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Fjällbacka, 1908

Capítulo 1

Llegaron por la mañana temprano. La madre ya estaba en pie con los pequeños, mientras Dagmar seguía remoloneando en la cama, tan calentita. Aquella era la diferencia entre la verdadera hija de mamá y cualquiera de los hijos bastardos a los que cuidaba. Dagmar era especial.

–Pero ¿qué está pasando? –gritó el padre desde el dormitorio. Tanto él como Dagmar se habían despertado al oír cómo aporreaban la puerta insistentemente.

–¡Abrid! ¡Somos de la Policía!

Al parecer, se les terminó la paciencia, porque la puerta se abrió de golpe y un hombre uniformado entró en la casa como una tromba.

Dagmar se sentó aterrada en la cama, tratando de protegerse con el edredón.

–¿La Policía? –El padre fue a la cocina, abrochándose como podía el cinturón del pantalón. Tenía el pecho hundido y cubierto de niditos despoblados de vello gris–. En cuanto me ponga la camisa aclaramos el asunto. Aquí solo vive gente honrada.

–¿Y no vive aquí Helga Svensson? –dijo el policía. Detrás de él esperaban otros dos hombres, muy pegados el uno al otro, porque la cocina era pequeña y estaba llena de camas. En aquellos momentos tenían allí cinco niños.

–Soy Albert Svensson, Helga es mi mujer –dijo el padre, que ya se había puesto la camisa y les hablaba con los brazos cruzados.

–¿Dónde está su mujer? –le preguntó el policía con tono imperioso.

Dagmar vio la cara de preocupación de su padre, el ceño fruncido. Se preocupaba por cualquier cosa, decía su madre. Tenía poco temple.

–Mamá está en el jardín, en la parte de atrás. Con los pequeños –respondió Dagmar, de cuya presencia los policías no se habían percatado hasta el momento.

–Gracias –dijo el agente que parecía llevar la voz cantante, antes de darse media vuelta.

El padre fue detrás de los policías, pisándoles los talones.

–No pueden irrumpir así en casa de gente decente. Nos han dado un susto de muerte. Tienen que explicarnos qué es lo que pasa.

Dagmar apartó a un lado el edredón, plantó los pies en el suelo frío de la cocina y echó a correr tras ellos en camisón. Al doblar la esquina, se paró en seco. Dos de los policías sujetaban a su madre muy fuerte, cada uno por un brazo. Ella trataba de liberarse y los hombres jadeaban por el esfuerzo que suponía retenerla. Los niños chillaban, y la ropa que la madre estaba tendiendo cayó al suelo en medio del jaleo y la confusión.

–¡Mamá! –gritó Dagmar, y echó a correr hacia ella.

Se abalanzó a la pierna de uno de los policías y le mordió el muslo con todas sus fuerzas. El hombre soltó a la madre con un grito, se dio la vuelta y le estampó a Dagmar una bofetada que la tumbó. Se quedó sentada en la hierba, pasándose perpleja la mano por la mejilla dolorida. En sus ocho años de vida, nadie le había puesto una mano encima. Claro que había visto a su madre dar azotes a los niños, pero jamás se le ocurriría levantarle la mano a ella. Y por eso su padre tampoco se había atrevido.



–¿Pero qué hace? ¿Pegarle a mi hija? –La madre, fuera de sí, empezó a dar patadas a los hombres.

–Eso no es nada en comparación con lo que ha hecho usted. –El policía volvió a agarrarla fuerte del brazo–. Es sospechosa de infanticidio, y tenemos permiso para registrar su casa. Y créame que lo haremos a conciencia.

Dagmar vio que su madre se venía abajo. Aún le ardía la mejilla como si tuviera fuego en la cara y el corazón le martilleaba en el pecho. Los niños lloraban a su alrededor como si hubiera llegado el día del Juicio Final. Y tal vez fuera verdad. Porque, aunque Dagmar no comprendía lo que estaba sucediendo, la expresión de su madre no dejaba lugar a dudas: su mundo acababa de desmoronarse.

 

–Patrik, ¿podrías ir a Valö? Nos ha llegado una emergencia, parece que se ha producido un incendio y hay indicios de que sea provocado.

