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Capítulo XLVIII 3 page

‑No, lo que encuentro sorprendente es que vos hayáis sido pre­venido de mi llegada.

‑Sin embargo es la cosa más simple, querida hermana: ¿no ha­béis visto que el capitán de vuestro pequeño navío había enviado por delante, al entrar en la rada, para obtener su entrada al puerto, un pe­queño bote portador de su libro de corredera y de su registro de tripu­lación? Yo soy comandante del puerto, me han traído ese libro, he re­conocido en él vuestro nombre. Mi corazón me ha dicho lo que acaba­ba de confiarme vuestra boca, es decir, el motivo por el que os expo­níais a los peligros de un mar tan peligroso o al menos tan fatigante en este momento, y he enviado mi cúter a vuestro encuentro. El resto ya lo sabéis.

Milady comprendió que lord de Winter mentía y quedó más asus­tada aún.

‑Hermano mío ‑continuó ella‑. ¿No es milord Buckingham a quien vi sobre la escollera, por la noche, al llegar?

‑El mismo. ¡Ah! Comprendo que su vista os haya sorprendido ‑prosiguió lord de Winter‑. Vos venís de un país donde deben ocuparse mucho de él, y sé que su armamento contra Francia preocupa mucho a vuestro amigo el cardenal.

‑¡Mi amigo el cardenal! ‑exclamó Milady, viendo que tanto so­bre este punto como sobre el otro lord de Winter parecía enterado de todo.

‑¿No es, pues, amigo vuestro? ‑prosiguió negligentemente el barón‑. ¡Ah!, perdón, eso creía; pero ya volveremos a milord duque más tarde, no nos apartemos del giro sentimental que la conversación había tomado. ¿Venís, a lo que decís, para verme?

‑Sí.

‑Pues bien, yo os he respondido que seríais servida a placer, y que nos veríamos todos los días.

‑¿Debo, por tanto, permanecer eternamente aquí? ‑preguntó Mi­lady con cierto terror.

‑¿Os encontráis mal alojada, hermana mía? Pedid lo que os falte, yo me apresuraré a hacer que os lo den.

‑Pero no tengo ni mis mujeres ni mis criados...

‑Tendréis todo eso, señora; decidme en qué tren había montado vuestro primer marido vuestra casa; aunque yo no sea más que vues­tro cuñado, la montaré en un tren parecido.

‑¿Mi primer marido? ‑exclamó Milady mirando a lord de Winter con los ojos pasmados.

‑Sí, vuestro marido francés; no hablo de mi hermano. Por lo de­más, si lo habéis olvidado, como aún vive podría escribirle y él me ha­ría llegar informes a este respecto.

Un sudor frío perló la frente de Milady.

‑Vos bromeáis ‑dijo ella con una voz sorda.



‑¿Tengo aire de hacerlo? ‑preguntó el barón levantándose y dan­do un paso hacia atrás.

‑O mejor, me insultáis ‑continuó ella apretando con sus manos crispadas los dos brazos del sillón y alzándose sobre sus muñecas.

‑¿Yo insultaros? ‑dijo lord de Winter con desprecio‑. En ver­dad, señora, ¿creéis que es posible?

‑En verdad, señor ‑dijo Milady‑, o estáis ebrio o sois un insen­sato; salid y enviadme una mujer.

‑Las mujeres son muy indiscretas, hermana; ¿no podría yo servi­ros de doncella? De esta forma todos nuestros secretos quedarían en familia.

‑¡Insolente! ‑exclamó Milady, y, como movida por un resorte, saltó sobre el barón, que la esperó impasible, pero, sin embargo, con una mano sobre la guarda de su espada.

‑¡Eh, eh! ‑dijo él‑. Sé que tenéis costumbre de asesinar a las personas, pero yo me defenderé, os lo prevengo, aunque sea con­tra vos.

‑¡Oh, tenéis razón! ‑dijo Milady‑. ¡Y me dais la impresión de ser lo bastante cobarde como para poner la mano sobre una mujer!

‑Quizá sí; además tendría mi excusa: mi mano no sería la primers mano de hombre que sería puesta sobre vos, según imagino.

Y el barón indicó con un gesto lento y acusador el hombro izquier­do de Milady, que casi tocó con el dedo.

Milady lanzó un rugido sordo y retrocedió hasta el ángulo de la ha­bitación como una pantera que quiere acularse para abalanzarse.

