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Fjällbacka, 1920

La niña lloraba sin parar, día y noche, y Dagmar no podía dejar de oírla ni tapándose los oídos y gritando a voz en cuello. Oía perfectamente tanto el llanto de la criatura como el aporreo de los vecinos en la pared.

No era esa la idea. Aún podía sentir las manos del aviador en el cuerpo, ver su mirada cuando yacía en la cama desnuda con él. Estaba convencida de que sus sentimientos eran correspondidos, así que tenía que haber pasado algo. De lo contrario, no la habría abandonado en la pobreza y la humillación. ¿Habría tenido que volver a Alemania? Seguramente, allí lo necesitaban. Era un héroe que acudió a cumplir su deber cuando lo llamó la patria, por más que tener que abandonarla le hubiese roto el corazón.

Incluso antes de saber que estaba embarazada, lo buscó por todos los medios a su alcance. Le escribió varias cartas a la delegación alemana en Estocolmo y preguntó a todo el que encontraba si conocían al héroe de guerra Hermann Göring y si sabían qué había podido sucederle. Si llegara a sus oídos que había dado a luz a un hijo suyo, seguramente volvería. Por importantes que fueran los asuntos que lo retuvieran en Alemania, volvería para salvarlas a ella y a Laura. Él jamás permitiría que viviera en aquella miseria, con personas repugnantes que la miraban con desprecio y que no la creían cuando les contaba quién era el padre de Laura. Se quedarían de piedra al ver a Hermann ante la puerta, soberbio con el uniforme de aviador, con los brazos abiertos y un coche espléndido esperándola.

La niña lloraba cada vez más fuerte en la cuna y Dagmar sintió que la invadía la rabia. No la dejaba en paz ni un solo segundo. Aquella cría lo hacía adrede, se le veía en la cara. Con lo pequeña que era, mostraba por Dagmar el mismo desprecio que los demás. Dagmar los odiaba a todos. Ya podían arder en el fuego del infierno, todas las chismosas, y los cerdos asquerosos que, a pesar de los insultos, acudían a ella por las noches para metérsela por una suma miserable. Cuando los tenía encima jadeando y gimiendo, entonces sí les parecía bastante buena.

Dagmar apartó el edredón y fue al cuchitril que tenía por cocina. Todo estaba atestado de platos sucios y olía a restos de comida reseca y revenida. Abrió la puerta de la despensa. Estaba prácticamente vacía y solo había una botella de alcohol rebajado con agua con el que le había pagado el boticario. Con la botella en la mano, volvió a la cama. La niña seguía llorando, y el vecino volvió a aporrear bien fuerte la pared, pero Dagmar ni se inmutó. Quitó el corcho, limpió con la manga del camisón unas migas que se habían quedado pegadas a la boca de la botella y se la llevó a los labios. Si bebía lo suficiente, dejaría de oír el llanto.



 

Josef abrió esperanzado la puerta del despacho de Sebastian. En el escritorio estaban los planos del terreno donde esperaba que se construyera el museo en un futuro no muy lejano.

–¡Enhorabuena! –dijo Sebastian acercándosele–. El ayuntamiento ha dado el sí y apoyará el proyecto. –Le dio a Josef unas sonoras palmadas en la espalda.

–Bien –dijo Josef. En realidad, sabía que sería así. ¿Cómo iban a negarse a una posibilidad tan espléndida?–. ¿Cuándo podemos empezar?

–Tranquilo, tranquilo. No creo que seas consciente del trabajo que nos espera. Tenemos que empezar a fabricar los símbolos de la paz, planificar las obras, hacer cálculos y, sobre todo, recibir un montón de pasta.

–Pero... La viuda Grünewald nos ha cedido el terreno y ya hemos recibido varias donaciones. Y, dado que el constructor eres tú, tú eres también quien decide cuándo empezamos, ¿no?

Sebastian se echó a reír.

–Bueno, pero el que mi empresa sea la constructora no significa que vaya a salir gratis. Tengo que pagar los salarios y comprar los materiales. Construir este museo va a costar un buen pellizco –dijo dando un golpecito con el dedo en los planos–. Tengo que subcontratar algunos servicios, los implicados no lo harán por amor al arte. Conmigo es otra cosa.

