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Fjällbacka, 1919

No podían verse en el dormitorio del servicio, así que Dagmar aguardaba una señal suya para acudir a su habitación. Ella fue quien hizo la cama y ordenó su alcoba, sin saber que, más tarde, desearía intensamente deslizarse entre aquellas sábanas de algodón tan bonitas.

La fiesta aún estaba en pleno apogeo cuando recibió la señal que esperaba. Él estaba un poco ebrio, tenía el pelo rubio alborotado y los ojos brillantes por el alcohol. Pero no tan borracho como para no poder darle a hurtadillas la llave de su dormitorio. El roce fugaz de su mano le aceleró el corazón y, sin mirarlo, Dagmar se guardó la llave disimuladamente en el bolsillo del delantal. A aquellas alturas, nadie notaría su ausencia, y había personal de servicio suficiente para atender a los invitados.

Aun así, miró a su alrededor antes de abrir la puerta de la habitación de invitados más amplia de la casa y, una vez dentro, se quedó jadeando con la espalda pegada a la puerta. Ante la sola visión de la cama, con las sábanas blancas y la colcha primorosamente doblada, sintió un cosquilleo por todo el cuerpo. Él llegaría en cualquier momento, así que entró a toda prisa en el baño. Se alisó el pelo rápidamente, se quitó el uniforme de servicio y se refrescó debajo del brazo con un poco de agua. Luego se mordió los labios y se pellizcó las mejillas, para que adquirieran el color que sabía que estaba de moda entre las jóvenes de la ciudad.

Cuando oyó que trasteaban el picaporte, se apresuró a volver a la habitación y se sentó en el borde de la cama, con las enaguas por toda vestimenta. Se atusó el pelo, dejándolo caer sobre los hombros, consciente de lo esplendoroso que relucía a la luz suave de la noche estival que entraba por la ventana.

Nada de eso fue en vano. Al verla, él abrió los ojos de par en par y cerró la puerta enseguida. Se quedó unos instantes contemplándola antes de acercarse a la cama, le acarició la barbilla y la empujó hacia arriba para verle la cara. Entonces se inclinó y sus labios se unieron en un beso. Despacio, como queriendo provocarla, fue adentrando la lengua por sus labios entreabiertos.

Dagmar correspondía deseosa a los besos. Jamás le había ocurrido nada semejante, y se sentía como si algún poder divino le hubiese enviado a aquel hombre para que se uniera a ella y la completara. Se le nubló la vista un instante y se le vinieron al pensamiento imágenes del pasado. Los niños, a los que metían en un barreño con un contrapeso encima, hasta que dejaban de moverse. Los policías que llegaron y se llevaron a sus padres. Los cadáveres diminutos que exhumaron del sótano de su casa. La bruja y el padrastro. Los hombres que gemían encima de ella con aquel aliento apestando a alcohol y a tabaco. Todos aquellos que la habían utilizado y se habían burlado de ella: ahora tendrían que pedirle perdón con una reverencia. Al verla caminar al lado de aquel héroe de rubia cabellera, lamentarían cada insulto proferido entre susurros a sus espaldas.



Él fue alzando la enagua lentamente hasta la cintura, y Dagmar levantó los brazos para que pudiera quitarle la prenda. Nada deseaba más que sentir su piel. Fue desabrochando uno a uno los botones de la camisa, y él se la quitó enseguida. Tras haberse deshecho de toda la ropa, que formaba un montón en el suelo, él se tumbó encima de ella. Ya nada los separaba.

Cuando se consumó la unión, Dagmar cerró los ojos. En aquel instante, ya no era la hija de la partera de ángeles. Era una mujer por fin bendecida por el destino.

 

Llevaba varias semanas preparándose. No era fácil conseguir una entrevista con John Holm en Estocolmo, pero dado que iría a Fjällbacka de vacaciones, Kjell se las arregló para, tras mucho insistir, poder mantener con él una conversación y publicar un perfil en el Bohusläningen.

Sabía que John conocería a su padre, Frans Ringholm, uno de los fundadores de Amigos de Suecia, el partido que ahora presidía John. El que simpatizara con el nazismo era una de las muchas razones por las que Kjell se había distanciado de su padre. Solo poco antes de su muerte, intentó algo parecido a la conciliación, pero jamás llegó a reconciliarse con Amigos de Suecia ni con los éxitos recientes de la organización.

