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Capítulo LVIII

Evasión

Como había pensado lord de Winter, la herida de Milady no era peligrosa; por eso, cuando se encontró sola con la mujer que el barón se había hecho llamar y que se afanaba en desnudarla, volvió a abrir los ojos.

Sin embargo, había que jugar a la debilidad y al dolor; no eran co­sas difíciles para una comedianta como Milady; por eso la pobre mujer fue víctima completa de su prisionera a la que, pese a sus protestas, se obstinó en velar toda la noche.

Pero la presencia de aquella mujer no le impedía a Milady pensar.

No había ninguna duda, Felton estaba convencido, Felton era su­yo: si un ángel se apareciese al joven para acusar a Milady, desde lue­go lo tomaría, en la disposición de espíritu en que se encontraba, por un enviado del demonio.

Milady sonreía a este pensamiento porque Felton era en lo sucesi­vo su única esperanza, su único medio de salvación.

Pero lord de Winter podía sospechar, y Felton podía ser ahora vigi­lado.

Hacia las cuatro de la mañana llegó el médico; pero desde que Mi­lady se había apuñalado la herida estaba ya cerrada: el médico no pu­do, por tanto medir ni la dirección ni la profundidad; reconoció sólo por el pulso de la enferma que el caso no era grave.

Por la mañana, Milady, so pretexto de que no había dormido por la noche y que necesitaba descanso, despidió a la mujer que velaba a su lado.

Tenía una esperanza, y es que Felton llegara a la hora del desayu­no; pero Felton no vino.

¿Sus temores se habían vuelto realidad? Felton, sospechoso del ba­rón, ¿iba a fallarle en el momento decisivo? No tenía más que un día: lord de Winter le había anunciado su embarque para el 23 y estaba en la mañana del 22.

No obstante, esperó aún con bastante paciencia hasta la hora de la cena.

Aunque no comió por la mañana la cena le fue traída a la hora habitual; Milady se dio entonces cuenta con terror que el uniforme de los soldados que la custodiaban había cambiado.

Entonces se aventuró a preguntar qué había sido de Felton. Le res­pondieron que Felton había montado a caballo hacía una hora y había partido.

Se informó de si el barón seguía en el castillo; el soldado respondió que sí, y que tenía la orden de avisarlo en caso de que la prisionera deseara hablarle.

Milady respondió que estaba demasiado débil por el momento, y que su único deseo era permanecer sola.

El soldado salió dejando la cena servida.

Felton había sido alejado, los soldados de marina habían sido cambiados; desconfiaba, por tanto, de Felton.

Era el ultimo golpe dado a la prisionera.



Al quedar sola, se levantó; aquella cama, en la que estaba por pru­dencia y para que se la creyese gravemente enferma, le quemaba co­mo un brasero ardiente. Lanzó una mirada a la puerta: el barón había hechó clavar una plancha sobre el postigo; temía sin duda que por aque­lla abertura consiguiese, mediante algún recurso diabólico, seducir a los guardias.

Milady sonrió de alegría; podría, pues, entregarse a sus transportes sin ser observada: recorria la habitación con la exaltación de una loca furiosa o de una tigresa encerrada en una jaula de hierro. Desde lue­go,si le hubiese quedado el cuchillo, habría pensado no en matarse a sí misma, sino esta vez en matar al barón.

A las seis, lord de Winter entró; estaba armado hasta los dientes. Aquel hombre, en el que hasta entonces Milady no había visto sino un gentleman bastante necio, se había vuelto un magnífico carcelero: parecía preverlo todo, adivinarlo todo, prevenirlo todo.

Una sola mirada lanzada sobre Milady le informó de lo que pasaba en su alma.

‑Sea ‑dijo él‑, mas no me mataréis hoy todavía; no tenéis ya armas, y además estoy sobre aviso. Habíais comenzado a pervertir a mi pobre Felton: sufría ya vuestra infernal influencia, mas quiero sal­varlo, no os verá más, todo ha terminado. Recoged vuestro vestuario; mañana partiréis. Había fijado el embarque el 24, pero he pensado que cuanto más adelante la cosa, más segura será. Mañana a mediodía ten­dré la orden de vuestro exilio firmada por Buckingham. Si decís una sola palabra a quien quiera que sea antes de estar en el navío, mi sar­gento os levantará la tapa de los sesos, tiene esa orden; si ya en el na­vío decís una palabra a quien quiera que sea antes de que el capitán os to permita, el capitán os hará arrojar al mar, está así acordado. Has­ta luego: eso es todo lo que por hoy tenía que deciros. Mañana os vol­veré a ver para deciros adiós.

Y con estas palabras el barón salió.

Milady había escuchado toda esta amenanzante parrafada con la sonrisa de desdén sobre los labios, pero con la rabia en el corazón.

Sirvieron la cena; Milady sintió que necesitaba fuerzas, no sabía qué podia pasar durante aquella noche que se aproximaba amenazante, porque gruesas nubes voltejeaban en el cielo y los relámpagos lejanos anunciaban una tormenta.

La tormenta estalló hacia las diez de la noche: Milady sentía un con­suelo al ver a la naturaleza compartir el desorden de su corazón: el true­no bramaba en el aire como la cólera en su pensamiento; le parecía que al pasar la ráfaga desmelenaba su frente como los árboles cuyas ramas curvaba y cuyas hojas se llevaba; ella aullaba como el huracán, y su voz se perdía en el clamor de la naturaleza que parecía, también ella, gemir y desesperarse.

De pronto oyó golpear un cristal y a la claridad de un relámpago, vio el rostro de un hombre aparecer tras los barrotes.

Corrió a la ventana y la abrió.

‑¡Felton! ‑exclamó‑. ¡Estoy salvada!

‑Sí ‑dijo Felton‑; pero, ¡silencio, silencio! Necesito tiempo para serrar vuestros barrotes. Tened cuidado solamente de que no os vean por el postigo.

‑¡Oh, es una prueba de que el Señor está con nosotros, Felton! ‑prosiguió Milady‑. Han cerrado el postigo con una plancha.

‑Está bien, ¡Dios los ha vuelto insensatos! ‑dijo Felton.

‑Pero ¿qué tengo que hacer? ‑preguntó Milady.

‑Nada, nada; volved a cerrar la ventana solamente. Acostaos, o al menos meteos en vuestra cama completamente vestida; cuando ha­ya terminado, golpearé en los cristales. Mas ¿podréis seguirme?