‑¡Oh, rugid cuanto queráis! ‑exclamó lord de Winter‑. Pero no tratéis de morderme porque, os lo advierto, se volvería en perjuicio vues­tro; aquí no hay procuradores que arreglen de antemano las suce­siones, no hay caballero errante que venga a buscarme pelea por la hermosa dama que retengo prisionera, sino que tengo completamente dispuestos jueces que dispondrán de una mujer lo bastante desvergon­zada para venir a deslizarse, bígama, en el lecho de lord de Winter, mi hermano mayor, y estos jueces, os lo advierto, os enviarán a un verdugo que os pondrán los dos hombros parejos.

Los ojos de Milady lanzaban tales destellos que, aunque él fuera hombre y armado ante una mujer desarmada, sintió el frío del miedo deslizarse hasta el fondo de su alma; no por ello dejó de continuar, con un furor creciente:

‑Sí, comprendo, después de haber heredado de mi hermano, os habría sido dulce heredar de mí; pero, sabedlo de antemano, podéis matarme o hacerme matar, mis precauciones están tomadas, ni un pe­nique de cuanto poseo pasará a vuestras manos. ¿No sois lo bastante rica, vos, que poseéis cerca de un millón, y no podéis deteneros en vuestro camino fatal si no hacéis el mal más que por el goce infinito y supremo de hacerlo? Mirad: os aseguro que si la memoria de mi her­mano no fuera sagrada iríais a pudriros en un calabozo del Estado o a saciar en Tyburn [L182] la curiosidad de los marineros; me callaré, pero vos soportaréis tranquilamente vuestra cautividad; dentro de quince o veinte días parto para La Rochelle con el ejército; pero la víspera de mi partida vendrá a recogeros un bajel, que yo veré partir y que os conducirá a nuestras colonias del Sur; y estad tranquila, os uniré un compañero que os levantará la tapa de los sesos a la primera tentativa que arriesguéis por volver a Inglaterra, o al continente.

Milady escuchaba con una atención que dilataba sus ojos llenos de llamas.

‑Sí, pero hasta entonces ‑continuó lord de Winter‑ permane­ceréis en este castillo: los muros son espesos, las puertas son fuertes, los barrotes son sólidos; además, vuestra ventana da a pico sobre el mar; los hombres de mi séquito, que me son fieles en la vida y en la muerte, montan guardia en torno a esta habitación, y vigilan todos los pasajes que conducen al patio; y llegada al patio, os quedarían aún tres verjas que atravesar. La consigna es precisa: un paso, un gesto, una palabra que simule una evasión, y dispararán sobre vos; si os ma­tan, la justicia inglesa tendrá, como espero, alguna obligación conmigo por haberle ahorrado la tarea. ¡Ah! Vuestros trazos recuperan la cal­ma, vuestro rostro reencuentra su seguridad. Quince días, veinte días, decís, ¡bah!; de aquí a entonces, tengo el genio inventivo, me vendrá alguna idea; tengo el espíritu infernal y encontraré alguna víctima. De aquí a quince días, os decís, estaré fuera de aquí. ¡Ah, ah! Intentadio.

Viéndose adivinada, Milady se hundió las uñas en la carne para domar todo movimiento que pudiera dar a su fisonomía una significa­ción cualquiera distinta a la de la angustia.

Lord de Winter continuó:

‑El oficial que manda aquí en mi ausencia ‑ya lo habéis visto y lo conocéis‑ sabe, como veis, observar una consigna, porque, os co­nozco, vos no habéis venido desde Portsmouth aquí sin haber tratado de hablarle. ¿Qué decís a eso? ¿Habría sido más impasible y muda una estatua de mármol? Habéis ensayado ya el poder de vuestras seduccio­nes sobre muchos hombres, y desgraciadamente habéis triunfado siem­pre; pero ensayadlo con éste, diantre; si lo conseguís, os declaro el mis­mo demonio.

Fue hacia la puerta y la abrió bruscamente.

‑¡Qué llamen al señor Felton! ‑dijo‑. Esperad un instante, voy a recomendaros a él.

Entre los dos personajes se hizo un silencio extraño, durante el cual se oyó el ruido de un paso lento y regular que se acercaba; al punto, en la sombra del corredor se vio dibujarse una forma humana, y el jo­ven teniente con el que ya hemos trabado conocimiento se detuvo en el umbral, esperando las órdenes del barón.

‑Entrad, mi querido John ‑dijo lord de Winter‑, entrad y ce­rrad la puerta.

El joven oficial entró.