Habían quedado en la cabaña de John, y el trayecto en coche hasta Fjällbacka desde Uddevalla le llevó cerca de una hora, debido al tráfico estival. Con diez minutos de retraso, aparcó en la explanada de grava delante de la cabaña, con la esperanza de que John no le restara esos diez minutos de la entrevista.

–Puedes ir haciendo fotos mientras hablamos, por si luego no nos da tiempo –le dijo al fotógrafo al salir del coche. Sabía que no tendrían ningún problema. Stefan era el fotógrafo con más experiencia del Bohusläningen y, con independencia de las circunstancias, siempre hacía su trabajo.

–¡Bienvenidos! –John salió a recibirlos.

–Gracias –dijo Kjell. Le supuso un esfuerzo estrechar la mano que John le tendía. Aparte de lo repugnantes que le parecían sus ideas, Kjell lo consideraba uno de los hombres más peligrosos del país.

John se les adelantó y cruzó la cabaña hasta que salieron al embarcadero.

–Yo nunca conocí a tu padre pero, por lo que sé, era un hombre que infundía respeto.

–Claro, unos años en la cárcel pueden provocar ese efecto.

–No debió de ser fácil crecer con esas circunstancias –dijo John, y se sentó en el banco de madera, al abrigo de una empalizada.

Por un instante, Kjell sintió envidia. Le parecía tan injusto que un hombre como John Holm tuviese una casa tan bonita, con vistas al puerto y al archipiélago... A fin de ocultar su aversión, que, seguramente, se le notaría en la cara, se sentó enfrente de John y empezó a preparar la grabadora. Era consciente de que la vida era injusta y punto, y sabía por sus investigaciones que John procedía de familia con posibles.

La grabadora emitió un zumbido al ponerse en marcha. Al parecer, funcionaba como debía, así que Kjell empezó.

–¿A qué crees que se debe que hayáis conseguido llegar al congreso de los diputados?

Era conveniente empezar con suavidad. Además, sabía que había tenido suerte de verse con John a solas. En Estocolmo no se habría librado del secretario de prensa y, seguramente, algunas personas más. Así estaban solos John y él, y esperaba que el presidente del partido se sintiera más relajado al estar de vacaciones y encontrarse en su territorio.

–Yo creo que el pueblo sueco ha madurado. Somos más conscientes de nuestro entorno y de cómo nos afecta. Llevábamos mucho tiempo siendo demasiado ingenuos, pero hemos despertado y Amigos de Suecia tiene la ventaja de ser la voz de la sensatez en ese despertar –dijo John con una sonrisa.

Kjell podía comprender que a la gente le resultara atractivo. Tenía un carisma y una seguridad en sí mismo que invitaba a creer en lo que decía. Pero Kjell estaba demasiado curtido para caer en las redes de esa clase de atractivo, y le disgustaba profundamente el modo en que John usaba la palabra «nosotros», incluyéndose a sí mismo y a todo el pueblo sueco. No podía decirse que John Holm representara a todos los suecos. Eran demasiado buenos como para que él pudiera representarlos.

Siguió haciéndole preguntas inocuas: cómo se sentía al formar parte del congreso, cómo los habían recibido, qué le parecía el trabajo político en Estocolmo... Stefan no paraba de dar vueltas a su alrededor con la cámara y Kjell casi podía imaginar las fotos. John Holm sentado en su embarcadero, con el mar rielando de fondo. Un espectáculo totalmente distinto del que ofrecían las instantáneas del político con traje y corbata que solían aparecer en la prensa.

Kjell le echó una ojeada al reloj. Habían pasado veinte minutos del tiempo pactado para la entrevista y el ambiente era agradable, aunque no cordial. Había llegado el momento de formular las preguntas interesantes. Desde que le confirmaron la entrevista, había dedicado las semanas transcurridas a leer infinidad de artículos sobre John Holm, y había visto montones de debates en televisión. Muchos periodistas hacían un trabajo mediocre. Se limitaban a rasgar la superficie y si, por casualidad, hacían una pregunta inteligente, se abstenían de seguir abundando en ella y daban por buenas las respuestas archiseguras de Holm, por lo general plagadas de estadísticas erróneas, cuando no de mentiras puras y duras. A veces se avergonzaba de ser periodista, pero, a diferencia de muchos de sus colegas, él había hecho los deberes.