‑¡Oh, sí7

‑¿Y vuestra herida?

‑Me hace sufrir, pero no me impide caminar.

‑Estad, pues, preparada a la primera señal.

Milady volvió a cerrar la ventana, apagó la lámpara y fue, como le había recomendado Felton, a hacerse un ovillo en su cama. En me­dio de las quejas de la tormenta, ella oía el chirrido de la lima contra los barrotes, y a la claridad de cada relámpago vislumbraba la sombra de Felton tras los cristales.

Pasó una hora sin respirar, jadeante, con el sudor sobre la frénté y el corazón oprimido por una angustia espantosa a cada movimiento que oía en el corredor.

Hay horas que duran un año.

Al cabo de una hora, Felton golpeó de nuevo.

Milady saltó fuera de su cama y fue a abrir. Dos barrotes de menos formaban una abertura para que un hombre pasase.

‑¿Estáis preparada? ‑preguntó Felton:

‑Sí. ¿Tengo que llevar alguna cosa?

‑Oro si tenéis.

‑Sí, por suerte me han dejado el que tenía.

‑Tanto mejor, porque he gastado todo lo mío en fletar un barco.

‑Tomad -dijo Milady poniendo en las manos de Felton una bol­sa llena de oro.

Felton cogió la bolsa y la arrojó al pie del muro.

‑Ahora ‑dijo‑, ¿queréis venir?

‑Aquí estoy.

Milady se subió a un sillón y pasó la parte superior de su cuerpo por la ventana: vio al joven oficial suspendido sobre el abismo por una escala de cuerda.

Por primera vez, un movimiento de terror le recordó que era mujer.

El vacío la espantaba.

‑Me lo temía ‑dijo Felton.

‑No es nada, no es nada ‑dijo Milady‑, bajaré con los ojos ce­rrados.

‑¿Tenéis confianza en mí? ‑dijo Felton.

‑¿Y lo preguntáis?

‑Juntad vuestras dos manos; cruzadlas, está bien.

Felton le ató las dos muñecas con un pañuelo; luego, por encima del pañuelo, con una cuerda.

‑¿Qué hacéis? ‑preguntó Milady con sorpresa.

‑Pasad vuestros brazos alrededor de mi cuello y no temáis nada.

‑Pero os haré perder el equilibrio y nos estrellaremos los dos.

‑Tranquilizaos, soy marino.

No había un segundo que perder; Milady pasó sus dos brazos en torno al cuello de Felton y se dejó deslizar fuera de la ventana.

Felton comenzó a descender los escalones lentamente y uno a uno.

Pese al peso de los dos cuerpos, el soplo del huracán los balanceaba en el aire.

De pronto Felton se detuvo.

‑¿Qué ocurre? ‑preguntó Milady.

‑Silencio ‑dijo Felton‑, oigo pasos.

‑¡Estamos descubiertos!

Se hizo un silencio de algunos instantes.

‑No ‑dijo Felton‑, no es nada.

‑Pero ¿qué es ese ruido?

‑El de la patrulla que va a pasar por el camino de ronda.

‑¿Dónde está ese camino de ronda?

‑Justo debajo de nosotros.

‑Nos van a descubrir.

‑No, si no hay relámpagos.

‑Tropezarán con el final de la escala.

‑Por suerte le faltan seis pies para llegar al suelo.

‑¡Ahí están, Dios mío!

‑¡Silencio!

Los dos permanecieron colgados, inmóviles y sin aliento a veinte pies del suelo; durante este tiempo los soldados pasaban por debajo riendo y hablando.

Fue para los fugitivos un momento terrible.

La patrulla pasó; se oyó el ruido de los pasos que se alejaban y el murmullo de las voces que iba debilitándose.

‑Ahora ‑dijo Felton‑, estamos salvados.

Milady lanzó un suspiro y se desvaneció.

Felton continuó descendiendo. Llegado al final de la escala, y cuan­do sintió que faltaba apoyo para sus pies, se pegó como una lapa con las manos; llegado por fin al último escalón se dejó colgar en la fuerza de las muñecas y tocó el suelo. Se agachó, recogió la bolsa de oro y lo cogió entre sus dientes.

Luego levantó a Milady en sus brazos y se alejó con presteza por el lado opuesto al que había tomado la patrulla. Pronto dejó el camino de ronda, descendió por entre las rocas y llegado a la orilla del mar, dejó oír un toque de silbato.

Una señal parecida le respondió y cinco minutos después vio apa­recer una barca ocupada por cuatro hombres.

La barca se aproximó tan cerca como pudo a la orilla, pero no ha­bía suficiente fondo para que pudiera tocar tierra; Felton se metió en el agua hasta la cintura, porque no quería confiar a nadie su precioso peso.

Afortunadamente la tempestad comenzaba a calmarse, y, sin em­bargo, el mar estaba todavía violento; la barquilla saltaba sobre las olas como una cáscara de nuez.

‑¡A la balandra! ‑dijo Felton‑. Remad con rapidez.

Los cuatro hombres se pusieron a los remos; pero la mar estaba demasiado gruesa para que los remos hicieran mucha labor.

Sin embargo, se iban alejando del castillo; era lo principal. La no­che era profundamente tenebrosa y resultaba ya casi imposible distin­guir la orilla desde la barca; con mayor razón no se habría podido dis­tinguir la barca desde la orilla.

Un punto negro se balanceaba en el mar.

Era la balandra.

Mientras la barca avanzaba por su parte con toda la fuerza de sus cuatro remadores, Felton desataba la cuerda, luego el pañuelo que ataba las manos de Milady.

Luego, cuando sus manos estuvieron desatadas, cogió agua del mar y se la orrojó al rostro.

Milady lanzó un suspiro y abrió los ojos.

‑¿Dónde estoy? ‑dijo.

‑A salvo ‑respondió el joven oficial.

‑¡Oh, a salvo, a salvo! ‑exclamó ella‑. Sí ahí está el cielo, aquí el mar. Este aire que respiro es el de la libertad. ¡Ah..., gracias, Felton, gracias!

El joven la apretó contra su corazón.

‑Pero ¿qué tengo en las manos? ‑preguntó Milady‑. Parece co­mo si me hubieran quebrado las muñecas en un torno.

En efecto, Milady alzó los brazos; tenía las muñecas magulladas.

‑¡Ay! ‑dijo Felton mirando aquellas hermosas manos y movien­do suavemente la cabeza.

