

–Eso está bien –dijo Rolf blandiendo en el aire el periódico del día–. Qué artículo más estupendo, por cierto. Lo pones en un brete varias veces. Creo que es la primera entrevista que leo en la que alguien cuestiona de verdad su persona y su partido de esa manera –añadió, y se sentó en la silla.

–La verdad es que no entiendo qué hacen los periodistas. – Kjell meneó la cabeza–. La retórica de Amigos de Suecia adolece de tales lagunas que no debería ser tan difícil.

–Esperemos que esto se difunda –dijo Rolf señalando el periódico abierto por la página del artículo–. Hace falta gente que demuestre quiénes son estas personas en realidad.

–Lo malo es que la gente se cree su propaganda barata. Se visten de traje, expulsan a algunos miembros que, claramente, se han portado como no debían y tratan de hablar de recortes presupuestarios y de racionalización. Pero detrás de todo eso, siguen escondiéndose muchos nazis de los de siempre. Si se saludan al estilo nazi y agitan la cruz gamada, lo hacen seguramente al abrigo de la oscuridad. Luego aparecen en la televisión y se quejan de que los han acosado y de que se los ataca injustamente.

–Ya, bueno, a mí no tienes que convencerme. Ya estamos del mismo lado –rio Rolf, con las manos en alto.

–Yo creo que detrás de todo esto hay algo más –dijo Kjell, frotándose la frente.

–¿Algo más? ¿A qué te refieres?

–John. Es demasiado flexible, demasiado limpio. Todo es demasiado perfecto. Ni siquiera ha tratado de ocultar su pasado en el movimiento de los cabezas rapadas, sino que renunció y se sentó a lamentarse en los programas matutinos. Así que para los votantes no es ninguna novedad. En fin, que tengo que profundizar más. No puede haberse deshecho de todo.


Date: 2015-12-17; view: 490


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