Josef exhaló un suspiro y se sentó en una silla. Los motivos de Sebastian le inspiraban no poco escepticismo.

–Empezaremos por el granito –dijo Sebastian, y apoyó los pies encima de la mesa–. Me han enviado varios bocetos de los símbolos de la paz que están bien. Luego, solo tenemos que hacer un material de promoción que tenga buena pinta y una paquetería elegante, y ya podemos empezar a vender la basura. –Al ver la expresión de Josef, sonrió de buena gana.

–Ya, tú ríete. Para ti solo se trata de dinero. ¿No comprendes el valor simbólico de todo esto? El granito habría formado parte del Tercer Reich, pero ahora se convertirá en testimonio de la derrota nazi y de que ganaron los buenos. Este proyecto tiene posibilidades y, a la larga, nos permitirá crear algo. –Señaló los planos temblando de ira.

Sebastian sonrió aún más. Hizo un gesto condescendiente.

–Nadie te obliga a trabajar conmigo. Puedo romper el contrato ahora mismo y serás libre para acudir a quien quieras.

Era una idea tentadora. Por un instante, Josef sopesó la posibilidad de hacer lo que Sebastian acababa de sugerir. Luego se vino abajo. Tenía que llevarlo a término. Hasta ahora no había hecho otra cosa que malgastar su vida. No tenía nada que mostrarle al mundo, nada que pudiera honrar la memoria de sus padres.

–Sabes muy bien que tú eres el único a quien puedo acudir –dijo al fin.

–Y nosotros siempre nos ayudamos. –Sebastian bajó los pies del escritorio y se inclinó hacia él–. Nos conocemos desde hace mucho. Somos como hermanos, y ya sabes cómo soy. Yo siempre estoy dispuesto a ayudar a un hermano.

–Sí, siempre nos ayudamos –dijo Josef. Miró a Sebastian con curiosidad–. ¿Te has enterado de que Leon ha vuelto?

–Ya, algo he oído. Figúrate, verlo aquí otra vez. Y a Ia. Jamás lo habría imaginado.

–Parece que han comprado la casa que estaba en venta detrás del parque de bomberos.

–Dinero tienen, así que, ¿por qué no? Por cierto, quizá a Leon le interese invertir. ¿No le has preguntado?

Josef negó enérgicamente con la cabeza. Haría cualquier cosa por acelerar el proyecto del museo. Cualquier cosa, menos meterse en negocios con Leon.

–Por cierto, ayer vi a Percy –dijo Sebastian.

–¿Cómo le va? –preguntó Josef aliviado de cambiar de tema–. ¿Todavía conserva el palacio?

–Sí, es una suerte para él que Fygelsta sea un fideicomiso. Si hubiera tenido que repartir la herencia con los hermanos, se habría quedado sin blanca hace tiempo. Pero ahora parece que tiene las arcas vacías definitivamente, por eso se puso en contacto conmigo. Para que le prestara ayuda temporal, según sus palabras. –Sebastian hizo el signo de las comillas en el aire–. Parece ser que lo persigue la agencia tributaria. Y a esos no los puedes encandilar con antepasados nobles y un apellido de postín.

–¿Le vas a echar una mano a él también?

–No temas, hombre. Todavía no lo sé, pero ya te he dicho que yo siempre estoy dispuesto a ayudar a un hermano, y Percy lo es tanto como tú, ¿no?

–Ya, claro –dijo Josef, y volvió la vista al llano de las aguas que se extendía al otro lado de la ventana. Claro que serían hermanos para siempre, unidos por las tinieblas. Miró de nuevo los planos. Las tinieblas se combatían con luz. Y eso pensaba hacer, por su padre y por sí mismo.

–¿Qué le pasa a Martin? –Patrik se asomó a la puerta de la oficina de Annika. No podía aguantar más, tenía que preguntar. Algo no iba bien y estaba preocupado.

Annika apartó la mirada y se cruzó las manos en la rodilla.

–No puedo decirte nada. Cuando Martin se sienta preparado, te lo contará.