‑¡Oh, no es nada, no es nada! ‑exclamó Milady‑. ¡Ahora me acuerdo!

Milady buscó con los ojos a su alrededor.

‑Está ahí ‑dijo Felton, empujando con el pie la bolsa de oro.

Se acercaban a la balandra. El marinero de guardia dio una voz a la barca, la barca respondió.

‑ Qué barco es ése? ‑preguntó Milady.

‑El que he fletado para vos.

‑¿Dónde va a conducirme?

‑Donde vos queráis, con tal que a mí me dejéis en Portsmouth.

‑¿Qué vais a hacer en Portsmouth? ‑preguntó Milady.

‑Cumplir las órdenes de lord de Winter ‑dijo Felton con una som­bría sonrisa.

‑¿Qué órdenes? ‑preguntó Milady.

‑Entonces, ¿no comprendéis? ‑dijo Felton.

‑No; explicaos, os lo suplico.

‑Como si desconfiase de mí, ha querido custodiaros él mismo y me ha mandado en su lugar a hacer firmar a Buckingham la orden de vuestra deportación.

‑Pero si desconfiaba de vos, ¿cómo os ha confiado esa orden?

‑¿Creía acaso que yo sabía lo que llevaba?

‑¡Ah, claro! ¿Y vais a Portsmouth?

‑No tengo tiempo que perder: mañana es 23, y Buckingham par­te mañana con la flota.

‑ Parte mañana para dónde?

‑Para La Rocelle.

‑¡Es preciso que no parta! ‑exclamó Milady, olvidando su pre­sencia de ánimo acostumbrada.

‑Tranquilizaos ‑respondió Felton‑, no partirá.

Milady temblaba de alegría. Acababa de leer en lo más profundo del corazón del joven: la muerte de Buckingham estaba escrita en él con todas las letras.

‑¡Felton... ‑dijo‑, sois grande como Judas Macabeo! Si morís, moriré con vos: he ahí todo lo que puedo deciros.

‑¡Silencio! ‑dijo Felton‑. Hemos llegado.

En efecto, tocaban la balandra.

Felton subió el primero a la escala y dio la mano a Milady, mien­tras los marineros la sostenían porque el mar estaba todavía muy agitado.

Un instante después estaban sobre el puente.

‑Capitán ‑dijo Felton‑, esta es la persona de quien os he ha­blado y a quien hay que conducir sana y salva a Francia.

‑Mediante mil pistolas ‑dijo el capitán.

‑Os he dado ya quinientas. ‑

‑Es cierto ‑dijo el capitán.

‑Y aquí están las otras quinientas ‑añadió Milady, llevando la mano a la bolsa de oro.

‑No ‑dijo el capitán‑, yo no tengo más que una palabra y se la he dado a este joven; las otras quinientas pistolas no se me deben hasta llegar a Boulogne.

‑¿Y llegaremos?

‑Sanos y salvos ‑dijo el capitán‑, tan cierto como que me lla­mo Jack Buttler.

‑Pues bien ‑dijo Milady‑, si mantenéis vuestra palabra, no se­rán quinientas pistolas, sino mil lo que os daré.

‑¡Hurra por vos, hermosa dama! ‑exclamó el capitán‑. ¡Y ojalá Dios me envié con frecuencia clientes como Vuestra Señoría!

‑Mientras tanto ‑dijo Felton‑, conducidnos a la pequeña bahía de Chichester, antes de Portsmouth; ya sabéis qué hemos convenido que nos llevaréis allí.

El capitán respondió ordenando la maniobra necesaria, y hacia las siete de la mañana el pequeño navío arrojaba el ancla en la bahía de­signada.

Durante esta travesía, Felton había contado todo a Milady: cómo, en lugar de ir a Londres, había fletado el pequeño navío, cómo había vuelto, cómo había escalado la muralla colocando en los intersticios de las piedras, a medida que subía, crampones, para asegurar sus pies, y cómo, finalmente, llegado a los barrotes, había atado la escala. Mi­lady sabía lo demás.

Por su parte, Milady trató de alentar a Felton en su proyecto; pero a las primeras palabras que salieron de su boca, vio de sobra que el joven fanático tenía más necesidad de ser moderado que reafirmado.

Convinieron que Milady esperaría a Felton hasta las diez; si a las diez no estaba de vuelta, ella partiría.

En tal caso, suponiendo que estuviera libre, se reuniría con ella en Francia, en el convento de las Carmelitas de Béthume[L193] .

 

Capítulo LIX

 

Lo que pasó en Portsmouth el 23 de agosto de 1628[L194]

 

Felton se despidió de Milady como un hermano que va a dar un simple paseo se despide de su hermana besándole la mano.

Toda su persona aparecía en un estado de calma ordinaria: sólo un resplandor desacostumbrado brillaba en sus ojos, semejante a un reflejo de fiebre; su frente estaba más pálida aún que de costumbre; sus dientes estaban apretados, y su palabra tenía un acento cortado y convulso que indicaba que algo sombrío se agitaba en él.

Mientras estuvo sobre la barca que lo conducía a tierra, permane­ció con el rostro vuelto hacia Milady que, de pie sobre el puente, lo seguía con los ojos. Los dos estaban bastante tranquilos sobre el temor a ser perseguidos: nunca se entraba en la habitación de Milady antes de las nueve; y se necesitaban tres horas para llegar desde el castillo a Londrés:

Felton use el pie en tierra, escaló la pequeña cresta que conducía a lo alto del acantilado, saludó a Milady por última vez y tomó su cami­no hacia la ciudad.

Al cabo de cien pasos, como él terreno iba descendiendo, no podía ya ver más que el mástil de la balandra.

En seguida corrió en dirección de Portsmouth, cuyas torres y casas veía dibujarse frente a él, a media milla aproximadamente, en la bru­ma de la mañana.

Más allá de Portsmouth, el mar estaba cubierto de bajeles, cuyos mástiles se veían, semejantes a un bosque de álamos despojados por el invierno, balancearse bajo el soplo del viento.

En su marcha rápida, Felton repasaba lo que diez años de medita­ciones ascéticas y una larga estancia en medio de los puritanos le ha­bían proporcionado de acusaciones verdaderas o falsas contra el favo­rito de Jacobo VI y de Carlos I.

