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Fjällbacka, 1925 1 page

Dagmar miró el periódico que estaba en el suelo. Laura le tiraba del brazo sin dejar de repetir su eterno «mamá, mamá», pero Dagmar no le hacía caso. Estaba tan harta de aquella voz exigente y llorica, de aquella palabra que repetía tanto que creía que la volvería loca. Muy despacio, se agachó y recogió el periódico. Era muy tarde y no veía con claridad, pero no cabía la menor duda. Allí lo decía más claro que el agua: «Göring, el héroe de la aviación alemana, vuelve a Suecia».

–Mamá, mamá –Laura tiraba con más fuerza, y ella apartó el brazo con tal violencia que la niña se cayó del banco y empezó a llorar.

–¡Calla ya! –le soltó Dagmar. No soportaba aquel lloriqueo falso. A la niña no le pasaba nada. Tenía un techo bajo el que cobijarse, ropa con que vestirse y no pasaba hambre, aunque a veces anduvieran justas.

Dagmar volvió a centrarse en el artículo y fue leyéndolo a duras penas. El corazón le martilleaba en el pecho. Él había vuelto, estaba en Suecia y ahora iría a buscarla. Hasta que su mirada se detuvo unos renglones más abajo. «Göring se traslada a nuestro país con su mujer, la ciudadana sueca Carin, ahora Göring». A Dagmar se le secó la boca. Hermann se había casado con otra. ¡La había traicionado! La furia se le encendió por dentro, agravada por el llanto de Laura, que le estallaba en la cabeza y hacía que la gente se volviera a mirarlas.

–¡A callar! –Le dio a la niña tal bofetada que le escoció la mano.

La niña dejó de llorar, con la mano en la mejilla enrojecida, y mirándola con los ojos desorbitados. Luego empezó a llorar otra vez, más alto, y Dagmar notó que la desesperación la partía en dos. Se abalanzó sobre el periódico y leyó la frase una y otra vez. Carin Göring. El nombre no dejaba de resonarle en la cabeza. No decía cuánto tiempo llevaban casados, pero dado que era sueca, debieron de conocerse en Suecia. De alguna manera, esa mujer consiguió engatusar a Hermann para que se casara con ella. Tenía que ser culpa de Carin que Hermann no hubiera ido a buscarla, que no pudiera estar con ella y con su hija, con su familia.

Fue arrugando el periódico despacio y alargó la mano en busca de la botella que tenía al lado, en el banco. Solo quedaba un trago, y se sorprendió, porque aquella misma mañana estaba llena. Pero no se paró a pensar, sino que apuró el resto y sintió con agrado cómo la bebida divina le quemaba la garganta.

La cría había dejado de lloriquear. Se había quedado sentada en el suelo, sollozando abrazándose las piernas. Estaría compadeciéndose de sí misma, como siempre, tan taimada, a pesar de que solo tenía cinco años. Pero Dagmar sabía lo que tenía que hacer. Todavía podría restablecer el orden de las cosas. En el futuro, Hermann estaría con ellas, y seguro que sabría incluso corregir a Laura. Un padre que la educase con mano dura era precisamente lo que la niña necesitaba, ya que, por mucho que Dagmar tratara de conseguir que se comportara como un ser racional, no servía de nada.



Dagmar sonreía en el banco del parque. Ya había averiguado cuál era el origen de sus males, ahora todo se arreglaría para ella y para Laura.

 

El coche de Gösta se paró en la puerta de la casa y Erica respiró aliviada. Existía el riesgo de que Patrik se hubiese cruzado con él de camino al trabajo.

Abrió la puerta antes de que Gösta hubiera llamado al timbre. Los niños gritaban tanto a su espalda que debía de ser como atravesar una pared de sonido.

–Perdona el jaleo. El día menos pensado, las autoridades dirán que esta casa no es un lugar de trabajo adecuado. –Se volvió con la intención de reñir a Noel, que perseguía a Anton, que lloraba desconsolado.

–No te preocupes. Estoy acostumbrado a oír vociferar a Mellberg –dijo Gösta, y se puso en cuclillas–. Hola, chicos. Se ve que sois unos diablillos de cuidado.

Anton y Noel se pararon en seco, con un ataque repentino de timidez, pero Maja se adelantó muy valiente.

–Hola, abuelete. Yo soy Maja.

–¡Pero Maja! Eso no se dice, ¿no? –la reprendió Erica mirándola muy seria.