‑Ahora ‑dijo el barón‑, mirad a esta mujer: es joven, es bella, tiene todas las seducciones de la tierra; pues bien, es un monstruo que a sus veinticinco años se ha hecho culpable de tantos crímenes como podáis leer en un año en los archivos de nuestros tribunales; su voz habla en su favor, su belleza sirve de cebo a las víctimas, su cuerpo mismo paga lo que ha prometido, es justicia que hay que hacerle; tra­tará de seduciros, quizá intente incluso mataros. Yo os he sacado de la miseria, Felton, os he hecho nombrar teniente, os he salvado la vida una vez, ya sabéis en qué ocasión; soy para vos no sólo un protector, sino un amigo; no sólo un bienhechor, sino un padre; esta mujer ha vuelto a Inglaterra a fin de conspirar contra mi vida; tengo a esta ser­piente entre mis manos; pues bien, os hago llamar y os digo: amigo Felton, John, hijo mío, guárdame y sobre todo guárdate de esta mujer; jura por tu salvación que la conservarás para el castigo que ha merecido. John Felton, me fío de tu palabra; John Felton, creo en tu lealtad.

‑Milord ‑dijo el joven oficial, cargando su mirada pura de todo el odio que pudo encontrar en su corazón‑, milord, os juro que se hará como deseáis.

Milady recibió aquella mirada como víctima resignada: era impo­sible ver una expresión más sumisa y más dulce de la que reinaba entonces sobre su hermoso rostro. Apenas si el propio lord de Winter reconoció a la tigresa que un momento antes él se aprestaba a com­batir.

‑No saldrá jamás de esta habitación, ¿entendéis, John? ‑continuó el barón‑. No se carteará con nadie, no hablará más que con vos, si es que tenéis a bien hacerle el honor de dirigirle la palabra.

‑Basta, milord, he jurado.

‑Y ahora, señora, tratad de hacer la paz con Dios, porque estáis juzgada por los hombres.

Milady dejó caer su cabeza como si se hubiera sentido aplastada por este juicio. Lord de Winter salió haciendo un gesto a Felton, que salió tras él y cerró la puerta.

Un instante después se oía en el corredor el paso pesado de un sol­dado de marina que hacía de centinela, el hacha a la cintura y el mos­quete en la mano.

Milady permaneció durante algunos minutos en la misma posición, porque pensó que se la vigilaba por la cerradura; luego, lentamente, alzó su cabeza, que había recuperado una expresión formidable de ame­naza y desafío, corrió a escuchar a la puerta, miró por la ventana y volviendo a enterrarse en un amplio sillón, pensó.

 

Capítulo LI

Oficial

 

Entre tanto, el cardenal esperaba nuevas de Inglaterra, pero ningu­na nueva llegaba, ni siquiera enfadosa y amenazadora.

Aunque La Rochelle estuviera bloqueada, por cierto que pudiera parecer el éxito gracias a las precauciones tomadas y sobre todo al di­que que no dejaba ya penetrar ningún barco en la ciudad asediada, sin embargo el bloqueo podia durar mucho tiempo todavía; y era una gran afrenta para las armas del rey y una gran molestia para el señor cardenal, que ya no tenía, por cierto, que malquistar a Luis XIII con Ana de Austria, ya estaba hecho, sino conciliar al señor de Bassompie­rre, que estaba malquistado con el duque de Angulema.

En cuanto a Monsieur, que había comenzado el asedio, dejaba al cardenal el cuidado de acabarlo.

La ciudad, pese a la increíble perseverancia de su alcalde, había intentado una especie de motín para rendirse; el alcalde había hecho colgar a los amotinados. Esta ejecución calmó a las peores cabezas, que entonces se decidieron a dejarse morir de hambre. Esta muerte les parecía siempre más lenta y menos segura que morir por estran­gulamiento.

Por su parte, de vez en cuando, los sitiadores cogían mensajeros que los rochelleses enviaban a Buckingham, o espías que Buckingham enviaba a los rochelleses. En uno y otro caso el proceso se hacía depri­sa. El señor cardenal decía esta sola palabra: ¡Colgadlo! Se invitaba al rey a ver el ahorcamiento. El rey venía lánguidamente, se ponía en primera fila para ver la operación en todos sus detalles: esto le distraía siempre algo y le hacía tomar el asedio con paciencia, pero no le im­pedía aburrirse mucho ni hablar en todo momento de volver a Paris, de suerte que, si hubieran faltado mensajeros y espías, Su Eminencia, a pesar de toda su imaginación, se habría encontrado en muchos apuros.