Cuando comparaba los crímenes públicos de este ministro, críme­nes brillantes, crímenes europeos, si así se podía decir, con los críme­nes privados y desconocidos con que lo había cargado Milady, Felton encontraba que el más culpable de los dos hombres que en sí contenía Buckingham era aquel cuya vida no conocía el público. Es que su amor tan extraño, tan nuevo, tan ardiente, le hacía ver las acusaciones infames a imaginarias de lady de Winter como se ve a través de un cristal de aumento, en el estado de monstruos espantosos, los imperceptibles átomos en realidad comparados con un hormiga.

La rapidez de su carrera encendía aún su sangre: la idea de que detrás de sí dejaba, expuesta a una venganza espantosa, a la mujer que amaba o mejor, la que adoraba como a una santa, la emoción pasada, su fatiga presente, todo exaltaba su alma por encima de los sentimientos humanos.

Entró en Portsmouth hacia las ocho de la mañana; toda la pobla­ción estaba en pie; el tambor batía en las calles y en el puerto; las tro­pas de embarque descendían hacia el mar.

Felton llegó al palacio del Almirantazgo cubierto de polvo y cho­rreando de sudor; su rostro, ordinariamente tan pálido, estaba púrpu­ra de calor y de cólera. El centinela quiso rechazarlo; pero Felton lla­mó al jefe del puesto y sacó del bolso la carta de que era portador.

‑Mensaje urgente de parte de lord de Winter ‑dijo.

Al nombre de lord de Winter, a quien se sabía uno de los íntimos de Su Gracia, el jefe del puesto dio la orden de dejar pasar a Felton, que por lo demás, llevaba el uniforme del oficial de marina.

Felton se precipitó en el palacio.

En el momento en que entraba en el vestíbulo entraba también un hombre lleno de polvo, sin aliento, dejando a la puerta un caballo de posta que al llegar cayó sobre sus rodillas.

Felton y él se dirigieron al mismo tiempo a Patrick, el ayuda de cá­mara de confianza del duque. Felton nombró al barón de Winter, el desconocido no quiso nombrar a nadie, y pretendió que sólo podía darse a conocer al duque. Los dos insistían para pasar uno antes que el otro.

Patrick, que sabía que lord de Winter estaba en tratos de servicio y en relaciones de amistad con el duque, dio preferencia a quien venía en su nombre. El otro fue obligado a esperar, y fue fácil ver cuánto maldecía aquel retraso.

El ayuda de cámara hizo atravesar a Felton una gran sala en la que esperaban los diputados de La Rochelle, encabezados por el príncipe de Soubise, y lo introdujo en un gabinete donde Buckingham, que sa­lía del baño, acababa su aseo, al que en esta ocasión como en cual­quier otra concedía una atención extraordinaria.

‑El teniente Felton ‑dijo Patrick‑, de parte de lord de Winter.

Felton entró. En aquel momento Buckingham arrojaba sobre un canapé una rica bata recamada de oro, para ponerse un jubón de ter­ciopelo azul completamente bordado de perlas.

‑¿Por qué no ha venido el propio barón? ‑preguntó Buckin­gham‑. Lo esperaba esta mañana.

‑Me ha encargado decir a Vuestra Gracia ‑respondió Felton­ que lamentaba mucho no tener ese honor, pero que se hallaba impe­dido por la custodia que está obligado a hacer del castillo.

‑Sí, sí ‑dijo Buckingham‑, ya sé eso, hay una prisionera.

‑Precisamente de esa prisionera quería yo hablar a Vuestra Gracia‑prosiguió Felton.

‑¡Bien, hablad!

‑Lo que tengo que deciros sólo puede ser oído de vos, milord.

‑Dejadnos, Patrick ‑dijo Buckingham‑, pero estad cerca de la campanilla; os llamaré en seguida.

Patrick salió.

‑Estamos solos, señor ‑dijo Buckingham‑; hablad.

‑Milord ‑dijo Felton‑, el barón de Winter os ha escrito el otro día para rogaros que firmaseis una orden de embarco relativa a una joven llamada Charlotte Backson.

‑Sí, señor, y le he contestado que me trajera o me enviara esa orden y que yo la firmaría.

‑Hela aquí, Milord.

‑Dadme ‑dijo el duque.

Y tomándola de las manos de Felton, lanzó sobre el papel una ojea­da rápida. Entonces, dándose cuenta de que era lo que se le había anun­ciado, la puso sobre la mesa, cogió una pluma y se dispuso a firmar.

‑Perdón, milord ‑dijo Felton deteniendo al duque‑, ¿Vuestra Gracia sabe que el nombre de Charlotte Backson no es el nombre ver­dadero de esa mujer?

‑Sí, señor, lo sé ‑respondió el duque mojando la pluma en el tintero.

‑¿Entonces Vuestra Gracia conoce su verdadero nombre? ‑pre­guntó Felton con voz cortada.

‑Lo conozco.

El duque acercó la pluma al papel.

‑Y conociendo ese nombre verdadero ‑prosiguió Felton‑, ¿mon­señor lo firmará?

‑Claro que sí ‑dijo Buckingham‑, y mejor dos veces que una.

‑No puedo creer ‑continuó Felton con una voz que se hacía ca­da vez más cortante y brusca‑ que Su Gracia sepa que se trata de lady de Winter...

‑¡Lo sé perfectamente, aunque estoy asombrado de que lo sepáis vos!

‑¿Y Vuestra Gracia firmará esa orden sin remordimientos?

Buckingham miró al joven con altivez.

‑Vaya, señor, ¿sabéis ‑le dijo‑ que me estáis haciendo pregun­tas extrañas y que soy muy tonto por responder a ellas?

‑Respondedme, monseñor ‑dijo Felton‑, la situación es más grave de lo que quizá penséis.

Buckingham pensó que el joven, viniendo de parte de lord de Win­ter, hablaba sin duda en su nombre y se sosegó.

‑Sin ningún remordimiento ‑dijo‑, y el barón sabe como yo que milady de Winter es una gran culpable y que es casi otorgarle gracia militar su pena al destierro.

El duque posó su pluma sobre el papel.

‑¡No firmaréis esa orden, milord! ‑dijo Felton dando un paso ha­cia el duque.

‑¿Que no firmaré esta orden? ‑dijo Buckingham‑. ¿Y por qué?

‑Porque haréis examen de conciencia y haréis justicia a Milady.

‑Se le hará justicia enviándola a Tyburn ‑dijo Buckingham‑; Milady es una infame.

