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Fjällbacka, 1919

Era un día maravilloso para despertarse y Dagmar se desperezó como una gata. A partir de ahora, todo cambiaría. Por fin había conocido a un hombre que acabaría con las habladurías, y las viejas chismosas se atragantarían con su propia risa. La hija de la partera de ángeles y el héroe de la aviación: eso sí que les daría que hablar. Pero a ella le traía sin cuidado, porque iban a irse los dos juntos. No sabía adónde, pero eso no tenía la menor importancia.

Aquella noche, él la había acariciado como nadie. Le había susurrado al oído montones de cosas, palabras que ella no entendía, pero su corazón sabía que eran promesas de su futuro común. El calor de su aliento le había llagado el cuerpo de deseo, hasta el último resquicio, y ella se lo dio todo.

Dagmar se sentó despacio en el borde de la cama, luego se acercó desnuda a la ventana y la abrió de par en par. Fuera trinaban los pajarillos y acababa de salir el sol. Se preguntó dónde estaría Hermann. ¿Habría ido en busca del desayuno?

Fue al baño y se lavó a conciencia. En realidad, no le agradaba la idea de eliminar el olor que le había dejado Hermann en todo el cuerpo, pero al mismo tiempo, quería oler como la rosa más fragante cuando él volviera. Y pronto podría sentir su olor otra vez. Podría seguir inhalando ese aroma toda la vida.

Cuando terminó, se tumbó en la cama a esperarlo, pero tardaba, y notó que la iba colmando la impaciencia. El sol estaba ya más alto al otro lado de la ventana y el canto de los pájaros empezaba a sonar chillón e irritante. ¿Dónde se habría metido Hermann? ¿No se daba cuenta de que lo estaba esperando?

Dagmar se levantó al fin, se vistió y salió de la habitación con la cabeza bien alta. ¿Por qué preocuparse de que la vieran? Muy pronto, todos sabrían cuáles eran las intenciones de Hermann.

La casa entera estaba en calma. Todos dormían la borrachera y, seguramente, seguirían durmiendo unas horas más. Hasta las once no empezarían a despertarse los invitados. Aun así, se oía ruido en la cocina. La servidumbre se levantaba temprano para preparar el desayuno. Después de la fiesta, todos se levantaban con un apetito voraz cuando por fin se despertaban, y para entonces, los huevos tenían que estar cocidos y el café, listo. Con mucho sigilo, asomó la cabeza por la puerta de la cocina. No, ni rastro de Hermann. Una de las cocineras la vio y frunció el entrecejo, pero Dagmar se irguió y cerró la puerta otra vez.

Tras recorrer toda la casa en su busca, bajó al embarcadero. ¿Se le habría ocurrido empezar el día con un baño? Hermann era de complexión atlética; seguramente, habría bajado al embarcadero para entonar el cuerpo nadando unos largos.



Apremió el paso y llegó a la playa casi corriendo. Se diría que los pies fueran flotando por encima de la hierba y, cuando llegó al embarcadero, oteó las aguas con una sonrisa en los labios. Pero se le disipó enseguida. No estaba allí. Miró bien a su alrededor una vez más, pero ni rastro de Hermann en el agua, y tampoco vio la ropa en el embarcadero. Uno de los muchachos que trabajaban para el médico y su mujer apareció caminando despacio.

–¿Puedo ayudarle, señorita? –preguntó de lejos, entornando los ojos al sol. Al acercarse y ver de quién se trataba, se echó a reír–. Pero ¡si es Dagmar! ¿Qué haces aquí a estas horas? Ya me han dicho que esta noche no has dormido con el servicio, que te has estado divirtiendo en otro sitio.

–Cierra la boca, Edvin –dijo–. Estoy buscando al aviador alemán. ¿Lo has visto?

Edvin se metió las manos en los bolsillos.

–¿El aviador? Así que has estado con él, ¿no? –Se echó a reír otra vez, con la misma risa burlona–. ¿Y sabía que se iba a la cama con la hija de una asesina? Claro que a lo mejor a estos extranjeros les parece hasta emocionante.

–¡Calla ya! Y responde a lo que acabo de preguntarte. ¿Lo has visto esta mañana?

Edvin se quedó callado un rato, observándola de pies a cabeza.

–Tú y yo deberíamos quedar alguna vez –dijo al fin, y dio un paso hacia ella–. Nunca hemos tenido la oportunidad de conocernos bien, ¿verdad?