Patrik lanzó un suspiro y se sentó junto a la puerta, con la cabeza hecha un lío.

–Bueno, ¿y qué me dices de este caso?

–Pues yo creo que tienes razón. –Era obvio que Annika se alegraba de que hubiese cambiado de tema–. No sé cómo, pero el incendio y la desaparición están relacionados. Y teniendo en cuenta lo que había debajo del suelo, lo más probable es que alguien tuviera miedo de que Ebba y su marido lo encontraran si seguían adelante con las reformas.

–Mi querida esposa lleva mucho tiempo fascinada con el tema de la desaparición.

–Y temes que meta la naricilla en el ajo –remató Annika.

–Pues sí, eso es, pero puede que en esta ocasión tenga el sentido común suficiente como para no inmiscuirse.

Annika sonrió y Patrik comprendió que ni él mismo se lo creía.

–Seguro que tiene un montón de material relacionado con el caso, con lo bien que se le da recabar información. Si es capaz de limitar sus investigaciones al nivel adecuado, yo creo que te resultará muy útil –dijo Annika.

–Ya, lo que pasa es que no se le da muy bien lo del «nivel adecuado».

–Bueno, pero sí que se le da bien cuidar de sí misma. Por cierto, ¿por dónde piensas empezar?

–No estoy muy seguro. –Patrik cruzó las piernas y se puso a juguetear abstraído con el cordón del zapato–. Tenemos que interrogar a todos los que estuvieron implicados entonces. Gösta está buscando los datos de contacto de los profesores y de todos los alumnos. Por supuesto que lo más importante es hablar con los cinco chicos que estuvieron en la isla aquel sábado de Pascua. Le he pedido a Gösta que haga una lista por orden de prioridad, y que decida por quién debemos empezar. Luego había pensado que tú podrías comprobar los antecedentes de quienes figuren en la lista. No es que tenga una confianza infinita en su capacidad administrativa; en realidad, tú deberías haberte encargado también de esa tarea. Pero él es quien más sabe del caso.

–Bueno, por lo menos, parece muy interesado. Para variar –dijo Annika–. Y yo creo que sé por qué. Me he enterado de que él y su mujer tuvieron en su casa un tiempo a la pequeña de los Elvander.

–¿Que Ebba vivió en casa de Gösta?

–Eso dicen.

–Claro, eso explica por qué se comportó de un modo tan extraño cuando estuvimos en la isla. –Patrik recordó cómo miraba Gösta a Ebba. Cómo se preocupaba por ella y la animaba.

–Seguro que esa es la razón por la que no ha podido olvidarse del caso. Lo más probable es que se encariñaran con la pequeña. –Annika buscó con la mirada la gran foto de Leia que tenía enmarcada en el escritorio.

–Ya, claro –dijo Patrik. Había tantas cosas que no sabía... Tantas cosas que debía averiguar acerca de lo que ocurrió en Valö... De pronto, aquella misión se le antojó desproporcionada. ¿Sería posible resolver aquel caso después de tantos años? Y además, ¿hasta qué punto era urgente resolverlo?

–¿Tú crees que quien intentó prender fuego a la casa lo intentará otra vez? –preguntó Annika, como si le hubiera leído el pensamiento.

Patrik reflexionó sobre la pregunta, antes de responder.

–No lo sé. Puede. Pero no debemos arriesgarnos. Tenemos que trabajar con rapidez y descubrir lo que sucedió aquella noche. Tenemos que detener a quien haya intentado hacer daño a Ebba y a Mårten, antes de que vuelva a atacar.

Anna estaba desnuda delante del espejo y las lágrimas le quemaban los párpados, prestas a salir. Se llevó la mano a la cabeza y se acarició el pelo. Después del accidente, empezó a crecerle más oscuro y más fuerte que antes, y aún lo tenía mucho más corto de lo habitual. Una visita al peluquero quizá lo arreglara un poco, pero no tenía mucho sentido. El cuerpo no mejoraría solo porque se adecentara el peinado.

