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Fjällbacka, 1919

En casa de los Sjölin estaban de fiesta otra vez. Dagmar se alegraba cada vez que organizaban un convite. El dinero extra le venía de perlas y era maravilloso contemplar a todas aquellas personas ricas y elegantes. Llevaban una vida tan perfecta y libre de preocupaciones... Comían y bebían bien y en abundancia, bailaban, cantaban y reían hasta el amanecer. Y ella deseaba que su vida fuera igual, pero por el momento, debía conformarse con servir a los afortunados y, durante unos minutos, estar cerca de ellos.

La fiesta de aquel día tenía visos de ser algo muy especial. A Dagmar y al resto del personal los habían trasladado muy temprano a la isla próxima a Fjällbacka, y el barco no había parado de ir y venir con comida, vino e invitados.

–¡Dagmar! ¡Tienes que traer más vino de la bodega! –le gritaba la mujer del doctor Sjölin, y Dagmar se apresuraba a obedecer.

Le interesaba estar a bien con ella. Lo último que habría querido era que la señora Sjölin empezara a vigilarla, porque se daría cuenta de las miradas y los pellizcos cariñosos que su marido le daba durante las fiestas. A veces el médico le sacaba algo más que pellizcos, si su mujer se disculpaba y se retiraba a su habitación, y los demás invitados estaban demasiado borrachos u ocupados con sus propias distracciones como para interesarse por lo que ocurría a su alrededor. Cuando eso sucedía, el doctor solía darle a hurtadillas unas monedas de más cuando repartía el salario entre los empleados.

Sacó diligente cuatro botellas de vino de una caja y subió a toda prisa de la bodega. Las llevaba muy pegadas al pecho, pero de pronto chocó con alguien y se le cayeron. Dos de ellas se rompieron, y Dagmar pensó desesperada que, seguramente, se las restarían del sueldo. Empezó a llorar, y miró al hombre que tenía delante.

–Perdón –le dijo en un danés que sonó raro en sus labios.

Su turbación y angustia se transformaron en ira.

–Pero ¿qué hace? No puede plantarse ahí, en mitad de la puerta, ¿no lo comprende?

–Perdón –repitió el hombre–. Ich verstehe nicht.

De pronto, Dagmar cayó en la cuenta de quién era. Había chocado con el invitado de honor de aquella noche: el héroe de guerra alemán, el aviador que había combatido valerosamente en la guerra, pero que, después de la vertiginosa derrota de Alemania, se ganaba la vida haciendo vuelos acrobáticos. Había sido el tema de conversación del día. Al parecer, vivía en Copenhague, pero corría el rumor de que un escándalo lo había obligado a trasladarse a Suecia.

Dagmar se lo quedó mirando. Era el hombre más guapo que había visto en su vida. No parecía tan borracho como la mayoría de los demás invitados, y tenía la mirada firme. Se quedaron allí un buen rato, observándose. Dagmar se irguió. Sabía que era guapa. Se lo habían confirmado en numerosas ocasiones los hombres que le recorrían el cuerpo con las manos y le susurraban palabras al oído. Pero nunca antes se había alegrado tanto de su belleza.



Sin apartar la vista de ella, el aviador se agachó y empezó a recoger los cristales de las botellas rotas. Con mucho cuidado, se dirigió a un bosquecillo donde se deshizo de ellos. Luego se llevó el dedo a los labios y bajó a la bodega en busca de otras dos botellas. Dagmar sonrió agradecida y se le acercó para que se las diera. Al verle las manos, se dio cuenta de que le sangraba una herida en el índice izquierdo.

Le indicó con un gesto que quería ver la herida más de cerca, y él dejó las botellas en el suelo. No era muy profunda, pero sangraba mucho. Sin apartar la vista de sus ojos, se llevó el dedo a la boca y chupó suavemente la sangre. A él se le dilataron las pupilas, y ella advirtió en sus ojos ese brillo que tan bien conocía. Se apartó y recogió las botellas. Mientras volvía al salón de la fiesta, notaba en la espalda la mirada del aviador.