Dagmar lo miró con desprecio. ¡Dios, cómo odiaba a aquellos hombres asquerosos, sin refinamiento ni linaje! No tenían ningún derecho a tocarla con sus sucias manos. Ella se merecía algo mejor. Era digna de una buena vida, sus padres se lo habían dicho muy claro.

–Bueno, ¿qué me respondes? –preguntó–. ¿Es que no me has oído?

Edvin echó un escupitajo y la miró a los ojos sin poder ocultar cómo disfrutaba al decirle:

–Se ha ido.

–¿Qué dices? ¿Adónde iba?

–Esta mañana, muy temprano, recibió un telegrama, tenía que salir con el avión. Se fue en el bote hace dos horas.

A Dagmar se le cortó la respiración.

–¡Estás mintiendo! –Le entraron ganas de darle un puñetazo en la cara.

–Bueno, no me creas si no quieres –dijo Edvin, y se dio la vuelta–. De todos modos, se ha ido.

Ella se quedó mirando al mar, en la dirección en que Hermann se había alejado de la isla, y juró que lo encontraría. Sería suyo, por mucho tiempo que le llevara conseguirlo. Porque así estaba escrito.

 

Erica se sentía un poco culpable, aunque en realidad no le había mentido a Patrik, simplemente, no le había dicho la verdad. El día anterior había tratado de contarle sus planes, pero no encontró el momento adecuado y, además, vio que estaba de un humor un poco raro. Le preguntó si había ocurrido algo en el trabajo, pero Patrik respondió con evasivas y la noche transcurrió en silencio, delante del televisor. Ya se las arreglaría para explicarle más adelante lo de aquella travesía.

Erica aceleró y viró a babor con el bote. Mentalmente, le agradeció a Tore, su padre, el que hubiera insistido en enseñar a sus dos hijas a llevar la embarcación. Era un deber, decía siempre, cuando vivías en la costa, debías saber manejar un barco. Y, en honor a la verdad, a ella se le daba mejor que a Patrik atracar, aunque, en aras de la paz familiar, solía dejar que se encargara él. Los hombres tenían un ego tan frágil...

Saludó a una de las embarcaciones de Salvamento Marítimo que volvía a Fjällbacka. Al parecer, venían de Valö, y Erica se preguntó qué habrían estado haciendo allí. Pero al cabo de un rato, se olvidó del asunto, se concentró en atracar y llevó el bote suavemente hasta el embarcadero. Comprobó con asombro que estaba nerviosa. Después de haber dedicado tanto tiempo a aquella historia, le resultaba un tanto extraño ver a una de las protagonistas en carne y hueso. Se colgó al hombro el bolso y saltó a tierra.

Hacía mucho que no iba a Valö, y como tantos otros habitantes de Fjällbacka, asociaba aquel lugar con campamentos y excursiones escolares. Casi podía notar el olor a salchichas a la barbacoa y pinchitos de pan mientras caminaba por entre los árboles.

Cuando se acercaba a la casa, se detuvo asombrada. Reinaba una actividad febril y en la escalera había una figura que reconoció enseguida y que gesticulaba sin parar. Reanudó el camino y apretó el paso hasta que casi empezó a correr.

–¡Hola, Torbjörn! –dijo saludando con la mano para llamar su atención–. ¿Qué hacéis aquí?

El hombre la miró sorprendido.

–¡Erica! Pues te pregunto lo mismo. ¿Sabe Patrik que estás aquí?

–Más bien no. Pero, cuéntame, qué estáis haciendo.

Torbjörn se quedó unos instantes como pensando qué responder.

–Los propietarios encontraron una cosa ayer, mientras trabajaban con las reformas de la casa –dijo al fin.

–¿Una cosa? ¿Han encontrado a la familia que desapareció? ¿Dónde estaban?

Torbjörn meneó la cabeza.

–Lo siento, no puedo decirte más.

–¿Puedo entrar a ver? –Erica subió un peldaño de la escalera.

–Pues no, todavía no puede entrar nadie. No podemos dejar que pase gente no autorizada mientras estamos trabajando –dijo con una sonrisa–. Supongo que estás buscando a la pareja que vive aquí, ¿no? Pues están en la parte trasera de la casa.

Erica retrocedió.

–Vale –dijo sin poder ocultar su decepción.