Con la mano temblándole fue siguiendo las cicatrices que le surcaban la piel dibujando un mapa al azar. Habían palidecido bastante, pero nunca desaparecerían del todo. Se pellizcó distraídamente el michelín de la cintura. Ella, que nunca había tenido que esforzarse por estar delgada y que podía decir con el corazón en la mano que se sentía orgullosa de su físico. Ahora contemplaba sus carnes con aversión. Se había pasado mucho tiempo sin poder moverse a causa de las lesiones, y sin preocuparse lo más mínimo de lo que comía. Levantó la vista, pero apenas era capaz de mirarse a la cara. Gracias a los niños y a Dan, sacó fuerzas para luchar y volver a la vida, para salir de las tinieblas más profundas que recordaba, peores incluso que cuando estaba con Lucas. La cuestión era si de verdad había valido la pena. Aún no estaba segura de la respuesta.

El ruido del timbre la sobresaltó. Estaba sola en casa, así que tendría que abrir ella. Tras una última ojeada a aquel cuerpo desnudo, se puso a toda prisa la ropa, que había dejado hecha un lío en el suelo, y bajó corriendo. Al abrir y ver que era Erica respiró aliviada.

–Hola, ¿qué estabas haciendo? –dijo Erica.

–Nada. Pasa. ¿Dónde te has dejado a los niños?

–En casa. Están con Kristina, yo tenía unas cosillas que hacer y he pensado que podía pasarme a verte antes de volver.

–Bien hecho –dijo Anna, y se encaminó a la cocina para preparar algo. Recordó la carne blanca que había visto en el espejo, pero apartó la imagen de su mente y sacó del congelador unos bizcochos de chocolate.

–Fo... Yo debería dejar de comer ese tipo de cosas –dijo Erica con una mueca de disgusto–. Este fin de semana tuve ocasión de verme en biquini y te aseguro que no fue una experiencia agradable.

–Bah, si estás estupenda –dijo Anna sin poder evitar un tono de amargura. Erica no tenía de qué quejarse.

Preparó una jarra de refresco y su hermana la acompañó a la terraza que tenían en la parte trasera de la casa.

–Oye, qué muebles de jardín más bonitos. ¿Son nuevos? –preguntó Erica pasando la mano por la superficie pintada de blanco.

–Sí, los vimos en la tienda de Paulsson, al lado de la tienda de comestibles Evas Livs, ya sabes.

–Jo, se te da de maravilla encontrar cosas divinas –dijo Erica, cada vez más segura de que a Anna le gustaría la idea que se le había ocurrido.

–Gracias. Bueno, ¿y dónde has estado?

–En la colonia infantil –dijo Erica. Le contó a grandes rasgos lo que había estado haciendo allí.

–Qué interesante. O sea que han encontrado sangre y no había ningún cadáver... Pero entonces, allí ha tenido que pasar algo de todos modos.

–Pues sí, tiene toda la pinta. –Erica alargó el brazo en busca de un bizcocho. Fue a cortarlo con el cuchillo para comerse solo la mitad, pero cambió de idea, dejó el cuchillo y le dio un buen mordisco al dulce.

–Sonríe –dijo Anna, y notó por dentro como un soplo cálido de infancia.

Erica sabía perfectamente en qué estaba pensando y le respondió con la sonrisa más amplia de que fue capaz, mostrando una hilera de dientes llenos de chocolate.

–Y no solo eso, espera y verás –dijo, se metió en la nariz dos pajitas que había en la bandeja y se puso bizca, sin dejar de sonreír con los dientes negros.

Anna no pudo contener una risita. Pensó en lo mucho que le gustaba cuando eran pequeñas que su hermana mayor hiciera el ganso. Erica siempre fue tan madura y tan seria, más como una madre en miniatura que como una hermana.

–Apuesto lo que quieras a que ya no eres capaz de beber por la nariz –dijo Erica.

–Pues claro que puedo –respondió Anna ofendida, y se colocó dos pajitas en la nariz. Se inclinó, metió las pajitas hasta el fondo del vaso y respiró. Cuando notó el líquido dentro de la nariz, empezó a toser y a estornudar sin control, y Erica por poco estalla de risa.

–Pero bueno, ¿se puede saber qué estáis haciendo?