–Vuestro presupuesto se basa en el gran ahorro que le reportaría a la sociedad el hecho de que se detuviera la inmigración. Un ahorro de setenta y ocho millones. ¿Cómo habéis calculado esa cifra?

John se puso rígido. La arruga que se le formó en la frente reveló una ligera irritación, pero enseguida la sustituyó con su eterna sonrisa complaciente.

–Es un cálculo sólidamente documentado.

–¿Estás seguro? Lo que yo veo más bien es que hay muchos datos que indican que vuestras estimaciones son erróneas. Te puedo dar un ejemplo: aseguráis que solo el diez por ciento de los inmigrantes que vienen a Suecia encuentran trabajo.

–Exacto, así es. Las personas que acogemos en Suecia sufren un alto índice de desempleo, lo que supone un coste enorme para la sociedad.

–Pero según las estadísticas que he manejado, el sesenta y cinco por ciento de los inmigrantes de Suecia entre veinte y sesenta y cuatro años tiene empleo.

John guardó silencio. Kjell casi podía ver cómo le trabajaba el cerebro a toda máquina.

–La cifra que yo tengo es del diez por ciento –dijo al fin.

–Pero no sabes cómo habéis llegado a esa cifra, ¿no es cierto?

–Pues no.

Kjell empezaba a disfrutar de la situación.

–Para vuestros cálculos os habéis basado, además, en el hecho de que, si se pusiera coto a la inmigración, la sociedad ahorraría grandes sumas con la reducción de subsidios. Sin embargo, un estudio de los años entre 1980 y 1990 demuestra que la contribución de los inmigrantes a través de los impuestos supera con creces el coste que la inmigración representa para el Estado.

–Eso no me parece muy probable –dijo John con una sonrisa maliciosa–. La población sueca no se cree ya esos estudios falsos. Es ampliamente conocido el hecho de que los inmigrantes utilizan el sistema de subsidios.

–Tengo aquí una copia de dicho estudio. Puedes quedártela y examinarla con detenimiento, si quieres. –Kjell sacó los documentos y los dejó delante de John.

Él ni siquiera se dignó mirarlos.

–Tengo a mi lado gente que se encarga de esas cosas.

–Ya, claro, aunque parece que no se han informado como es debido –dijo Kjell–. Bueno, quería pasar al capítulo de los gastos. ¿Cuánto costará el servicio militar indiscriminado que queréis volver a introducir? ¿Podrías pormenorizar aquí el coste de vuestras propuestas, para que lo veamos con claridad? –Acercó un bloc y un bolígrafo a John, que los miró como si fueran algo repulsivo.

–Todas las cantidades están en los presupuestos. No hay más que consultarlas.

–¿No las recuerdas de memoria? Los presupuestos son el núcleo de vuestra actuación política.

–Por supuesto, tengo control absoluto sobre todas las cifras. – John apartó el cuaderno–. Pero no pienso montar aquí ningún espectáculo.

–Bueno, en ese caso, dejamos por ahora el asunto del presupuesto. Quizá tengamos ocasión de volver sobre ello más tarde. – Kjell rebuscó en el maletín y sacó otro documento, una lista que llevaba impresa.

–Aparte de una política de inmigración más restrictiva, queréis trabajar para endurecer las penas a la delincuencia.

John se irguió.

–Pues sí, la indulgencia con la que actuamos en Suecia es un escándalo. Con nuestra política, nadie se librará ya con un tirón de orejas. También en el seno de nuestra formación política hemos puesto el listón alto en ese sentido, por más que, con anterioridad, se nos haya relacionado con..., en fin, con algunos elementos desafortunados.

Elementos desafortunados. Ya, claro, también se los puede llamar así, pensó Kjell, pero calló con toda la intención: estaba llevando a John precisamente por donde él quería.