Bordeó la casa y, al doblar la esquina, vio a un hombre y una mujer más o menos de su edad. Estaban sentados, mirando hacia la casa con cara de circunstancias, sin hablarse.

Erica dudó un instante. Movida por el entusiasmo y la curiosidad, ni se había planteado cómo iba a explicarles por qué se presentaba a molestar de aquel modo. Pero la vacilación se disipó enseguida. Después de todo, hacer preguntas indiscretas y hurgar en los secretos y tragedias de la gente formaba parte de su trabajo. Hacía mucho que había superado sus reservas y sabía que muchos de los familiares y amigos apreciaban y agradecían sus libros una vez que se publicaban. Además, siempre resultaba más fácil cuando, como ahora, el suceso había tenido lugar en un pasado remoto. En esos casos, las heridas habían cicatrizado ya, por lo general, y los dramas familiares eran historia.

–¡Hola! –saludó en voz alta, y la pareja se volvió hacia ella. La mujer le sonrió al reconocerla.

–Yo a ti te conozco. Erica Falck. He leído todos tus libros, y me encantan –dijo, y se calló de pronto horrorizada, como temerosa de su descaro.

–Hola, tú debes de ser Ebba. –Erica le estrechó la mano, que notó frágil, aunque los callos blanquecinos que tenía en la palma eran el testimonio irrefutable de lo duro que estaba trabajando con la reforma–. Gracias.

Aún con cierta timidez, Ebba le presentó a su marido, al que Erica también estrechó la mano.

–¡Qué sentido de la oportunidad tienes! –Ebba se sentó y se quedó como a la espera de que Erica hiciera lo propio.

–¿A qué te refieres?

–Bueno, supongo que quieres escribir acerca de la desaparición de la familia, ¿no? Y, en ese caso, no podrías haber venido un día más acertado.

–Ya –dijo Erica–. Me he enterado de que habéis encontrado algo en la casa...

–Pues sí, lo descubrimos al retirar los tablones del suelo del comedor –dijo Mårten–. No sabíamos exactamente qué era, pero se nos ocurrió que podía ser sangre. Vino la Policía y, tras echarle un vistazo, decidieron que había que investigarlo. Por eso tenemos esto lleno de gente.

Erica empezaba a comprender por qué Patrik estaba tan raro el día anterior cuando le preguntó si había pasado algo. Le gustaría saber qué pensaba él de todo aquello, si daba por hecho que habían asesinado a la familia allí, en el comedor, y que luego habían trasladado los cadáveres. Le entraron unas ganas terribles de preguntar si habían encontrado algo más que sangre, pero se contuvo.

–Comprendo que os parecerá muy desagradable. Y no voy a negar que el suceso me ha interesado desde siempre, pero para ti, Ebba, es un asunto personal y muy íntimo.

Ebba negó con un gesto.

–Yo era tan pequeña que no me acuerdo de mi familia. Y no puedo llorar a unas personas a las que no recuerdo. No es como...

Guardó silencio y apartó la vista.

–Me parece que mi marido, Patrik Hedström, fue uno de los policías que vino ayer, y también vino a veros el sábado. Por lo que sé, se produjo un incidente horrible.

–Sí, podríamos decir que sí. Horrible sí que fue, desde luego, y no consigo explicarme por qué querría nadie hacernos daño. –Mårten subrayó su asombro con un gesto de impotencia.

–Patrik cree que puede guardar relación con lo que sucedió aquí en 1974 –dijo Erica sin reflexionar siquiera. Soltó un taco para sus adentros. Sabía lo mucho que se enfadaría Patrik si revelaba algo que pudiera afectar a la investigación.

–¿Y cómo va a ser eso? Si de aquello hace muchísimo tiempo.

Ebba miró hacia la casa. Desde donde estaban sentados no se veía el trajinar de los agentes, pero se oía a la perfección el ruido que hacían al arrancar los tablones de madera del suelo.

–Si no tienes inconveniente, me gustaría hacerte unas preguntas sobre la desaparición –dijo Erica.

Ebba asintió.

–Claro. Como ya le dije a tu marido, no creo que tenga mucho que aportar, pero tú pregunta.

–¿Te importa que grabe la conversación? –preguntó Erica mientras sacaba la grabadora del bolso.

Mårten miró a Ebba extrañado, pero ella se encogió de hombros.