‑Monseñor, Milady es un ángel, vos lo sabéis de sobra, y yo os exijo su libertad.

‑¡Vaya! ‑dijo Buckingham‑. Estáis loco al hablarme así.

‑Milord, perdonadme; hablo como puedo; me contengo. Sin em­bargo, milord, pensad en lo que vais a hacer, ¡y tened cuidado con pasaros de la raya!

‑¿Cómo?... ¡Dios me perdone! ‑exclamó Buckingham‑. ¡Pero creo que me está amenazando!

‑No, milord, aún ruego, y os digo: una gota de agua basta para hacer desbordarse el vaso lleno, una falta ligera puede atraer el castigo sobre la cabeza perdonada a pesar de tantos crímenes.

‑Señor Felton ‑dijo Buckingham‑, vais a salir de aquí y consi­deraros arrestado inmediatamente.

‑Vais a escucharme hasta el final, milord. Habéis seducido a esa joven, la habéis ultrajado y mancillado: reparad vuestros crímenes pa­ra con ella, dejadla partir libremente; y no exigiré otra cosa de vos.

‑¿Vos no exigiréis? ‑dijo Buckingham mirando a Felton con asom­bro y haciendo hincapié en cada una de las sílabas de las tres palabras que acababa de pronunciar.

‑Milord ‑continuó Felton exaltándose a medida que hablaba‑, milord, tened cuidado, toda Inglaterra está harta de vuestras iniquida­des; milord, habéis abusado del poder real que casi habéis usurpado; milord, habéis horrorizado a los hombres y a Dios; Dios os castigará más tarde, pero yo, yo os castigaré hoy.

‑¡Ah! ¡Esto es demasiado fuerte! ‑grito Buckingham dando un paso hacia la puerta.

Felton le cerró el paso.

‑Os lo pido humildemente ‑dijo‑, firmad la orden de puesta en libertad de lady de Winter; pensad que es la mujer que habéis deshon­rado.

‑Retiraos, señor ‑dijo Buckingham‑, o llamo y hago que os pon­gan cadenas.

‑Vos no llamaréis ‑dijo Felton arrojándose entre el duque y la campanilla colocada sobre un velador inscrustado de plata‑; tened cui­dado, milord, estáis entre las manos de Dios.

‑En las manos del diablo, querréis decir ‑exclamó Buckingham alzando la voz para atraer a gente, sin llamar, sin embargo, directa­mente.

‑Firmad, milord, firmad la libertad de lady de Winter ‑dijo Fel­ton empujando un papel hacia el duque.

‑¡A la fuerza! ¿Os burláis de mí? ¡Eh, Patrick!

‑¡Firmad, milord!

‑¡Jamás!

‑¿Jamás?

‑¡A mí! ‑gritó el duque, y al mismo tiempo saltó sobre su espada.

Pero Felton no le dio tiempo de sacarla: tenía abierto y oculto en su jubón el cuchillo con que se había herido Milady; de un salto estuvo sobre el duque.

En ese momento Patrick entraba en la sala gritando:

‑¡Milord, una carta de Francia!

‑¡De Francia! ‑exclamó Buckingham olvidando todo al pensar de quién le venía aquella carta.

Felton aprovechó el momento y le hundió en el costado el cuchillo hasta el mango.

‑¡Ah, traidor! ‑gritó Buckingham‑. Me has matado...

‑¡Al asesino! ‑aulló Patrick.

Felton lanzó los ojos en torno a él para huir, y al ver la puerta libre se precipitó en la habitación vecina que era aquella donde esperaban, como hemos dicho, los diputados de La Rochelle, la atravesó corrien­do y se precipitó hacia la escalera; pero en el primer escalón se encontró con lord de Winter, que al verlo pálido, extraviado, lívido, manchado de sangre en la mano y en el rostro, saltó a su cuello excla­mando:

‑¡Lo sabía lo había adivinado y llego un minuto tarde! ¡Oh, des­graciado de mí!

Al grito lanzado por el duque, a la llamada de Patrick, el hombre al que Felton había encontrado en la antecámara se precipitó en el ga­binete.

Encontró al duque tumbado sobre un sofá, cerrando su herida con su mano crispada.

‑La Porte ‑dijo el duque con voz moribunda‑, La Porte, ¿vie­nes de su parte?

‑Sí, monseñor ‑respondió el fiel servidor de Ana de Austria‑, pero quizá demasiado tarde.

‑¡Silencio, La Porte, podrían oíros! Patrick, no dejéis entrar a nadie. ¡Oh, no llegaré a saber lo que me manda decir! ¡Dios mío, me muero!

Y el duque se desvaneció.

Sin embargo, lord de Winter, los diputados, los jefes de la expedi­ción, los oficiales de la casa de Buckingham, habían irrumpido en su habitación; por todas partes sonaban gritos de desesperación. La nue­va que llenaba el palacio de quejas y gemidos pronto se desparramó por doquier y se esparció por la ciudad.

Un cañonazo anunció que acababa de pasar algo nuevo e inespe­rado.

Lord de Winter se mesaba los cabellos.

‑¡Un minuto tarde! ‑exclamó‑. ¡Un minuto tarde! ¡Oh, Dios mío, Dios mío, qué desgracia!

En efecto, a las siete de la mañana habían ido a decirle que una escala de cuerda flotaba en una de las ventanas del castillo; había co­rrido al punto a la habitación de Milady, había encontrado la habita­ción vacía y la ventana abierta los barrotes serrados, se había acorda­do de la recomendación verbal que le había hecho transmitir D'Artag­nan por su mensajero, había temblado por el duque, y corriendo a la cuadra, sin perder tiempo siquiera de hacer ensillar su caballo, había saltado sobre el primero que encontró, había corrido a galope tendido y, saltando a tierra en el patio, había subido precipitadamente la esca­lera, y en el primer escalón se había encontrado, como hemos dicho, con Felton.

Sin embargo, el duque no estaba muerto; volvió en sí, abrió los ojos y la esperanza volvió a todos los corazones.

‑Señores ‑dijo‑ dejadme solo con Patrick y La Porte.

‑¡Ah, sois vos, de Winter! Esta mañana me habéis enviado un sin­gular loco, ved el estado en que me ha puesto.

‑¡Oh, milord! ‑exclamó el barón‑. No me consolaré nunca.

‑Y cometerás un error, mi querido de Winter ‑dijo Buckingham tendiéndole la mano‑. No sé de ningún hombre que merezca ser la­mentado durante toda la vida por otro hombre; mas déjanos, te lo ruego.