Dan apareció de repente en la terraza y, al verle la cara, explotaron las dos. Empezaron a señalarse mutuamente tratando de decir algo, pero tenían tal ataque de risa que no lograron articular una sola palabra.

–En fin, ya veo que no debo presentarme en casa sin avisar. – Dan meneó la cabeza y se fue.

Al final lograron calmarse y Anna notó que el nudo del estómago empezaba a ceder un poco. Erica y ella habían tenido sus diferencias a lo largo de los años, pero nadie como su hermana para tocarle la fibra sensible. Nadie la ponía tan furiosa como Erica, pero tampoco había nadie que la pusiera tan contenta. Estaban unidas para siempre por un lazo invisible y ahora que la tenía delante, mientras lloraba de risa y se secaba las lágrimas, tomó conciencia de cuánto necesitaba a su hermana.

–Después de haberte visto así, no creo que Dan quiera nada contigo esta noche –dijo Erica.

Anna resopló con desprecio.

–No creo que lo note demasiado. Pero bueno, prefiero cambiar de tema. Me parece un tanto incestuoso hablar de mi vida sexual con mi hermana, cuando ha sido pareja de mi pareja...

–Pero por Dios, si de eso hace mil años. Si quieres que te sea sincera, ni siquiera me acuerdo de cómo era desnudo.

Anna se tapó los oídos con las manos y Erica meneó la cabeza riendo.

–Vale, de acuerdo, cambiemos de tema.

Anna bajó las manos.

–Cuéntame más cosas de Valö. ¿Cómo es la hija? ¿Cómo se llamaba? ¿Emma?

–Ebba –dijo Erica–. Ahora vive allí con Mårten, su marido. El plan es reformar el edificio y abrir un bed and breakfast.

–¿Tú crees que eso será rentable? La temporada no dura mucho.

–No tengo ni idea, pero me dio la sensación de que no lo hacían por el dinero. Creo que ese proyecto tiene otros fines.

–Ya, bueno, y puede que funcione. El sitio tiene mucho potencial.

–Lo sé. Y ahí es donde entras tú. –Erica la señaló con un tono ansioso en la voz.

–¿Yo? –dijo Anna–. ¿Qué tengo que ver yo?

–Nada, por ahora, pero dentro de poco, pudiera ser. ¡Se me ha ocurrido la mejor idea del mundo!

–Ya, tú tan modesta como siempre –refunfuñó Anna, aunque empezaba a sentir curiosidad.

–En realidad, fueron Ebba y Mårten quienes preguntaron. A ellos se les da bien la reforma y todo el trabajo manual, pero necesitan ayuda para decorar la casa con el estilo y el ambiente adecuados. Y tú tienes exactamente lo que ellos necesitan: sabes de decoración, sabes de antigüedades y tienes buen gusto. Simplemente, ¡eres perfecta! –Erica recobró la respiración y tomó un trago de refresco.

Anna no daba crédito. Aquella sería la forma de averiguar si podía ganarse la vida como decoradora trabajando como profesional libre; podía ser su primer trabajo de asesora. Se le dibujó una sonrisa en los labios.

–¿Se lo has dicho a ellos? ¿Crees que quieren contratar a alguien? ¿Podrán pagarlo? ¿Qué estilo crees que querrán? No tienen por qué ser muebles ni objetos caros, al contrario, estaría bien ir a subastas rurales, allí encuentras cosas muy bonitas a buen precio. Yo creo que en esa casa iría bien un estilo algo antiguo, romántico, y sé dónde tienen unas telas preciosas y...

Erica levantó la mano.

–¡Eh, eh, tranquila! La respuesta es no, no les he hablado de ti. Pero sí les dije que conocía a una persona que podía echarles una mano con la decoración. No tengo la menor idea de qué presupuesto tienen, pero llámalos y, si les interesa, quedamos con ellos.

Anna se paró en seco y escrutó a Erica.

–Tú lo que quieres es tener un pretexto para ir otra vez a husmear, ¿no?

–Puede ser... Pero además pienso que sería una idea espléndida que os conocierais. Creo que harías ese trabajo a las mil maravillas.