 

Patrik había reunido a los colegas para repasar el caso. Ante todo, había que informar a Mellberg de la situación. Carraspeó antes de hablar.

–Tú no estabas el fin de semana, Bertil, pero quizá te hayas enterado de lo ocurrido.

–No, ¿el qué? –Mellberg apremiaba a Patrik con la mirada.

–Un incendio en la colonia infantil de Valö, el sábado. Y la cosa apunta a que ha sido provocado.

–¿Un incendio provocado?

–Bueno, todavía no tenemos la confirmación. Estamos esperando el informe de Torbjörn –dijo Patrik. Y dudó un instante, antes de continuar–; pero hay indicios suficientes como para que sigamos trabajando en esa línea.

Patrik señaló a Gösta, que estaba junto a la pizarra, rotulador en mano.

–Gösta está recopilando el material de la familia que desapareció en Valö. Él... –comenzó Patrik, pero Mellberg lo interrumpió.

–Ah, sí, sé perfectamente a qué te refieres. Esa vieja historia se la sabe todo el mundo. Pero ¿qué tiene eso que ver con el incendio? –dijo Mellberg. Se inclinó para acariciar a su perro, Ernst, que se había tumbado debajo de la silla.

–No lo sabemos. –Patrik ya empezaba a notarse cansado. Que siempre tuviera que andar discutiendo con Mellberg, que era el jefe, en teoría, pero que, en la práctica, dejaba más que gustoso la responsabilidad a Patrik... Siempre y cuando él pudiera llevarse los honores al final–. Estamos investigando el asunto sin ideas preconcebidas, para empezar. Después de todo, es muy extraño que ocurra algo así cuando la hija a la que abandonaron acaba de volver después de treinta y cinco años.

–Lo más probable es que hayan sido ellos los que han provocado el fuego en la casa. Para quedarse con el dinero del seguro –dijo Mellberg.

–Yo estoy estudiando su situación económica. –Martin estaba al lado de Annika, y parecía más apagado de lo normal–. Creo que tendré datos que aportar mañana por la mañana.

–Bien. Ya veréis, eso resolverá el misterio. Se habrán dado cuenta de que era demasiado caro reformar esas ruinas, y habrán pensado que quemar la casa sería mejor negocio. Yo vi más de un caso así cuando trabajaba en Gotemburgo.

–Bueno, como decía, no vamos a limitar las pesquisas a una única explicación del problema –dijo Patrik–. Y creo que ha llegado el momento de que Gösta nos cuente lo que recuerda.

Dicho esto, se sentó y le indicó a Gösta que podía empezar. Lo que Erica le había referido el día anterior durante la travesía por el archipiélago lo dejó fascinado, y quería saber qué tendría que decir Gösta de la antigua investigación.

–A ver, vosotros ya conocéis parte de la historia, pero empezaré por el principio, si no os importa. –Gösta miró a su alrededor, y todos asintieron.

–El 13 de abril de 1974, el sábado de Pascua, una persona llamó a la comisaría de Tanum y dijo que debíamos acudir enseguida al internado de Valö. La persona en cuestión no aclaró lo que sucedía, simplemente dijo aquello y colgó. Fue el jefe de Policía, un hombre mayor, quien atendió la llamada y, según él, era imposible decir si quien había llamado era hombre o mujer. –Gösta guardó silencio un instante, como si estuviera viajando en el tiempo con la imaginación–. A mi colega Henry Ljung y a mí nos ordenaron que acudiéramos para comprobar qué estaba pasando. Media hora después, llegamos al lugar de los hechos y nos encontramos con un espectáculo de lo más extraño. La mesa del comedor estaba puesta para el almuerzo del sábado de Pascua, aún había comida en los platos, pero ni rastro de la familia que vivía allí. Solo estaba la niña, Ebba, que tendría un año, deambulando por la casa. Era como si el resto de la familia se hubiera esfumado. Como si se hubieran levantado en plena comida y hubieran desaparecido sin más.