–No pasa nada –dijo Göran riendo de buena gana. Se puso de pie–. Los tontos y los niños dicen la verdad, y yo soy un abuelete. ¿A que sí, Maja?

Maja asintió, miró a su madre con aire triunfal y se marchó. Los gemelos, entretanto, seguían sin atreverse a dar un paso. Muy despacio, fueron retrocediendo hacia el salón, sin apartar la vista de Gösta.

–Esos dos no son tan fáciles de conquistar –dijo mientras seguía a Erica hasta la cocina.

–Anton siempre ha sido muy tímido. En cambio, Noel suele ser bastante atrevido, pero ahora parece que él también ha entrado en esa fase en la que los extraños son terribles.

–Bueno, no me parece una actitud equivocada. –Gösta se sentó en una de las sillas y miró preocupado a su alrededor–. ¿Seguro que Patrik no vendrá a casa ahora?

–No, se fue al trabajo hace media hora, así que a estas alturas, estará en la comisaría.

–No estoy seguro de que esto sea buena idea –dijo pasando el dedo distraídamente por el mantel.

–Es una idea genial, hombre –dijo Erica–. No hay ningún motivo para mezclar a Patrik en esto. No siempre sabe apreciar que le ayude.

–Bueno, no es injustificado. A veces has conseguido liarla.

–Ya, pero al final todo ha salido bien.

Erica se negaba a dejarse amedrentar. A ella le parecía una genialidad lo que se le había ocurrido aquella tarde y, sin pensárselo dos veces, fue y llamó a Gösta. Y allí estaba ahora, aunque había tardado un poco en convencerlo de que fuera sin decírselo a Patrik.

–Tú y yo tenemos algo en común –le dijo, y se sentó enfrente de él–. Los dos tenemos mucho interés en saber lo que ocurrió en Valö aquella Pascua.

–Ya, sí, pero resulta que la Policía está trabajando en ello.

–Y es estupendo. Pero ya sabes lo ineficaz que resulta a veces, con la cantidad de reglas y normas que tenéis que cumplir. Yo, en cambio, puedo trabajar con otra libertad.

Gösta seguía mostrándose escéptico.

–Puede ser, pero si Patrik se entera de esto, no nos lo perdonará. No sé si quiero...

–Pues por eso precisamente no tiene que enterarse –lo interrumpió Erica–. Tú te encargas de que yo tenga acceso en secreto a todo el material de la investigación, y yo me encargaré de que tengas acceso a todo lo que saque en claro. En cuanto encuentre algo, te lo contaré. Tú se lo transmites a Patrik y te conviertes en un héroe, y yo luego podré utilizarlo todo en mi libro. Todo el mundo gana, también Patrik. Él quiere resolver esto y atrapar al pirómano. No hará preguntas, ya verás, aceptará encantado la información que le des. Además, seguramente andáis cortos de personal ahora que Martin está enfermo y Paula de vacaciones, ¿no? No creo que sea perjudicial que haya alguien más trabajando con la investigación.

–Puede que tengas razón. –A Gösta se le iluminó un poco la cara, y Erica supuso que le atraía la idea de convertirse en héroe–. Pero ¿de verdad crees que Patrik no sospechará nada?

–Qué va. Él sabe lo mucho que te importa este caso, así que no sospechará nada.

En la sala de estar parecía que hubiera estallado la revolución, así que Erica se levantó y se dirigió allí a toda prisa. Tras un par de palabras de advertencia a Noel para que dejara en paz a Anton y, una vez en marcha una película de Pippi, volvió a reinar la calma y ella se fue de nuevo a la cocina.

–La cuestión es por dónde empezamos. ¿Sabéis ya algo de la sangre?

Gösta negó con la cabeza.

–No, todavía no. Pero Torbjörn y su equipo siguen trabajando en la isla para ver si encuentran algo más, y esperamos que, a lo largo del día, nos envíen un informe que confirme si se trata o no de sangre humana. Lo único que tenemos por el momento es el informe preliminar del incendio, que Patrik recibió antes de que yo me fuera a casa ayer.

–¿Habéis empezado ya a interrogar gente? –Erica estaba tan ansiosa que no paraba de dar saltos en la silla. No pensaba rendirse hasta haber contribuido en todo lo posible a la resolución de aquel misterio. El que, además, aquel material pudiera convertirse en un libro estupendo era un valor añadido.