–Hemos eliminado a todos los elementos delictivos de nuestras listas de diputados y, a ese respecto, aplicamos tolerancia cero. Por ejemplo, todos han tenido que firmar un certificado de conducta en el que debían dar cuenta de delitos y sentencias antiguos. Nadie con un pasado delictivo puede representar a Amigos de Suecia. – John se recostó en la silla y se cruzó de piernas.

Kjell dejó que se sintiera seguro unos instantes, antes de dejar la lista en la mesa.

–¿Y cómo es que no imponéis las mismas exigencias a quienes trabajan en la secretaría? Nada menos que cinco de tus colaboradores tienen antecedentes penales. Se trata de penas por agresión, amenazas, atraco y extorsión a un empleado público. Tu secretario de prensa, por ejemplo, fue condenado en 2001 por haber molido a patadas a un etíope en la plaza de Ludvika. –Kjell le acercó la lista un poco más, para ponérsela a John delante de las narices. Al presidente del partido se le puso el cuello de color rojo fuego.

–Yo no me encargo ni de las entrevistas de contratación ni de la intendencia de la secretaría, así que no puedo pronunciarme al respecto.

–Ya, pero como responsable último del personal contratado, el asunto debería llegar a tu mesa aunque no seas tú el encargado de los aspectos prácticos, ¿no?

–Todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad. En todo caso, se trata en su mayoría de deslices de juventud.

–¿Una segunda oportunidad, dices? ¿Y por qué se merecen tus empleados esa segunda oportunidad, cuando los inmigrantes que cometen algún delito no la tienen? Según vuestro programa, los enviaréis a su país de origen en cuanto se los haya juzgado.

John apretó los dientes y se le endurecieron los rasgos más todavía.

–Como decía, yo no he intervenido en el proceso de contratación de personal. En todo caso, podré pronunciarme más adelante.

Kjell sopesó fugazmente si presionarlo un poco más, pero se le agotaba el tiempo y John podía hartarse en cualquier momento y poner punto final antes de la hora fijada.

–Bueno, también quería hacerte unas preguntas algo más personales –dijo, y echó un vistazo a sus notas. En realidad, lo tenía todo en la cabeza, pero sabía por experiencia que llevar las cosas sobre el papel surtía un efecto amedrentador. Infundía respeto.

–Ya has contado en alguna ocasión que tu interés por las cuestiones de inmigración se despertó cuando, a la edad de veinte años, te atacaron y agredieron dos estudiantes africanos que cursaban los mismos estudios que tú en la Universidad de Gotemburgo. Denunciaste el hecho a la Policía, pero la investigación se sobreseyó y tuviste que ver a los culpables en clase a diario. Se pasaron el resto de la carrera riéndose de ti y, por tanto, de la sociedad sueca. Esto es una cita tomada de una entrevista que apareció en el Svenska Dagbladet la primavera pasada. –Kjell miró a John, que asintió muy serio.

–Pues sí, es un suceso que me ha marcado profundamente y que ha conformado mi visión del mundo. Me demostró claramente cómo funcionaba la sociedad y hasta qué punto los suecos se habían visto degradados a la condición de ciudadanos de segunda mientras se trataba de maravilla a individuos a los que, con toda la ingenuidad del mundo, hemos traído aquí desde todos los rincones.

–Interesante. –Kjell ladeó la cabeza–. Pues yo he estado estudiando el incidente y hay varias cosas que son..., bueno, un tanto extrañas.

–¿A qué te refieres?

–Para empezar, no existe tal denuncia en los archivos de la Policía, y para continuar, no había estudiantes africanos en tu curso. En realidad, no había ni un solo estudiante africano en la universidad cuando tú estudiabas la carrera.

Kjell vio cómo tragaba saliva y la nuez subía y bajaba aceleradamente.

–Pues yo lo recuerdo perfectamente. Te equivocas.

–¿No es más acertado decir que esas ideas proceden de tu entorno familiar? Tengo información que indica que tu padre era nazi, o simpatizante declarado.

–No pienso pronunciarme sobre las posibles opiniones de mi padre.

Con una rápida ojeada al reloj, comprobó que solo le quedaban cinco minutos. Kjell sintió una mezcla de disgusto y satisfacción. No había conseguido ningún resultado concreto de la entrevista, pero había disfrutado poniéndolo nervioso. Y no pensaba darse por vencido. La entrevista era solo el principio. Seguiría profundizando sin parar, hasta que encontrara algo que detuviera a John Holm. Seguramente, tendría que verse con él otra vez, así que más valía terminar aquella entrevista con una pregunta que no guardase relación con la política. Le sonrió.

