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Fjällbacka, 1919

A Dagmar no se le escapaba que el buen servicio y la belleza no eran las únicas razones por las que la requerían para trabajar en las fiestas de los ricos. La gente nunca murmuraba con la discreción suficiente. Los anfitriones procuraban que se difundiera enseguida el rumor de su identidad, y a aquellas alturas, reconocía más que de sobra las miradas ávidas de habladurías.

–Su madre..., la partera de ángeles... La ahorcaron... –Las palabras atravesaban el aire como avispas, y la picadura dolía, pero ella había aprendido a seguir sonriendo y a fingir que no las oía.

Aquella fiesta no era distinta. Cuando pasaba delante de los invitados, juntaban las cabezas y se hacían señales elocuentes. Una de las señoras se llevó la mano a la boca, aterrorizada, y se quedó mirando con descaro a Dagmar, que servía el vino en las copas. El aviador alemán observaba desconcertado el revuelo que provocaba, Dagmar vio con el rabillo del ojo cómo se inclinaba para hablar con la dama que lo acompañaba a la mesa. La mujer le susurró algo al oído, y Dagmar aguardó expectante su reacción. La mirada del alemán se alteró, pero ella vio el brillo de un destello en sus ojos. La examinó tranquilamente un instante y luego alzó la copa como si brindara a su salud. Dagmar le sonrió y notó que el corazón le latía más rápido.

A medida que pasaban las horas, iba subiendo el volumen del ruido alrededor de la mesa. Empezaba a oscurecer y, aunque la noche estival era templada, algunos de los invitados empezaron a entrar en la casa y a acomodarse en los salones, donde continuaron brindando y bebiendo. Los Sjölin eran espléndidos, y también el aviador parecía haber bebido lo suyo. Dagmar le había llenado la copa varias veces, con la mano temblándole de nerviosismo. La reacción del alemán la sorprendió. Había conocido a muchos hombres, algunos guapos de verdad. La mayoría sabían exactamente qué tenían que decir y cómo debían tocar a una mujer, pero ninguno le había provocado aquel sentimiento ardiente en las entrañas.

Cuando fue a llenarle la copa otra vez, la rozó con la mano. Nadie pareció darse cuenta, y Dagmar puso todo su empeño en fingir indiferencia, pero sacó el pecho un poco más.

–Wie heissen Sie? –dijo el alemán mirándola a los ojos.

Dagmar no lo entendía, pues no hablaba ninguna lengua extranjera.

–¿Cómo se llama? –farfulló un hombre que estaba sentado enfrente del aviador–. Quiere saber cómo se llama. Dígaselo al aviador, y luego viene a sentarse en mis rodillas un rato. Así sabrá lo que es un hombre de verdad... –El hombre se echó a reír, mientras se daba palmadas en los rollizos muslos.



Dagmar arrugó la nariz y se volvió de nuevo al alemán.

–Dagmar –dijo–. Me llamo Dagmar.

–Dagmar –repitió el alemán. Luego se señaló la pechera de la camisa con un gesto exagerado–. Hermann –dijo–. Ich heisse Hermann.

Al cabo de unos segundos, el aviador levantó la mano y se la puso en la nuca, y Dagmar notó que se le erizaba la piel. Él volvió a decir algo en alemán y ella miró al hombre gordo.

–Dice que le gustaría saber cómo te queda el pelo suelto. –Al hombre se le escapó otra risotada, como si hubiera dicho algo graciosísimo.

Dagmar se llevó la mano al moño de forma instintiva. Tenía el pelo rubio y tan abundante que no lograba dominarlo, y le salían varios rizos que se obstinaban en quedar fuera del peinado.

–Pues ya puede sentarse a esperar. Dígaselo –respondió, y se dio media vuelta para alejarse de allí.

El gordo se rio otra vez, y dijo varias frases largas en alemán. El aviador no se rio y, mientras le daba la espalda, Dagmar volvió a sentir su mano en la nuca. El alemán le quitó la peineta que sujetaba el pelo y la melena cayó y le cubrió la espalda.