–Ayer hice una lista de en qué orden creo yo que habría que hablar con las personas implicadas, y estuve tratando de conseguir los datos de contacto. Pero claro, no es fácil cuando ha pasado tanto tiempo desde el suceso. Por un lado, puede ser complicado dar con la gente, y por otro, es posible que sus recuerdos sean un tanto vagos. Así que ya veremos el resultado que da.

–¿Tú crees que aquellos chicos tuvieron algo que ver? –preguntó Erica.

Gösta comprendió enseguida a qué chicos se refería.

–Hombre, claro que se me ha pasado por la cabeza, pero no estoy seguro. Los interrogamos varias veces y sus versiones eran coherentes. Además, tampoco encontramos pruebas físicas de que...

–Ah, pero ¿encontrasteis alguna prueba física? –lo interrumpió Erica.

–Pues no, no había mucho a lo que aferrarse. Cuando Henry, mi colega, y yo encontramos a Ebba sola en la casa, bajamos al embarcadero. Y entonces vimos llegar a los chicos en el bote y, desde luego, tenían toda la pinta de haber estado pescando.

–¿Examinasteis el bote? No sería descabellado que hubiesen arrojado los cadáveres al mar.

–Lo examinamos a conciencia, pero no había rastro de sangre ni nada parecido; y, si hubieran transportado allí los cinco cadáveres, deberíamos haber encontrado algo. Además, me pregunto si habrían tenido la fuerza suficiente para llevar los cadáveres hasta el barco. Los muchachos no eran muy corpulentos. Por otro lado, los cadáveres suelen flotar y aparecer en la orilla tarde o temprano. Deberíamos haber encontrado a alguno de los miembros de la familia, a menos que los muchachos les hubiesen puesto una cantidad enorme de contrapeso, menudo trabajo... Y para eso habrían necesitado muchas cuerdas y muy resistentes, que no sé si les habría sido fácil encontrar con las prisas.

–¿Hablasteis también con los demás alumnos del internado?

–Sí, pero algunos de los padres se mostraron reacios a que interrogáramos a sus hijos. Era gente demasiado fina, no querían correr el riesgo de verse implicados en ningún escándalo.

–Ya. Pero, entonces, ¿averiguasteis algo interesante?

Gösta soltó un bufido.

–No, solo retóricas de los padres, de lo horrible que les parecía todo, pero que su hijo no tenía nada que decir sobre la vida en el internado. Todo era lo más: Rune era lo más, los profesores eran lo más, y no había ni conflictos ni disputas. Y los alumnos no hicieron otra cosa que repetir lo que decían sus padres.

–¿Y los profesores?

–Pues los interrogamos también a los dos, claro. De uno, Ove Linder, sospechamos al principio. Pero luego resultó que, después de todo, tenía una coartada. –Gösta guardó silencio unos instantes–. En definitiva, no encontramos ningún sospechoso. Ni siquiera pudimos demostrar que se hubiese cometido ningún delito. Pero...

Erica apoyó las manos en la mesa y se inclinó hacia él.

–¿Pero qué?

Gösta vaciló un segundo.

–Bah, no sé. Tu marido siempre habla de su sexto sentido, y nosotros solemos reírnos de él por eso; aunque tengo que reconocer que mi sexto sentido me decía ya entonces que había algo más. Lo intentamos, de verdad, pero no conseguimos sacar nada en claro.

–Bueno, pues lo volvemos a intentar. Desde 1974 han cambiado muchas cosas.

–La experiencia me dice que otras muchas siguen igual. La gente bien siempre procura protegerse.

–Lo volvemos a intentar –dijo Erica con tono paciente–. Tú termina la lista de alumnos y profesores. Luego me la das a mí, y así podremos ponernos a trabajar desde dos frentes al mismo tiempo.

–Siempre que no...

–No..., Patrik no se va a enterar. Y te pasaré toda la información que yo averigüe. En eso habíamos quedado, ¿no?

–Ya, sí... –La cara delgada de Gösta reflejaba preocupación.

–Por cierto, ayer estuve en la isla hablando con Ebba y su marido.

Gösta se la quedó mirando.

–¿Cómo estaba Ebba? ¿Está preocupada por lo que ha pasado? ¿Cómo...?

Erica se echó a reír.

–Tranquilo, tranquilo, las preguntas de una en una. –Luego se puso seria–. Estaba apagada, pero serena, diría yo. Insisten en que no tienen ni idea de quién ha podido provocar el incendio, pero no puedo asegurar si mienten o no.