–Tengo entendido que fuiste alumno del internado de Valö cuando aquella familia desapareció. Desde luego, es un misterio lo que ocurrió allí.

John lo miró fugazmente y se levantó a toda prisa.

–Bueno, ya se ha terminado el tiempo y tengo mucho que hacer. Supongo que sabréis encontrar la salida.

Kjell siempre había tenido un instinto periodístico excelente, y la reacción de John le puso el cerebro en alerta máxima. En aquel asunto había algo que John no quería que él averiguase, y no veía la hora de volver a la redacción para ponerse a indagar qué podía ser.

–¿Dónde está Martin? –Patrik miraba a los demás, que estaban en la cocina de la comisaría.

–Está de baja por enfermedad –dijo Annika evasiva–. Pero tengo aquí el informe sobre las finanzas.

Patrik se la quedó mirando, pero no hizo ninguna pregunta. Si Annika no le contaba lo que sabía voluntariamente, habría que torturarla para sonsacárselo.

–Y aquí tengo todo el material del caso antiguo –dijo Gösta, y señaló unos archivadores abultados que había en la mesa.

–Vaya, qué rapidez –dijo Mellberg–. Sacar material del archivo suele llevar una eternidad.

Gösta tardó un buen rato antes de responder.

–Los tenía en casa.

–¿Estás diciendo que guardas en tu casa material de archivo? ¡Pero, hombre! ¿Has perdido el juicio? –Mellberg se levantó como un rayo de la silla, y Ernst, que estaba tumbado a sus pies, se sentó y puso las orejas tiesas. Soltó un par de ladridos, pero luego constató que todo parecía normal y volvió a tumbarse.

–Lo he estado revisando a ratos y me parecía absurdo andar paseándolo de aquí para allá. Y además, ha sido una suerte que lo tuviera en casa, de lo contrario, ahora no podríamos disponer de él.

–Pero ¡cómo puedes ser tan imbécil...! –continuó Mellberg, y Patrik comprendió que había llegado el momento de intervenir.

–Siéntate, Bertil. Lo más importante ahora es que tenemos acceso al material. Ya nos encargaremos luego de las cuestiones de disciplina.

Mellberg refunfuñó malhumorado y obedeció a regañadientes.

–¿Han empezado a trabajar allí los técnicos? –preguntó.

Patrik asintió.

–Están empleándose a fondo, levantando el suelo y recogiendo pruebas. Torbjörn nos ha prometido que llamará en cuanto sepan algo.

–Ya. ¿Puede explicarme alguien por qué deberíamos invertir tiempo y recursos en un posible delito que prescribió hace un siglo? –preguntó Mellberg.

Gösta lo miró furioso.

–¿Se te ha olvidado que han intentado prenderle fuego a la casa?

–No, no se me ha olvidado. Pero sigo preguntándome por qué lo uno iba a estar relacionado con lo otro. –Gesticulaba exageradamente, como para retar a Gösta.

Patrik suspiró para sus adentros. Eran como niños.

–Aquí decides tú, Bertil, pero yo creo que sería un error no investigar más a fondo el hallazgo que hicieron ayer los Stark.

–Ya, ya sé que esa es tu opinión, pero tú no tendrás que responder cuando la Jefatura me pregunte por qué malgastamos nuestros escasos recursos en un caso cuya fecha de caducidad ya pasó hace tiempo.

–Pero si, como Hedström cree, aquella desaparición está relacionada con el incendio, sí es relevante –dijo Gösta con tono insistente.

Mellberg se quedó un instante en silencio.

–Bueno, de acuerdo, le dedicaremos unas horas. Adelante.

Patrik respiró aliviado.

–Estupendo, pues empezaremos por echarle un vistazo a lo que ha encontrado Martin.

Annika se puso las gafas y leyó el informe.