–¿Cómo? Perdona, ¿qué decías?

Patrik ya estaba levantándose de la cama. Se encajó el teléfono entre la oreja y el hombro mientras se ponía los vaqueros. Aún adormilado, miró el reloj. Las siete y cuarto. Se preguntó qué haría Annika en la comisaría a aquellas horas.

–Sí, que se ha declarado un incendio en Valö –repitió Annika impaciente–. Los bomberos acudieron de madrugada, pero sospechan que se trate de un incendio provocado.

–¿Dónde exactamente?

Erica se volvió en la cama.

–¿Qué pasa? –preguntó con un murmullo.

–Trabajo. Tengo que irme a Valö –le susurró Patrik. Para una vez que los gemelos seguían durmiendo después de la seis y media, no había por qué despertarlos.

–En la colonia infantil –dijo Annika al teléfono.

–De acuerdo. Saldré en barco enseguida. Y llamo a Martin, porque me figuro que hoy estamos los dos de servicio, ¿no?

–Sí. Vale, pues nos vemos luego en la comisaría.

Patrik colgó y se puso una camiseta.

–¿Qué ha pasado? –dijo Erica, y se incorporó en la cama.

–Los bomberos sospechan que alguien ha provocado un incendio en la antigua colonia infantil.

–¿En la colonia? ¿Han intentado quemarla? –Erica se sentó en el borde de la cama.

–Te prometo que te lo contaré todo –dijo Patrik sonriendo–. Ya sé que para ti es un proyecto importante.

–Pues no deja de ser una extraña coincidencia. Que alguien trate de incendiar la casa precisamente cuando Ebba acaba de volver.

Patrik meneó la cabeza. Sabía de sobra que su mujer se inmiscuía en cosas que no eran de su incumbencia, que se disparaba y sacaba conclusiones demasiado rebuscadas. Claro que muchas veces tenía razón, no podía por menos de reconocerlo, pero otras, armaba unos líos fenomenales.

–Annika dice que sospechan que haya sido provocado. Es lo único que sabemos, y no tiene por qué significar que lo sea.

–No, ya, pero así y todo... –objetó Erica–. Es raro que pase precisamente en estos momentos. ¿Por qué no voy contigo? Había pensado ir a hablar con Ebba de todos modos.

–¿Y quién tenías pensado que se quedara con los niños, eh? Yo creo que Maja todavía es muy pequeña para preparar la papilla de los chicos.

Le dio un beso a Erica en la mejilla antes de bajar la escalera a toda prisa. A su espalda oyó que los gemelos empezaban a llorar al unísono, como por encargo.

Patrik y Martin no hablaron gran cosa durante la travesía a Valö. La sola idea de un posible incendio provocado se les antojaba aterradora e incomprensible y, al acercarse a la isla y contemplar aquella visión idílica, les resultó todavía más irreal.

–Esto es precioso –dijo Martin, mientras subían por el sendero desde el muelle en el que Patrik había amarrado el bote.

–Tú habías estado aquí antes, ¿no? –dijo Patrik sin volverse hacia él–. Por lo menos, aquella Navidad.

Martin murmuró una respuesta inaudible. Como si se resistiera a recordar aquella Navidad funesta en que se vio involucrado en un drama familiar allí, en la isla.

Una extensa porción de césped apareció ante su vista, y los dos hombres se detuvieron y miraron a su alrededor.

–Yo tengo muy buenos recuerdos de este lugar –dijo Patrik–. Todos los años veníamos con el colegio, un verano estuve de campamento en un curso de vela. Y en ese campo de césped he dado muchas patadas a la pelota. Aquí he jugado a todo lo habido y por haber.

–Sí, ¿quién no ha estado aquí de campamento? En realidad, es raro que siempre se llamara colonia infantil, ¿no?

Patrik se encogió de hombros, y ambos reanudaron la marcha a buen paso en dirección a la casa.

–Por costumbre, supongo. En realidad, solo se usó como internado durante un breve periodo, y nadie quería llamarla por el nombre del tal Von Schlesinger, el que vivía aquí antes.