No obstante el paso del tiempo, los rochelleses no se rendían: el último espía que se había cogido era portador de una carta. Esta carta decía a Buckingham que la ciudad estaba en las últimas; pero en lugar de añadir: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, nos rendi­remos», añadía siempre: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, habremos muerto todos de hambre cuando llegue».

Los rochelleses no tenían, pues, esperanza más que en Buc­kingham. Buckingham era su Mesías. Era evidente que si un día se en­teraban con certeza de que no había que contar ya con Buckingham, con la esperanza caería su valor.

El cardenal esperaba, por tanto, con gran impaciencia las nuevas de Inglaterra que debían anunciar que Buckingham no vendría.

El tema de apoderarse de la ciudad a viva fuerza, debatido con fre­cuencia en el consejo real, había sido descartado siempre; en primer lugar, La Rochelle parecía inconquistable, pues el cardenal, dijera lo que dijera, sabía de sobra que el horror de la sangre derramada en este encuentro, en que franceses debían combatir contra franceses, era un movimiento retrógrado de sesenta años impreso en la política, y el car­denal era en aquella época lo que hoy se denomina un hombre de pro­greso. En efecto, el saco de La Rochelle, el asesinato de tres mil o cua­tro mil hugonotes que se habrían hecho matar se parecía demasiado, en 1628, a la matanza de San Bartolomé en 1572[L183] ; y, además, por encima de todo esto, este medio extremo, que nada repugnaba al rey, buen católico, venía a estrellarse siempre contra este argumento de los generales sitiadores: La Rochelle era inconquistable de otro modo que por el hambre.

El cardenal no podia apartar de su espíritu el temor en que le arro­jaba su terrible emisaria, porque también él había comprendido las pro­posiciones extrañas de esta mujer, tan pronto serpiente como león. ¿Lo había traicionado? ¿Estaba muerta? En cualquier caso la conocía lo bas­tante como para saber que actuando a su favor o contra él, amiga o enemiga, ella no permanecía inmóvil sin grandes impedimentos. Esto era lo que no podía saber.

Por lo demás, contaba, y con razón, con Milady: había adivinado en el pasado de esta mujer esas cosas terribles que sólo su capa roja podía cubrir; y sentía que por una causa o por otra, esta mujer le era adicta, al no poder encontrar sino en él un apoyo superior al peligro que la amenazaba.

Resolvió, por tanto, hacer la guerra completamente solo y no es­perar cualquier éxito extraño más que como se espera una suerte afor­tunada. Continuó haciendo elevar el famoso dique que debía hacer pa­decer hambre a La Rochelle; mientras tanto, puso los ojos sobre aque­lla desgraciada ciudad que encerraba tanta miseria profunda y tantas virtudes heroicas y, acordándose de la frase de Luis XI, su predecesor politico como él era predecesor de Robespierre, murmuró esta máxi­ma del compadre de Tristán: «Dividir para reinar.»

Enrique IV, al asediar Paris, hacía arrojar por encima de las mu­rallas pan y víveres; el cardenal hizo arrojar pequeños billetes en los que manifestaba a los rochelleses cuán injusta, egoísta y bárbara era la conducta de sus jefes; estos jefes tenían trigo en abundancia, y no lo compartían; adoptaban la máxima, porque también ellos tenían má­ximas, de que poco importaba que las mujeres, los niños y los viejos muriesen, con tal que los hombres que debían defender sus murallas siguiesen fuertes y con buena salud. Hasta entonces, bien por adhe­sión, bien por impotencia para reaccionar contra ella, esta máxima, sin ser generalmene adoptada, pasaba, sin embargo, de la teoría a la práctica; pero los billetes vinieron a atentar contra ella. Los billetes re­cordaban a los hombres que aquellos hijos, aquellas mujeres, aquellos viejos a los que se dejaba morir eran sus hijos, sus esposas y sus pa­dres; que sería más justo que todos fueran reducidos a la miseria co­mún, a fin de que una misma posición hiciera adoptar resoluciones uná­nimes.

Estos billetes causaron todo el efecto que podia esperar quien los había escrito, dado que decidieron a un gran número de habitantes a iniciar negociaciones particulares con el ejército real.