–Martin no ha encontrado nada extraño. Los Stark no tienen el inmueble sobreasegurado, más bien al contrario, así que no sacarán una gran suma por el incendio del internado. En cuanto a su economía, tienen en el banco bastante dinero procedente de la venta de la casa de Gotemburgo. Supongo que piensan invertirlo en la reforma y demás gastos, hasta que puedan empezar con el negocio. Ah, sí, y Ebba tiene una empresa, registrada a su nombre. Se llama Ángel mío. Al parecer, fabrica colgantes de plata en forma de ángel y los vende por Internet; aunque no puede decirse que le reporte grandes beneficios.

–Bien, no descartamos del todo esa vía pero, por ahora, no parece que podamos hablar de fraude a la aseguradora. Tenemos, además, el descubrimiento de ayer –dijo Patrik, y se volvió hacia Gösta–. Tú podrías hablarnos de lo que encontrasteis al examinar la casa después de la desaparición de la familia, ¿verdad?

–Claro. Hasta puedo enseñaros fotos –dijo Gösta, y abrió uno de los archivadores. Sacó un puñado de fotos desvaídas y las fue pasando.

Patrik se quedó sorprendido. A pesar de ser tan antiguas, eran unas fotos excelentes del lugar de los hechos.

–En el comedor no encontramos ningún indicio de que hubiera ocurrido nada extraño –continuó Gösta–. La comida estaba a medias, pero no vimos nada que indicase que se hubiese ejercido ningún tipo de violencia. No había nada roto y el suelo estaba limpio. Si no me creéis, mirad.

Patrik siguió su consejo y examinó detenidamente las instantáneas. Gösta tenía razón. Sencillamente, parecía que la familia se hubiera levantado de la mesa en plena comida y se hubiese marchado. Se estremeció ante la idea. Aquella mesa puesta y desierta, con la cena a medio comer y las sillas ordenadas, tenía algo de fantasmagórico. En medio de la mesa había un gran jarrón con un ramo de narcisos amarillos. Lo único que faltaba eran los comensales, y lo que habían hallado bajo los listones del suelo otorgaba a las imágenes otra dimensión. Ahora comprendía que Erica hubiese dedicado tantas horas a investigar la misteriosa desaparición de la familia Elvander.

–Y si es sangre, ¿podremos determinar si pertenece a la familia? –preguntó Annika.

Patrik negó despacio con un gesto.

–No soy especialista, pero no lo creo. Diría que lleva ahí demasiado tiempo como para poder efectuar ese tipo de análisis. Lo único que podemos esperar que nos confirmen es que se trata de sangre humana. Y tampoco tenemos nada con qué compararla.

–Bueno, está Ebba –señaló Gösta–. Si la sangre es de Rune o de Inez, podrían establecer un perfil de ADN que coincida con el de Ebba.

–Ya, sí, eso es verdad. Pero yo creo que la sangre se descompone muy deprisa, y han pasado muchos años. Con independencia del resultado de los análisis de la sangre, tenemos que averiguar qué sucedió aquel sábado de Pascua. Tenemos que viajar atrás en el tiempo. –Patrik dejó las fotografías en la mesa–. Tendremos que leer todos los interrogatorios de las personas relacionadas con el internado, y luego hablar con ellos otra vez. La verdad está ahí, en algún sitio. Es imposible que desaparezca una familia entera así, sin más. Y si nos confirman que lo que hay debajo del suelo es sangre humana, podemos partir de la hipótesis de que en aquella habitación se cometió un asesinato.

Miró a Gösta, que hizo un gesto de asentimiento.

–Sí, tienes razón. Tenemos que viajar atrás en el tiempo.

Quizá fuera un tanto extraño tener tantas fotos en una habitación de hotel, pero, en cualquier caso, nadie se había atrevido a decírselo. Era la ventaja de alojarse en la suite. Todo el mundo daba por hecho que, por ser rico, había que ser también un tanto excéntrico. Por si fuera poco, su estado le daba la posibilidad de hacer lo que quisiera sin importarle lo que pensaran los demás.

Las fotografías eran importantes para él. El hecho de que las llevara siempre a todas partes era algo por lo que Ia no podía protestar. Por lo demás, él estaba en sus manos y lo sabía. Pero lo que fue un día y lo que llegó a conseguir era algo que Ia no podría arrebatarle.