–Chas –dijo Mellberg, y dirigió a Gösta una mirada matadora.

–¿Dónde estaban los alumnos? –preguntó Martin.

–Puesto que era Pascua, la mayoría estaban de vacaciones con su familia. Tan solo unos cuantos se habían quedado en Valö, y no los vimos cuando llegamos, pero al cabo de un rato aparecieron cinco muchachos en un bote. Nos dijeron que habían salido a pescar y que habían estado fuera unas horas. Los interrogamos a fondo durante varias semanas, pero no tenían ni idea de lo que le habría ocurrido a la familia. Yo mismo estuve hablando con ellos, pero todos decían lo mismo: que no los habían invitado a la cena de Pascua con la familia y que habían salido a pescar. Y que, cuando se fueron, todo estaba como siempre.

–Y el barco de la familia, ¿seguía en el muelle? –preguntó Patrik.

–Sí. Además, peinamos toda la isla, pero era como si se hubieran esfumado. –Gösta meneó la cabeza.

–¿Cuántos eran? –Mellberg empezaba a sentir cierta curiosidad, a su pesar, y se inclinó para oír mejor.

–La familia la formaban dos adultos y cuatro niños, incluida Ebba. Así que desaparecieron los dos adultos y tres de los niños. –Gösta se volvió para escribir los nombres en la pizarra–. El padre era Rune Elvander, director del internado. Había sido militar y pretendía dirigir una escuela para chicos cuyos padres tuvieran altas exigencias de formación, con unas normas de disciplina muy estrictas. Educación de primer orden, una normativa que formara el carácter y una serie de actividades físicas al aire libre para muchachos con medios económicos. En esos términos, más o menos y si no recuerdo mal, describían el internado en los folletos.

–Dios santo, parece como de los años veinte –dijo Mellberg.

–Bueno, siempre ha habido padres que añoran los viejos tiempos, y eso era precisamente lo que Rune Elvander ofrecía –dijo Gösta, antes de proseguir con el relato–. La madre de Ebba se llamaba Inez. En el momento de la desaparición tenía veintitrés años; es decir, era mucho más joven que Rune, que rondaba los cincuenta. Rune tenía tres hijos de un matrimonio anterior: Claes, de diecinueve años, Annelie, de dieciséis, y Johan, que entonces tenía nueve. Su madre, Carla, había muerto unos años antes de que Rune volviera a contraer matrimonio. A decir de los cinco internos interrogados, la familia parecía tener bastantes problemas, pero no conseguimos sonsacarles ningún detalle.

–¿Cuántos niños había en la colonia infantil en periodo lectivo? –preguntó Martin.

–El número variaba un poco, pero en torno a veinte. Aparte de Rune, había otros dos profesores, pero también estaban de vacaciones.

–Y supongo que tenían coartada para la desaparición, ¿no? – preguntó Patrik, mirando a Gösta muy atento.

–Sí. Uno había celebrado la Pascua con su familia en Estocolmo. Del otro sospechamos un poco al principio, porque dio un montón de rodeos y no quería decirnos dónde había estado. Pero luego resultó que se había ido de vacaciones a tomar el sol con su novio, de ahí que quisiera mantenerlo en secreto. No quería que se supiera que era homosexual, en el internado nadie lo sabía.

–¿Y los alumnos que se fueron a casa de vacaciones? ¿Hablasteis con ellos? –preguntó Patrik.