El barón salió sollozando.

No se quedaron en el gabinete más que el duque herido, La Porte y Patrick.

Se buscaba a un médico, al que no podían encontrar.

‑Viviréis, milord, viviréis ‑repetía de rodillas ante el sofá del du­que el mensajero de Ana de Austria.

‑¿Qué me escribía ella? ‑dijo débilmente Buckingham chorrean­do sangre y dominando, para hablar de aquella a la que amaba, atro­ces dolores‑. ¿Que me escribía ella? Léeme su carta.

‑¡Oh, milord! ‑dijo La Porte.

‑Obedece, La Porte; ¿no ves que no tengo tiempo que perder?

La Porte rompió el sello y puso el pergamino bajo los ojos del du­que; mas Buckingham trató en vano de distinguir la escritura.

‑Lee, pues ‑dijo‑,lee, yo no veo ya; lee, porque pronto quizá no oiga y moriré entonces sin saber lo que me ha escrito.

La Porte no puso más dificultades, y ieyó:

 

«Milord:

Por cuanto he sufrido de vos y por vos desde que os conoz­co, os conjuro, si tenéis alguna preocupación por mi descanso, que interrumpáis el gran armamento que hacéis contra Francia y ceséis una guerra de la que en voz alta se dice que la religión es la causa visible, y en voz baja que vuestro amor por mí es la causa oculta. Esta guerra no sólo puede acarrear a Francia y a Inglaterra grandes catástrofes, sino incluso a vos, milord, desgra­cias de las que nunca me consolaré.

Velad por vuestra vida, que amenazan y que me será cara en el momento en que no esté obligada a ver en vos un ene­migo.

Vuestra afectísima,

 

Ana.»

 

Buckingham reunió los restos de su vida para escuchar esta lectu­ra; luego, cuando hubo terminado, como si hubiera encontrado en aquella carta un amargo desencanto:

‑¿No tenéis otra cosa que decirme de viva voz, La Porte? ‑pre­guntó.

‑Sí, monseñor: la reins me había encargado deciros que velaseis por vos, porque había recibido el aviso que os querían asesinar.

‑¿Y eso es todo, eso es todo? ‑prosiguió Buckingham con impa­ciencia.

‑Tamb¡én me había encargado dec¡ros que os amará siempre.

‑¡Ah! ‑d¡jo Buckingham‑ ¡Dios sea loado! Mi muerte no será para ells la muerte de un extraño...

La Porte se fundió en lágrimas.

‑Patrick ‑dijo el duque‑, traedme el cofre donde estaban los herretes de diamantes.

Patrick trajo el objeto pedido, que La Porte reconoció por haber pertenecido a la reina.

‑Ahora, la bolsita de satén blanco, donde están bordadas en per­las sus iniciales.

Patrick volvió a obedecer.

‑M¡rad, La Porte ‑dijo Buckingham‑, estas son las ún¡cas pren­das que tengo de ella, este cofre de plata y estas dos cartas. Las devol­véis a Su Majestad; y como último recuerdo... ‑buscó a su alrededor algún objeto precioso‑ añadiréis...

Siguió buscando; pero sus m¡radas oscurecidas por la muerte no encontraron más que el cuchillo caído de las manos de Felton echan­do aún el vaho de la sangre bermeja extendida en la hoja.

‑Y añadiréis este cuchillo ‑dijo el duque apretando la mano de La Porte.

Aún pudo poner la bolsita en el fondo del cofre de plats, dejó caer allí el cuchillo haciendo seña a La Porte de que no podía ya hablar; luego, en la última convulsión, para la cual esta vez no tenía fuerzas ya de combatir, se deslizó del sofá al suelo.

Patrick lanzó un grito.

Buckingham quiso sonreír por última vez; pero la muerte detuvo su pensamiento, que quedó grabado sobre su frente como un último beso de amor.

En aquel momento el médico del duque llegó completamente es­pantado; estaba ya a bordo del bajel almirante, habían tenido que ir a buscarlo allí.

Se acercó al duque, cogió su mano, la conservó un instante en la suya y la dejó caer.

‑Todo es inútil ‑dijo‑, está muerto.

‑¡Muerto, muerto! ‑exciamó Patrick.

Ante este grito toda la multitud entró en la sala, y por doquiera no hubo más que consternación y tumulto.

Tan pronto como lord de Winter vio a Buckingham muerto, corrió a por Felton, a quien los soldados seguían custodiando en la terraza del palacio.

‑¡Miserable! ‑dijo al joven que desde la muerte de Buckingham había encontrado aquella calma y aquella sangre fría que ya no iban a abandonarlo‑. ¡Miserable! ¿Qué has hecho?

‑Me he vengado ‑dijo.

‑¡Tú! ‑dijo el barón‑. Di que has servido de instrumento a esa maldita mujer; pero, te lo juro, este crimen será su último crimen.

‑No sé lo que queréis decir ‑contestó tranquilamente Felton‑, e ignoro de quién queréis hablar, milord: he matado al señor de Buc­kingham porque ha rehusado en dos ocasiones, a vos mismo, nom­brarme capitán: lo he castigado por su injusticia, eso es todo.

De Winter, estupefacto, miraba a las, personas que ataban a Felton y no sabía qué pensar de semejante sensibilidad.

Una sola cosa ponía, sin embargo, una nube sobre la frente pura de Felton. A cada ruido que oía, el ingenuo puritano creía reconocer los pasos y la voz de Milady viniendo a arrojarse en sus brazos para acusarse y perderse con él.

De pronto se estremeció, su mirada se fijó en un punto del mar, que desde la terraza en que se encontraba se dominaba completamen­te; con aquella mirada de águila de marino había reconocido, allí don­de otro no hubiera visto más que una gaviota balanceándose sobre las olas, la vela de la balandra que se dirigía a las costas de Francis.

Palideció, se llevó la mano al corazón, que se rompía, y compren­dió toda la traición.

‑Una última gracia, milord ‑le dijo al barón.

‑¿Cuál? ‑preguntó éste.

‑¿Qué hora es?

El barón sacó su reloj.

‑Las nueve menos diez ‑dijo.

Milady había adelantado su partida una hora y media; desde que oyó el cañonazo que anunciaba el fatal suceso, había dado la orden de levar el ancla.

El barco bogaba bajo un cielo azul a gran distancia de la costa.