–Yo creo que deberían irse de aquí. –A Gösta se le ensombreció la mirada–. Por lo menos, hasta que hayamos aclarado este asunto. La casa no es un lugar seguro y ha sido una suerte que no les haya pasado nada.

–Pues no parecen de los que huyen así, de entrada.

–Ya, es muy testaruda –dijo Gösta con orgullo.

Erica lo miró extrañada, pero no hizo ninguna pregunta. Sabía por experiencia lo mucho que ella era capaz de implicarse en las vidas de las personas sobre las que escribía. Seguramente, a los policías les pasaba lo mismo con todas las personas en cuyo destino se involucraban a lo largo de su vida laboral.

–Una cosa en la que estuve pensando cuando vi a Ebba y que me resultó un tanto extraña...

–¿Sí? –dijo Gösta, pero un alarido hizo que Erica saliera corriendo hacia el salón para ver quién le había pegado a quién. Al cabo de unos minutos, volvió y retomaron la conversación.

–¿Por dónde íbamos? Ah, sí, me pareció bastante extraño que Ebba no tuviera ninguno de los objetos que deberían haber quedado de la familia. El edificio no era solo internado, también era su hogar, y seguro que tenían allí objetos personales. Yo había dado por hecho que se los entregaron a Ebba, pero me dijo que no tenía ni idea de adónde habían ido a parar.

–Sí, en eso tienes razón. –Gösta se rascaba la barbilla–. Tendré que mirar si está registrado en algún sitio. La verdad es que no recuerdo que figure esa información en ningún archivo.

–Se me había ocurrido que puede valer la pena revisar esos objetos con nuevos ojos.

–No es mala idea. Voy a ver qué encuentro –dijo Gösta. Miró el reloj y se levantó de la silla–. ¡Madre mía! ¡Cómo ha pasado el tiempo! Hedström se estará preguntando dónde me he metido.

Erica le puso la mano en el hombro para tranquilizarlo.

–Ya se te ocurrirá una buena excusa. Dile que te has quedado dormido, o cualquier cosa. No sospechará nada, te lo aseguro.

–Ya, claro, para ti es fácil decirlo –respondió Gösta, y fue a ponerse los zapatos.

–No te olvides de lo que hemos acordado. Necesito los datos de contacto de todos los implicados, y tienes que ver si averiguas algo de los objetos personales de los Elvander.

Erica se inclinó y le dio a Gösta un abrazo con total espontaneidad. Él se lo devolvió algo cortado.

–Bueno, bueno, pues deja que me vaya, y lo haré lo antes posible, te lo prometo.

–Eres un hacha –dijo Erica con un guiño.

–Anda ya. Vuelve con tus niños, venga. Te llamo en cuanto tenga algo.

Erica cerró la puerta e hizo exactamente lo que Gösta le había dicho. Se sentó en el sofá mientras los tres le trepaban por encima para pillar el mejor sitio junto a su madre, y se puso a ver distraídamente las aventuras de Pippi en el televisor.

Todo estaba en calma en la comisaría. Para variar, Mellberg había salido de su despacho y se había instalado en la cocina. Ernst, que no se alejaba nunca más de un metro de su dueño, se había tumbado debajo de la mesa con la esperanza de que, tarde o temprano, llegara la hora del café.

–¡Menudo imbécil! –protestó Mellberg señalando el periódico que tenía delante. El Bohusläningen había sacado a toda página la entrevista con John Holm.

–Desde luego, yo no me explico cómo la gente lleva al parlamento a tipos como ese. Supongo que es la otra cara de la democracia. –Patrik se sentó enfrente de Mellberg–. Además, tenemos que hablar con él. Al parecer, era uno de los chicos que estaban en Valö aquella semana de Pascua.

–Pues más vale que nos demos prisa. Aquí dice que solo se quedará en la zona esta semana, luego vuelve a Estocolmo.

–Ya, ya lo he visto, por eso había pensado llevarme a Gösta y hablar con él esta misma mañana. Lo que no me explico es dónde se habrá metido. ¡Annika! ¿Sabes algo de Gösta?

–Nada. Se habrá quedado dormido –respondió Annika en voz alta desde la recepción.

–Bueno, pues me voy contigo yo –dijo Mellberg, y cerró el periódico.

–Qué va, si no hace falta. Puedo esperar a Gösta. Llegará en cualquier momento. Tú tendrás cosas más importantes que hacer. –Patrik sintió que lo invadía el pánico. Ir con Mellberg a un interrogatorio solo podía terminar en catástrofe.