–Con todos y cada uno. Y todos aportaron un certificado de sus padres en el que aseguraban que habían pasado la Pascua en casa, y que no se habían acercado por la isla. Por lo demás, todos los padres parecían muy satisfechos con la educación que el internado estaba dando a sus hijos, y estaban indignados ante la idea de que no hubiera ya internado al que enviarlos después de las vacaciones. Me dio la impresión de que muchos de ellos pensaban que era una lata tenerlos en casa incluso durante las vacaciones.

–De acuerdo, entonces, no encontrasteis ninguna prueba física que indicara que a la familia le hubiese ocurrido algo, ¿no?

Gösta negó con la cabeza.

–Claro que carecíamos del instrumental y del conocimiento que hoy poseemos; la investigación técnica se hizo según los medios. Pero todos nos esforzamos al máximo, y no había nada. O, mejor dicho: no encontramos nada. A pesar de todo, yo siempre he tenido la sensación de que algo se nos escapó, aunque soy incapaz de decir qué exactamente.

–¿Qué pasó con la niña? –preguntó Annika, que sufría cuando un niño quedaba desamparado.

–No tenía parientes vivos, así que la enviaron a Gotemburgo con una familia de acogida. Por lo que sé, esa familia acabó adoptándola. –Gösta guardó silencio y se miró las manos–. Me atrevería a afirmar que hicimos un buen trabajo. Examinamos todas las pistas posibles y tratamos de encontrar un móvil. Hurgamos en el pasado de Rune, pero no hallamos ningún cadáver en el armario. Visitamos todos los hogares de Fjällbacka para comprobar si alguien había observado algo fuera de lo normal. En fin, abordamos el caso desde todos los frentes imaginables, pero sin el menor resultado. Y, sin pruebas, era imposible decidir si los habían asesinado, si los habían secuestrado o si, sencillamente, se fueron por voluntad propia.

–Desde luego, es fascinante. –Mellberg carraspeó–. Pero no acabo de comprender por qué tenemos que seguir abundando en ese caso. No hay ningún motivo para complicar las cosas sin necesidad. O son la tal Ebba y su marido quienes han provocado el incendio, o es una gamberrada de una pandilla de chavales.

–Bueno, a mí me da la impresión de que es una operación demasiado complicada para atribuírsela al aburrimiento de unos chavales –dijo Patrik–. Si quisieran prenderle fuego a algo, sería más fácil hacerlo en el pueblo que ir en barco hasta Valö. Y, como ya se ha dicho, Martin está investigando si puede tratarse de una estafa a la aseguradora. En cualquier caso, cuanto más sé acerca del caso antiguo, más me inclino a pensar que el incendio guarda relación con lo sucedido cuando la familia desapareció.

–Ya, tú y tus intuiciones –dijo Mellberg–. No hay nada concreto que indique siquiera que exista alguna conexión. Ya sé que has acertado algunas veces, pero en esta ocasión estás totalmente equivocado. –Mellberg se levantó, obviamente satisfecho con haber pronunciado lo que, en su opinión, era la única verdad posible.

Patrik se encogió de hombros y no se dio por aludido. Hacía mucho que había dejado de preocuparse por lo que Mellberg pensara o dejara de pensar, si es que le había importado alguna vez. Distribuyó las tareas y dio por concluida la reunión.

Cuando ya salían, Martin se le acercó y le pidió que esperase un momento.

–¿Podría tomarme la tarde libre? Ya sé que es un poco precipitado, pero...

–Sí, claro que puedes, si es por algo importante. ¿Qué pasa?

Martin parecía dudar.

–Bueno, es personal, preferiría no hablar de ello ahora mismo. Espero que no te moleste...

Había algo en su tono de voz... Patrik no siguió insistiendo, aunque le dolió un poco que Martin no quisiera confiarle el asunto. Pensaba que habían ido construyendo una relación de amistad a lo largo de los años que llevaban trabajando juntos, y que Martin debería sentirse cómodo y seguro con él y, si algo no iba bien, contárselo.

–Es que no tengo fuerzas –dijo Martin, como si acabara de adivinarle el pensamiento–. Pero, entonces..., puedo irme después del almuerzo, ¿no?