–No, no pasa nada.

Al oír el zumbido del aparato, Erica notó un cosquilleo de expectación en el estómago. Nunca se decidió a visitar a Ebba en Gotemburgo, pese a que había pensado hacerlo en más de una ocasión. Ahora la tenía allí delante y se decía que tal vez averiguase algo que le permitiera avanzar en el trabajo de documentación.

–¿Conservas algún objeto de tus padres? ¿Algo que te llevaras de la casa?

–No, nada. Mis padres adoptivos me contaron que, cuando me llevaron a su casa, no tenía más que una bolsa de ropa. Además, creo que la ropa ni siquiera era mía. Según mi madre, alguien con buen corazón me hizo la ropa y le bordó mis iniciales. Todavía la conservo. Mi madre la guardó por si yo tenía una hija.

–Así que ni cartas ni fotos, ¿no? –dijo Erica.

–No, nunca he visto ninguna.

–¿Sabes si tus padres biológicos tenían algún familiar que hubiera podido llevarse ese tipo de cosas?

–No, ninguno. También se lo dije a tu marido. Por lo que yo sé, ni mis abuelos maternos ni los paternos estaban vivos y, al parecer, mis padres tampoco tenían hermanos. Si hay algún pariente lejano, nunca se ha puesto en contacto conmigo. Y no se presentó nadie diciendo que quisiera hacerse cargo de mí.

Aquello era de lo más triste. Erica la miró con conmiseración, pero Ebba sonrió.

–No me fue nada mal. Tengo unos padres que me quieren y dos hermanos maravillosos. No me ha faltado nada en la vida.

Erica le devolvió la sonrisa.

–No hay muchas personas que puedan decir lo mismo.

Sintió que aquella mujer frágil y menuda le gustaba cada vez más.

–¿Sabes algo más de tus padres biológicos?

–No, y tampoco he tenido mucho interés en averiguarlo. Claro que me preguntaba qué fue lo que pasó, pero, en cierto modo, era como si, al mismo tiempo, me resistiera a que se interpusiera en mi vida. Seguramente me preocupaba apenar a mis padres, que pensaran que ellos no me bastaban si empezaba a indagar sobre mis padres biológicos.

–¿Crees que un hijo propio despertaría en ti el interés por buscar tus raíces? –preguntó Erica con tono discreto. No sabía demasiado acerca de Ebba y Mårten, y tal vez fuera una pregunta delicada.

–Teníamos un hijo –dijo Ebba.

Erica se sobresaltó como si le hubieran dado una bofetada. Ni por un momento se había esperado aquella respuesta. Quería seguir preguntando, pero la expresión de Ebba dejaba claro que no pensaba hablar del tema.

–Bueno, el hecho de que nos mudáramos aquí puede interpretarse, en cierto modo, como una búsqueda de sus raíces, por lo que a Ebba se refiere –dijo Mårten.

El pobre se retorcía en la silla y Erica se dio cuenta de que los dos, de forma inconsciente, se alejaban unos centímetros el uno del otro en el asiento, como si no soportaran estar demasiado cerca. El ambiente se había enrarecido y de pronto le pareció que estaba entrometiéndose más de la cuenta y presenciando algo demasiado íntimo.

–Bueno, yo he estado investigando un poco la historia de tu familia y he averiguado unas cuantas cosas. Si quieres saber qué es, no tienes más que decírmelo, lo tengo todo en casa.

–Qué amable –dijo Ebba sin entusiasmo. Parecía haber perdido toda la energía, y Erica comprendió que no tenía sentido seguir con la entrevista. Se levantó.

–Gracias por acceder a que mantuviéramos esta conversación. Ya os llamaré. O, si queréis, también podéis llamarme vosotros. –Sacó un cuaderno y anotó su número de teléfono y la dirección de correo electrónico, arrancó la hoja y se la entregó. Luego apagó la grabadora y la guardó en el bolso.

–Ya sabes dónde estamos –dijo Mårten–. No hacemos otra cosa, nos pasamos los días enteros trabajando en la casa.

–Sí, claro. ¿Y os las arregláis solos con todo?

–Bueno, ese era el plan. Por lo menos, mientras sea posible.

–Si conoces a alguien de por aquí que sea experto en decoración, te agradeceríamos que nos dieras el contacto –intervino Ebba–. Ni a Mårten ni a mí se nos da muy bien que digamos.