Despacio y muy rígida, Dagmar se volvió de nuevo hacia él. El aviador alemán y ella se observaron unos instantes, mientras resonaban las risotadas del hombre gordo. Y alcanzaron un acuerdo tácito, y con el pelo aún suelto, Dagmar se encaminó a la casa, donde los invitados alteraban la paz de la noche con sus risas y sus historias.

 

Patrik estaba en cuclillas ante el gran agujero. Los tablones eran viejos y estaban medio podridos, era obvio que aquel suelo había que quitarlo. Y lo que había debajo era inesperado por demás. Sintió un nudo muy desagradable en el estómago.

–Habéis hecho bien en llamar enseguida –dijo, sin apartar la vista del agujero.

–Es sangre, ¿verdad? –Mårten tragó saliva–. No es que yo sepa el aspecto que tiene la sangre reseca, también podría ser alquitrán o algo así. Pero teniendo en cuenta...

–Sí, desde luego, parece sangre. Gösta, ¿llamas a los técnicos? Tendrán que venir e investigarlo a fondo. –Patrik se levantó e hizo una mueca al oír cómo le crujían las articulaciones. Era un recordatorio de que no se hacía más joven, precisamente.

Gösta asintió y se alejó unos metros mientras iba marcando el número en el móvil.

–¿Habrá algo..., algo más ahí abajo? –dijo Ebba con un temblor en la voz.

Patrik comprendió enseguida a qué se refería.

–Es imposible decirlo. Tendremos que levantar el resto del suelo para comprobarlo.

–Desde luego, no es que nos venga mal una ayudita, pero no así –dijo Mårten con una risa forzada, pero nadie lo acompañó.

Gösta había concluido la conversación y se les acercó.

–Los técnicos no pueden ponerse a ello hasta mañana. Así que espero que no os importe tener esto así hasta entonces. Debéis dejarlo todo tal y como está. No podéis ni limpiar ni ordenar nada.

–No, claro, no tocaremos nada. ¿Por qué íbamos a hacerlo? – dijo Mårten.

–Claro –dijo Ebba–. Para mí es una oportunidad de saber lo que ocurrió.

–Quizá podríamos sentarnos a hablar un rato sobre ese tema, ¿no? –propuso Patrik apartándose del agujero, aunque la visión se le había quedado grabada en la retina. Por lo que a él se refería, no le cabía la menor duda de que era sangre. Una gruesa capa de sangre reseca que ya no era roja, el tiempo la había oscurecido. Y, o mucho se equivocaba, o llevaba allí más de treinta años.

–Podemos instalarnos en la cocina, está bastante acabada – dijo Mårten, y se adelantó en esa dirección, seguido de Patrik. Ebba se quedó rezagada, junto con Gösta.

–¿No vienes? –preguntó Mårten girándose hacia ella.

–Id delante, Ebba y yo nos uniremos a vosotros enseguida –dijo Gösta.

Patrik estaba a punto de decirle que era con Ebba, precisamente, con quien quería hablar. Pero al ver la palidez de la joven, comprendió que Gösta tenía razón, que debían darle algo de tiempo, y tampoco tenían tanta prisa.

Lo de que la cocina estaba bastante acabada era una exageración. Había herramientas y brochas por todas partes, la encimera estaba abarrotada de platos sucios, y aún seguían allí los restos del desayuno.

Mårten se sentó a la mesa.

–En realidad, Ebba y yo somos unos fanáticos del orden y la limpieza. O lo éramos –se corrigió–. Resulta difícil de creer al ver esto, ¿verdad?

–Es que las reformas son un infierno –dijo Patrik, y se sentó en una silla después de haber retirado unas migas de pan del asiento.

–Ya no nos parece que eso del orden sea importante. –Mårten dirigió la vista a la ventana. Los cristales estaban cubiertos de polvo y era como si un velo les tapase el paisaje.

–¿Qué sabes tú del pasado de Ebba? –preguntó Patrik.