–Por supuesto, sin problemas.

Martin le respondió con un amago de sonrisa, y se dio media vuelta.

–Oye –dijo Patrik–, si necesitas hablar, aquí me tienes. –Lo sé. –Martin dudó un momento, pero se fue pasillo adelante.

Anna sabía con qué iba a encontrase en la cocina antes de terminar de bajar las escaleras: a Dan, con la bata desgastada, concentrado en el periódico y con la taza de café en la mano.

Al verla entrar, se le iluminó la cara.

–Buenos días, cariño. –Le puso la mejilla para que le diera un beso.

–Buenos días. –Anna se apartó–. Es que tengo tan mal aliento por las mañanas... –dijo excusándose, pero el daño ya estaba hecho. Dan se levantó sin hacer el menor comentario y fue a dejar la taza en el fregadero.

Que tuviera que ser tan difícil... Siempre acababa metiendo la pata con lo que hacía o lo que decía. Y no porque no quisiera que todo volviera a funcionar bien, como antes. Claro que quería volver a la relación incuestionable que mantenían antes del accidente.

Dan empezó a lavar las tazas del desayuno, y ella se le acercó por detrás y lo abrazó, apoyando la mejilla en su espalda. Pero lo único que sintió fue la frustración que le tensaba el cuerpo. Una frustración que se le contagió y borró el deseo de acercamiento. Imposible saber si se produciría otro momento así, o cuándo.

Dejó a Dan y, con un suspiro, fue a sentarse a la mesa.

–Tengo que ponerme las pilas y volver al trabajo –dijo, y alargó la mano en busca de la mantequilla para untar en la tostada.

Dan se dio media vuelta, se apoyó en el borde de la encimera y se cruzó de brazos.

–¿Y qué quieres hacer?

Anna tardó unos instantes en responder.

–Me gustaría poner en marcha mi propio negocio –dijo al fin.

–¡Me parece una idea estupenda! ¿Qué habías pensado? ¿Una tienda? Si quieres puedo echar un vistazo a ver qué locales hay.

La sonrisa de Dan irradiaba entusiasmo y, en cierto modo, su afán apagó el de ella. La idea era suya y no quería compartirla con nadie, aunque no sabía explicar por qué.

–Quisiera hacerlo yo sola –dijo, y oyó perfectamente el tono arisco de su voz.

A Dan se le disipó la alegría en el acto.

–Pues adelante –dijo, y volvió a concentrarse en la vajilla.

Mierda, mierda, mierda. Anna maldijo para sus adentros, y cruzó las manos con fuerza.

– Había pensado en lo de la tienda , sí , pero , en ese caso, aceptaría también encargos de decoración, búsqueda de antigüedades y esas cosas. –Continuó parloteando con la esperanza de captar de nuevo la atención de Dan, pero él seguía haciendo ruido con la vajilla, y no se molestó en responder. Su espalda era firme como un muro implacable.

Anna dejó la tostada en el plato. Había perdido el apetito por completo.

–Voy a dar una vuelta –dijo, y se levantó para subir a vestirse. Dan seguía sin responder.

–Qué bien que pudieras venir a tomarte un refrigerio con nosotros –dijo Pyttan.

–Qué bien que me hayáis invitado, así puedo ver cómo le va a la otra mitad. –Sebastian se echó a reír y le dio a Percy tal palmada en la espalda que le provocó un golpe de tos.

–Bueno, bueno, lo vuestro tampoco es ninguna choza que digamos.

Percy sonrió para sus adentros. Pyttan nunca había llevado en secreto lo que opinaba sobre la ostentación de la casa de Sebastian, con sus dos piscinas y su pista de tenis. Cierto que la vivienda era inferior a Fygelsta en superficie, pero tanto más lujosa. «El buen gusto no se compra con dinero», solía decir cuando habían estado allí de visita, y hacía una mueca de disgusto ante el esplendor dorado de los marcos de los cuadros y las lámparas de araña gigantescas. Y él era de la misma opinión.