–¡Tonterías! Te vendrá bien contar con mi apoyo cuando tengas que vértelas con ese idiota. –Se levantó y miró a Patrik resuelto–. Bueno, ¿nos vamos?

Mellberg chasqueó los dedos un par de veces, mientras Patrik trataba febrilmente de encontrar un argumento que lo animara a abandonar sus planes.

–¿No deberíamos llamar primero y pedirle una cita?

Mellberg resopló con desprecio.

–A un tío como ese hay que pillarlo... ¿Cómo se dice...? Ah, sí, en garde.

–Off-guard –dijo Patrik–. Se dice off-guard.

Unos minutos después iban en el coche camino de Fjällbacka. Mellberg silbaba satisfecho. Al principio insistió en conducir él, pero por ahí no pensaba pasar Patrik.

–Esa gente tiene una mentalidad tan limitada... Son gente insignificante que no respeta otras culturas ni las diferencias entre los hombres–. Mellberg asintió, conforme con sus propias palabras.

Patrik se moría literalmente de ganas de recordarle lo limitado que era él no hacía mucho. Algunos de los comentarios que iba soltando por ahí habrían ganado el aplauso de Amigos de Suecia. En defensa de Mellberg, no obstante, había que reconocer que abandonó todos los prejuicios en cuanto conoció a Rita.

–Es esa cabaña, ¿no? –Patrik entró en la pequeña explanada de grava que había delante de una de las cabañas de pescadores de color rojo que orillaban la calle de Hamngatan. Habían acordado probar suerte y ver si John se encontraba allí, y no en la casa de Mörhult.

–Desde luego, parece que hay alguien en el embarcadero. –Mellberg estiró el cuello para ver mejor.

La grava crujía bajo las suelas de sus zapatos mientras se acercaban a la verja. Patrik pensó si no debería llamar primero, pero le pareció ridículo, así que la abrió sin más.

Enseguida reconoció a John Holm. El fotógrafo del Bohusläningen había captado su aspecto sueco casi tópico y, además, había conseguido que la expresión de aquel hombre, que exhibía una amplia sonrisa, resultara casi amenazadora. También ahora sonreía, aunque se les acercaba con una mirada llena de extrañeza.

–Hola, somos de la Policía de Tanum –dijo Patrik, e hizo las presentaciones.

–¿Ajá? –La extrañeza se convirtió en alerta–. ¿Ha pasado algo?

–Bueno, depende de cómo se mire. En realidad, se trata de algo que ocurrió hace mucho tiempo, pero que, por desgracia, ha vuelto a cobrar actualidad.

–Valö –dijo John. Ya no era posible interpretar lo que expresaba la mirada.

–Exacto, así es –replicó Mellberg con tono agresivo–. Se trata de Valö.

Patrik respiró hondo un par de veces para conservar la calma.

–¿Podemos sentarnos? –preguntó, y John los invitó a pasar.

–Claro, por favor. Aquí da mucho el sol. A mí me gusta, pero si os parece que hace demasiado calor, abro la sombrilla.

–Gracias, está bien. –Patrik rechazó la oferta con un gesto de la mano. Quería acabar con aquello tan pronto como fuera posible, antes de que Mellberg la liara.

–Veo que estás leyendo el Bohusläningen... –Mellberg señaló el periódico, que estaba abierto encima de la mesa.

John se encogió de hombros.

–El periodismo poco profesional siempre es igual de irritante. Me citan mal, me interpretan mal, y todo el artículo está lleno de insinuaciones.

Mellberg se tiró del cuello de la camisa. Ya empezaba a ponérsele la cara roja.

–Pues a mí me ha parecido que está bien escrito.

–Ya, pero es obvio que el periódico ha elegido bando y, cuando entras en el juego, tienes que aguantar ese tipo de ataques.

–Bueno, pero lo que él cuestiona son ideas que incluís en vuestro programa político. Por ejemplo, ese disparate de que hay que expulsar del país a los inmigrantes que hayan delinquido, aunque tengan permiso de residencia. ¿Eso cómo va a ser? ¿Íbamos a mandar de vuelta a su país de origen a personas que llevan en Suecia muchos años y que han echado ya raíces aquí, solo porque hayan robado una bicicleta? –Mellberg había levantado la voz y los salpicaba de saliva al hablar.

Patrik estaba como paralizado. Era como presenciar un accidente de tráfico que estuviera a punto de producirse. Por más que él estuviera de acuerdo con lo que decía Mellberg, aquel era, sin duda, el peor momento para discutir de política.