‑Dios lo ha querido ‑dijo Felton con la resiganción del fanático, pero sin poder, sin embargo, separar los ojos de aquel esquife a bordo del cual creía sin duda distinguir el blanco fantasma de aquella a quien su vida iba a ser sacrificada.

De Winter siguió su mirada, interrogó su sufrimiento y adivinó todo.

‑Sé castigado solo primero, miserable ‑dijo lord de Winter a Fel­ton, que se dejaba arrastrar con los ojos vueltos hacia el mar‑; pero lo juro, por la memoria de mi hermano a quien tanto amé, que tu cóm­plice no se ha salvado.

Felton bajó la cabeza sin pronunciar una palabra.

En cuanto a de Winter, bajó rápidamente la escalera y se dirigió al puerto.

 

Capítulo LX

En Francia

 

El primer temor del rey de Inglaterra, Carlos I, al enterarse de esta muerte, fue que una noticia terrible desalentase a los rochelleses; tra­tó, dice Richelieu en sus Memorias, de ocultársela el mayor tiempo po­sible, haciendo cerrar los puertos por todo su reino y teniendo especial cuidado de que ningún bajel saliese hasta que el ejército que Bucking­ham aprestaba hubiera partido, encargándose él mismo, a falta de Buc­kingham, de supervisar la marcha.

Llevó incluso la severidad de esta orden hasta mantener en Ingla­terra al embajador de Dinamarca, que se había despedido, y al emba­jador ordinario de Holanda, que debía llevar al puerto de Flessingue los navíos de Indias que Carlos I había hecho devolver a las Provincias Unidas.

Mas como pensó dar esta orden sólo cinco horas después del suce­so, es decir, a las dos de la tarde, ya habían salido del puerto dos na­víos: el uno llevando, como sabemos, a Milady, la cual, sospechando ya el acontecimiento, fue confirmada en su creencia al ver el pabellón negro desplegarse en el mástil del bajel almirante.

En cuanto al segundo navío, más tarde diremos a quién llevaba y cómo partió.

Durante este tiempo, por lo demás, nada nuevo en el campo de La Rochelle; sólo el rey, que se aburría mucho, como siempre, pero quizá aún un poco más en el campamento que en otra parte, resolvió ir de incógnito a pasar las fiestas de San Luis a Saint‑Germain, y pidió al cardenal hacerle preparar una escolta de veinte mosqueteros sola­mente. El cardenal, a quien a veces ganaba el aburrimiento del rey, concedió con gran placer aquel permiso a su real lugarteniente, que prometió estar de regreso hacia el 15 de septiembre.

El señor de Tréville avisado por Su Eminencia, hizo su maletín de grupa, y como, sin saber el motivo, conocía el vivo deseo a incluso la imperiosa necesidad que sus amigos tenían de volver a Paris, los de­signó, por supuesto, para formar parte de la escolta.

Los cuatro jóvenes supieron la noticia un cuarto de hora después que el señor de Tréville, porque fueron los primeros a quienes se la comunicó. Fue entonces cuando D'Artagnan apreció el favor que le había otorgado el cardenal al hacerle formar parte por fin de los mos­queteros: sin esta circunstancia, se habría visto obligado a permanecer en el campamento mientras sus compañeros partían.

Más tarde se verá que esta impaciencia de dirigirse a Paris tenía por causa el peligro que debía correr la señora Bonacieux al encontrarse en el convento de Béthune con Milady, su enemiga mortal. Por eso, como hemos dicho, Aramis había escrito inmediatamente a Marie Mi­chon, aquella costurera de Tours que tan buenos conocimientos tenía, para que obtuviese que la reina diese autorización a la señora Bona­cieux de salir del convento y retirarse bien a Lorraine, bien a Bélgica. La respuesta no se había hecho esperar, y ocho o diez días después, Aramis había recibido esta carta:

 

«Mi querido primo:

Aquí va la autorización de mi hermana para retirar a nuestra pequeña criada del convento de Béthune, cuyo aire vos pensáis que es malo para ella. Mi hermana os envía esta autorización con gran placer, porque quiere mucho a esa muchacha, a la que se reserva serle útil más tarde.

 

Os abrazo,

 

Marie Michon.»

 

A esta carta iba unida una autorización así concebida:

 

«La superiors del convento de Béthune entregará a la perso­na que le entregue este billete la novicia que entró en su conven­to bajo mi recomendación y patronazgo.

En el Louvre, el 10 de agosto de 1628.

 

Anne.»

 

Como se comprenderá, estas relaciones de parentesco entre Ara­mis y una costurera que llamaba a la reina hermana suya habían ame­nizado la cháchara de los jóvenes; pero Aramis, después de haberse ruborizado dos o tres veces hasta el blanco de los ojos ante las gruesas bromas de Porthos, había rogado a sus amigos que no volvieran a to­car el tema, declarando que si se le volvía a decir una sola pala­bra, no imploraría más a su prima como intermediaria en este tipo de asuntos.

No volvió, pues, a tratarse de Marie Michon entre los cuatro mos­queteros, que, por otra parte, teman lo que querían: la orden de sacar a la señora Bonacieux del convento de las Carmelitas de Béthune. Es cierto que esta orden no les serviría de gran cosa mientras estuvieran en el campamento de La Rochelle, es decir, en la otra esquina de Fran­cia; por eso D'Artagnan iba a pedir un permiso al señor de Tréville, confiándole buenamente la importancia de su partida, cuando le fue transmitida esta buena nueva tanto a él como a sus tres compañeros: que el rey iba a partir para Paris con una escolta de veinte mosquete­ros, y que ellos formaban parte de la escolta.

La alegría fue grande. Enviaron a los criados por delante con los equipajes, y partieron el 16 por la mañana.

El cardenal condujo a Su Majestad de Surgères a Mauzé, y allí el rey y su ministro se despidieron uno de otro con grandes demostracio­nes de amistad.

Sin embargo, el rey, que buscaba distracción, aunque caminando lo más deprisa que le era posible, porque deseaba llagar a Paris para el 23, se detenía de vez en cuando para cazar la picaza, pasatiempo cuyo gusto le fuera inspirado antaño por De Luynes, y por el que siem­pre había conservado gran predilección. De los veinte mosqueteros, dieciséis, cuando eso ocurría, se alegraban del descanso; pero otros cuatro maldecían cuanto podían. D'Artagnan, sobre todo, tenía zum­bidos perpetuos en las orejas, cosa que Porthos explicaba así:

‑Una gran dama me enseñó que eso quiere decir que se habla de vos en alguna parte.