–Ven, vamos a sentarnos –dijo, y acompañó a Sebastian a la mesa que habían puesto en la terraza. En aquella época del año, Fygelsta era imbatible. El jardín, que era una preciosidad, no podía abarcarse con la vista. Lo habían cuidado con esmero durante generaciones pero, en la actualidad, era cuestión de tiempo que empezara a degenerar, igual que el palacio. Hasta que no pusiera un poco de orden en la economía, tendrían que arreglarse sin jardinero.

Sebastian se sentó y se retrepó en la silla, con las gafas encajadas en la frente.

–¿Una copita de vino? –Pyttan le mostraba una botella de un Chardonnay de primera. Aunque a ella no le gustaba la idea de pedir ayuda a Sebastian, Percy sabía que haría todo lo posible por facilitarle las cosas ahora que habían tomado la decisión. Tampoco tenían muchas más opciones. Si es que tenían alguna otra.

Se sirvió la copa y, sin esperar a que Pyttan, en calidad de anfitriona, lo invitara a empezar, Sebastian comenzó con el primer plato. Llenó el tenedor de gambas con mayonesa y se puso a masticar con la boca abierta a medias. Percy notó que Pyttan apartaba la vista.

–Así que tenéis problemillas con el fisco, ¿no?

–Qué quieres que te diga... –Percy meneó la cabeza–. Ya no se respeta nada.

–Tienes toda la razón. En este país no vale la pena trabajar.

–No, en los tiempos de nuestros padres la cosa era distinta. – Percy cortó una rebanada de pan, tras una mirada inquisitiva a Pyttan–. Parecería lógico que apreciaran que hayamos invertido tanto esfuerzo en administrar esta herencia cultural. Es un trozo de historia de Suecia, que nuestra familia ha asumido la gran responsabilidad de conservar, y lo hemos hecho más que bien.

–Ya, pero ahora soplan vientos nuevos –dijo Sebastian agitando el tenedor–. Los vientos de los socialdemócratas llevan tiempo soplando, desde luego, y no parece cambiar la cosa el hecho de que tengamos un gobierno conservador. No puedes tener más que tu vecino, o te quitan todo lo que tienes hasta el último céntimo. Yo también he tenido oportunidad de probar esa medicina. Este año me ha tocado pagar un buen pellizco, aunque, por suerte, solo de lo que tengo en Suecia. Se trata de ser espabilado y colocar el capital en el extranjero, donde la autoridad tributaria no puede echar mano de lo que uno ha ganado con el sudor de su frente.

Percy asintió.

–Sí, ya, claro, pero yo siempre he tenido gran parte de mi capital vinculado al palacio.

Percy no era ningún necio. Sabía que Sebastian lo había utilizado todos aquellos años. Las más de las veces, porque le había prestado el palacio para organizar cacerías con sus clientes, verdaderos fiestones, o para llevar a alguna de las muchas señoras con las que se veía a escondidas. Se preguntaba si la mujer de Sebastian sospecharía algo, pero eso no era asunto suyo. Pyttan lo ataba corto y él no se habría atrevido nunca a tener una aventura. Por lo demás, la gente podía hacer lo que quisiera con su matrimonio.

–Ya, pero la herencia de tu padre no era tan poca cosa, ¿no? – dijo Sebastian, y reclamó más vino, acercándole a Pyttan la copa vacía. Sin desvelar lo que pensaba, ella la llenó hasta el borde.

–Bueno, sí, pero ya sabes... –Percy se retorcía en la silla. Le resultaba de lo más desagradable hablar de dinero–. Mantener esto en funcionamiento exige unas sumas astronómicas, y el coste de la vida sube continuamente. Hoy en día todo es carísimo.

Sebastian sonrió.