Oía que Gösta y Ebba estaban hablando en el comedor pero, por más que lo intentara, no se entendía lo que decían. El comportamiento de Gösta le daba que pensar. También antes, en la comisaría, cuando entró corriendo en su despacho para contarle lo ocurrido, lo vio reaccionar de un modo sorprendente. Pero luego se cerró como una concha y no dijo una palabra en todo el viaje hasta Valö.

–Mis padres y los padres adoptivos de Ebba son buenos amigos, y su pasado nunca ha sido un secreto para mí. Así que hace mucho que sé que su familia despareció sin dejar rastro. Y no creo que haya que saber mucho más.

–No, la investigación no condujo a nada, aunque se invirtieron mucho tiempo y muchos recursos en tratar de averiguar lo que había sucedido. Verdaderamente, es un misterio que desaparecieran así.

–Puede que hayan estado aquí todo el tiempo, ¿no? –Los dos saltaron de la silla al oír la voz de Ebba.

–Yo no creo que estén ahí debajo –dijo Gösta, que se había quedado en el umbral–. Si alguien hubiera manipulado el suelo, lo habríamos visto entonces. Pero estaba intacto, y tampoco había rastros de sangre. Debió de colarse por las rendijas de los tablones.

–De todos modos, yo quiero tener la certeza de que no están ahí –dijo Ebba.

–Los técnicos lo inspeccionarán todo mañana al milímetro, no te quepa duda –dijo Gösta, y le puso la mano en el hombro.

Patrik se quedó perplejo. Por lo general, cuando estaban trabajando, Gösta no era de los que se esforzaban sin necesidad. Y Patrik no era capaz de recordar haberlo visto tocar a otro ser humano.

–Yo creo que lo que necesitas es un buen café –dijo Gösta, le dio una palmadita en el hombro y se encaminó hacia la cafetera. Cuando el café empezó a caer en la jarra, fregó unas tazas de las que había en el fregadero.

–¿No podrías hablarnos de lo que ocurrió aquí? –Patrik le ofreció una silla a Ebba.

Cuando se sentó, se quedó asombrado al ver lo delgada que estaba. La camiseta le quedaba ancha y se le marcaba la clavícula bajo el tejido.

–Pues no creo que pueda deciros nada nuevo que no sepa la gente de por aquí. Yo tenía poco más de un año cuando desaparecieron, así que no recuerdo nada. Mis padres adoptivos tampoco saben mucho más: alguien llamó a la Policía y dijo que había ocurrido algo en la casa. Cuando llegó la Policía, todos habían desaparecido y solo quedaba yo. Fue la noche del sábado de Pascua cuando desaparecieron. –Ebba empezó a tironear de la cadena, la sacó de debajo de la camiseta y empezó a juguetear con el colgante, igual que Patrik la había visto hacer días atrás. Así parecía más frágil aún.

–Aquí tienes. –Gösta le puso a Ebba una taza de café y, tras servirse otra para él, se sentó a su lado. Patrik no pudo por menos de sonreír: ese era el Gösta de siempre.

–¿No podías habernos puesto uno a nosotros, hombre?

–¿Es que tengo cara de camarero?

Mårten se levantó.

–Ya lo hago yo.

–¿Es cierto que, al desaparecer tu familia, te quedaste completamente sola? ¿Que no tenías más parientes vivos? –preguntó Patrik.

Ebba asintió.

–Así es, mi madre era hija única y mi abuela falleció antes de que yo hubiera cumplido el año. Mi padre era mucho mayor, y sus padres llevaban muertos mucho tiempo. La única familia que tengo son mis padres adoptivos. A decir verdad, tuve suerte. Berit y Sture siempre me han hecho sentir como su propia hija.

–Aquella Pascua se quedaron en el internado algunos niños. ¿Has tenido algún contacto con ellos?

–No, ¿por qué iba a tenerlo? –En la cara delgada de Ebba destacaban los ojos, abiertos de par en par.