–Sí, yo también he oído hablar de ese viejo chiflado –dijo Martin, y soltó un taco al notar en la cara el latigazo de una rama–. ¿Quién es el propietario ahora?

–Supongo que la pareja que vive en la isla. A raíz de lo sucedido en 1974, y desde entonces, lo administraba el ayuntamiento, que yo sepa. Es una pena que la casa se haya deteriorado de ese modo, pero ahora parece que están restaurándola.

Martin se quedó observando los andamios que cubrían la fachada delantera.

–Desde luego, quedará preciosa. Espero que el fuego no haya hecho demasiado daño.

Continuaron hasta la escalinata de piedra que desembocaba en la puerta de entrada. Se respiraba un ambiente tranquilo, y vieron a unos hombres del cuerpo de bomberos voluntarios de Fjällbacka que ya recogían sus cosas. Debían de sudar litros y litros con aquellos trajes tan gruesos, pensó Patrik. A pesar de lo temprano que era, ya empezaba a hacer un calor insoportable.

–¡Hombre, hola! –El jefe de los bomberos, Östen Ronander, se acercaba a ellos saludando con las manos ennegrecidas de hollín.

–Hola, Östen. ¿Qué ha pasado? Annika me ha dicho que sospecháis que se trate de un incendio provocado.

–Pues sí, eso es lo que parece, desde luego. Claro que nosotros no tenemos competencia para valorarlo desde un punto de vista puramente técnico, así que espero que Torbjörn esté en camino.

–Sí, lo llamé mientras veníamos hacia aquí, y calculan que llegarán... –Patrik miró el reloj– ...dentro de media hora, más o menos.

–Estupendo. ¿Quieres que echemos un vistazo mientras tanto? Hemos hecho lo posible por no contaminar nada. El propietario ya había apagado el fuego con el extintor cuando llegamos, así que nos hemos limitado a comprobar que no quedaba ningún rescoldo. Por lo demás, no podíamos hacer gran cosa. Mirad, venid por aquí.

Östen señaló la entrada. Al otro lado de la puerta se veían en el suelo unas quemaduras extrañas, irregulares.

–Habrán utilizado algún tipo de líquido inflamable, ¿no? – Martin miró a Östen, y este asintió.

–Me da la impresión de que alguien vertió el líquido por la rendija de la puerta y le prendió fuego. A juzgar por el olor, diría que era gasolina, pero eso podrán confirmarlo Torbjörn y sus muchachos.

–¿Dónde están los habitantes de la casa?

–En la parte de atrás, esperando al personal sanitario que, por desgracia, se está retrasando a causa de un accidente de tráfico. Parecen conmocionados, la verdad, y he pensado que les vendría bien estar tranquilos. Además, me dije que más valía que no hubiera tanta gente pisoteando el lugar de los hechos antes de que pudierais obtener pruebas.

–Estás en todo, Östen –dijo Patrik, y le dio una palmadita en el hombro, antes de volverse hacia Martin–. ¿Qué te parece si vamos a hablar con ellos?

Sin esperar respuesta, se dirigió a la parte posterior de la casa. Al doblar la esquina, vieron unos muebles de jardín un poco más allá. Estaban muy estropeados y parecían haber pasado muchos años a la intemperie. Ante la mesa había una pareja de unos treinta y cinco años. Los dos parecían desorientados. El hombre se levantó al verlos y se encaminó hacia ellos. Les dio la mano. Una mano fuerte y callosa, como si llevara mucho tiempo dedicada al trabajo duro.

–Mårten Stark.

Patrik y Martin se presentaron.

–No entendemos nada. Los bomberos han mencionado algo de un incendio provocado. –La mujer de Mårten se les acercó también. Era bajita y menuda y, aunque Patrik era de estatura media, solo le llegaba al hombro. Se la veía frágil y endeble, y tiritaba pese al calor.

–Bueno, no tiene por qué ser así. Todavía no sabemos nada seguro –dijo Patrik para tranquilizarlos.

–Esta es Ebba, mi mujer –aclaró Mårten, que se pasó la mano por la cara con un gesto de agotamiento.

–¿Os parece bien que nos sentemos? –preguntó Martin–. Nos gustaría que nos contarais algún detalle sobre lo ocurrido.