–Sí, lo cotidiano tiene su precio.

Examinó con descaro a Pyttan, desde los lujosos pendientes de diamantes hasta los tacones de Louboutin. Luego se dirigió a Percy.

–¿Qué es lo que necesitas?

–Pues... –Percy no se decidía, pero, tras una mirada a su mujer, se lanzó. Tenía que resolver aquello, de lo contrario, ella podía buscarse otras salidas–. Se trata, naturalmente, de un préstamo a corto plazo.

Siguió a sus palabras un silencio de lo más incómodo, que no pareció afectar a Sebastian. Se le dibujó en la comisura de los labios una sonrisilla maliciosa.

–Te haré una propuesta –dijo despacio–. Pero prefiero hacértela a solas, una charla entre antiguos compañeros de clase.

Pyttan hizo amago de protestar, pero Percy le lanzó una mirada de una dureza inusitada en él, y guardó silencio. Luego miró a Sebastian, y su respuesta se deslizó suavemente por el aire.

–Sí, será lo mejor –dijo, y agachó la cabeza.

Sebastian le dedicó una amplia sonrisa. Y, una vez más, le tendió la copa vacía.

Con el sol en lo más alto hacía demasiado calor para andar reparando la fachada, así que a mediodía solían trabajar en el interior de la casa.

–¿Empezamos por el suelo? –preguntó Mårten, mientras inspeccionaban el comedor.

Ebba tiró un poco de un trozo de papel pintado, que se despegó entero.

–¿No será mejor empezar por las paredes?

–Es que no estoy seguro de que el suelo aguante, hay varios listones podridos. Me parece que deberíamos arreglarlo antes que todo lo demás. –Pisó fuerte uno de los listones, que cedió bajo la bota.

–De acuerdo, pues empezamos por el suelo –dijo Ebba, y se puso las gafas protectoras–. ¿Cómo lo hacemos?

No tenía nada en contra de trabajar duro y con ahínco tantas horas como Mårten, pero él era el experto en aquel tipo de tareas y tenía que confiar en su pericia.

–Con el mazo y la palanca, creo que será lo mejor. ¿Me encargo yo del mazo?

–Estupendo. –Ebba alargó el brazo en busca de la herramienta que le daba Mårten. Y se pusieron manos a la obra.

Notaba la adrenalina fluyéndole por las venas, y le gustaba sentir el ardor en los brazos cada vez que clavaba la palanca en las rendijas que había entre los listones y forzaba la madera hacia arriba. Mientras estuviera realizando un esfuerzo físico extremo, no pensaría en Vincent. Cuando el sudor le corría por el cuerpo y el ácido láctico que presagiaba las agujetas le inundaba los músculos, se sentía libre, al menos un rato. Ya no era la madre de Vincent. Era Ebba, la que ponía en orden su herencia, la que derribaba y volvía a construir.

Tampoco pensaba en el incendio. Si cerraba los ojos, recordaba el pánico, el humo escociéndole en los pulmones, el calor que le permitió intuir lo que sentiría si el fuego le devorase la piel. Y recordaba lo agradable que le resultó al final la idea de rendirse.

Así que, con la mirada al frente y con más fuerza de la necesaria para soltar los clavos oxidados de la madera, trabajaba concentrada en su tarea. Sin embargo, al cabo de un rato, esos pensamientos se abrieron paso a pesar de todo. ¿Quién habría querido hacerles tanto daño? ¿Y por qué? Se lo preguntaba una y otra vez, pero tanto pensar no la conducía a ninguna respuesta. No había nadie. Los únicos que querían causarles daño eran, en todo caso, ellos mismos. En varias ocasiones se había planteado que sería mejor no seguir viva, y sabía que Mårten también había acariciado la idea. Pero en su entorno, todo el mundo les había mostrado compasión y nada más. No habían advertido ni maldad ni odio, solo comprensión ante el sufrimiento por lo que les había pasado. Al mismo tiempo, era indudable que alguien había entrado a hurtadillas durante la noche y había querido quemarlos vivos allí dentro. Los pensamientos seguían rondándole por la cabeza sin hallar dónde aferrarse, y paró para secarse el sudor de la frente.