Erica estaba a punto de decir que, sintiéndolo mucho, no estaba muy al tanto de esas cosas, cuando se le ocurrió una idea.

–Pues sí que conozco a alguien perfecto que, seguramente, podrá ayudaros con la casa. Lo consulto y os aviso, si os parece bien.

Acto seguido, se despidió y se dirigió otra vez a la parte delantera de la casa. Torbjörn estaba dando instrucciones a dos miembros de su equipo.

–¿Qué tal va eso? –preguntó Erica en voz alta, para hacerse oír por encima del estruendo de una motosierra.

–¡Eso no es cosa tuya! –le gritó Torbjörn a su vez–. Luego llamaré para informar a tu marido, así que esta noche ya puedes interrogarlo.

Erica se echó a reír y se despidió con la mano. Pero mientras se encaminaba al embarcadero, se fue poniendo más seria. ¿Adónde habrían ido a parar las pertenencias de la familia Elvander? ¿Por qué tenían Ebba y Mårten una relación tan extraña? ¿Qué le habría ocurrido a su hijo? Y, sobre todo, ¿eran sinceros cuando decían que no sabían quién había intentado quemarlos vivos en la casa? Aunque la conversación con Ebba no le había dado tan buen resultado como ella esperaba, las ideas le daban vueltas en la cabeza cuando arrancó el motor del bote y puso rumbo a casa.

Gösta andaba murmurando solo. En realidad, no se tomaba a mal las críticas de Mellberg, pero no entendía a cuento de qué tenía que protestar porque se hubiera llevado a casa el material de la investigación. Lo que contaba era el resultado, ¿no? Todo lo que databa de antes de la informatización era difícil de localizar, y así se ahorrarían varias horas de búsqueda para dar con esos documentos en el archivo.

Puso papel y lápiz sobre la mesa y abrió la primera carpeta. ¿Cuántas horas de su vida no habría dedicado a darle vueltas a lo que sucedió en el internado? ¿Cuántas veces no había examinado las fotografías, revisado la transcripción de los interrogatorios y los informes periciales del lugar de los hechos? Si querían hacerlo bien, tenía que ser muy metódico. Patrik le había encomendado la tarea de hacer una lista de las personas implicadas en la primera investigación, por orden de prioridad. No tenían posibilidad de hablar con todas al mismo tiempo, así que era importante empezar por donde más interesaba.

Gösta se desplomó en la silla y empezó a tragarse aquellos interrogatorios, por lo demás, bastante insulsos. Dado que los había leído infinidad de veces, sabía que no contenían nada concreto de utilidad, así que se trataba de interpretar los matices y leer entre líneas. Pero le costaba concentrarse. Lo distraía continuamente la idea de aquella niña, que ahora era una mujer. Le había resultado de lo más extraño verla otra vez y disponer de una imagen real que superponer a la que él se había imaginado.

Un tanto inquieto, se revolvió en la silla. Hacía muchos años que no se tomaba el trabajo con interés y, pese a que se sentía entusiasmado con aquel cometido, era como si el cerebro no quisiera obedecer las nuevas instrucciones. Dejó a un lado los interrogatorios y empezó a ojear las fotos. Había incluso instantáneas de los chicos que se quedaron en el internado durante las vacaciones. Gösta cerró los ojos y recreó en la imaginación aquella tarde de Pascua soleada pero algo fría del año 1974. Junto con su colega Henry Ljung, ya fallecido, se encaminó al gran edificio blanco. Todo estaba sumido en una inmensa calma, una calma más bien inquietante, aunque quizá eso fuera una sensación construida a posteriori. A pesar de todo, recordaba que iba sobrecogido mientras recorrían el sendero. Henry y él ignoraban qué iban a encontrarse después de aquella llamada tan misteriosa que un desconocido hizo a la comisaría. El que fuera entonces su jefe designó a dos hombres para que se acercaran a echar un vistazo. «Seguramente, serán los chicos del internado, que han hecho de las suyas», dijo antes de mandarlos allí más que nada para cubrirse las espaldas por si, en contra de lo que él suponía, no se tratase de la típica gamberrada de unos niños ricos que se aburrían. Habían tenido algunos problemas al principio del semestre, cuando empezó el curso, pero desde que el jefe llamó por teléfono y habló con Rune Elvander, no volvieron a repetirse. Gösta no tenía la menor idea de cómo lo había conseguido el director, pero lo que quiera que hubiese hecho funcionó de verdad. Hasta aquel momento.