–Sí, claro, podemos sentarnos ahí –dijo Mårten señalando los muebles de jardín.

–¿Quién se dio cuenta de que la casa estaba en llamas? –Patrik miró a Mårten, que tenía una mancha de hollín en la frente y, al igual que Östen, las manos totalmente tiznadas. Mårten se miró las manos como si acabara de descubrir que las tenía sucias. Muy despacio, empezó a limpiárselas en los vaqueros antes de responder.

–Yo. Me desperté y noté un olor extraño. Me di cuenta enseguida de que debía de haber fuego en la planta baja, y fui a despertar a Ebba. Me llevó un rato, porque estaba profundamente dormida, pero al final conseguí sacarla de la cama. Eché a correr en busca del extintor, con una sola idea en la cabeza: tenía que apagar el fuego. –Mårten hablaba tan deprisa que se quedó sin resuello, y esperó unos segundos para recobrar el aliento.

–Creía que iba a morir. Estaba completamente segura. –Ebba se tocaba las uñas nerviosa, y Patrik la miró compasivo.

–Yo empecé a rociar las llamas con el extintor de la entrada como un loco –continuó Mårten–. Al principio no parecía surtir ningún efecto, pero continué rociándolo todo y, al cabo de un rato, el fuego se apagó. Pero el humo no se iba, había humo por todas partes. –Otra vez respiraba con dificultad.

–¿Por qué querría nadie...? No lo comprendo...

Ebba parecía ausente y Patrik sospechaba que Östen tenía razón: se encontraban en estado de shock. Eso explicaría también por qué temblaba como si estuviera tiritando. Cuando llegara la ambulancia, el personal sanitario tendría que examinarla con mucha atención y cerciorarse de que ni ella ni Mårten habían sufrido lesiones a causa del humo. Mucha gente ignoraba que el humo podía resultar más letal que el propio fuego. Las consecuencias de haber inhalado el humo de un incendio no se notaban hasta bastante después.

–¿Por qué creéis que el incendio ha sido provocado? –dijo Mårten, y volvió a frotarse la cara. No debía de haber dormido muchas horas, pensó Patrik.

–Como decía, todavía no lo sabemos con certeza –respondió evasivo–. Hay indicios, pero no quisiera pronunciarme antes de que los técnicos hayan podido confirmarlo. ¿No habéis oído ningún ruido durante la noche?

–No, ya digo, yo me desperté cuando todo ya estaba en llamas.

Patrik señaló la casa que había un trecho más allá.

–¿Los vecinos están en casa? Quizá ellos hayan visto a algún desconocido merodeando por aquí, ¿no?

–Están de vacaciones, en esta parte de la isla solo estamos nosotros.

–¿Hay alguien que quisiera haceros daño? –intervino Martin. Solía dejar que Patrik dirigiese los interrogatorios, pero siempre estaba atento y observaba las reacciones de las personas con las que hablaban. Y eso era tan importante como formular las preguntas adecuadas.

–No, nadie, que yo sepa. –Ebba negó despacio con la cabeza.

–No llevamos tanto tiempo viviendo aquí. Solo dos meses –dijo Mårten–. Es la casa de los padres de Ebba, pero llevaba años alquilada y ella no había vuelto por aquí hasta ahora. Habíamos decidido restaurarla y hacer algo con ella.

Patrik y Martin intercambiaron una mirada fugaz. La historia de la casa y, por extensión, la de Ebba, era bien conocida en la zona, pero aquel no era el momento idóneo para sacar a relucir ese tema. Patrik se alegró de que Erica no estuviera con ellos, porque sabía que no habría podido contenerse.

–¿Dónde vivíais antes de trasladaros aquí? –preguntó Patrik, aunque podía adivinar la respuesta por el marcado acento de Mårten.

–¡En Gotemburgo, hombre! –dijo Mårten sin un amago de sonrisa.

–¿Ningún asunto pendiente con nadie de allí?

–No tenemos ningún asunto pendiente con nadie, ni en Gotemburgo ni en ningún otro lugar –respondió tajante.