–Aquí hace un calor insoportable –dijo Mårten, y dio tal mazazo en el suelo que saltaron los tablones. Se había quitado la camiseta y se la había colgado del cinturón.

–Ten cuidado, no te vaya a entrar una esquirla en el ojo.

Ebba observó el cuerpo de su marido a la luz del sol que entraba a raudales por las ventanas sucias. Estaba exactamente igual que cuando se conocieron. Un cuerpo enjuto que, a pesar del trabajo físico, no tenía músculos. Ella, por su parte, había perdido las formas femeninas en los últimos seis meses. No tenía apetito y habría adelgazado unos diez kilos. No lo sabía con certeza, pero tampoco se molestaba en pesarse.

Siguieron trabajando un rato en silencio. Una mosca revoloteaba zumbando rabiosa contra la ventana, Mårten fue y la abrió de par en par. Fuera no corría la menor brisa, y no sintieron ningún fresco, pero la mosca pudo salir y dejaron de oír el molesto trompeteo.

Ebba notaba la presencia de lo ocurrido mientras retiraban los tablones. La historia impregnaba las paredes de la casa. Veía ante sí a todos los niños que pasaron los veranos en la colonia para respirar aire libre y sano, según rezaba el artículo de un viejo ejemplar del Fjällbacka-Bladet que había encontrado. La casa había pasado por las manos de otros propietarios, incluido su padre, pero ella pensaba sobre todo en los niños. Qué aventura no debía de ser alejarse de la familia para convivir con otros niños a los que no conocían. Días de sol y baños en el mar, disciplina combinada con juegos y alboroto. Podía oír las risas, pero también los gritos. En el artículo también hablaban de una denuncia por maltrato, y quizá no fuera todo tan idílico. A veces se preguntaba si los gritos procedían únicamente de los niños de la colonia, o si lo que sentía por la casa se mezclaba con los recuerdos. Había en los sonidos algo familiar que la aterraba, pero ella era tan pequeña cuando vivía allí... Si se trataba de recuerdos, debían de ser los que encerraba la casa, no los suyos.

–¿Tú crees que lo vamos a conseguir? –dijo Mårten apoyándose en el mazo.

Ebba estaba tan absorta en sus pensamientos que dio un respingo al oír su voz. Mårten se limpió el sudor con la camiseta que tenía colgada en el cinturón y la miró. Ella no quería mirarlo a los ojos, lo miraba a hurtadillas mientras seguía tratando de soltar un tablón que se resistía. Mårten quiso que sonara como si estuviera refiriéndose a las reformas, pero ella se dio cuenta de que la pregunta iba más allá. Aunque no tenía respuesta.

Al ver que no decía nada, Mårten suspiró y volvió de nuevo al mazo. Aporreó los tablones, acompañando cada golpe con un grito. Había empezado a formarse un buen agujero a sus pies, y levantó el mazo otra vez. Luego, lo bajó despacio.

–Pero qué coño... Ebba, ¡mira esto! –dijo, y le indicó que se acercara.

Ebba seguía con el tablón difícil, pero le entró curiosidad a su pesar.

–¿El qué? –dijo, y se acercó al sitio.

Mårten señaló el agujero.

–¿Tú qué crees que es?

Ebba se acuclilló y miró al fondo del agujero. Frunció el entrecejo. Donde habían retirado el suelo se veía una gran mancha oscura. Brea, fue lo primero que se le vino a la cabeza. Luego comprendió lo que debía de ser.

–Parece sangre –dijo–. Muchísima sangre.

 


Capítulo 5


Date: 2015-12-17; view: 435


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