Leon acercó la silla al escritorio donde estaban las fotos. Cerró los ojos y, por un instante, se permitió viajar con el pensamiento a aquellos lugares de las fotografías. Revivió el viento del desierto quemándole las mejillas, el frío extremo que le llagaba de dolor los dedos de manos y pies. No pain, no gain, ese fue siempre su lema. Irónicamente, ahora vivía con un dolor constante, cada segundo y cada día, sin recibir nada por ello.

El hombre que le sonreía desde las fotos era guapo, o más bien, atractivo. Decir «guapo» resultaba un tanto femenino, y nada más lejos. Irradiaba virilidad y fuerza. Una audacia valerosa, un deseo de sentir la adrenalina fluyéndole por todo el cuerpo.

Alargó la mano izquierda que, a diferencia de la derecha, estaba completa, en busca de su foto favorita. En la cima del Everest. Fue una escalada difícil y varios de los compañeros fueron abandonando en diversas etapas. Hubo incluso quienes se rindieron antes de empezar. Era un tipo de debilidad que le resultaba impensable. Para él rendirse no era una opción. Muchos no comprendieron su intento de alcanzar la cima sin oxígeno. No funcionaría, le decían los entendidos. Hasta el jefe de la expedición le suplicó que usara el oxígeno, pero Leon sabía que era factible. Reinhold Messner y Peter Habeler lo consiguieron en 1978. Ya entonces se consideraba un imposible, ni siquiera los escaladores nepaleses lo habían logrado. Pero ellos dos sí lo consiguieron, y eso implicaba que él también podría. De modo que coronó la cima del Everest al primer intento, y sin oxígeno. En la foto se lo veía sonriendo feliz, con la bandera sueca en la mano y las coloridas banderas de oración tibetanas formando ramilletes a su espalda. En aquellos momentos se encontraba más alto que nadie en el mundo. Se lo veía fuerte. Feliz.

Leon dejó la foto y pasó a la siguiente. París-Dakar. En la categoría de motocicletas, naturalmente. Todavía lo atormentaba la idea de no haber ganado aquella competición. Tuvo que conformarse con quedar entre los diez mejores. En realidad, sabía que era un resultado estupendo, pero para él solo contaba el primer puesto, así había sido siempre. El lugar más alto del podio, ese era su sitio. Acarició con el pulgar el cristal que protegía la foto y contuvo una sonrisa. Cuando sonreía, se le estiraba la piel de un lado de la cara y le molestaba muchísimo. No le gustaba nada esa sensación.

Ia pasó tanto miedo... Uno de los competidores se mató al principio de la carrera, y ella le rogó y le suplicó que lo dejara. Pero aquel accidente no había hecho más que aumentar su motivación. Lo que lo impulsaba a seguir era precisamente el peligro que sabía que entrañaba, la certeza de que podía perder la vida en cualquier momento. El peligro le ayudaba a apreciar más aún lo bueno de la vida. El champán sabía mejor, las mujeres parecían más hermosas y el tacto de las sábanas de seda más suave al rozarle la piel. Su riqueza era más valiosa si la arriesgaba continuamente. Ia, en cambio, temía perderlo todo. No soportaba que él se riera de la muerte ni que apostara de más en los casinos de Mónaco, Saint-Tropez y Cannes. No comprendía la exaltación que lo embargaba cuando lo perdía todo para, la noche siguiente, recuperarlo de nuevo. A ella todo eso le quitaba el sueño, pasaba las noches dando vueltas en la cama despierta, mientras él disfrutaba de un habano en el balcón.

En el fondo, Leon disfrutaba con su preocupación. Sabía que a Ia le encantaba la vida que él podía ofrecerle. Y no solo le encantaba, sino que la necesitaba, la exigía. Por eso añadía un poco de sal a su existencia verle la cara cuando la bola caía en el agujero equivocado, ver cómo se mordía el carrillo por dentro para no gritar con todas sus fuerzas mientras contemplaba cómo él lo apostaba todo al rojo y la bola caía en el negro.

Leon oyó el ruidito de una llave al girar en la cerradura. Muy despacio, devolvió la foto a su lugar. El hombre de la motocicleta le sonreía satisfecho.

 


Capítulo 7


Date: 2015-12-17; view: 428


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