Pero en el momento en que el cardenal veía fructificar ya su medio y se aplaudía por haberlo puesto en práctica, un habitante de La Ro­chelle, que había podido pasar a través de las líneas reales, Dios sabe cómo, pues tanta era la vigilancia de Bossompierre, de Schomberg y del duque de Angulema, vigilados ellos mismos por el cardenal, un ha­bitante de La Rochelle, decíamos, entró en la ciudad procedente de Porstmouth y diciendo que había visto una flota magnífica dispuesta a hacerse a la vela antes de ocho días. Además, Buckingham anuncia­ba al alcalde que por fin iba a declararse la gran lucha contra Francia, y que el reino iba a ser invadido a la vez por los ejércitos ingleses, im­periales y españoles. Esta carta fue leída públicamente en todas las pla­zas, se pegaron copias en las esquinas de las calles y los mismos que habían comenzado a iniciar las negociaciones las interrumpieron, re­sueltos a esperar este socorro tan pomposamente anunciado.

Esta circunstancia inesperada devolvió a Richelieu sus inquietudes primeras, y lo forzó a pesar suyo a volver nuevamente los ojos hacia el otro lado del mar.

Durante este tiempo, libre de las inquietudes de su único y verda­dero jefe, el ejército real llevaba una existencia alegre; los víveres no faltaban en el campamento, ni tampoco el dinero; todos los cuerpos rivalizaban en audacia y alegría. Coger espías y colgarlos, hacer expe­diciones audaces sobre el dique o por el mar, imaginar locuras, poner­las en práctica, tal era el pasatiempo que hacía encontrar cortos al ejér­cito aquellos días tan largos no sólo para los rochelleses roídos por el hambre y la ansiedad, sino incluso por el cardenal que los bloqueaba con tanto ardor.

A veces, cuando el cardenal, siempre cabalgando como el último gendarme del ejército, paseaba su mirada pensativa sobre las obras, tan lentas a gusto de su deseo, que alzaban por orden suya los ingenie­ros que había hecho venir de todos los rincones de Francia, encontra­ba algún mosquetero de la compañía de Tréville, se acercaba a él, lo miraba de forma singular y al no reconocerlo por uno de nuestros com­pañeros, dejaba it hacia otra parte su mirada profunda y su vasto pen­samiento.

Cierto día en que, roído por un hastío mortal, sin esperanza en las negociaciones con la ciudad, sin nuevas de Inglaterra, el cardenal ha­bía salido sin más objeto que salir, acompañado solamente de Cahu­sac y de La Houdinière, costeando las playas arenosas y mezclando la inmensidad de sus sueños a la inmensidad del océano, llegó al paso de su caballo a una colina desde cuya altura percibió detrás de un seto, tumbados sobre la arena y tomando de paso uno de esos rayos de sol tan raros en esa época del año, a siete hombres rodeados de botellas vacías. Cuatro de esos hombres eran nuestros mosqueteros disponiéndose a escuchar la lectura de una carta que uno de ellos acababa de recibir. Esta carta era tan importante que había hecho abandonar so­bre un tambor cartas y dados.

Los otros tres se ocupaban en destapar una damajuana de vino de Collioure; eran los lacayos de aquellos señores.

Como hemos dicho, el cardenal estaba de sombrío humor, y nada, cuando se encontraba en esa situación de espíritu, redoblaba tanto su desabrimiento como la alegría de los demás. Por otro lado, tenía una preocupación extraña: era creer que las causas mismas de su tristeza excitaban la alegría de los extraños. Haciendo seña a La Houdinière y a Cahusac de detenerse, descendió de su caballo y se aproximó a aquellos reidores sospechosos, esperando que con la ayuda de la are­na que apagaba sus pasos, y del seto que ocultaba su marcha, podría oír algunas palabras de aquella conversación que tan interesante pare­cía; a diez pasos del seto solamente reconoció el parloteo gascón de D'Artagnan, y como ya sabía que aquellos hombres eran mosquete­ros, no dudó que los otros tres fueran aquellos que llamaban los inse­parables, es decir, Athos, Porthos y Aramis.

Júzguese si su deseo de oír la conversación aumentó con este des­cubrimiento; sus ojos adoptaron una expresión extraña, y con paso de ocelote avanzó hacia el seto; pero aún no había podido coger más que sílabas vagas y sin ningún sentido positivo cuando un grito sonoro y breve lo hizo estremecerse y atrajo la atención de los mosqueteros.

‑¡Oficial! ‑gritó Grimaud.

‑Habláis en mi opinión de forma rara ‑dijo Athos alzándose so­bre un codo y fascinando a Grimaud con su mirada resplandeciente.