–Ya, bueno, la verdad es que había pensado iniciar mi propio negocio.

–¡Pero, Anna! ¡Entonces no tienes más que empezar! Te doy el número y los llamas ahora mismo.

Anna sintió que algo nuevo se le despertaba por dentro. Entusiasmo. Esa era la palabra que describía lo que estaba sintiendo. Por primera vez en mucho tiempo, sentía auténtico entusiasmo.

–Venga, dámelo antes de que me arrepienta –dijo, y sacó el móvil.

La entrevista seguía atormentándolo. Era frustrante tener que contener la lengua y no poder hablar claro. El periodista con el que se había visto aquella mañana era un idiota. La gente, en general, era idiota. No veía la realidad como era, lo que incrementaba la magnitud de su responsabilidad.

–¿Tú crees que le afectará al partido? –John giraba la copa entre los dedos.

Su mujer se encogió de hombros.

–Seguro que no. Tampoco se trata de ninguno de los grandes periódicos nacionales. –Se pasó el pelo por detrás de la oreja y se puso las gafas, con la idea de empezar a leer el montón de documentos que tenía delante.

–Bueno, no hace falta mucho para que se difunda una entrevista. Nos vigilan como buitres en busca de cualquier motivo para atacarnos.

Liv lo miró por encima de las gafas.

–No me irás a decir que te sorprende, ¿verdad? Ya sabes quiénes tienen el poder entre la prensa de este país.

John asintió.

–No tienes que predicarle a un creyente.

–En las próximas elecciones, las cosas serán diferentes. La gente abrirá los ojos de una vez y verá cómo es la sociedad. –Sonrió triunfal y continuó hojeando los documentos.

–Me gustaría tener la misma fe que tú en la humanidad. A veces me pregunto si lo entenderán algún día. ¿Se habrán vuelto los suecos demasiado vagos y torpes? ¿Estarán demasiado mezclados y degenerados para comprender que esa plaga no para de extenderse? Puede que circule ya muy poca sangre pura por sus venas y que no nos quede ya nada digno por lo que trabajar.

Liv dejó de leer. Le brillaban los ojos cuando miraba a su marido.

–Hazme caso, John. Desde que nos conocimos has tenido muy claro cuál era el objetivo. Siempre has sabido lo que tenías que hacer, eres el elegido para hacerlo. Si nadie te escucha, pues tendrás que hablar más alto. Si alguien cuestiona lo que haces, tendrás que argumentarlo mejor. Por fin, estamos en el parlamento, y es la gente, esa gente de la que dudas, la que nos ha puesto ahí. Qué más da si una panda de periodistas cuestiona cómo hemos calculado el presupuesto, ¿eh? Sabemos que tenemos razón y eso es lo único que importa.

John la miraba con una sonrisa.

–Hablas exactamente igual que cuando te conocí en la asociación juvenil. Aunque debo decir que te sienta mejor el pelo largo que el rapado.

Se le acercó y le besó la cabeza.

Aparte de los cambios súbitos de humor y de la retórica de agitadora, no había nada en la frialdad de su mujer, siempre guapa y vestida con elegancia, que recordase a la cabeza rapada ataviada con ropa militar de la que se enamoró en su día. Pero, hoy por hoy, la quería más aún.

–Solo es un artículo en un periódico local. –Liv le apretó la mano que él le había puesto en el hombro.

–Sí, seguro que tienes razón –dijo John, aunque algo preocupado todavía. El tiempo apremiaba, debía llevar a cabo su propósito. Había que erradicar la basura, y era tarea suya. Solo que le habría gustado disponer de más tiempo.

Notaba en la frente el frescor agradable de los azulejos del cuarto de baño. Ebba cerró los ojos y se dejó invadir por la sensación.

–¿No vienes a acostarte?

Oyó la voz de Mårten en el dormitorio, pero no respondió. No quería irse a la cama. Cada vez que se acostaba al lado de Mårten era como si traicionara a Vincent. El primer mes no podía ni estar en la misma habitación que él. No podía ni mirarlo, y si se miraba a la cara en el espejo, tenía que apartar la vista. Lo único que había a su alrededor era la culpa.