Una vez ante la puerta, Henry y él se detuvieron. Allí dentro no se oía ni una mosca. Hasta que el llanto de un niño quebró el silencio y los sacó de aquella parálisis momentánea. Llamaron a la puerta una vez y entraron sin esperar.

–¿Hola? –dijo Gösta.

Tantos años después, allí sentado ante el escritorio de la comisaría, se preguntaba cómo podía recordarlo todo con tanto detalle. Nadie respondió, pero el llanto infantil se oía cada vez más fuerte. Se apresuraron en esa dirección y se pararon en seco al entrar en el comedor. Una niña pequeña, totalmente sola, daba vueltas llorando desconsolada. Gösta la acunó instintivamente en los brazos.

–¿Dónde estará el resto de la familia? –preguntó Henry mirando a su alrededor–. ¿Hola? –dijo en voz alta, y volvió al vestíbulo.

Nadie respondió.

–Voy a mirar arriba –dijo, y Gösta asintió, concentrado en calmar a la pequeña.

Era la primera vez que tenía un niño en brazos y no se sentía muy seguro de cómo conseguir que dejara de llorar. La meció con torpeza, acariciándole la espalda y tarareando una melodía indefinible. Vio con asombro que funcionaba. El llanto dio paso a unos suspiros entrecortados y Gösta notó que empezaba a respirar pausadamente con la cabecita apoyada en su hombro. Continuó meciéndola y arrullándola mientras lo invadían unos sentimientos que no habría sabido formular con palabras.

Henry volvió al comedor.

–Ahí arriba tampoco hay nadie.

–¿Dónde se habrán metido? ¿Cómo pueden dejar sola a una niña tan pequeña? Podría haber ocurrido cualquier desgracia...

–Pues sí. ¿Y quién demonios ha llamado para avisar? –Henry se quitó la gorra y empezó a rascarse la cabeza.

–¿Habrán salido a dar un paseo por la isla? –Gösta miraba incrédulo la mesa, con la cena de Pascua a medio comer.

–¿En plena cena? Pues será una gente muy rara.

–Sí, desde luego, de eso no cabe duda. –Henry volvió a ponerse la gorra–. ¿Qué hace aquí una niña tan linda y tan solita? –le dijo a la niña con tono cantarín, y se acercó a Gösta, que seguía con ella en brazos.

La pequeña empezó a llorar en el acto y se apretó contra el cuello de Gösta con tal fuerza que este apenas podía respirar.

–Déjala –le dijo a Henry, y se apartó un poco.

Una agradable sensación de orgullo se le extendió por el pecho, se preguntaba si se habría sentido igual de haber sobrevivido el hijo que se les murió a él y a Maj-Britt. Enseguida desechó la idea. Había tomado la decisión de no pensar en lo que ya no tenía remedio.

–Y el bote, ¿está en el embarcadero? –preguntó al cabo de un rato, cuando la niña se calmó.

Henry frunció el entrecejo.

–Pues había un barco, pero es que tienen dos, ¿no? Creo que compraron el bote de Sten-Ivar en otoño, y el que queda ahí es el de fibra. Pero no iban a irse con el barco y a dejarse aquí a la niña, ¿verdad? Tan chiflados no pueden estar, aunque sea gente de ciudad.

–Bueno, Inez es de aquí –lo corrigió Gösta, un tanto ausente–. Su familia es de Fjällbacka y llevan aquí varias generaciones.

Henry dejó escapar un suspiro.

–Pues es muy raro, desde luego. Tendremos que llevarnos a la niña al pueblo, y ya veremos si aparece alguien. –Se dio media vuelta, con la intención de irse.

–A ver, la mesa está puesta para seis personas –dijo Gösta.

–Sí, estamos en Pascua, así que solo se quedaría aquí la familia, supongo.

–¿Tú crees que podemos dejarlo así? –La situación era, como poco, muy extraña, y la falta de directrices que seguir inquietaba a Gösta. Se quedó pensativo un momento–. Sí, vamos a hacer eso, nos llevamos a la niña. Si nadie pregunta esta noche, venimos otra vez por la mañana. Y si no han vuelto, tendremos que pensar que algo habrá pasado. En ese caso, esto es el escenario de un crimen.