–No habíamos tenido ninguna relación con este lugar hasta que decidimos mudarnos aquí –dijo Mårten–. Ebba heredó la casa cuando declararon muertos a sus padres biológicos, pero ha estado alquilada a veces, y durante otros períodos, la han tenido vacía. Por eso la reforma nos está dando tanto trabajo. Nadie se ha preocupado por la casa, simplemente, han ido parcheando y arreglando lo imprescindible.

–Yo creo que esto tiene sentido, que responde a un plan, que viniéramos aquí y que arregláramos esta casa –dijo Ebba–. Siempre hay un plan detrás de todo.

–¿Seguro? –preguntó Mårten–. ¿Estás segura, de verdad?

Pero Ebba no respondió, y cuando Mårten acompañó a los policías a la puerta, ella se quedó en la cocina, en silencio.

Mientras se alejaban de Valö, Patrik se quedó pensando en lo mismo. ¿Adónde los llevaría, en realidad, descubrir y confirmar que había sangre bajo el suelo? El delito había prescrito, había pasado mucho tiempo y no existían garantías de que ahora encontrasen respuestas. Así que, ¿qué sentido tenía aquel hallazgo? Con la cabeza llena de oscuros pensamientos, enfiló el bote rumbo a casa.

El médico dejó de hablar y se hizo el silencio en la consulta. El único ruido que oía Martin eran los latidos de su corazón. Miró al médico. ¿Cómo podía parecer tan impasible, después de darles semejante noticia? ¿Tendría que dar ese mismo diagnóstico más de una vez por semana? ¿Cómo lo soportaba?

Martin se obligó a respirar. Era como si se le hubiera olvidado cómo se hacía. Cada suspiro exigía una acción consciente, una orden clara al cerebro.

–¿Cuánto le queda? –logró articular.

–Existen varios tratamientos y la medicina avanza constantemente... –El médico hizo un gesto de resignación.

–¿Cuál es el pronóstico, desde un punto de vista puramente estadístico? –preguntó Martin con una calma forzada. Porque lo que de verdad había querido era saltar por encima del escritorio, abalanzarse sobre el médico y zarandearlo hasta que le diera una respuesta.

Pia estaba callada y Martin no se había atrevido aún a mirarla a la cara. Si lo hacía, el mundo se vendría abajo. Así podía concentrarse en los datos. En algo tangible, algo que manejar.

–Es imposible decirlo con seguridad, son muchos los factores que entran en juego. –La misma expresión de condolencia, el mismo gesto de resignación. Martin lo detestaba.

–¡Pero dime algo! –le gritó, y casi se sobresaltó al oír su propia voz.

–Comenzaremos con el tratamiento de inmediato, y ya veremos cómo responde Pia. Pero, teniendo en cuenta lo extendido que está el cáncer, y lo agresivo que parece..., en fin, entre seis meses y un año.

Martin se lo quedó mirando perplejo. ¿Había oído bien? Tuva no tenía ni dos años. No era posible que perdiera a su madre. Esas cosas no podían pasar. Empezó a temblar. En la consulta hacía un calor sofocante, pero él tenía tanto frío que le castañeteaban los dientes. Pia le puso la mano en el brazo.

–Tranquilízate, Martin. Tenemos que mantener la calma. Siempre existe la posibilidad de que eso no pase, y pienso hacer lo que sea... –Se volvió hacia el médico–. Póngame el tratamiento más agresivo que haya. Pienso luchar.

–Te ingresamos enseguida. Ve a casa y haz la maleta, mientras te preparamos la habitación.

Martin estaba avergonzado. Pia era fuerte, mientras que él había estado a punto de derrumbarse. No paraba de pensar en Tuva, la veía desde el momento en que nació hasta aquella misma mañana, jugando con ellos dos en la cama. El pelo oscuro revoloteando y los ojos tan risueños... ¿Se les apagaría ahora la risa? ¿Perdería su hija la alegría de vivir, la confianza en que todo estaba bien y en que el día siguiente sería aún mejor?

–Vamos a salir de esta. –Pia tenía la cara de una palidez cenicienta, pero mostraba una determinación que él sabía fruto de su tozudez. Y ahora tendría que echar mano de toda esa tozudez para pelear en la batalla más importante de su vida.