Por eso Grimaud no añadió ni una palabra, contentándose con te­ner el dedo índice en la dirección del seto y denunciando con este ges­to al cardenal y a su escolta.

De un solo salto los cuatro mosqueteros estuvieron en pie y salu­daron con respeto.

El cardenal parecía furioso.

‑Parece que los señores mosqueteros se hacen cuidar ‑dijo‑. ¿Acaso vienen los ingleses por tierra? ¿O no será que los mosqueteros se consideran oficiales superiores?

‑Monseñor ‑respondió Athos, porque en medio del terror gene­ral sólo él había conservado aquella calma y aquella sangre fría de gran señor que no lo abandonaban nunca‑, Monseñor, los mosqueteros, cuando no están de servicio o cuando su servicio ha terminado, beben y juegan a los dados, y son oficiales muy superiores para sus lacayos.

‑¡Lacayos! ‑masculló el cardenal‑. Lacayos que tienen la or­den de advertir a sus amos cuando pasa alguien no son lacayos, son centinelas.

‑Su Eminencia ve, sin embargo, que si no hubiéramos tomado esta precaución, nos habríamos expuesto a dejarle pasar sin presentarle nuestros respetos y ofrecerle nuestra gratitud por la gracia que nos ha hecho de reunirnos. D'Artagnan ‑continuó Athos‑, vos que ha­ce un momento pedíais esta ocasión de expresar vuestra gratitud a Mon­señor, hela aquí, aprovechadla.

Estas palabras fueron pronunciadas con aquella flema imperturba­ble que distinguía a Athos en las horas de peligro, y con aquella excesi­va cortesía que hacía de él en ciertos momentos un rey más majestuo­so que los reyes de nacimiento.

D'Artagnan se acercó y balbuceó algunas palabras de gratitud, que pronto expiraron bajo la mirada ensombrecida del cardenal.

‑No importa, señores ‑continuó el cardenal, al parecer por nada del mundo apartado de su intención primera por el incidente que Athos había suscitado‑; no importa, señores, no me gusta que simples sol­dados, porque tienen la ventaja de servir en un cuerpo privilegiado, hagan de esta forma los grandes señores, y la disciplina es la misma para ellos que para todo el mundo.

Athos dejó al cardenal acabar completamente su frase e, inclinán­dose en señal de asentimiento, replicó a su vez:

‑La disciplina, Monseñor, no ha sido olvidada por nosotros de nin­guna manera, eso espero al menos. No estamos de servicio y hemos creído que al no estar de servicio podíamos disponer de nuestro tiem­po como bien nos pareciera. Si somos lo bastante afortunados para que Su Eminencia tenga alguna orden particular que darnos, estamos dis­puestos a obedecerle. Monseñor ve ‑continuó Athos frunciendo el ceño porque aquella especie de interrogatorio comenzaba a impacientarlo­- que, para estar dispuestos a la menor alerta, hemos salido con nues­tras armas.

Y señaló con el dedo al cardenal los cuatro mosquetes en haz junto al tambor sobre el que estaban las camas y los dados.

‑Tenga a bien Vuestra Eminencia creer ‑añadió D'Amagnan­- que nos habríamos dirigido a su encuentro si hubiéramos podido su­poner que era ella la que venía hacia nosotros con tan pequeña com­pañía.

El cardenal se mordió los mostachos y un poco los labios.

‑¿Sabéis de qué tenéis aire, siempre juntos, como aquí ahora, ar­mados como estáis, y guardados por vuestros lacayos? ‑dijo el cardenal‑. Tenéis aire de cuatro conspiradores.

‑¡Oh! En cuanto a eso, Monseñor, es cierto ‑dijo Athos‑, y nos­otros conspiramos, como Vuestra Eminencia pudo ver la otra maña­na, sólo que contra los rochelleses.

‑¡Vaya con los señores politicos! ‑prosiguió el cardenal fruncien­do a su vez el ceño‑. Quizá se encontraría en vuestros cerebros el se­creto de muchas cosas que son ignoradas si se pudiera leer en ellos como leéis en esa cama que habéis ocultado cuando me habéis visto venir.

El rubor subió al rostro de Athos, que dio un paso hacia Su Emi­nencia.

‑Se diría que sospecháis de nosotros verdaderamente, Monseñor, y que estamos sufriendo un auténtico interrogatorio; si es así, dígnese Vuestra Eminencia explicarse, y por lo menos sabremos a qué atener­nos.


Date: 2015-12-17; view: 434


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