Finalmente, la escolta cruzó Paris el 23 por la noche; el rey dio las gracias al señor de Tréville, y le permitió distribuir permisos por cuatro días, a condición de que ninguno de los favorecidos apareciese en al­gún lugar público, so pena de la Bastilla.

Los cuatro primeros permisos otorgados, como se supondrá, fue­ron para nuestros cuatro amigos. Es más, Athos obtuvo del señor de Tréville seis días en lugar de cuatro a hizo añadir a estos seis días dos noches de más, porque partieron el 24, a las cinco de la mañana, y, por complaciencia aún, el señor de Tréville posdató el permiso hasta el 25 por la mañana.

‑Dios mío ‑decía D'Artagnan, que como se sabe nunca dudaba de nada‑, me parece que ponemos muchas pegas a una cosa bien simple: en dos días, y reventando dos o tres caballos (poco me impor­ta: tengo dinero), estoy en Béthume, entrego la carta de la reina a la superiora, y dejo al querido tesoro que voy a buscar no en Lorraine, tampoco en Bélgica, sino en Paris, donde estará mejor oculto, sobre todo mientras el señor cardenal esté en La Rochelle. Luego, una vez de retorno a la campaña, mitad por la protección de su prima, mitad por el favor de lo que personalmente hemos hecho por ella, obtendre­mos de la reina cuanto queramos. Quedaos, pues, aquí, no os agotéis de fatiga inútilmente: yo y Planchet, es todo cuanto se necesita para un expedición tan simple.

A lo cual Athos respondió tranquilamente.

‑También nosotros tenemos dinero; porque aún no he bebido com­pletamente el resto del diamante, y Porthos y Aramis no se lo han co­mido todo. Reventaremos, por tanto, cuatro caballos mejor que uno. Mas pensad, D'Artagnan ‑dijo con una voz tan sombría que su acen­to dio escalofríos al joven‑, pensad que Béthune es una villa donde el cardenal ha citado a una mujer que por doquiera que va lleva la des­gracia consigo. Si no tuvierais que habéroslas más que con cuatro hom­bres, D'Artagnan, os dejaría ir solo; tenéis que habéroslas con esa mu­jer, vayamos los cuatro, y pliega al cielo que con nuestros cuatro cria­dos seamos en número suficiente.

‑Me asustáis, Athos ‑exclamó D'Artagnan‑. ¿Qué teméis, pues, Dios mío?

‑¡Todo! ‑respondió Athos.

D'Artagnan examinó los rostros de sus compañeros, que, como el de Athos, llevaban la huella de una inquietud profunda, y continuaron camino al mayor trote que podían los caballos, pero sin añadir una so­la palabra.

El 25 por la noche, cuando entraban en Arras, y cuando D'Artag­nan acababa de echar pie a tierra en el albergue de la Herse d'Or para beber un vaso de vino un caballero salió del patio de la posta, donde acababa de tracer el relevo tomando a todo galope, y con un caballo fresco, el camino de Paris. En el momento en que pasaba del portalón a la calle, el viento entreabrió la capa en que estaba envuelto, aunque fuese el mes de agosto, y se llevó su sombrero, que el viajero retuvo con su mano en el momento en que ya había abandonado su cabeza, y lo hundió rápidamente hasta los ojos.

D'Artagnan, que tenía fijos los ojos sobre aquel hombre, palideció y dejó caer su vaso.

‑¿Qué os ocurre, señor?... ‑dijo Planchet‑. ¡Eh, eh! Acudid, señores, que mi amo se encuentra mal.

Los tres amigos acudieron y encontraron a D'Artagnan que, en lu­gar de encontrarse mal, corría hacia su caballo. Lo detuvieron en el umbral.

‑¡Eh! ¿Dónde diablos vas as? ‑le gritó Athos.

‑¡Es él! ‑exclamó D'Artagnan, pálido de cólera y con el sudor sobre la frente‑. ¡Es él! ¡Dejadme que le siga!

‑Pero él, ¿quién? ‑preguntó Athos.

‑El, ese hombre.

‑¿Qué hombre?

‑Ese hombre maldito, mi genio malo, a quien he visto siempre cuando estaba amenazado por alguna desgracia; el que acompañaba a la horrible mujer cuando la encontré por primera vez, aquel a quien buscaba cuando provoqué a Athos, aquél a quien vi la mañana del día en que la señora Bonacieux fue raptada. ¡El hombre de Meung! ¡Lo he visto, es él! ¡Lo he reconocido cuando el viento ha entreabierto su capa!

‑¡Diablos! ‑dijo Athos pensativo.

‑A caballo, señores, a caballo, persigámoslo y lo alcanzaremos.

‑Querido ‑dijo Aramis‑, pensad que él va hacia el lado opues­to al que nosotros vamos; que tiene un caballo fresco y que nuestros caballos están fatigados; que, por consiguiente, reventaremos nuestros caballos sin tener siquiera la posibilidad de alcanzarlo. Dejemos al hom­bre, D'Artagnan, salvemos a la mujer.

‑¡Eh, señor! ‑gritó un mozo de cuadra corriendo tras el desco­nocido‑. ¡Eh, señor, se os ha caído del sombrero este papel! ¡Eh, se­ñor, eh!

‑Amigo ‑dijo D'Artagnan‑, media pistola por ese papel.

‑Con mucho gusto, señor; aquí lo tenéis.

El mozo de cuadra, encantado del buen día que había hecho, re­gresó al patio del hostal; D'Artagnan desplegó el papel.

‑¿Y bien? ‑preguntaron sus amigos rodeándolo.

‑¡Nada más que una palabra! ‑dijo D'Artagnan.

‑Sí ‑dijo Aramis‑, pero ese nombre es un nombre de villa o de aldea.

‑Armentiéres ‑leyó Porthos‑. Armentières, no conozco eso.

‑¡Y ese nombre de villa o de aldea está escrito de su mano! ‑ex­clamó Athos.

‑Vamos, vamos, guardemos cuidadosamente este papel ‑dijo D'Artagnan‑, quizá no haya perdido mi última pistola. A caballo, ami­gos míos, a caballo.

Y los cuatro compañeros se lanzaron al galope por la ruta de Béthune.

 


Date: 2015-12-17; view: 572


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