–Vamos a casa de mi madre a recoger a Tuva y nos tomamos un café –dijo, y se puso de pie–. Cuando se haya dormido, hablaremos tranquilamente. Y haré la maleta. ¿Cuánto tiempo estaré fuera?

Martin se puso de pie, aunque le temblaban las piernas. Típico de Pia, siempre con ese sentido práctico.

El médico vaciló un instante.

–Haz la maleta como para estar fuera un tiempo.

Acto seguido, se despidió y se concentró en el próximo paciente.

En el pasillo se quedaron Martin y Pia. Se dieron la mano en silencio.

–¿Les das zumo de bote? ¿No te preocupan los dientes? –Kristina miraba disgustada a Anton y a Noel, que estaban tomándose el zumo en el biberón, sentados en el sofá.

Erica respiró hondo. Su suegra no era mala persona, y había mejorado mucho en los últimos años, pero a veces se ponía pesada de verdad.

–He intentado darles agua, pero se niegan. Y algo tienen que beber, con este calor. Pero lo he mezclado con bastante agua.

–Ya, bueno, tú haz lo que quieras. Pero yo te he avisado. Yo a Patrik y a Lotta siempre les di agua, y no había ningún problema. No tuvieron una sola caries hasta que no se fueron de casa, y el dentista siempre me felicitaba por lo bien que tenían la dentadura.

Erica se mordió los nudillos mientras recogía la cocina, fuera de la vista de Kristina. En pequeñas dosis, la relación con Kristina funcionaba a las mil maravillas, y con los niños era estupenda, pero cuando, como hoy, se quedaba a pasar el día, era una prueba divina.

–Erica, creo que voy a poner una lavadora –dijo Kristina en voz alta, y siguió hablando consigo misma–. Es que es más fácil si lo vas haciendo poco a poco y lo mantienes, así no se te acumulan estas montañas de ropa. Cada cosa en su sitio, lo colocamos todo en su sitio... Maja es muy mayor, ya puede aprender a recoger sus cosas. De lo contrario, se convertirá en una adolescente consentida de las que nunca se independizan y esperan que se lo hagan todo. Mi amiga Berit, ya sabes, tiene un hijo de cerca de cuarenta años y...

Erica se tapó los oídos, apoyó la cabeza en uno de los armarios de la cocina y empezó a darse golpecitos contra la fresca superficie de madera, mientras elevaba una plegaria pidiendo paciencia. Unos toques terminantes en el hombro por poco la matan del susto.

–¿Qué estás haciendo? –Kristina estaba a su lado, con un cesto lleno de ropa sucia a sus pies–. Te estoy hablando y no me respondes.

–Ah, estaba... Estaba equilibrando la presión. –Erica se tapó la nariz y sopló fuerte–. Últimamente he tenido molestias en los oídos.

–Vaya –dijo Kristina–. Esas cosas hay que tomárselas en serio. ¿Estás segura de que no es otitis? Los niños son auténticos focos de infección cuando van a la guardería. Yo siempre he dicho que lo de las guarderías no trae nada bueno. Por eso me quedé en casa con Patrik y Lotta hasta que empezaron secundaria, sí, señor. Nunca tuvieron que ir a la guardería ni a la madre de día, ni una sola vez, y nunca se pusieron enfermos. Nuestro médico siempre me felicitaba por lo...

Erica la interrumpió con cierta brusquedad.

–Los niños llevan varias semanas sin ir a la guardería, así que dudo mucho que sea por eso.

–Ya, ya –dijo Kristina con expresión ofendida–. Pero al menos ya sabes lo que pienso. Y yo sé a quién llamáis cuando los niños se ponen malos y tenéis que trabajar. Entonces, ahí estoy yo. –Levantó la barbilla y, muy digna, se fue con la ropa sucia.

Erica contó despacio hasta diez. Desde luego que Kristina les ayudaba mucho, eso era innegable. Pero, las más de las veces, el precio era demasiado alto.