John miraba a Mellberg impertérrito.

–Esa es una cuestión que nuestros detractores han decidido interpretar de un modo totalmente erróneo. Podría explicarlo con detalle, pero doy por hecho que no habéis venido a eso.

–No, como te decía, queríamos hablar de lo que sucedió en Valö en 1974. ¿Verdad, Bertil? –se apresuró a decir Patrik. Le clavó una mirada de advertencia a Mellberg, que, tras unos segundos de silencio, asintió a disgusto.

–Sí, he oído rumores de que ha pasado algo en la isla –dijo John–. ¿Habéis encontrado los restos mortales de la familia?

–No exactamente –dijo Patrik evasivo–. Pero alguien trató de prender fuego a la casa. Si se hubieran salido con la suya, la hija y su marido habrían muerto carbonizados.

John se irguió un poco en la silla.

–¿La hija?

–Sí, Ebba Elvander –respondió Patrik–. O Ebba Stark, que es como se apellida ahora. Ella y su marido se han hecho cargo del edificio y piensan restaurarlo.

–Ya, pues seguro que le hace falta. Por lo que yo sé, está destrozado. –John buscaba con la mirada la isla de Valö, que se hallaba frente a ellos, al otro lado del espejo del agua.

–¿Hace mucho que no vas?

–Desde que se cerró el internado.

–¿Por qué?

–Pues porque no he tenido ningún motivo para ir.

–¿Tú qué crees que le pasó a la familia?

–Bueno, mis suposiciones valdrían tanto como las de cualquier otro, pero la verdad es que no tengo ni idea.

–Ya, aunque más idea que los demás sí que tienes –objetó Patrik–. Puesto que vivías con la familia y te encontrabas en la isla cuando desaparecieron.

–No exactamente. Otros cuantos alumnos y yo estábamos pescando. Nos quedamos de piedra cuando llegamos a tierra y nos encontramos con los dos policías. Leon incluso se enfadó porque creía que eran dos extraños que se estaban llevando a Ebba.

–O sea que no tienes ninguna teoría, ¿no? Habrás pensado en aquello más de una vez todos estos años, digo yo. –Mellberg rezumaba escepticismo.

John no le hizo caso y se volvió hacia Patrik.

–Bueno, habría que aclarar que no vivíamos con la familia. Íbamos a clase, pero existía un límite claro y estricto entre nosotros y la familia Elvander. Por ejemplo, no nos habían invitado a la cena de Pascua. Rune se cuidaba mucho de mantenernos a distancia y llevaba el internado como un pabellón militar. Por eso nuestros padres lo adoraban tanto como nosotros lo odiábamos.

–¿Estabais unidos los alumnos o había algún conflicto entre vosotros?

–Bueno, algunas disputas hubo. Lo contrario habría sido raro en un centro solo para chicos adolescentes. Pero nunca sucedió nada grave.

–¿Y qué me dices de los profesores? ¿Qué pensaban del director?

–Ese par de cobardes le tenía tanto miedo que, seguramente, no pensaban nada. Al menos, nunca dijeron nada que llegara a nuestros oídos.

–Los hijos de Rune tenían entonces más o menos vuestra edad. ¿Os relacionabais con ellos?

John negó con vehemencia.

–Rune jamás lo habría permitido. Con su hijo el mayor sí que tuvimos alguna relación. Era una especie de ayudante en el internado. Un verdadero cerdo.

–Vaya, parece que tenías una opinión muy sólida sobre algunos de los miembros de la familia, ¿no?

–Yo los odiaba, exactamente igual que los demás chicos del internado. Pero no lo bastante como para cargármelos, si es eso lo que pensáis. Además, a esa edad, lo lógico es que uno desconfíe de la autoridad.

–¿Y los demás hijos?

–Iban más bien a lo suyo. No se atrevían a hacer otra cosa. Y lo mismo podía decirse de Inez. Ella sola se encargaba de la limpieza, la colada y la comida. Annelie, la hija de Rune, le ayudaba bastante. Pero, como decía, no nos estaba permitido relacionarnos con ellos, y puede que hubiera una razón. Muchos de los chicos eran auténticos gamberros, mimados y rodeados de privilegios desde la más tierna infancia. Supongo que por eso fueron a parar al internado. En el último momento, los padres empezaron a darse cuenta de que estaban criando a individuos perezosos e inútiles y trataron de remediarlo enviándoselos a Rune.


Date: 2015-12-17; view: 491


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