Aún dudosos de estar haciendo lo correcto, salieron y cerraron la puerta. Bajaron al embarcadero y, cuando ya estaban cerca, vieron un barco que se aproximaba.

–Mira, es el antiguo bote de Sten-Ivar –dijo Henry señalando.

–Pues hay varias personas dentro. Puede que sea el resto de la familia.

–Ya, entonces les voy a decir unas palabritas. Mira que dejar a la niña así, sin más. Ganas me dan de zurrarles, vamos.

Henry echó a andar hacia el embarcadero. Gösta iba a buen paso para no quedarse atrás, pero no se atrevía a echar a correr por si tropezaba con la niña en brazos. El barco atracó y un chico de unos quince años bajó a tierra. Tenía el pelo negro como la noche y cara de pocos amigos.

–¿Qué hacéis con Ebba? –les soltó.

–¿Y tú quién eres? –dijo Henry cuando el chico se le plantó delante con los brazos en jarras.

Otros cuatro muchachos bajaron del barco y se acercaron a Henry y a Gösta, que ya los había alcanzado.

–¿Dónde están Inez y Rune? –dijo el chico del pelo negro. Los demás guardaban silencio detrás de él, como a la expectativa. Estaba claro quién era el jefe.

–Eso mismo nos preguntábamos nosotros –dijo Gösta–. Alguien ha llamado a la Policía diciendo que aquí había pasado algo, y cuando hemos llegado, nos hemos encontrado a la niña sola en la casa.

El chico lo miró asombrado.

–¿Estaba Ebba sola?

Así que la pequeña se llamaba Ebba, pensó Gösta. Aquella niña cuyo corazoncito latía aceleradamente contra su pecho.

–¿Sois los muchachos de Rune? –preguntó Henry con tono autoritario, pero el chico no estaba dispuesto a dejarse amedrentar. Miró tranquilamente al policía y respondió educadamente:

–Somos alumnos del internado. Estamos pasando aquí estas vacaciones.

–¿Dónde habéis estado? –preguntó Gösta con el ceño fruncido.

–Salimos con el barco esta mañana. La familia iba a celebrar el sábado de Pascua y no estábamos invitados. Así que nos fuimos a pescar para «forjarnos el carácter».

–¿Ha habido buena pesca? –El tono de Henry dejaba traslucir claramente que no se fiaba de las palabras del chico.

–Una banasta llena –dijo el chico señalando el barco.

Gösta miró en la dirección que señalaba y vio el cerco de redes para pescar caballa que estaba anclado a la popa del barco.

–Tendréis que venir con nosotros a la comisaría hasta que hayamos aclarado todo esto –dijo Henry, y se adelantó hacia el bote.

–¿No podemos lavarnos antes? Estamos sucios y apestamos a pescado –dijo uno de los otros muchachos, con el miedo en la cara.

–Vamos a hacer lo que dicen los agentes –le soltó el jefecillo–. Por supuesto que iremos. Perdón si hemos sido desagradables. Es que nos hemos preocupado al ver a un par de desconocidos con Ebba. Me llamo Leon Kreutz. –Le dio la mano a Gösta.

Henry ya estaba esperándolos a bordo. Gösta bajó después de los chicos, con Ebba en brazos. Echó una última ojeada a la casa. ¿Dónde demonios estaría la familia? ¿Qué habría pasado?

Gösta volvió al presente. Los recuerdos eran tan vívidos que casi creyó sentir el calor de la niña en el regazo. Se irguió en la silla y eligió una foto del montón. La habían hecho en la comisaría, aquel sábado de Pascua, y en ella se veía a los cinco muchachos: Leon Kreutz, Sebastian Månsson, John Holm, Percy von Bahrn y Josef Meyer. Tenían el pelo revuelto, la ropa sucia y la expresión huraña. Todos, excepto Leon. Él sonreía alegre a la cámara, y parecía mayor de los dieciséis años que tenía. Era un chico bien parecido, más que guapo, pensó Gösta al contemplar la vieja fotografía. Entonces no reparó en ello. Siguió hojeando el material de la investigación. Leon Kreutz. ¿Qué habría sido de él en la vida? Gösta anotó unas líneas en el cuaderno. De los cinco chicos, Leon era aquel del que guardaba un recuerdo más nítido. No sería mala idea empezar por él.

 


Capítulo 8


Date: 2015-12-17; view: 517


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