Los padres de Josef tenían más de cuarenta años cuando la madre recibió la noticia de que estaba embarazada, toda una sorpresa. Hacía ya mucho tiempo que se habían reconciliado con la idea de no tener hijos, habían planificado su vida según esa circunstancia y habían dedicado todo su tiempo a la pequeña sastrería que regentaban en Fjällbacka. El nacimiento de Josef lo cambió todo, y sintieron tanta felicidad por aquel hijo como pesadumbre ante la responsabilidad de transmitir su historia a través de él.

Josef contempló con cariño la foto de sus padres, que tenía en un recio portarretratos de plata, encima del escritorio. Detrás había fotos de Rebecka y los niños. Él siempre había sido el centro de la vida de sus padres, y ellos siempre serían el centro de la suya. Su familia tenía que aceptarlo.

–Ya mismo está lista la comida. –Rebecka se asomó discretamente al despacho.

–No tengo hambre, comed vosotros –dijo Josef sin levantar la vista siquiera. Tenía cosas mucho más importantes que hacer que sentarse a cenar.

–¿No podrías acompañarnos, ya que los niños han venido a vernos?

Josef la miró sorprendido. Rebecka no solía insistir. Sintió que lo dominaba la rabia, pero respiró hondo y se contuvo. Ella tenía razón, sus hijos ya no iban a verlos tan a menudo.

–Ya voy –dijo con un suspiro, y cerró el bloc de notas. Estaba lleno de ideas sobre cómo dar forma al proyecto, y siempre lo llevaba encima, por si se le ocurría algo nuevo.

–Gracias. –Rebecka se dio media vuelta y salió.

Luego salió Josef. Una vez en el comedor, se percató de que su mujer había puesto la mesa con la vajilla fina. Rebecka tenía cierta debilidad por lo frívolo y, en el fondo, Josef no creía que lo hiciera por los hijos, pero no hizo ningún comentario.

–Hola, papá –dijo Judith, y le dio un beso en la mejilla.

Daniel se levantó y se le acercó para abrazarlo. Por un instante, sintió el corazón henchido de orgullo, y deseó que sus padres hubieran podido ver crecer a sus nietos.

–Bueno, pues vamos a empezar, antes de que se enfríe la cena –dijo, y se sentó a la cabecera de la mesa.

Rebecka había preparado el plato favorito de Judith: pollo asado con puré de patatas. De repente, Josef se dio cuenta de lo hambriento que estaba, y recordó que no había comido en todo el día. Después de susurrar la bendición, Rebecka sirvió los platos y empezaron a comer en silencio. Una vez aplacada el hambre, Josef dejó los cubiertos.

–¿Van bien los estudios?

Daniel asintió.

–Tengo la máxima nota en todos los exámenes del curso de verano. Ahora se trata de que me den unas buenas prácticas este otoño.

–Y yo estoy encantada con el trabajo de este verano –intervino Judith. Le brillaban los ojos de entusiasmo–. Tendrías que ver lo valientes que son los niños, mamá. Sufren operaciones terribles y largos tratamientos de radioterapia y no te imaginas cuántas cosas más, pero no protestan, y no se rinden. Son increíbles.

Josef respiró hondo. Los éxitos de los hijos no le servían para aplacar el desasosiego que sentía a todas horas. Sabía que siempre podrían darles algo más, llegar un poco más lejos. Tenían tantos sueños que cumplir y tanto por lo que tomarse la revancha..., y él tenía que procurar que hicieran lo máximo posible.

–¿Y la tesis? Te dará tiempo, ¿no? –Le clavó la mirada a Judith y comprobó que se le disipaba el entusiasmo. Quería que él la apoyara y la cubriera de elogios, pero si les daba a sus hijos la impresión de que lo que hacían era lo bastante bueno, dejarían de esforzarse. Y eso no podía suceder.

Sin esperar siquiera la respuesta de Judith, se dirigió a Daniel.

–Estuve hablando con el director la semana pasada y me dijo que habías faltado dos días al último seminario. ¿Por qué?