–¿Y cómo se os ocurrió mudaros aquí? –dijo Patrik.

Ebba clavó la vista en la mesa y empezó a toquetearse la cadena que llevaba en el cuello. Era de plata, con un colgante muy bonito en forma de ángel.

–Se nos murió nuestro hijo –respondió, y tiró tan fuerte de la cadena que se le clavó en el cuello.

–Necesitábamos un cambio de escenario –dijo Mårten–. Esta casa estaba abandonada, se deterioraba sin que nadie se preocupara por ella, y vimos una oportunidad de empezar de nuevo. Mi familia siempre ha estado en el sector de la hostelería y me parecía lógico poner en marcha mi propio negocio. Habíamos pensado empezar con un bed and breakfast, y luego, con el tiempo, tratar de atraer congresos y cosas así.

–Parece que tenéis mucho trabajo. –Patrik miró el gran edificio, de cuya fachada blanca se desprendía la pintura. Se había hecho el propósito de no seguir indagando sobre el hijo muerto. El semblante de los padres reflejaba un dolor inconmensurable.

–No nos da miedo el trabajo. Y continuaremos mientras podamos. Si se nos agota la energía, tendremos que contratar a alguien, pero preferimos ahorrarnos el dinero. Y aun así, nos costará bastante trabajo que nos salgan las cuentas.

–Ya. Entonces, no se os ocurre nadie que pudiera tener interés en perjudicaros a vosotros o vuestro negocio, ¿verdad? –insistió Martin.

–¿Negocio? ¿Qué negocio? –dijo Mårten con una risotada irónica–. No, no se nos ocurre una sola persona capaz de hacernos algo así. Hemos llevado una vida como la de cualquiera. Somos personas normales y corrientes.

Patrik pensó un instante en el pasado de Ebba. Él no conocía a muchas personas con un misterio tan fatídico en su pasado. En Fjällbacka y sus alrededores, las historias y especulaciones sobre lo que les sucedió a Ebba y a su familia eran tan numerosas como descabelladas.

–A menos que... –Mårten miró inquisitivo a Ebba, que no parecía comprender a qué se refería. Siguió mirándola sin apartar la vista–: Lo único que se me ocurre son las felicitaciones de cumpleaños.

–¿Qué felicitaciones? –preguntó Martin.

–Ebba lleva toda la vida recibiendo una felicitación anual de alguien que solo firma con una «G». Sus padres adoptivos nunca averiguaron quién las enviaba. Y Ebba siguió recibiéndolas aun después de haberse emancipado.

–¿Y Ebba tampoco tiene la menor idea de quién puede ser el remitente? –dijo Patrik. Enseguida cayó en la cuenta de que estaba hablando de ella como si no estuviera presente. Se volvió hacia la mujer y repitió la pregunta:

–¿No tienes la menor idea de quién te envía esas tarjetas?

–No.

–¿Y tus padres adoptivos? ¿Estás segura de que no saben nada?

–No tienen ni idea.

–Y el tal G, ¿se ha puesto en contacto contigo de alguna otra forma? ¿Con amenazas, quizá?

–No, nunca. ¿A que no, Ebba? –Mårten alargó la mano hacia Ebba, como si quisiera acariciarla, pero la dejó caer de nuevo en la rodilla.

Ella negó con un gesto.

–Mira, ya ha llegado Torbjörn –dijo Martin señalando el sendero.

–Estupendo, pues vamos a dejarlo aquí, así podréis descansar un poco. El personal sanitario está en camino, si os sugieren que vayáis con ellos al hospital, yo en vuestro lugar les haría caso. Estas cosas hay que tomárselas en serio.

–Gracias –dijo Mårten al tiempo que se levantaba–. Y avisadnos si averiguáis algo.

–Cuenta con ello. –Patrik lanzó una última mirada de preocupación hacia Ebba, que aún seguía como encerrada en una burbuja. Se preguntó cómo habría afectado a su personalidad la tragedia de la infancia, pero se obligó a abandonar esos pensamientos. En aquellos momentos debía concentrarse en el trabajo que tenían por delante. Atrapar a un posible pirómano.


Capítulo 2


Date: 2015-12-17; view: 460


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