Sus padres se habían dedicado a ella las veinticuatro horas, cuidándola como si fuera un niño recién nacido. Le decían suplicantes que Mårten y ella se necesitaban. Al final, empezó a creerlos, o quizá simplemente se rindió, porque así era más sencillo.

Muy despacio y en contra de su voluntad, se acercó a él. Volvió a casa. Las primeras semanas, vivieron en silencio, temerosos de lo que ocurriría si empezaban a hablarse y decían algo que quedaría dicho para siempre. Luego, empezaron a mantener conversaciones cotidianas. «Pásame la mantequilla.» «¿Has puesto la lavadora?»

Cosas inocuas, sin peligro, que no pudieran provocar acusaciones. Con el tiempo, las frases se fueron alargando y los temas de conversación se multiplicaron. Empezaron a hablar de Valö. Fue Mårten el que propuso que se mudaran allí. Y ella también lo vio como una posibilidad de dejar todo lo que le recordaba la otra vida. Una vida que no era perfecta, pero sí feliz.

Y ahora, con la frente apoyada en los azulejos del baño, dudaba por primera vez de que hubieran hecho lo correcto. Ya habían vendido la casa, aquella casa en la que Vincent había vivido su corta vida. Donde le habían cambiado los pañales, donde pasearon por las noches con él en brazos, donde aprendió a gatear, a andar y a hablar. Ya no les pertenecía, y se preguntaba si habían tomado una decisión o si solo había sido una huida.

Y allí estaban ahora. En una casa donde tal vez ni siquiera estuvieran seguros, con el suelo del comedor arrancado por completo, porque podía ser que a su familia la hubieran aniquilado allí mismo. Aquello le afectaba más de lo que estaba dispuesta a reconocer. Mientras se hacía mayor, no dedicó mucho tiempo a reflexionar sobre su origen. Pero ya no era posible seguir ignorando el pasado. Al ver aquella gran mancha negra y extraña bajo los tablones, comprendió en un instante de clarividencia que no era una historia misteriosa, que era de verdad. Seguramente, sus padres habrían muerto allí mismo y, en cierto modo, eso era más real que el hecho de que alguien hubiera tratado de matarlos a Mårten y a ella. No sabía cómo enfrentarse a esa realidad y a vivir inmersa en ella, pero no tenía otro sitio donde ir.

–¿Ebba?

Le oyó en la voz que, si no le contestaba, no tardaría en levantarse e ir a buscarla. Así que miró hacia la puerta y le dijo en voz alta:

–¡Ya voy!

Se cepilló los dientes a conciencia mientras se observaba en el espejo. Esa noche no le flaqueó la mirada. Clavó la vista en aquella mujer de ojos muertos, en aquella madre sin hijo. Luego escupió en el lavabo y se secó la boca con la toalla.

–¡Cómo has tardado! –Mårten tenía un libro abierto entre las manos, pero Ebba se dio cuenta de que estaba en la misma página que la noche anterior.

No respondió, retiró el edredón y se acostó. Mårten dejó el libro en la mesilla de noche y apagó la lamparita. Las cortinas que habían colgado al mudarse dejaban la habitación completamente a oscuras, a pesar de que fuera nunca llegaba a oscurecer del todo.

Ebba se quedó mirando al techo sin moverse. Sintió la mano de Mårten buscándola bajo las sábanas. Fingió que no notaba su mano vacilante, pero él no la retiró como solía, sino que siguió hacia el muslo, subiendo por debajo de la camiseta, y empezó a acariciarle el vientre. Ella notó las náuseas subiéndole por la garganta mientras la mano seguía su camino hacia el pecho. El mismo pecho que había amamantado a Vincent, los mismos pezones a los que se aferraba la boquita hambrienta de su hijo.

El sabor a bilis le llenó la boca, se levantó de un salto y fue corriendo al cuarto de baño, donde apenas logró levantar la tapa del váter antes de que se le vaciara el estómago. Cuando terminó, se desplomó agotada en el suelo. Mårten lloraba en el dormitorio.

 


Capítulo 9


Date: 2015-12-17; view: 565


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