Josef vio con el rabillo del ojo que Rebecka lo miraba decepcionada, pero no podía ser de otro modo. Cuanto más mimaba ella a los niños tanto mayor era su responsabilidad de conducirlos como debía.

–Tenía gastroenteritis –dijo Daniel–. No creo que les hubiera gustado que me hubiera pasado la clase vomitando en una bolsa.

–¿Te quieres hacer el gracioso o qué?

–No, lo digo en serio.

–Ya sabes que siempre termino enterándome de cuándo mientes –dijo Josef. Los cubiertos seguían en el plato. Había perdido el apetito. Detestaba no seguir teniendo control sobre sus hijos como cuando vivían en casa.

–Tenía gastroenteritis –repitió Daniel, y bajó la vista. También él parecía haber perdido el interés por la comida.

Josef se levantó de pronto.

–Tengo que trabajar.

Cuando fue a refugiarse en el despacho, pensó que seguramente se alegrarían de perderlo de vista. Oía a través de la puerta sus voces y el tintineo de la vajilla. Luego, la risa de Judith, clara y liberadora, sonó a través de la puerta con la misma claridad que si hubiera estado sentada a su lado. En ese instante se dio cuenta de que las risas de los niños, su alegría, se amortiguaba siempre en cuanto él entraba en la habitación. Judith volvió a reír, y sintió como si le retorcieran un cuchillo en el corazón. Su hija nunca se había reído así con él, y se preguntó si las cosas habrían podido ser de otro modo. Al mismo tiempo, no sabía cómo hacerlo. Los quería con toda el alma, pero no podía ser el padre que ellos deseaban. Solo podía ser el padre que la vida le había enseñado a ser, y quererlos a su modo, transmitiéndoles su herencia.

Gösta tenía la vista clavada en la luz parpadeante del televisor. La imagen se movía en la pantalla, la gente iba y venía y, puesto que estaban poniendo un episodio de Los asesinatos de Midsomer, seguramente estarían cargándose a alguien. Pero había perdido el hilo de la película hacía rato. Tenía la cabeza en otro sitio.

En la mesa, delante de él, había un plato. Dos rebanadas de pan de sirope con mantequilla y embutido. En principio, no tenía nada más en casa. Era demasiado esfuerzo y demasiado triste ponerse a cocinar para él solo.

El sofá en el que veía la tele estaba ya bastante viejo, pero no tenía fuerzas para deshacerse de él. Recordaba el orgullo de MajBritt cuando se lo llevaron a casa. Más de una vez la sorprendió acariciando la tapicería estampada de flores como si fuera un cachorro. Y el primer año, apenas lo dejaba sentarse en el sofá. La niña, en cambio, sí podía saltar y brincar en él. Maj-Britt le sujetaba las manos sonriendo mientras ella saltaba más y más alto sobre el asiento de muelles.

La tapicería estaba desgastada y tenía algún que otro agujero. Y concretamente en el brazo derecho sobresalía un muelle. Pero él se sentaba siempre en el lado izquierdo. Ese era su lado, mientras que el de Maj-Britt era el derecho. Aquel verano, la niña se sentaba entre los dos por las noches. Nunca había visto la tele antes, así que lanzaba grititos de entusiasmo cada vez que ocurría algo. Su programa favorito era Cheburashka y el cocodrilo Guena. No podía estarse quieta en el sofá y se pasaba el episodio dando saltitos de pura alegría.

Hacía mucho que nadie saltaba en el sofá. Cuando la niña se fue, se llevó consigo parte de la alegría de vivir, y los dos pasaron muchas noches en silencio. Ni él ni Maj-Britt habrían podido imaginar que el arrepentimiento doliese tanto. Pensaron que hacían lo correcto, y cuando se dieron cuenta del craso error que habían cometido, ya era demasiado tarde.

Gösta miraba sin ver al comisario Barnaby, que acababa de encontrar otro cadáver. Echó mano de una de las rebanadas de pan y le dio un mordisco. Era una noche como tantas otras, a la que sucederían muchas más.

 


Capítulo 6


Date: 2015-12-17; view: 380


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